Los locos -que duda cabe- somos personas, es decir seres humanos desde el mismo momento en que nacemos. Esto a lo largo de los años nos convierte en ciudadanos, en padres, en hijos, en hermanos, en colegas, en parejas, en amigos, vamos que por el simple hecho de estar vivo somos más parecidos a aquellos que nos diagnostican, nos etiquetan, nos estigmatizan, nos ningunean, de lo que seguramente ellos se creen. Pienso que esta forma de exclusión (física, simbólica y aterradoramente real) que sufrimos cada día los locos, tiene mucho que ver con las relaciones de poder y su soberbia vertical y prepotente. Es desde esta lógica de la soberbia normalizada y normalizadora desde la única posición en que entiendo como posible la absoluta castración de nuestros derechos. Porque señoras y señores creo que tener derechos no es de locos.
Al loco (y que quede claro que entiendo como loco a todo aquel -esté o no psiquiatrizado- cuyo comportamiento nos resulta molesto, porque tendemos tanto a diagnosticar de locura, como a vestirnos con el traje de seleccionador nacional cuando un buen partido de fútbol lo requiere) al loco, decía, se le rechaza en el mismo momento en que se le etiqueta, se le presupone incapaz, o estúpido, o vago, o caradura, o que se yo, que seguro que más de uno habrá. Locos, eso si, somos o hemos sido todos en algún momento de nuestras vidas, todos hemos sufrido en algún momento el vacío succionador que nos transmite un entorno que nos rechaza. Todas hemos sentido ese desamparo, esa soledad tan desolada (que diría Mario Benedetti) esa caída infinítupla hacía lo más oscuro de nuestra habitación. Todos hemos enloquecido en algún momento de terror, de desgana, de injusticia, de desamor, de luto, arrasados por la pena, desalmados como los arrabales de una ciudad destruida por el absurdo de una guerra, que en este caso se combate en nuestro interior. Locos somos todos, repito, porque como nos recuerda Caetano Veloso de cerca nadie es normal. Locos somos todos, pero parece que algunos más que otros. Parece que a algunas personas, entre las que me incluyo, en el mismo momento en que sacamos hacia fuera todo el dolor que llevamos guardado, en el mismo momento en que nuestro entorno (demasiado ocupado en mantener el frágil sustento que aguanta sus rutinas) se alarma -porque lo incomprensible está codificado para ser alarmante, peligroso y objeto de temor- ante la imposibilidad de entender de donde vienen estas conductas extrañas, que han erupcionado partiéndolo todo: estructuras, lenguajes, significados, sentimientos, relaciones, cometamos una especie de delito social que exija una pronta condena. Porque los locos explotamos y a la vez implosionamos en una suerte de desgraciada incomprensión social. Es en esos momentos en los que caemos sobre las duras camas del psiquiátrico, donde nos diagnostican con etiquetas terribles con las que no nos reconocemos, donde nos medican con drogas que nos impiden pensar, sentir, razonar como hasta ese momento habíamos hecho. Es en un hospital tan poco hospitalario como el psiquiátrico donde somos separados del resto de enfermos por sendas puertas cerradas a cal y canto, porque aunque digan que ya cayeron los muros de las antiguas instituciones, sigue habiendo otros muros, otras puertas, como fronteras cerradas para que quede bien claro que no somos normales, que estamos locos o lo que resulta más aterrador no estamos locos, somos enfermos con cerebros enfermos, somos enfermos que no tienen en teoría ningún control sobre su vida, su sufrimiento y su dicha.
Mientras que el resto de locos (los que hay más allá de las puertas del psiquiátrico) luchan cada día por sostener los vaivenes emocionales que les provoca los embates de la vida, nosotros, los de aquí adentro, desde el mismo momento en que nos diagnostican y asumimos, como niños buenos y sumisos, que somos y seremos enfermos crónicos, víctimas del ir y venir de ese cajón de sastre “explicatodo” y “describenada” llamado dopamina durante el resto de nuestras vidas, renunciamos a nuestra identidad, a nuestra experiencia, a nuestros valores, a nuestras creencias, a nuestros sueños e ilusiones, y, lo que es peor, renunciamos a todo aquello que seguramente fue causa real y que como real que es resulta dificilísimo, sino casi imposible de explicar a las primeras de cambio.
Así, con la personalidad desestructurada, despersonalizados diagnosticamente, con las emociones aplanadas por la química farmacológica flotamos a la deriva en una sociedad hostil, depredadora, voraz, donde la sutil violencia a la que todos los seres humanos somos sometidos cada día va desmembrando las posibilidades reales de cambio... Las voces, las fantasías, las pesadillas pueden haberse detenido. Pero no se tarda en descubrir que en realidad sólo se ha sustituido una pesadilla por otra, que existe una ley no escrita que nos sitúa a partir de entonces en la marginalidad tanto económica, como social más absoluta. Porque como de los locos nada bueno se espera, nada bueno les queda del pastel. Y mientras no molestemos todo estará bien. Hoy en día no faltan guettos disfrazados de club sociales, centros de día o centros especiales de trabajo donde se garantiza el aislamiento de las personas diagnosticadas del resto de la comunidad y sus potenciales peligros.
A tenor de lo dicho me gustaría recordar la existencia de varios estudios, entre ellos del prestigioso John Read, que afirman que el hecho de considerar a la locura como enfermedad (como pueden ser la diabetes o las cardiopatías) no sólo no han reducido lo que se conoce como estigma sino que lo han aumentado -por eso de que si el loco/a no tiene control sobre su cerebro enfermo lo hace además de impredecible, incontrolable- generalizando la irresponsabilidad y su ganancia. Es a raíz de estás ideas sobre los trastornos mentales que se pueden defender muchas atrocidades en contra de los derechos fundamentales que tenemos los diagnosticados como ciudadanos como son el Tratamiento Ambulatorio Involuntario, la contención mecánica, los ingresos involuntarios, etc. Todo ello defendido por el presunto bienestar del paciente y su derecho a la salud. Me parece muy significativo el hecho de que una persona del credo de los testigos de Jehovà pueda rechazar una imprescindible transfusión de sangre por sus creencias (por muy absurdas que nos parezcan a la mayoría), pero en cambio una persona diagnosticada pueda ser obligada a tomar una medicación en contra de su voluntad. Esta situación me invita a pensar que nuestra constitución defiende a capa y espada la libertad política y religiosa (siempre, claro está, que no resultes molesto a tu comunidad). Porque suelen ser los familiares los que ante el acoso de un entorno molesto y escandalizado por la presión que ejerce sobre ellos los encorsetados cánones de normalidad los que piden e incluso llegan a exigir un tratamiento forzoso e involuntario (y al CERMI y a algunas asociaciones de FEAFES me remito).
Son otros muros, otras murallas, en este caso invisibles las que sitúan al loco en el lugar del discapacitado total, aquel que ni puede, ni debe decidir sobre las cuestiones importantes de su vida. Estas murallas nos separan de los otros y su materia consistiría en un amasijo de falsas creencias, prejuicios, estigmas, miedos y golosa irresponsabilidad. De murallas hay tantas como grupos sociales denostados, ninguneados, anulados cuando se confrontan con un otro social que se cree superior. Es desde esta lógica de las relaciones de poder y la ignorancia desde donde se construyen los prejuicios. En el momento en que alguien piensa que es mejor, más libre, más capaz que otra persona porque ésta última tenga algunas dificultades, y esta idea le impida acercarse a él, de pura soberbia, se levanta un muro invisible. Creo, ya lo he dicho antes, que todos los seres humanos tenemos ciertas dificultades para sobrellevar la vida -sólo que las de algunas personas son más evidentes que las de otras- por lo que todas las personas de este planeta seríamos en cierto modo discapacitados. Desgraciadamente las personas tendemos a pensar que “las taras físicas, emocionales, etc” son exclusivas de los demás, porque nuestro ego nos impide hacer una reflexión autocrítica sobre nuestra conducta, quizás porque de otra forma no seríamos capaces de soportar la carga simbólica que supone admitir nuestra discapacidad. Esto no sería un problema si participáramos socialmente de una lógica donde la horizontalidad, el respeto hacia el otro y su enorme diversidad fueran los valores imperantes, en contra de la uniformidad global que parece que se nos quiere imponer desde los mecanismos de poder.
A parte de esto es desde el contacto directo con la comunidad desde donde se desmontan los estigmas (éste y el que sea). Cuando uno se ve obligado a desinstalar de la categoría social a alguien a quien ha estigmatizado porque no asume el rol que se le presupone es cuando el estigma tiende a desmontarse (a caer por su propio peso). Yo he salido del armario hace mucho, y por todo lo que hago, y donde lo hago, y con quien lo hago nadie me considera ni un enfermo, ni un esquizo, sino un tipo simpático y algo alocado. Desgraciadamente a mí se me coloca en el lugar de la excepción, e incluso, a pesar de los muchos médicos que afirmaban antaño mi absoluta pérdida del juicio, ahora según aquellos psiquiatras que al conocerme no reconocen a un esquizo como manda el DSM o como dios manda, que para su caso son lo mismo, me dicen que mi caso es un claro ejemplo de mal diagnóstico. Lo que sea por no manchar las decisiones de la A.P.A y su bendito consenso.
Pero mejor vuelvo a los derroteros de la locura y sus derrotas civiles. Porque creo que los límites, precisamente por situarse en aquel terreno que casi nadie traspasa, tienen un algo de misterio, como si en sus lindes se escondieran las claves de un equilibrio más soñado que adquirido, una especie de El dorado o de Atlántida sumergida a la que no podemos acercarnos si no es desde el viaje interior. Cuando hablo de límites, hablo también de fronteras, hablo de polos, hablo, como ya hablaba el Tao, del ying i el yang. ¿Qué fue primero la luz o la oscuridad? ¿Qué fue primero la gallina o el huevo? Ya que ninguno de nosotros estábamos allí para comprobar empíricamente lo que sucedió en realidad, mejor pasopalabra.
Todas las personas tenemos unas capacidades y unas limitaciones. Me parece que en muchas ocasiones, nuestras limitaciones las ponemos nosotros mismos, con la inestimable ayuda de nuestro entorno castrador y sentencioso, y esos juicios de valor que frustran tantos sueños de infancia, recordándote constantemente aquello que cantaba el maestro Serrat de niño deja ya de joder con la pelota que eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca. Y es que esta sociedad tan exigente limita mucho, nos vendieron hace mucho una libertad ficticia. Y lo que es peor, unos sueños prefabricados que no están a nuestro alcance. La idea de éxito, por ejemplo.. Según donde nazcas, según donde estudies, según donde te muevas, acabarás siendo de una u otra forma. Y ojo, que no me apetece ponerme determinista, pero es que, desgraciadamente, en la mayoría de casos aquel relato de Emile Zola titulado (si la memoria no me falla) «El hombre del barro», sigue estando de rabiosa actualidad. La mayoría de nosotros si nacemos en el barro lo tenemos muy chungo para poder salir de él, porque lo más probable es que un aristócrata llamado por ejemplo Emilio Botín llegue montado a caballo y frustre nuestro esfuerzo por salir de ahí, recordándonos eso de que si nacimos en el barro, moriremos en él.
De alguna extraña manera tanto límite ha creado un orden. Un orden establecido e impuesto. Es dentro de ese orden social donde nos movemos todos y no tiene porque ser algo tan horrible, siempre que no se piense demasiado, siempre que no intentes cambiar su estructura y asumas tu lugar dócilmente. Siempre que nos movamos con respeto hacia el otro, caminando con cuidado de no herir a los demás con las aristas de nuestra personalidad y vigilando no ser herido por las afiladas cuchillas con la que se defienden algunos, esta sociedad nos brindará sus infinitamente limitadas posibilidades. El equilibrio -así nos lo han vendido- por paradójico que resulte está en estos límites. Límites que su génesis se reducirían a aquello que decía Freud más o menos así: el primer hombre que insultó a su enemigo en vez de romperle la cabeza a pedradas fue el fundador de la civilización. Sinceramente... ¡Ojalá la civilización fuera sólo cosa de «civismo»!
Hoy me resulta algo extraño imaginarme a una tribu acostumbrada a solucionar los problemas a pedradas aplaudiendo admirados ante el descubrimiento del insulto. Es más, algo me dice que Freud se equivocaba, que lo más seguro es que el primero que se cagó en las muelas del otro en vez de romperle la cabeza acabó pocos segundos después con la cabeza abierta cual sandía. Creo que si la gente acabó eligiendo el insulto debió ser por motivos más prácticos, como que se acabaran las piedras o se acabaran las personas. Son estas pequeñas cosas las que mueven a la mayoría a razonar. En fin... Una vez más. Pasopalabra.
¿Pero qué pasa cuando en esta sociedad nuestra tan limitada y equilibrada alguien decide usar la violencia de forma indiscriminada? Desgraciadamente, a este tipo de individuos se les justifica diciendo que están locos, que se les ha ido la olla, que no estaban bien de la cabeza y ese largo rosario de absurdos argumentos que relacionan locura y violencia. ¿Dónde están los límites? ¿Cómo justificar algo injustificable? ¿Cómo razonar algo teóricamente irracional como la violencia y que no pocas veces resulta algo tan racional, tan bien racionalizado, tan milimétricamente dispuesto y ordenado? Supongo que eso que llaman pulsión de muerte debe tener algo que ver, pero como esa pulsión la sentimos todos y todas ha de haber pasado algo más. Dicen los psicoanalistas -si es que los he entendido bien- que las personas nos movemos entre pulsiones de eros y de thanatos, entre arranques de amor y de destrucción. De alguna manera esos dos motores polarizan nuestros deseos y es cosa nuestra y de nuestro entorno, reprimir o limitar dichos deseos, para poder convivir en sociedad sin necesidad de liarse a pedradas. Hoy en día todos sabemos que agredir es malo, sí, malo, moral y éticamente reprochable, sobre todo cuando a quien agredes no es el culpable de tus males. Porque siendo sincero a pesar de que me considero un tipo éticamente aceptable, si por mi fuera -y me consta que no soy el único- pillaría a más de uno (banqueros, políticos, militares, empresarios sin escrúpulos, especuladores, etc) y como decía el gran actor galaico-catalán Pepe Rubianes les colgaba de los cojones. Yo a este sentimiento lo llamo el orgullo del pobre y supongo que para algún psiquiatra fascista también sería de esas cosas que se arreglan con un poquito de Haloperidol. Mientras que los poderosos simplemente logran serenar a la masa renovando periódicamente la parrilla de televisión.
Bueno retomando esto de la maldad y sus necesarios límites. La inmensa mayoría de actos violentos son causados por personas conscientes, a sabiendas, quizás desconociendo las consecuencias de sus actos, pero sin duda alguna sabiendo que aquello que están haciendo es un atentado contra el necesario respeto hacia los demás y sus vidas. Por tanto me gustaría finalizar mi intervención haciendo un alegato en contra de la inimputabilidad. Conozco a personas tan o más psicóticas que yo, y que como yo nunca, ni más brotados que un almendro en primavera, ni más bebidos que los peces de aquel villancico, han, hemos, hecho daño a nadie. Con la actual legislación esta mayoría inofensiva nos vemos legalmente anulados, somos individuos legalmente irresponsables. De esta forma es muy difícil tomar las riendas de nuestras vidas y ser considerados ciudadanos de pleno derecho. De esta forma la legislación refuerza la creencia de la peligrosidad del loco y los medios se nutren de dichas evidencias. De esta forma muchos violentos se justifican, se escudan, se esconden en su “locura” por la perversa ganancia que adquieren con su rol. De esta forma pagamos justos por pecadores, no se separa el grano de la paja y muchos verdugos quedan impunes. De esta forma no se favorece al débil, sino al delicuente.
Quizás el resumen sea lo que me dijo un día esta buena amiga con quien tengo el gusto de compartir una vez más mesa de debate: pase que la locura sirva como atenuante, pero jamás, JAMÁS debe servir como coartada. Gracias.