Y
al séptimo día: descansaron.
Sakura Mitzuki tenía 35 años. Divorciada, con una hija, después de casi tres años bregando con distintos trabajos temporales, había conseguido un puesto de secretaria. Su jefe era un extraño individuo, un escritor medio loco, obsesionado con encontrar el teorema que descifrara para el mundo el misterio que se escondía en la belleza de las cosas. Sakura se sentía afortunada. Ella, que nunca fue lectora, que apenas tenía un grado de administrativa, y que sus mayores aficiones eran la música, los dibujos animados y reír por cualquier cosa, no entendió que había visto aquel hombre en ella para contratarla. Pero ¡Que demonios! Se dijo, el trabajo estaba bien pagado y tal como andaba su economía no era cuestión de andar desconfiando de lo que a todas luces parecía una buena oportunidad de lograr algo de estabilidad en su vida.
Hatori
Hanzo también tenía 35 años. Sus padres le habían puesto ese
nombre en honor al gran samurai de la época medieval. De él cuentan
las crónicas que era invencible, que armado con su espada era capaz
de vencer él solo a escuadrones enteros de soldados. Eso sí, la
lucha del Hatori actual era algo más retorcida. Su peor enemigo eran
los fantasmas de su propio pasado. La sombra implacable de aquella a
la que amó y que un día descubrió en la cama con su mejor amigo.
Desde entonces, ayudado económicamente por la herencia de sus
padres, construyó en su casa en la campiña, rodeado de verdes
valles, la cárcel de su propia locura y se enfrascó en la búsqueda
imposible de una ecuación cuyo resultado lógico es indeterminado.
Abandonó los círculos académicos y los literarios, a las amistades
y a los conocidos, y así encerrado en su propia culpa, sólo vio una
salida: contratar una secretaria como último vínculo que lo atara a
la realidad. Sakura le pareció la persona correcta porque hacía
mucho tiempo que no veía en alguien – aunque también hacía mucho
tiempo que no tenía contacto con nadie – una sonrisa tan sincera y
bondadosa. En su delirio creyó vislumbrar que el misterio de la
belleza de las cosas se escondía tras aquella sonrisa tan honesta
como enigmática. Lo que no esperaba de ningún modo era que esta
historia se desarrollara como sigue.
Los
primeros meses parecieron transcurrir rápidamente para ambos. Ella
cumplía a la perfección y con diligencia las tareas que él le
encomendaba, como encargarse del correo, las facturas, las compras,
la comida; mientras él, a su vez, pasaba la mayoría del día
encerrado en su despacho intentando escribir una obra de la que hasta
ese momento sólo tenía un título provisional: “Deseo”. Pero
deseo a qué, a quién, por qué... Eran preguntas que se planteaba
cada día y cada nuevo día encontraba nuevas respuestas que le
empujaban inexorablemente a nuevos interrogantes, que escondían
-cómo no- nuevas respuestas y nuevas preguntas, y así
sucesivamente. El resultado era una obra por comenzar, una obra que
sólo existía porque existía el deseo de que ésta existiera.
Sakura
se fue acostumbrando a aquel hombre huraño y desconfiado, que la
miraba por encima de las lentes, como si quisiera leer en ella
atravesándola con la mirada. A ella le hacía gracia tanta seriedad
y tanta ceremonia. La vida podía ser más sencilla. Eramos nosotros,
las personas, los que nos la complicábamos con tanta duda y tanto
miedo. Por eso prefería sonreirle a la vida, porque estaba segura de
que si sonríes al mundo, el mundo sonríe contigo. Él le parecía
un buen tipo, sí, claro, medio loco y medio excéntrico, pero
esencialmente un buen tipo, atormentado y frágil. Con ella siempre
había sido amable y generoso. Además aunque nunca había querido
verlo como tal, dada la distancia que él imponía, a primer golpe de
vista le había parecido bastante atractivo, de una belleza triste,
como si sus parpados soportaran todo el dolor del universo. Eso la
enternecía y secretamente le hacía desearlo.
Un
mañana algo se quebró en aquella relación tan formal. Ella no
acudió al trabajo. Hatori dejó pasar los minutos, no era habitual
en ella y estaba dispuesto a reprenderla. Luego pasaron las horas y
el enfado de él se hizo mayúsculo. Era intolerable un
comportamiento de este tipo y sin avisar. La llamó con la intención
de decirle que no hacía falta que volviera. Estaba despedida. Pero
en su celular sólo pudo escuchar un: está apagado o fuera de
cobertura.
Hatori
la estuvo esperando todo el día. Y al día siguiente. Y al otro. Y
al otro. Con el paso de las horas su enfado fue sustituido por unos
extraños pensamientos que le desazonaron. Era posible que se hubiera
cansado de él. Era posible que ella, mientras él la esperaba
estuviera con un hombre que la estuviera amando apasionadamente.
Hatori se sorprendió al descubrir que estaba celoso. Porque los
celos son una de las peores maneras de entender que se está
enamorado.
Sakura
no se había ausentado por capricho o por desprecio, tampoco por nada
de lo que atormentaba a Hatori. Su hija, mientras cenaban las dos en
un Mcdonals se había desmayado. La tomó en brazos y la subió a un
taxi en dirección al hospital, donde le dijeron que había contraído
salmonelosis. Del móvil nunca supo si se le cayó en el restaurante,
en el taxi o si se lo robó alguien más desesperado que ella. Pasó
cuatro días y cuatro noches junto al cuerpo febril de su hija, que
se debatía entre la vida y la muerte. Apenas podía pensar en nada
más que en ella, sólo cuando los médicos le aseguraron que estaba
fuera de peligro pudo pensar en Hatori. ¿Qué le diría? ¿Como
reaccionaría él? ¿Podría entender que su hija era el motivo
principal que la hacía levantarse de la cama cada mañana para
encarar el mundo, que sin ella no había motivo para sonreír? Si le
faltaba su hija a Sakura sólo le quedaría Hatori.
Al
séptimo día, domingo, Sakura dejó a su hija durmiendo, salio de
casa, tomó el bus que le llevaba a la estación de ferrocarril, de
ahí tomó un tren que tres paradas más tarde le dejaba en el barrio
de Hatori, caminó las cinco calles que llevaban hasta su casa y
llamó al timbre. Él, perdida ya toda esperanza de saber de ella,
con el dolor multiplicado por la pérdida imaginada, sintió que un
rayo le atravesaba al escuchar el timbre. En un principio no supo que
hacer. Pensó que sería algún vecino molesto y no quería ver a
nadie. Ante la insistencia de la llamada se decidió a abrir. El
tiempo que pasó desde que se levantó del sillón de su despacho
hasta que llegó a la puerta de la salida fue incontable para ambos.
Nunca un par de minutos representaron tantas eternidades. Cuando al
fin abrió la puerta y sus miradas se encontraron, ambos lo supieron,
sólo había un sentimiento en ellos: deseo. Deseo vestido de
incertidumbre, de duda, de miedo, de nostalgia, de pena, de alegría
por el reencuentro, de presente compartido... Ella sonrió
tímidamente. Él alargó su mano y ella le respondió tendiéndole
la suya. Él la hizo entrar. Ninguno decía nada, ninguna palabra,
ningún discurso ni poema, porque todos los discursos y poemas de la
historia estaban contenidos en sus miradas. Todo lo dicho y lo no
dicho, todo lo imaginado estaba a punto de suceder. Él acercó
lentamente sus labios a los de ella, que entreabrió su boca en señal
de bienvenida. El beso que le siguió fue lento, como si ambos
paladearan con cada ósculo el placer de la victoria y de la derrota
a la vez. Tras aquel momento mágico ambos se rindieron al placer de
conocerse. Él, aferrando el cuerpo de ella con firmeza y ternura,
siguió besando lentamente su rostro vencido: las mejillas, la
frente, los parpados cerrados de puro placer. Ella se dejaba hacer.
Él evitaba besarle los labios, centrándose en otras zonas de su
rostro, bajando al cuello que mordisqueó con dulzura, provocando en
ella leves gemidos de placer. Ambos se estaban excitando. Tanto
tiempo deseando este momento negado incluso para ellos mismos se
estaba resolviendo de la forma más dulce. Sakura no aguantó más y
se revolvió sobre sí misma, ya bastaba de ser objeto de sus besos,
quería ser protagonista de lo que estaba aconteciendo y agarrándole
de las mejillas lo besó con pasión, introduciendo su lengua en la
boca de Hatori, jugueteando con ella con movimientos circulares,
buscando un contacto rítmico con la lengua de él, que celebraba
cada encuentro con nuevos besos, mientras las manos de ambos se
exploraban bajo la camisas como ciegos sedientos de anatomía. Ella
dejó de besarlo y él se detuvo paralizado durante un instante
devorándola con la mirada, las manos de ella surgieron de debajo de
la camisa de Hatori y se deslizaron hasta la botonera que hábilmente
iba deshaciendo, descubriendo el torso desnudo de él. Hatori tragaba
saliva, ella sonreía picarona. Cuando las manos de ella empujaron la
camisa de él tras sus hombros dejándola caer Sakura beso el pecho
de Hatori como si cada beso dibujara el mapa de un tesoro. Él a su
vez hizo lo propio y despojó el cuerpo de Sakura de sus envoltorios.
Allí, completamente desnuda, frente a él, parecía tan frágil y
bella como la aurora al amanecer. La boca de Hatori se precipitó
entonces en un torrente de besos sobre el cuerpo de ella, jugueteando
con su lengua donde creía que más podía doler. Su cuello blanco,
sus pechos henchidos, sus pezones duros, su barriga casi inexistente,
su ombligo, sus ingles, sus piernas. Aquel recorrido improvisado
estaba provocando una gran excitación en Sakura que había apresado
con sus manos la cabeza de él queriendo conducirlo hasta donde ella
quería. Él, de rodillas, besaba, mordisqueaba, sus muslos como si
fueran el único alimento del mundo capaz de saciarle y cuanto más
se acercaba a la zona púbica de Sakura los gemidos, los temblores,
los espasmos de ella se multiplicaban de puro excitada. Finalmente
agarró los glúteos de ella con cada mano y los atrajo hacia su
boca, que estaba frente a frente del coño de Sakura. Hatori recorrió
muy lentamente con la punta de su lengua toda la vertical desde el
ano hasta la perla escondida del clitoris de Sakura, haciendo temblar
al cuerpo erguido de ella, que aferraba la cabeza de él buscando un
asidero. Lo hizo una vez, luego otra, luego otra y otra más, cada
vez más lentamente que la anterior, recreándose en los gemidos de
ella que iban en aumento a la vez que la humedad de su coño. Cuando
al fin detuvo la punta de su lengua lo hizo para juguetear con el
clitoris de Sakura que respondió apresando el cabello de él con los
dedos mientras exclamaba: “¡OH, SI!”.
La
sonrisa de ella era lo más parecido al amanecer, si es que existe un
amanecer para los sentidos. Lo ayudó a incorporarse y tras besarle,
fue ella quien se puso de rodillas, con la cabeza inclinada hacia
atrás, sin dejar de mirar a aquellos ojos que la contemplaban desde
lo alto, fue desabrochando el pantalón de Hatori, hasta deslizarse
éstos entre sus piernas. El pene de él estaba erecto, apuntaba la
cabeza de Sakura casi como una amenaza. Ella respondió abriendo su
boca e introduciéndolo en ella, paladeandolo, mientras con su mano
derecha agitaba su glande arriba y abajo. Tras unos pocos movimientos
Hatori estaba a punto de explotar. Pero no quería acabar así. Sacó
su miembro de la boca de Sakura y se puso de rodillas frente a ella,
besándola, mezclando en sus bocas los fluidos de sus respectivos
placeres. Ella cada vez estaba más mojada. Él cada vez más
excitado.
Allí
mismo, sobre la alfombra, sus cuerpos se hicieron uno. Un cuerpo
bicéfalo, como un motor de dos cilindros cuyos pistones bombeaban a
la vez, y a cada nuevo golpe nuevos gemidos surgidos de dos bocas, de
dos corazones, de dos miradas que se eludían, demasiado concentradas
en acoplarse al otro sin dejar de disfrutar de todo lo que estaban
sintiendo. Ella volvió a correrse dos veces, antes de que él,
sudado y casi sin respiración, estallara en un orgasmo dentro de
ella.
Al
acabar ambos se quedaron mudos, sólo se escuchaba la agitación de
sus pulmones, dentro de dos cuerpos, boca arriba, unidos únicamente
por el lazo que aún unía la mano derecha de él con la izquierda
de ella. Pasaron casi dos minutos antes de que se miraran, al fin
descansados. Fue entonces cuando él comprendió la belleza de su
sonrisa. Fue entonces cuando ella comprendió la profundidad de su
mirada.