Los compis de Activament me han pedido que colabore con ellos en un proyecto redactando unos pocos artículos para un E-book. Me parece una buena forma de reemprender la actividad en el blog. Espero que os guste.
¿Por
qué te gusta escribir?
Interrogar
a un escritor sobre el porqué escribe es una de esas cosas que no
tienen respuesta fácil si uno pretende no caer en tópicos. Podría
ponerme poético y responder que es mi particular forma de volar,
religioso y explicaros que al enfrentarme al folio en blanco me gusta
jugar a ser dios, biólogo y confesaros que vivo de la palabra de
forma parasitaria, analista y contaros como al escribir doy rienda
suelta a lo que reprime mi inconsciente, y un largo etcétera. Lo
cierto es que si he llegado a ser escritor es porque estoy enganchado
desde hace mucho al antiguo arte de contar historias. Esto es así
porque desde hace mucho, mucho tiempo, he tenido el privilegio de ser
receptor de pequeñas y grandes historias que me han ido moldeando
tal y como soy hoy en día.
De
niño, mientras devoraba fascinado casi todos los libros, cómics y
películas que caían entre mis manos, soñaba que algún día
pudiera generar en alguien las mismas inquietudes que conseguían
mantenerme atrapado a la historia, hasta el punto de retar -con el
riesgo de ser reprendido duramente- las ordenes maternas de apagar la
luz e ir a dormir; hasta que acabara el capítulo aquí no se apagaba
nada, ni la luz ni mi mirada. Mi obstinación estaba justificada.
Aquellas historias de supervivientes en islas desiertas, de héroes
que se enfrentaban a la muerte por conseguir un beso de su amada, de
personas que se transformaban en insecto de la noche a la mañana,
por poner sólo unos pocos ejemplos, eran la compañía más fiel y
el consejero más preciso para un chico solitario como yo, con la
cabeza llena de sueños y preguntas sobre lo que le rodeaba. Para mí,
desear ser escritor era la forma más natural de devolverle a los
libros una pequeña parte de aquello que me habían regalado desde
bien pequeño.
Ahora
mediando la treintena puedo afirmar que el tiempo y tantas lecturas
me han aportado oficio, que a falta de un mayor talento o
inspiración, me permite resolver ciertos obstáculos que se
presentan cuando el flujo de la narración se atora y a uno le entran
ganas de abandonar. Como pasa también en la vida uno se las tiene
que ingeniar para no dejarse arrastrar por el desánimo, respirar
hondo, fumarse un cigarro o tomar un té, dar un paseo, echar un
polvo, para distraer a ese mal consejero que todos llevamos dentro y
que pretende disuadirnos con dudas y miedos de que persigamos
nuestros sueños, mientras decidimos qué camino nos sacara de este
entuerto: ¿a la izquierda o a la derecha de esa vieja fuente?
En
realidad no hay nada que pase en la vida que no pueda ser narrado,
que no pueda adquirir la dimensión epopéyica de una Odisea.
Recuerdo que con 4 años un día que mi abuela estaba enferma me
envió a comprar una barra de pan solo. Estábamos en un pueblo muy
pequeño y todos me conocían, por lo que se podía decir que tenía
tantos cuidadores como vecinos. Pero lo cierto es que todo eso a mi
me importaba más bien poco. Era un niño confiado y me habían
asignado una misión. Por lo que allí fui a la aventura, con mi capa
de superman y mi espada de madera en una misión que veía digna del
mismísimo Llanero Solitario. Me enfrenté a moscas como aviones, a
un perro con fauces infernales y a la mirada sanguinolenta de una
hechicera que vivía justo al lado de la panadería y que quiso
invitarme a un dulce. Cuando regresé a casa de mi abuela con la
barra de pan era un niño feliz. Aquel día comprendí la importancia
de tener una misión en la vida, algo que guíe nuestros pasos, una
ilusión que nos motive a seguir adelante sin temor.
Este
aprendizaje se volvió imprescindible en algunos momentos de mi vida
en los que el sufrimiento mental parecía que fuera a hacer zozobrar
todo aquello que me había sostenido en el mundo, aunque fuera
sujetandome a la fantasía y la imaginación. Curiosamente, ahora que
todas aquellas experiencias quedan tan atrás, puedo decir que quizás
me ayudó a superar aquellas circunstancias el hecho de que jamás
perdí la esperanza de alcanzar mis sueños. Porque incluso cuando
la presión de las camisas de fuerza químicas me ahogaban y no me
permitían hilar cuatro ideas seguidas, la literatura, el acto ritual
de ponerme escribir me permitía reconciliarme con quien realmente
era. Alguien que tenía mucho que contar.
En
medio de un sistema de salud castrador de voluntades y discursos, la
complicidad del folio en blanco me permitía interrogarme con
honestidad, a desnudarme ante el espejo de la palabra sin miedos ni
ambages. Lo que tenga que salir saldrá. Lo importante, lo
verdaderamente importante era y es conseguir detener ese run-run que
a veces se me instala en la mente, como si ésta se viera sacudida
por una tempestad capaz de hacer naufragar al marinero más experto.
En esos momentos el hecho de fijar con palabras, fuera del campo de
lo inefable, aquellas emociones que me sacuden consiguen un efecto
balsámico. En demasiadas ocasiones lo que realmente nos hace sufrir
no es tanto la emoción en sí misma, sino la narración que la
acompaña. Por eso es tan importante ser fiel a uno mismo a la hora
de construir cualquier relato, y más si se pretende que éste sea
leído por terceros y cuartos. Al fin y al cabo en toda narración o
poema se esconde la personalidad de una persona que necesita
compartir aquello que le ha hecho emocionar. Es esa emoción la que
nos hace empatizar con aquello que leemos, es esa emoción la que
hace que empaticen con aquello que escribimos. Porque más allá de
la validez de una narrativa concreta, todas y cada una de ellas
sirven para lo mismo, para sentirnos menos solos, para
comprendernos, para consolarnos, para como escribí con 16 años:
Dejarse
llevar,
en
torrente imaginario,
es
sentir el latido
que
muestra el mapa de los sentidos,
bucear
en el alma
hasta
encontrar la huella del pasado,
enmascarada
en imágenes que flotan en el vacío de lo infinito...
Encerrarse
entre letras
para
liberarse, para pasar y que pasen el rato,
para
ser, para mostrarse, para comunicarse, para escapar,
y
aprender en el camino...
Para
sembrar futuro,
intentar
enseñar quien eres,
como
es el mundo, como es un mundo,
al
niño que un día fuimos.