“Creciendo
a través de la palabra”
RESUMEN
Este
texto pretende reflexionar sobre aquello que nos vuelve locos,
confrontándolo con aquello que nos salva de enquilosarnos en una
identidad enferma, a través de ejemplos del mundo de la creación
artística y literaria. La construcción de discursos y relaciones
sociales suelen ser la clave que lleva a la recuperación de las
personas que padecen un trastorno mental, y en esta recuperación la
palabra suele hacer realidad casi todo su potencial curativo. La
palabra viva, como puente entre personas, como herramienta saludable,
como abanico de significantes y significados simbólicos. La palabra
como bisagra que nos permite abrirnos al mundo y entenderlo, como
orografía del atlas de nuestro interior.
“Creciendo
a través de la palabra”
La
cultura como herramienta de cambio social.
“Si
bien se mira, todo es narración. Desde la infancia nos vamos
configurando al mismo tiempo como emisores y como receptores de
historias, y ambas funciones son estrechamente interdependientes,
hasta tal punto que nunca un buen narrador creo que deje de tener sus
cimientos en un niño curioso, ávido de recoger y de interpretar las
historias escuchadas y entrevistas, de completar lo que en ellas
hubiera podido quedar confuso, abonándolo con la cosecha de su
personal participación. El desarrollo de nuestras aptitudes
narrativas depende así, en gran medida, de cómo hayan sabido
espolearlas en esa edad primera los buenos narradores de nuestro
próximo entorno, encargados de atizar y mantener encendida la llama
de la santa curiosidad infantil, y a quienes, de una manera más o
menos consciente, hemos envidiado y tomado por modelo". (Carmen
Martín Gaite. El cuento de nunca acabar. Del capítulo 8, "El
Gato con Botas")
Resulta
un tópico relacionar genialidad y locura, creación desbordada,
pulsional, sin cauces que puedan contener la fuerza titánica de la
pasión y de su culto obsesivo. Locura como temerario abordaje de lo
oculto, de aquello que permanece en el interior, en ese terreno
delimitado por lo inefable, supurando en forma de síntomas,
partiendo el lenguaje en un ejercicio constante de subversión a la
vida y a la muerte, a los sentimientos, a las conductas y las normas
establecidas en su normalizada arbitrariedad. Locura como atlas de lo
ignoto, únicamente porque parecería que no alcanza el lenguaje,
porque los significantes se transforman y se elevan hacia universos
improbables, abandonando la mundana literalidad y despojándose de
sus mundanos ropajes en un afán de ser, de trascender, de revelarse
absoluto, porque sólo lo absoluto puede asemejarse con ciertas
formas de sufrir.
En
este campo, el del sufrimiento, todos los seres humanos tenemos
experiencia. El sufrimiento suele ser la asignatura principal en la
universidad de la vida, aquello que nos hace aprender de la peor
forma y madurar, en ocasiones, hasta pudrirnos. Frente a este hecho
se han elaborado las metáforas más peregrinas, al rededor de las
cuales se han establecido las disciplinas psicoterapéuticas.
Durante
la segunda mitad del siglo XX, abandonadas las metáforas
terapeúticas de corriente más psicoanáliticas como la que
presentaba al ser humano (con el hombre como modelo) siendo éste
producto de una dinámica de fuerzas, que luchaban por la expresión
de los impulsos frente a la represión de los mismos, y, superado el
mecanicismo cibernético que comparaba el cerebro humano con la CPU
de un ordenador, una computadora reprogramable, nos encontramos con
el apogeo de una corriente constructivista, donde la realidad es
modificada constantemente por el observador y su forma de mirar. Una
mirada sobre el sufrimiento que pone el foco en el individuo y en la
construcción de su soledad, en las diversas formas de sobrellevar la
soledad y el duelo ante las perdidas que conlleva estar vivo y
proyectarnos en nuestros deseos.
Obviando
el hecho indiscutible de que la injusticia y la desigualdad
social-por desgracia cada vez más generalizadas- influyen y en
demasiadas ocasiones determinan el desarrollo de los seres humanos,
lastrando sus posibilidades de cambio y de evolución según unos
cánones de bienestar económico, sanitario y educativo, es en este
territorio donde los hombres y las mujeres construyen su soledad
donde el lenguaje y su uso literario ejercen de puentes que exorcizan
el aislamiento y fijan aquello que nos atora y sacude fuera del campo
de lo no-dicho.
Es
por esto que se empezaron a establecer talleres de creación
literaria terapéutica, donde se invitaba a los usuarios de los
mismos a estructurar narrativas al rededor de su sufrimiento y las
causas del mismo. Talleres surcados por una ideología de la
enfermedad, que miraban el sufrimiento mental como aquello que había
que curar, y que como por arte de magia el acto literario fuera a
ayudar a extirpar la úlcera que provocaba la disfunción y el
trastorno. Quizás como en la relación que tuvieron el editor
Jacques Riviere y el poeta Antolin Artaud, (Correa Urquiza, 2010) no
se trata de curar a la persona, sino de des-enfermarla, de
interpelarla, de ubicarla en el lugar de lo normal, de abrazarla, de
historizarla, de acompañarla, de cuestionarla, de sufrirla, de
generar conjuntamente un espacio que posibilite el pensarse más allá
de una identidad exclusivamente enferma. No se trata de curar porque
hay formas de ser y estar en el mundo que por mucho que se consideren
una enfermedad, no lo son, y si lo son deben ser incurables, como lo
son los espíritus irreductibles. Se trata por tanto de salvar a esa
persona, de darle nombre y obra, cauces donde contener las mareas de
su creatividad. Una identidad que evite la auto-exculpación que
conllevan las categorías patológicas, que posibilite un ser, más
allá del requiebro y la pirueta, más allá de la fractura, donde
reconocerse y ser reconocido en tanto otro, abandonando la perversa
deriva del anonimato interior.
La
construcción de narrativas debería huir de cualquier espacio
clínico, porque si alejas la literatura de la salud, puedes
conseguir salud y verdadera literatura, la que surge del alma de
forma pulsional, sin ambages, corsés, ni demás condicionantes que
talan la libertad expresiva del escritor. Desgraciadamente se ha
confundido en demasiadas ocasiones la construcción de narrativas
terapéuticas con la construcción literaria. Las distintas
disciplinas y escuelas de la ciencia psi defienden una serie de
herramientas como método válido de construir un relato que resulte
sanador al hacer consciente lo inconsciente o lograr modificar la
conducta en lo real, desde el momento en que da explicación y genera
en el paciente un fenomeno de Insight. Me resulta cuanto menos
curioso como todos estos métodos, que en no pocos casos resultan
contradictorios e incluso antagónicos en un plano teórico entre si,
son defendidos como el método legítimo del saber, aquella que
permite dar explicación a la condición humana y a sus misterios. En
mi opinión si se quiere conocer los recobecos del alma humana uno
sale ganando si lee la novela del s. XIX, a Dickens, Balzac,
Stendhal, Dostoievsky, Tolstoi, Galdos, por nombrar unos pocos,
quizas, los más relevantes.
Los
profesionales del mundo Psi llevan casi dos siglos buscando esa
ecuación que defina el alma humana, y, olvidan -como están
demostrando los últimos avances en neurociencia- que el resultado es
indeterminado. Que resulta hasta cierto punto absurdo hablar del ser
humano como especie, pues si algo nos caracteriza es la singularidad.
Podemos hablar de ciertas personas, y de ciertas formas de mirarse y
mirarlos, de las multiples maneras que nos aporta el lenguaje de
explicar su historia, una historia que ante todo conoce su
protagonista, y que por mucho que se vista al observador con los más
académicos ropajes, esto es algo innamovible. Como mucho -que no es
poco- la mirada del observador puede llegar a modificar la realidad
condicionando desde su punto de vista el relato y su construcción,
pero esto es más una prueba de la inconsistencia, del vacío, de la
permeabilidad hacia distintos discursos, que poseemos las personas,
tan ocupadas en encontrar las palabras y los roles que al fin nos
identifiquen. La esencia humana se vasa en esa búsqueda de cierto
equilibrio -a veces desequilibrado-, caminante
no hay camino se hace camino el andar
que decía Antonio Machado. Todas las metas, todos los objetivos que
nos marquemos como individuos están motivados por la necesidad que
tenemos de sostenernos en el abismo del sinsentido, el absurdo
cosmogónico de un universo cruel y caótico en el que estamos
suspendidos sin causa conocida. Todas nuestras creencias y todas
nuestras certezas sólo son una forma más o menos torpe de poner
orden en ese enredo sin fin. Hay poetas como el mismo Artaud (Correa
Urquiza, 2010) que al mirar cara a cara al sinsentido del que estoy
hablando se quedaron para siempre atrapados en una deriva infinitupla
(Pessoa, 1921), aferrándose a las viscosas paredes del lenguaje,
como única respuesta al caos que percibía. No hay intención de
escapar de la trampa de la duda, desde el mismo momento en que no hay
con quien compartirla. Hablo de la trampa de la duda, del conflicto
con la incertidumbre, del estallido del desasosiego. Porque existimos
desde el momento en que un otro piensa en nosotros y no al revés. El
teorema cartesiano del cogito,
ergo sum,
habría que modificarlo por
cogitare nos, ergo sum,
nos piensan, luego existimos.
De
todo lo que podemos tener en común aquellas personas que hemos
pasado por una experiencia de grave sufrimiento mental es una
profunda experiencia de soledad. Una soledad que nos atrapa en la
certeza, que nos inocula el germen del aislamiento al saber que no
vamos a ser comprendidos, que por mucho que lo intentemos – cuando
lo hacemos- sólo recibimos incomprensión y rechazo, segregación
del grupo, exclusión. Es en esos casos cuando la búsqueda de un
interlocutor ideal (Martin Gaite, 1978) se vuelve perentoria. Como
decía la autora salmantina: "Cuando vivimos, las cosas nos
pasan, pero cuando contamos las hacemos pasar”. Al contar nuestra
historia estiramos del hilo de la madeja de la misma, hilamos el
tapiz que le da forma y contenido, re-cordamos, anudando los
distintos hechos y sensaciones, porque a la vez que la contamos a un
otro atento nos la contamos a nosotros mismos, le damos un orden. “Un
antes y un después que la hacen real. Al fin y al cabo, las cosas
nunca son de una manera o de otra; sólo son como nos las contamos.
Somos en función de nuestro interlocutor”.
Bajo
esta premisa queda clara la responsabilidad del observador como
puente hacia la salud o hacia la enfermedad. Como según el enfoque
que imponga el observador se puede promover una forma naturalizadora
de entender el sufrimiento mental como algo propiamente humano o, por
el contrario, formar parte de los engranajes de la patologización de
la sociedad. No resulta baladí desde el momento en que el sistema de
salud actual, focalizando el problema únicamente en la paliación de
síntomas y no en la reestructuración de la subjetividad
identitaria, parece más una industria de la enfermedad que un
sistema generador de salud. Con naturalizar no me refiero a negar,
sino a realizar un acto de no segregación, ni destierro de los
espacios más comunes y cotidianos de la comunidad, un acto de
responsabilización del propio relato. El sufrimiento mental es
vivido por todos y cada uno de los seres humanos en algún momento de
sus vidas; la culpa, la melancolía, la tristeza, el duelo, la
obsesión, la manía, el delirio, son, básicamente, percances de ser
humano, y no en pocas ocasiones percances de ser buena gente. Esta
sociedad hipernormativizada, hasta el punto de la normopatía,
castiga con la exclusión a aquellas personas que muestran ciertas
dificultades para integrar una realidad que agrede de forma cruel a
sus individuos. ¿Realmente queremos vivir en un mundo sin
sentimientos, ni memoria, sin sueños, ni ilusiones?
Con
la perspectiva que nos da la crisis actual, donde la pobreza, la
desnutrición, el desamparo, la soledad y la desesperación que se
desprende de los desahucios, el paro, el no llegar ni a mitad de mes,
la falta de perspectivas, etcétera, la cultura debe ser una
herramienta que nos invite a imaginar colectivamente un futuro mejor,
que acerque el sufrimiento humano a aquellas personas que no lo han
vivido con ese grado de intensidad o desestructuración, que
universalice la diferencia, las diferentes diferencias que, en
ocasiones, somos y que promueva el encuentro y la colectivización de
los cuidados.
Del
mismo modo que la ciencia psi tuvo que luchar por desinstalar del
dogma y de la certeza a una sociedad oscurantista devota de dios y de
María, para aportar una nueva mirada más rigurosa sobre los
problemas humanos, hoy es desde el humanismo, desde la flexibilidad,
desde la escucha y el acompañamiento, desde la empatía y la
comprensión, desde el cuestionamiento y la autocrítica desde donde
se puede ayudar a desinstalar a una ciencia que se ha convertido en
la nueva religión, desacralizarla para poder acercarla así de nuevo
al ser humano y a sus angustias y sus heridas. Ni que decir tiene que
un antidepresivo o un ansiolítico no le va a devolver su casa a
alguien a quien han desahuciado, ni pondrá un plato en la mesa para
que sus hijos o ellos mismos puedan comer. Desgraciadamente se lleva
demasiado tiempo asociando sufrimiento mental y patología mental,
como si una y otra fueran el mismo fenómeno. No se entiende la
problemática mental sin una cierta dosis de sufrimiento, pero sufrir
no implica necesariamente que exista un trastorno de base. Se lleva
demasiado tiempo diagnosticando con etiquetas psiquiátricas
problemas de índole social, económico, sentimental, existencial,
familiar, laboral, biográfico, etcétera; reduciendo el problema
real a sus consecuencias sintomáticas en la persona afectada, de la
que poco importa su historia, su entorno, sus circunstancias; una
canallada, en definitiva, cuando
toda conducta humana es reducible a la categoría de síntoma, que
invita a la confusión al trasladar el foco del sufrimiento de una
sociedad enferma al cerebro. Estar desamparado es en realidad
el síntoma del fracaso de todos como sociedad al no poder generar
colectivamente los recursos necesarios para sostener el sufrimiento
de nuestros familiares y vecinos. Es el fracaso del individualismo y
el consumismo que nos impide acercarnos a los demás de forma
altruista. El hecho de que en el tercer mundo gracias a los lógicas
que rigen sus comunidades se recupere el doble de afectados de un
brote psicótico (O.M.S., 2010) que en Occidente es una prueba
palpable del enorme esperpento que sin querer promovemos al
patologizar ese desamparo en una pirueta rocambolesca y execrable.
En otras palabras:
"Los
problemas colectivos del malestar se convierten en un problema de
salud personal, en un conflicto privado. El sufrimiento individual,
resultado de una contradicción social, aparece oculto en el momento
que este sufrimiento es confinado en un espacio técnico-sanitario,
aparentemente neutral. Tanto el neoliberalismo como cierta ideología
psiquiátrica y psicológica coinciden en esta tendencia a ocultar
los problemas sociales detrás de los sufrimientos personales. Se
propugna un reduccionismo psicológico o biológico de fenómenos y
realidades que son mucho más complejas y se empañan otras
perspectivas que explican mejor y de forma más global el sufrimiento
de las personas.” (Hacia una psiquiatría crítica Alberto Ortiz
Lobo. 2013)
El
crecimiento por tanto partiría de la conciencia colectiva y de una
re-evolución que lleva retrasándose demasiado tiempo. Es desde el
encuentro desde donde podemos transformarnos, desde la movilización
activa desde donde podemos cambiar las cosas. No hablo únicamente de
manifestaciones callejeras, hablo de que la cultura de la
transformación invada las consultas, los hogares, las casas, el
trato y las relaciones. De que rescatemos a ese niño ávido de
historias que olvidamos en el desván de nuestra memoria, y que le
preguntemos si quiere ayudarnos a hacer de este un mundo mejor.
Porque la conciencia del problema que se nos supone sólo llega desde
el conocimiento ideológico, desde la política, desde la salud.
Es
increíble como se ha movilizado en una inmensa y corrosiva marea
blanca tantísimos trabajadores en defensa de la sanidad pública,
como en algunas ciudades se han abierto consultorios gratuitos para
inmigrantes, como se han organizado espontaneamente asambleas donde
discutir y repensar el futuro de una forma de entender la salud única
en el mundo por su universalidad y calidad. Mientras las
instituciones políticas hablan de un sistema de salud enfermo y
deficitario, tantísimos profesionales han dado muestras de su salud
al asociarse, para defenderlo y defenderse, en un acto de
responsabilidad y rebelión. Sería maravilloso que este mismo
espíritu de construcción colectiva contagie a los profesionales y a
los dispositivos de salud mental, y les ayude a abandonar el
paternalismo y la coerción Que se empiece a contar con quien se
llama pacientes, sin cosificarlos, desde el mutuo compromiso de
colaboración. Quizás para eso sólo haga falta generar esos
espacios de libertad donde las historias, los relatos de tantas
historias, ocupen el lugar de tanta etiqueta desacreditora. Sólo se
me ocurre un motivo para no querer escuchar una buena historia,
aunque esta parezca descabalgada y haya que jugar a detectives para
recomponer las piezas sueltas que nos regalan, y es el hecho de no
haber tenido tampoco nadie que escuchado la nuestra. Contar nuestra
propia historia, compartirla con alguien a quien valoramos, muchas
veces es la mejor forma de acercarse a lo que realmente somos,
limpiar los estantes de nuestra memoria, allá, en la trastienda de
los ojos. Como demuestran tantísimas novelas y poemas es necesario
conocerse a uno mismo para poder conocer a los demás. Si no nos
conocemos, si sólo nos acercamos al otro a través de la teoría no
estaremos promoviendo un mundo más humano, sino como diría Aldous
Huxley: Un mundo “feliz”.
Lugo,
6 de noviembre de 2013.
Bibliografía:
- El cuento de nunca acabar. Carmen Martín Gaite. Ed. Anagrama. Madrid,
- La rebelión de los saberes profanos. Martín Correa-Urquiza. Textos U.R.V. ,Tarragona 2010.
- Hacia una psiquiatria crítica. Manuel Lobo Ortiz. Grupo 5. Madrid, 2013.
- El estigma. La identidad deteriorada. Erving Goffman. Buenos Aires, Amorrortu, 1988.
- La arqueología del saber. Michael Foucault. Buenos Aires. Amorrortu, 2003.
- El libro del desasosiego. Alberto Pessoa. Madrid, Acantilado, 2007.
- El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. Deleuze, G.; Guattari, F.: Barcelona, Paidós, 1998.
2 comentarios:
Raúl como siempre....eres un crack!
"el sistema de salud actual, focalizando el problema únicamente en la paliación de síntomas y no en la reestructuración de la subjetividad identitaria, parece más una industria de la enfermedad que un sistema generador de salud."
Ahí la has dado....
Sólo te ha faltado añadir :
Lo q hacen algunos señores de bata blanca, a los q el pueblo mira como poseedores de la verdad y sanadores, cuando recetan un fármaco.....!
No son personas libres.
Son personas sin ética ni moral, que se dejan comprar sin ninguna sensibilidad por unos dólares sin prejuicio ni pensando que en sus manos están seres humanos, no zapatos.
Un saludo desde Barcelona donde te añoramos.
Nada que añadir Raúl. Un artículo estupendo muy a tener en cuenta por todos los usuarios del sistema psi. Felicidades.
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