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martes, 29 de septiembre de 2009


Si llega la muerte,

Será bienvenida;

No la temo más que al amanecer,

Al silencio o a la nada.

Me producen un terror

Más profundo, más hiriente,

Mucho mas real: el odio

esgrimido como herramienta

cada vez más habitual en su televisor,

la guerra siempre absurda,

siempre homicida, donde la injusticia

con alevosía

se hace la ciega salvo

cuando ha de cobrar sus beneficios;

y mientras el hambre

impuesta por los de arriba

se sostiene y se multiplica

con la indiferencia de los de abajo.

Estas cosas tan normales a dia de hoy

Hacen que sufra verdadero pánico,

Un miedo profundo y sin viso de solución

Por el ser llamado humano

Y su infinito poder de ejecución

La sociedad muestra sus garras.
Millares de tentáculos
Grises
Añejos
Viscosos
Retuercen categóricamente
Las tuercas
Los nombres
Las mentes
Hasta que sangra la libertad
Y no se reconoce
En su químico delirio.

Tantos prejuicios pueblan
los libros de psicología
Como bocas
Abiertas
Esperando alimento.

Tras las presas
contenedoras: lágrimas
de encierro, gritos
en la noche, nudos
en las manos crispadas, babas
descolgándose sin querer.
El vaho empaña las ventanas
De soledad, martirio y desconsuelo.
Las personas suplican respuestas
Algo que explique
Porque les ha tocado,
Que crimen han cometido,
Para ser condenados sin preguntas
Para ser apresados en pleno vuelo.

La sociedad así lo exige
Temerosa de todo,
incluso de sí misma
construye con desconfianza
muros para ocultar
sus propios miedos
sus delirios de grandeza
disfrazados de normalidad.

martes, 15 de septiembre de 2009

Extrño caso VIII


El mar.





Beto escribía. En un despacho forrado de estanterías repletas escribía como si le fuera la vida en ello. No tenía más intención que acabar, pero el final se dilataba, escapaba de las redes que extendía como un pez escurridizo.

Sumido en su trabajo, pasaban las horas, los días; el tiempo que no se paraba a contar, como los relojes de Dalí, fundidos, irreales, habitantes de un mundo onírico, donde la realidad y la fantasía se funden. ¿Quién sabe, quién puede afirmar qué es real y qué no lo es? Las historias se componen de personajes y los personajes se nutren de historias. La lógica de este bucle infinito sucumbe hasta ser derribada por el azar. Su mordaz ironía se basa en mostrarnos constantemente un atlas de calles, esquinas, sonidos, voces, rostros propios y ajenos, ante la ventana de nuestra alma, de nuestro pueblo, de nuestra pequeña o gran ciudad. Creemos encerrarlos dentro del espejo de los sentidos pero en realidad se desvanecen en el olvido, se escapan de la frágil memoria del tiempo.

Beto escribía. Ignoraba a donde quería llegar. Perdido en el mar de palabras donde había sido arrojado no encontraba una tabla a la que asirse, ni siquiera una bolla que le indicara con esperanzas que se acercaba a la costa. Iba a la deriva, como si estuviera en medio de una pesadilla, daba brazadas sin dirección, con el único fin de no perecer, no, aún no, mientras le quedara un atisbo de energía no bajaría los brazos. No le quedaba otra que nadar hasta la extenuación, hasta la muerte, si la perseverancia es igual a victoria él perseveraría hasta morir. Puede que la victoria sea pobre, Itaca no te engañó, Itaca te dio el viaje soñado. ¿Pero de qué materia están hechos los sueños? ¿Era ese el problema? ¿Era eso lo que buscaba? Cumplir sus sueños, volver a ser el de antes, el de otros tiempos, absurdo deseo que le pesaba como un plomo hundiendo su línea de flotación, haciéndole tragar agua, conduciéndole sin remedio hasta las profundidades. Cansado, agotado, exhausto, no se resignaba. No supo de donde pero extrajo fuerzas cuando creían que se le habían acabado. No, el no quería ser el de antes. Él simplemente deseaba ser. Poder vivir, poder subsistir, poder sobrevivir.

Beto escribía, nadaba, soñaba. Una barca, el sonido de una barca llegó hasta él con claridad. ¿Le verían, recogerían su cuerpo arrugado, salvarían su vida, salvarían su voz? Los sentidos nos engañan, son traicioneros, según el terreno que pisemos se hace más evidente. Pero de repente la vio. La barca, pequeña, se acercaba. Quiso gritar de alegría, mover los brazos señalando su posición, pero de su garganta no brotó más que un quejido como el de un gato al que se pisa sin querer. Volvió a intentarlo. No podía dejar escapar esta oportunidad, porque era muy posible que fuera la única. Perseveranciam, alimento de campeones. Perseverancia incluso para saber pedir ayuda. No le parecía paradójico seguir vivo gracias a su orgullo de luchador y no poner ninguna objeción en pedir ayuda. Es estúpido no pedirla cuando la vida está en juego. Quizás ya no quedaban ideales por los que morir, quizás él nunca los tuvo. La igualdad, la justicia, la fraternidad ya no parecían revolucionarias, aunque quizás lo fueran. Resulta tan difícil hacer planes de futuro cuando no tienes perspectivas de futuro. El truco podía residir en mantener viva la ilusión, una ilusión que alimentara la imaginación, que se reencarnara en utopía. ¿Nada es imposible? En el mundo de los sueños no, nada es imposible.

Beto escribía cuando la barca llegó hasta su posición. Tenía frío, la mirada borrosa, no pudo distinguir a su salvador, sólo supo que alguien le agarró del pelo, después de los brazos y que su cuerpo era arrancado de la muerte y depositado sobre la sólida superficie de la barca. ¿Dentro o fuera de la ballena?,¿vida o muerte?,¿sueño o realidad...?

Beto escribía. Enajenado. Los relojes de Dalí goteaban lágrimas por el tiempo perdido, gemían los gatos en la calle, tan solitarios, tan independientes en su manada. En la barca sólo se escuchaba el runrun del motor, tan monótono como el tic-tac de un viejo carillón. Abrió los ojos, pero no vio a nadie, estaba abandonado a su suerte, pero al menos no moriría ahogado. Volvió a cerrar los ojos y soñó que la barca avanzaba, que alguien la conducía y deseó que esa persona fuera Almudena; deseó estar en sus brazos, protegido durante toda la eternidad, pero sabía que no era ella, él no había estado a la altura. ¿Pero quien está a la altura? Más allá de una medida física ¿cuál es la altura de un hombre? Abrió los ojos, vio a un hombre joven, un marinero. Supo que llegaba el fin de aquella pesadilla, le llevaban a puerto. El marinero mantenía la mirada fija en el horizonte, indiferente a la captura de aquel día, como si fuera una red de merluzas. Beto intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas; deseaba estar escribiendo, tomando un café en el Kampen, cocinando un plato original para sus amigos, riendo, viajando, respirando; entonces cayó en la cuenta que quizás estuviera haciendo eso, pero que no era capaz de disfrutarlo. Nada es imposible.

Abrió los ojos y miró al marinero que sigue mirando al frente como una estatua. Le habló, ¿cómo te llamas marinero? Consiguió balbucear. El marinero le observó en silencio. Es la primera vez que se miran a los ojos, ya no parece tan joven, tiene una mirada viva y profunda. Beto deseó ser él. Soy tú. Siempre he sido tú, dice el marinero. ¿Tú y yo somos el mismo? No, yo soy tú, porque tú no existes, sentencia el marinero. Beto se ofendió, quiso discutirle, sabía o creía saber que sí existía, que era algo más que una quimera; sus recuerdos, sus vivencias, sus ilusiones no le engañaban, aún siendo reduccionista podía considerarse un digno náufrago. Sé lo que estás pensando, continúa el marinero, pero te equivocas, tu vida me pertenece, siempre me ha pertenecido.

Beto escribía o creía escribir. Ha llegado a un punto muerto, al que se llega a veces en la literatura y en la vida; un punto a donde no llega la luz y las sombras se desparraman como un café volcado sobre una hoja en blanco. La duda, el tiempo, los errores, la muerte, el amor, parecían poca cosa cuando uno intentaba desvelar los enigmas clásicos: ¿quien soy? ¿de dónde vengo? ¿a donde voy? ¿Quien puede responder a estas preguntas? Cada persona, cada personaje es diferente y parecido, una vida sucede a otra, generación tras generación, la búsqueda de respuestas se parecía a la eterna escalada del pobre Sísifo. Beto tenía miedo, sabía o creía saber que había llegado su final. Le hubiera gustado saber como iba a ser. Sin premoniciones, a él, que la astrología siempre le pareció un engañabobos, una forma de condicionar voluntades, un timo que se lucraba de la inseguridad de la gente, no le hubiera importado pedir una hipoteca por saber como iba a ser su final. Mira al marinero, le pregunta su nombre, pero éste no responde, vuelve a parecer una estatua al que le importan un pimiento las dudas de Beto. No es así, le ha recogido del mar, le ha salvado la vida, no era mala persona, tenía una mirada limpia, concentrada, le recordó la mirada de alguien pero no supo de quién. Estamos llegando, dijo de repente el marinero. ¿Dónde? Preguntó Beto que seguía sin poder levantarse. El marinero bajó la velocidad de la barca hasta que ésta fue llevada por las olas hasta la costa. ¿Dónde estamos? Responde por favor, suplicó Beto. Pero la única respuesta que escuchó fue el chillido de las gaviotas.

En ese instante Beto supo que no obtendría respuestas, por lo que dejó de escribir.

Un extraño caso VII


Noches, amaneceres y otros misterios.



Eran las diez de la noche y Almudena leía tranquilamente, medio tumbada en un sillón, con las piernas apoyadas en un reposapiés. Hacía más de una semana de su frustrado encuentro con Beto y sabía del estado de salud de éste (su amnesia) porque había hablado con Marta por teléfono. Cuando sonó el timbre de la puerta decidió no abrir. No esperaba a nadie y no le apetecía recibir la visita de ningún molesto invitado (alguna ex-pareja nostálgica de su fogosidad), tampoco deseaba abandonar la lectura de la primera novela de Beto Castillo, titulada noches, amaneceres y otros misterios. Que a estas alturas la tenía totalmente atrapada.

La historia era ágil y sencilla, un estudiante descubría el agridulce sabor de la bohemia, de la esencia poética que reposa al otro lado de las sombras que se proyectan en la noche de una gran ciudad, en ese espacio en el que el peligro, reside más en abandonar los propios ideales y convertirse en aquello que esperan de él. De esta forma escaparse de las clases de medicina se convierte en un viaje iniciático, donde el protagonista descubre durante largos paseos por la ciudad: los contrastes, las injusticias, las diferencias que hacen de esta sociedad occidental tan atractiva y a la vez tan terrible. Así, caminando, llega la noche y un mapa de luces le descubren que no hay verdades más allá de las creencias. Todo es relativo porque uno no es quien cree que es, las personas no somos más que un cúmulo de opiniones propias y ajenas sobre nuestros actos, un collage hecho con trocitos de espejo con el que cada uno conformamos la máscara social que oculta la nada que realmente somos. Como globos inflados de más absoluto vacío, flotando en el tiempo y el espacio, la paradoja de nuestra existencia nos vuelve absolutos e insuficientes, todopoderosos y vulnerables, nos hace, en definitiva, ser y no ser, como personajes de una historia que en realidad no nos pertenece. Porque, si lo pensamos bien, la vida es un misterio, que sólo resuelve silenciosa la muerte.

Insistieron en la llamada y poco después sonó el teléfono. El auricular estaba en una rinconera al lado del sillón donde Almudena, con fastidio, alargó el brazo, dispuesta a despachar rápidamente a quién llamaba.

-¿Diga?

-Hola. Buenas noches. ¿Almudena?

-¿Beto, eres tú?

-Sí, el mismo.

-¿Cómo estás cielo? Me contó Marta lo que te había pasado.

-Estoy bien. Bueno... eso creo. ¿Oye Almudena vives en el tercero primera del número veintiuno?

-Sí.

-Estoy en un bar de tu calle. Creo que se llama Kampen. He llamado a tu puerta. Pero...

-No estaba disponible. Mejor dicho, no sabía que eras tú. ¿Subes o bajo?

-Sube. Prepararé té.

Beto llamó por tercera vez. En esta ocasión el portalón de hierro zumbó con el sonido del portero automático y pudo entrar en el edificio. Almudena puso a calentar agua y espero en el rellano a su invitado. El ascensor no tardó en llegar a su destino. Cuando Beto abrió la puerta y vio a aquella mujer, vestida con unas mallas lilas y una camiseta de Barrio Sesamo, sonriéndole con ternura, supo que era ella y no otra la persona que necesitaba.

-Hola Almudena.-La saludó sonrojándose, avergonzado, por no poder reconocerla.

-Hola precioso.-Respondió ella abrazándolo.

Él la devolvió el abrazo y durante los segundos que duró la unión de sus cuerpos Beto tuvo tiempo de sentir como se le erizaba el bello con la emoción. Casi se pone a llorar. Almudena también estaba a gusto. Había pensado mucho en él, más aún, cuando descubrió, más allá de dramas posteriores, el espíritu pacífico y reflexivo, divertido y complice, que vislumbró en su anterior encuentro y que se confirmaba en el trasfondo de la novela. Ella lo miró atentamente a los ojos, escrutando la enorme confusión, pobremente maquillada bajo una sonrisa. Se detuvo en sus ojos, y tuvo la impresión de que no se engañaba, que no le engañaban, eran limpios como se imaginaba la mirada de aquel niño que se escondía para leer durante los recreos. Le acarició la cara. Le devolvió la sonrisa. Finalmente le dijo: Me alegra mucho verte de nuevo Beto, de verdad; y le tomó de la mano.

-Yo también me alegro... de verte.

-Bueno como supongo que no me recuerdas, creo que lo mejor será que empecemos de nuevo, ¿no te parece?

-Sí, juegas con ventaja, pero será lo mejor.

-Empecemos este comienzo con un te helado ¿te apetece? En noches tan calurosas como la de hoy a mí me despeja mucho. Ya verás, preparo un té de jazmín que está riquísimo.

-Me parece una idea estupenda.

Entraron en el apartamento. Él se sentó y vio su novela sobre el reposapiés. Ella sirvió el té en unos vasos alargados que previamente había llenado con perlas de hielo. Se sentó a su lado y le comentó que había comprado su primera novela y que le estaba gustando mucho. Él sonrió. Ella tomó un trago de té. Él no bebía, estaba muy serio, como si se sintiera incómodo. Ella le preguntó que ocurría, tenía la impresión de que ya no era el mismo, pero esto no se lo dijo. Él no decía nada. Ella pensó que debía ser cosa de la amnesia y le tomó la mano. Él se soltó, movía la cabeza de izquierda a derecha como si no pudiera comprender o se negara a aceptar lo que estaba sucediendo en esos momentos. Ella se empezó a preocupar, volvió a acercar su mano a la de él, pero sólo la acarició con mimo. Él levantó la mirada hasta clavarla en un carillón (marcaba las doce menos un minuto). Ella subió la mano y comenzó a acariciarle la nuca suavemente como a un gato necesitado de cariño. Él se sentía espeso y aquellas caricias lo herían como puñales. El espeso silencio que había en la habitación fue roto por las campanillas que marcaron las doce. Entonces él rompió a llorar, al principio en silencio, como si llorara para sí mismo, pero poco a poco se fue soltando, se dejó llevar, sin ningún control, por un amargo lamento. Ella no sabía que hacer, pero le abrazó en un impulso maternal, condujo delicadamente la cabeza de él hasta su pecho. Así pasaron muchos minutos. Él llorando, gimoteando, medio ahogado y congestionado. Ella acunando su cabeza pelona, paciente, conmovida, consoladora.

Beto no supo cuanto tiempo estuvo así, pero cuando al fin logró controlar la emoción el hielo del té estaba derretido. Almudena lo acompañó al lavabo, él se lavó la cara y se sonó la nariz. De vuelta en la sala de estar se sentaron de nuevo en el sofá. Beto se quiso disculpar, pero según ella aquello no tenía más importancia que la que ellos le quisieran dar.

-Hay momentos que necesitamos llorar, en ocasiones es la única forma que tenemos para soltar lastre. Lloramos y así damos carpetazo porque sacamos el dolor de nuestro interior, se va con las lágrimas hacia quien sabe donde. ¿Tú sabes donde se va el dolor cuando desaparece?

-No lo sé, pero no se va muy lejos, supongo que se pone a esperar a que la soledad lo llame de nuevo.

-Todos nos sentimos solos en algún momento. De la soledad también se aprende.

Beto tardó en responder, sabía que ella tenía razón. De alguna forma el amor necesita superar el dolor de la soledad o dicho de otra forma sólo las personas que superaban la soledad eran capaces de amar incondicionalmente, sin objeciones, ni excusas, ni dependencias emocionales. En soledad construimos nuestra personalidad, aprendemos de lo vivido en sociedad. De esta reflexión nace un amor que ama, porque quiere amar, porque amando personalizamos nuestros deseos, porque siendo amado, realmente amado, mejoramos o nos completamos como personas. La convivencia descorre las cortinas para que entre la luz en las estancias del corazón. Más allá del enamoramiento, más allá del interés, las relaciones se fortalecen o se derrumban con el día a día, que nunca deja de poner a prueba nuestros sentimientos.

-Sí, se aprende. -Continuó él.- Pero hay momentos en los que no encontramos sentido a nuestros pensamientos. Ahora mismo, por ejemplo, si te soy sincero, no sé que hago aquí. No sé porque he venido. No me arrepiento de verdad. Pero lo que necesito en estos momentos es hablar con alguien. Contarle las cosas horribles que me han sucedido, porque hay actos que no tienen nombre, porque si los nombramos se desmoronaría como un castillo de arena, nuestra valentía, nuestra entereza, ante el envite de las olas de nuestra conciencia. Y sé muy bien que esto puede representar una huida absurda, porque te podría mentir, pero la mentira sólo tiene un camino y es un camino sin retorno.

-¿Por que no te has quedado con Marta y con Manuel? Son tus amigos, ¿no puedes hablar de esto con ellos?

-Marta y Manuel a estas alturas deben estar demasiado borrachos como para poder hablar algo con ellos.

-¿Pero qué ha pasado Betito, de qué huyes?

-De la muerte.

-Sabes que nadie puede huir de ella, tiene los brazos demasiado largos.

-Lo sé, pero lo que quiero decir y no me atrevo, porque a saber que pensarás de mí cuando te lo cuente, es que casi mato a un hombre.

-¿Casi lo matas?

-Premeditadamente, brutalmente, con alevosía y nocturnidad.

-Cuéntame... Te prometo que no te juzgaré.

Beto comenzó a relatarle todo lo sucedido durante aquel día. La salida del hospital, la persecución, su confusión, el descubrimiento del relato que (según sus propias palabras) se escribe mágicamente, su decisión de proteger a sus amigos, el ataque del matón y su posterior caída.

Almudena se tomó dos segundos o dos minutos para contestar. Escrutaba, buscando en aquellos ojos enrojecidos, un hilo del que tirar. Le creía, pero sabía que aquello no sería suficiente. Un silencio viscoso, como el incienso de los confesionarios, se adueño de la sala de estar. Beto creyó que había metido la pata, que ella nunca más volvería a mirarlo como antes. Beto, según Beto, era un asesino, la ralea más baja de la humanidad. Lo mejor que podía hacer era irse para que lo encerraran en un centro de salud mental.

-Tal y como yo lo veo cielo, tú no has matado a nadie, y tú única víctima real se llama Beto y no Cocacolo o Pepsicolo o Perico eldelospalotes.

-No estoy de acuerdo. Perdí el control. Quería matarlo, borrarlo del mapa. Yo no soy la victima soy el verdugo, el verdugo no se ha podido convertir en victima. ¿O sí? Mierda, creo que me estoy volviendo loco.

-Claro que puede ser. Sino hubieras actuado así, ahora, tus dos mejores amigos estarían muertos y no emborrachándose. Por lo que sé la violencia no es un acto de locura y menos si es premeditado, por muy irracional que parezca. No soy psicóloga pero sólo un valiente hubiese actuado como lo has hecho tú.

-¿Tu crees?

-Sí, estoy segura. Tan segura como que lo que me parece una locura es todo eso de la novela que se escribe sola. No tiene sentido.

-Lo sé, en el fondo lo sé. Pero es la única explicación que le encuentro, a no ser que la vida imite al arte o algún tópico por el estilo.

-Intenta encontrar algo más original. Es un buen enigma, sí. Vosotros los escritores jugais a ser dioses, pero no lo sois. Ni siquiera planteándolo desde la posibilidad de que seamos personajes en el teatro de la vida tendría sentido. Aquí parece que estemos buscando a un autor como en aquella obra de Pirandello. No sé tú, pero yo no busco un autor sino es para compartir una noche, varias noches o los años que me quedan por vivir. A parte de cualquier relativismo potencial, los autores de nuestra vida somos nosotros mismos, es lo única deuda que tenemos con nuestros progenitores.

-No sé, estoy tan confundido.

-Mira te propongo una cosa, vamos a dejarlo por el momento. ¿qué te apetece hacer ahora?-Le preguntó con un guiño.

-Sólo tengo ganas de que me abracen. ¿Lo harías?

-Claro, ¿qué te crees? ¿que me acuesto con un hombre en la primera cita? Vamos ven aquí.

Se abrazaron y ella pensó que aquella era la velada más extraña que había tenido en su vida. Pero se sentía bien. Estaba ayudando a un buen hombre. Un poco loco, pero un buen hombre. Llegó a la conclusión de que dadas las circunstancias no se podía haber desarrollado ni mejor ni peor. Las cosas hay que aceptarlas como vienen, uno se tiene que adaptar, sino quiere convertirse en la víctima de sus propios actos.

Beto cayó dormido en los brazos de Almudena. Ella deshizo el abrazo, se levantó del sofá y tumbó a Beto sobre éste. Era muy tarde, pero estaba totalmente despejada. Tomó el libró del reposapiés y se aplicó a la lectura hasta el amanecer. En algún momento, al notar una agitación en Beto, se preguntó que debería estar soñando. Como es lógico, no le desperto para resolver el misterio.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Un extralo caso VI

Los golpes.



Beto se aburría. Sus amigos le habían dejado solo y no sabía que hacer en aquella casa. Le apetecía tomarse una copa de coñac, pero la licorera estaba vacía. Se sentó en un sofá y encendió el televisor. Solamente emitían programas del corazón y alguna vieja teleserie. Detuvo el barrido de canales al reconocer una muy antigua donde una escritora de novelas de misterio iba por el mundo resolviendo los más enredados crímenes. Como si la policía fuera tonta.

Desde la creación por Conan Doyle de su famoso detective habían proliferado personajes con el don de descubrir a los criminales, pese a las coartadas de éstos. El genero se convirtió en poco tiempo en una método bastante lucrativo de ganarse la vida para algunos escritores. En el fondo, a la gente les atraía la invitación a investigar y jugaban, leyendo, a los detectives. Ha sido el mayordomo, con el candelabro, en la biblioteca. Porque yo lo valgo.

Beto apagó el televisor antes de que acabara la serie. No le interesaba lo más mínimo saber quien era el asesino. Estaba más preocupado por saber como estarían sus amigos.

Fue a la cocina y buscó en la nevera algo que le refrescara. Hacía mucho calor y una cerveza hubiera sido ideal. Al no encontrar ninguna pensó que sus amigos no bebían. Se tomó un gran vaso de leche y se dirigió la despacho. Allí la CPU del ordenador zumbaba como una mosca. Al mover el ratón la pantalla cobró vida. Estuvo jugando a las cartas, a un solitario virtual y se le dio bastante bien. Logró seis plenos de siete partidas. Cuando cerró la ventana del juego dudó entre ponerse a leer, intentar escribir o ir a por otro vaso de leche. Se decidió por esto último. Con el vaso de leche en la mano ojeó las estanterías repletas de libros. Se sentó ante la pantalla y volvió a darle vida con un click. Inspeccionó con detenimiento todas las carpetas. Recordaba que Manuel le había contado que andaba escribiendo un libro. Al abrir el archivo titulado un extraño caso supo que había encontrado lo que buscaba. Devoró ávidamente las pocas páginas que lo formaban y se quedó paralizado al llegar a la descripción de su encuentro con el pepsicolo y su posterior accidente. No existía ninguna explicación lógica para que aquello estuviera allí. Era como si el relato se estuviera escribiendo solo, armándose mágicamente, por obra y gracia de una mano negra, oculta, que hacía y deshacía a su antojo. Aquello era inverosímil, una vuelta de tuerca que se giraba en torno al más retorcido de los presentes. Pensó en la posibilidad de que no fuera más que un macabro juego, una broma pesada de su amigo. Pero aquella narrativa era suya, era de Beto, no había otra posibilidad. Enajenado, confundido, se vio a sí mismo en peligro, reconoció el coche azul de la novela con el coche azul que les había seguido a ella y a Marta al salir del hospital. Entonces lo supo, él no estab en peligro, eran sus amigos, e intuyó que algo grave estaba a punto de suceder.

Decidido buscó en la casa un objeto contundente que blandir. Estaba dispuesto a bajar a la puerta y defender el castillo, Por algo se llamaba Beto Castillo, era su deber desde que había nacido. Encontró una madera para jugar al golf de Manuel. A falta de un bate de beisbol era lo mejor que tenía.

La adrenalina le rebotaba en las sienes como pistones de locomotora. Vació la botella de leche. Estaba dispuesto y decidido, como nunca lo había estado sobre ningún tema, a matar si era necesario.

Salió del apartamento y en el ascensor pensó que aquel descenso era el preludio de su última vista a los infiernos. En la calle anochecía. Los faroles proyectaban unas sombras alargadas sobre el pavimento. Sombras de árboles, sombras de peatones, sombras de sombras. Beto se agazapó detrás de un coche, en la esquina, como un ladrón que espera el momento preciso para actuar. Vio aparcar un coche, vio girar un taxi. Del coche descendió una cara oscura, reconocible para él. Era irónicamente triste, pensó, que su memoria recordara a aquel individuo tétrico y en cambio no pudiera recuperar la imagen de Almudena, la profesora del relato, que a estas alturas ya estaría cansada de esperar a su inexperto amante.

Beto vio que el pepsicolo doblaba la esquina en dirección al portal de sus amigos. Como si de un gato se tratase, le siguió sin hacer ruido, escondiéndose tras los coches, con el firme propósito de romperle el cráneo. Aún pudo escuchar la voz del pepsicolo una vez más.

-¿Marta Ferrer? -Preguntó el matón.

-¡Cuidado, lleva un arma! -Dijo Manuel, arrojándose sobre su mujer, cubriendo con su cuerpo la posible trayectoria de una bala y sin pensar que aquel asesino no estaba dispuesto a dejar con vida a ningún testigo.

El pepsicolo se acercó lentamente a sus víctimas, que lloraban en el suelo. Ya había hecho esto muchas veces y sentía, cada vez más, un placer indescifrable y oscuro, morboso y cruel al sentir como él, un hombre del que nunca se había esperado nada, ni bueno ni malo, se situaba en una posición invulnerable, como un ángel exterminador. El pepsicolo sonreía, levantó el arma y apuntó a Manuel, en un minuto todo habría acabado. Fue entonces cuando algo parecido a un fuerte agijonazo le sacudió la cabeza. Se llevó la mano a la nuca y aturdido por el golpe contemplo con ira la sangre en su mano derecha. Al girarse para ver quien lo había golpeado escucho la voz de Beto. Sí, nos hemos vuelto a ver. Justo antes de asestarle dos golpes más con la madera. El pepsicolo, con la cabeza abierta como una sandía, ni siquiera sintió dolor, se desplomó, moribundo sobre la acera.

Beto ayudó a levantarse a sus amigos, demasiado asustados para dejar de llorar. Habían mirado a la muerte cara a cara, y la muerte sonreía. Beto le quito el arma al asesino. Todo había acabado.

Pasados unos minutos llegó la policía y dos ambulancias. El inspector Ipoca también vino y reconoció al pepsicolo, que increíblemente seguía vivo. Los servicios de urgencia administraron unos ansiolíticos al matrimonio, mientras Ipoca tomaba declaración a Beto. Tras una eternidad de preguntas sin respuesta, las ambulancias se marcharon escoltadas por la policía.

El escritor, el editor y la periodista se quedaron solos en la casa. Manuel necesitaba algó más fuerte que el comprimido de clonazepam que le habían dado y, sin pensar en el alcoholismo de Beto y si lo hizo no le dio la importancia que se merecía, sirvió tres copas de whisky.

Beto tomó la suya. La hizo girar en círculos, haciendo tintinear los cubos de hielo. Sus amigos bebían en silencio.

Beto miraba el contenido del vaso y pensaba en todo el sufrimiento que le había causado el alcoholismo, le apetecía acabarse la copa, pero tenía miedo, no lo tuvo cuando casi mata al pepsicolo, pero sí lo tenía y ese miedo tintineaba como cubos de hielo dentro de su cabeza.

Finalmente dejó la copa sobre la mesa y le pidió a Marta la dirección de Almudena. Marta lo miró extrañada, como sino supiera de quien estaba hablando. Tras un trago largo que vació el vaso, se llenó la copa y se la dio.

Un extraño caso V

Gritos en la noche.

Beto salió del despachó a toda prisa, salió del apartamento a toda prisa, bajó las escaleras a toda prisa y llegó a la calle resoplando como un caballo. Fue entonces cuando entendió que no sabía donde ir. Fastidiado, se dio la vuelta e introdujo la llave en el portal, cuando alguien, una voz de otros tiempos, ronca de cazalla o de tequila, pronunció su nombre imperiosamente. En ese instante Beto supo que habría problemas.
Al girarse e inspeccionar la calle vio en la acera contraria un hombre asomándose por la ventanilla de un coche azul. Era “el pepsicolo”, un delincuente sin escrúpulos. Beto lo conocía por casualidad, recordaba que en alguna ocasión le había vendido material de baja calidad al precio de coca peruana. Poco después dejó de saber de él. Por las calles se comentó que ya no pulía, que se había convertido en el matón de un pez gordo.
-¡Beto! -repitió- Que vengas aquí coño, no me hagas salir del coche.
El escritor tragó saliva y se acercó lentamente.
-¿Qué quieres tío? ¿que haces en este barrio?
-Lo mismo quería preguntarte yo a ti Beto el paleto, ¿ya no te juntas con la gente de tu clase?
-No me jodas vale pepsicolo, ¿qué quieres de mí?
-Ya que tienes tanta prisa te dire que tu amiga periodista se ha metido en problemas. A algunos amigos míos no les ha gustado nada lo que publicó en su periodicucho.
-Me cago en tu puta estampa ¡Cabronazo! Como te acerques a ella no descansaré hasta verte bajo tierra.
-No estás en disposición de amenazar Beto el paleto, no querrás hacer enfadar a mi amiga – Dijo apuntándole con una 45 milímetros.
-¡Baja eso gilipollas! -Gritó Beto sin ningún miedo. No era la primera vez que le apuntaban con una pistola, y sabía que no dispararía, le necesitaba como mensajero. -¡Que te he dicho que bajes la la pistola, hijo de la gran puta!
Algunos vecinos, poco acostumbrados a este tipo de escándalos se asomaron por la ventana y al ver la escena amenazaron con llamar a la policía. El pepsicolo arrancó el coche y se despidió de Beto con un escueto nos volveremos a ver antes de acelerar quemando rueda y desaparecer a lo lejos en dirección a la autopista.
Sin pensarlo mucho Beto entró en el edificio y mientras esperaba el ascensor fue consciente del peligro que corría Marta y Manuel. El miedo hizo presencia de una forma catastrófica, el ataque de pánico y la taquicardia lo fulminaron, haciendo que se desplomara como un saco, desmayado, dándose un fuerte golpe en la cabeza contra un escalón.
Manuel y Marta bajaron a toda prisa, avisados por una vecina que llegó poco después de que Beto se desmayara. Manuel lloraba, Marta, más acostumbrada a contemplar escenas desagradables intentaba calmarlo.
-Beto despierta por favor. ¡Beto despierta! -Suplicaba como si éste pudiera escucharlo desde su inconsciencia y fuera a levantarse.- ¿has llamado a la ambulancia?
-Si cariño estarán a punto de llegar.
Manuel, que la visión de la mancha de sangre le había dejado en estado de shock, sólo se tranquilizó cuando los servicios de urgencia, reanimado Beto, le dieron un comprimido de diazepam. El escritor se mostraba confuso, no reconocía a sus amigos, ni recordaba lo que había sucedido. Se lo llevaron al hospital para hacerle un tac y dejarlo en observación.
Los médicos dijeron que la herida había sido más espectacular que peligrosa. El T.A.C. salió limpio, ni hemorragía interna o una posible ambolia como causa del desmayo, también descartaron un tumor. Preguntaron a Beto si había sufrido alguna situación de fuerte stress en los últimos tiempos, él no pudo contestar. Manuel se quedó más tranquilo al saber que no habían quedado ninguna secuela funcional, a escepción del brote de amnesia enterógrada, la cual parecía haber borrado los últimos meses de su vida de forma indefinida.
Durante la semana que estuvo en observación, pese a los esfuerzos de sus amigos por estimular la memoria de Beto, no hubo ninguna evolución. Ante los envites por hacerle regresar al año 2009 éste les miraba con una expresión atónita, como esos niños que aprenden que una mesa es una mesa o una silla es una silla porque sus padres las llaman así.
La mayor preocupación de Manuel parecía ser que Beto volviera a la mala vida. Parecía que borrados los últimos recuerdos, éste recurriera en actitudes, donde el consumo era el eje sobre el que giraba la dialéctica de Beto. El alcohol y las drogas habían vuelto a escena aunque sólo fuera de forma artificial e impostada, puesto que no consumía.
Al cabo de la semana le dieron el alta médica. Durante el viaje desde el hospital, Marta, que era quien conducía estaba sumida en una inquietud que no pasó desapercibida por el copiloto.
-Qué te pasa Marta? No te encuentras bien?
-Si que me encuentro bien, bueno no, dejalo, es un poco complicado de explicar.
-Más jodida es mi situación y me esfuerzo por volver al presente. Va, anímate y cuéntame esta historia de la forma más sencilla posible.
-Sí, debe ser jodido no recordar nada. -Dijo Marta sonriendo por primera vez en todo el día.
-Sí lo es y será peor sino me lo cuentas.
-De acuerdo. Me resigno. ¿ves ese coche azul que está detrás nuestro en el carril de la derecha?
-Sí.
-Pues o me estoy volviendo paranoica o lleva siguiéndome desde hace varios días.
-Que fuerte... ¿Has ido a la policía?
-No, aún no.
-¿Y por que te persiguen?
-Temo que haya metido las narices donde no debía con mi último reportaje.
-Ah es verdad, eres periodista.
-Si, soy periodista...
Un silencio pegajoso dominó el resto del viaje. Marta demasiado asustada no dejaba de mirar por el retrovisor para encontrase cada vez con el coche azul a una distancia prudencial. Beto También miraba con curiosidad, girándose, intentado distinguir las facciones del conductor, pero estaba demasiado lejos. Para Marta seguramente estaba demasiado cerca.
Marta aparcó su Volvo en su plaza de parking y ella y Beto subieron en ascensor hasta el apartamento. La visión de éste no provocó ninguna milagrosa curación en el escritor. Marta le tuvo que explicar donde estaba su habitación, el despacho, la cocina, los aseos, etc. El día de antes Manuel había guardado todas las bebidas alcohólicas en un armario de su habitación y escondido la llave bajo unas sábanas. Él también había notado que le seguían y sólo les faltaba que Beto se abandonara con la bebida.
Poco después de que estuvieran los tres nuevamente reunidos, se personaron, previa llamada de Marta, dos agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. Diligentemente tomaron nota de todo aquello que les relataba la pareja, a los que intentaron calmar, diciéndoles que habían tomado la decisión correcta de avisarles.
Al cabo de poco más de veinte o treinta minutos salieron el matrimonio y los agentes del edificio en dirección a jefatura. Si querían una escolta, les dijeron los agentes, debían ser barajadas las posibilidades reales de peligro, debidamente, por un superior especializado en casos similares.
El inspector Ipoca sería su hombre. Éste hijo de inmigrantes bosnios hablaba un español con poco acento. Era enjuto, cetrino y de mirada profunda. En su despacho, situado en la tercera planta de la comisaría, se habló largo y tendido sobre el miedo.
Según Ipoca lo peligroso del asunto era que con el reportaje no sólo se había molestado a traficantes, sino también a políticos y altos cargos de la policia. Cualquiera de la enorme lista de personas denunciadas podía estar detrás de aquella persecución. El peligro crecía por tanto y con el se multiplicaba el miedo. Pero de todos modos, sentenció para sorpresa del matrimonio, no podía poner una escolta sin que hubiera habido una amenaza directa. Se podía decir que la intimidación sin amenaza no era suficiente motivo para ordenar una protección especial.
Manuel y Marta salieron indignados del despacho, ofendidos hasta la médula de como parecía funcionar el sistema. ¿Hacía falta que hirieran a alguien? El editor enrabietado recriminó a su mujer por haberles metido en ese lío. Sino buscara en la basura de los demás nada de esto estaría sucediendo. Marta se puso a llorar. Manuel la abrazó y le pidió disculpas.
En la calle ya anochecía, pararon a un taxi y, ya dentro, se fueron girando para ver si les seguían. Un coche azul igual que el que había estado siguiendo a Marta a la salida del hospital parecía llevar su misma dirección. El matrimonio respiró aliviado cuando éste les adelantó.
Manuel pagó la carrera y descendieron del taxi. La calle estaba desierta. Sólo un hombre, de aspecto duro, caminaba hacia ellos. Era el pepsicolo.