“La
construcción compartida”
Espacios
saludables sobre los márgenes de la locura.
“Es
preciso partir del lugar (del lugar ideal donde se expresan la
identidad, la relación y la historia) para definir el no-lugar como
el espacio donde nada de ello se expresa. Con todo, no obstante,
existe la posibilidad de que se cree lugar en el no-lugar. Se trata
entonces de un lugar subjetivo y aún más, de los vínculos
simbólicos que se manifiestan en el espacio concreto del no-lugar:
como las relaciones de camaradería entre colegas en el despacho de
un aeropuerto, por ejemplo.” Marc Augé, 1993.
La
locura suele ser ese territorio donde el discurso se atora o se eleva
hacia universos improbables. Donde por éste mismo motivo la palabra
se tacha o se borra, se castra o se mal-trata, se destierra de los
procesos comunicativos habituales entre las personas, incluso en
aquellos espacios donde debería ser analizada y valorada, tenida en
cuenta como rastro o huella de un sufrimiento y una angustia no
resuelta. De esta forma lo que Foaucult denomino el monólogo de la
razón sobre la locura, sostenida por el “saber” psiquiátrico y
articulada en su estructura vertical, se alza como único método
discursivo válido y a la postre invalidante.
Diagnosticado,
estigmatizado, desprendido de su identidad original, el sujeto
sufriente ha de reconstruir su personalidad basándose en
significantes que le son ajenos e impuestos, pudiendo provocar una
doble angustia social al asumir desde ese momento un doble rol
identitario como enfermo mental y paciente crónico (Goffman,1988),
imposibilitado
además en ocasiones para poder asumir nuevos roles que pudieran
resignificarle y capacitarle como persona ante un entorno social
hostil.
El
estigma, esa angustia ante la incomprensión social, por tanto -ese
prejuicio, que como tal surge del miedo o la soberbia, en el momento
que se confronta un ser que se cree superior a otro por el simple
hecho de que éste último tenga ciertas dificultades en el manejo de
sus habilidades personales- es un fenómeno que se puede, y de hecho
se suele generar ya en la relación profesional Vs paciente. Porque
el acceso a la información, el dominio de “saberes”
(presuntamente científicos) no elimina de la ecuación al miedo, ni
a la desconfianza, y por tanto a los prejuicios, sino que en algunos
casos puede influir en la construcción de muros invisibles alrededor
de la persona, desde el momento en que en vez de comprensión y
trato, se recibe diagnostico y tratamiento únicamente farmacológico,
desde una perspectiva ideológica irresponsabilizadora como la
biomédica, al afirmar, en un ejercicio de comodidad profesional
supina, que nadie, ni sujeto, ni entorno, ni circunstancias vitales,
laborales, emocionales, sentimentales, sociales, económicas y/o
existenciales, han causado la angustia y el desorden, sino unos
traviesos neurotransmisores que parecen actuar de forma autónoma en
la vida y en la biografía del paciente.
Ante
esta perspectiva el acto hablado, a pesar de ser la principal
herramienta en la practica clínica, se transforma en un acto
coartado en el que cohabitan el deseo y el miedo al decir como
importantes fuerzas telúricas que polarizan y frustran la
reestructuración identitaria del sujeto, sino es desde la asunción
y sumisión al paradigma biológico, o biopsicosocial (el cual sólo
se diferencia del primero sobre el papel y la intención).
Como
seres hablantes que somos, como seres sociales que usan de distintas
formas del lenguaje para ser y reconocernos entre nosotros, en una
especie de juego de espejos donde la palabra es o debe ser tan
importante como el silencio, como vehículos principales en el
ejercicio comunicacional, la asimilación e interpretación de los
distintos mensajes esconden las claves para lograr una respuesta
positiva en el otro. Al fin y al cabo, sobre todo en esos momentos en
los que parece que se nos emborrone la mirada ante las tribulaciones
del vivir, ante esos percances de ser humano, todos anhelamos a ese
interlocutor ideal que nos atienda, nos escuche y nos sepa ver tal y
como estamos en ese momento y, que sin juzgarnos, nos muestre un poco
de luz con su mirada hasta contrarrestar la oscuridad en ciernes que
nubla nuestro pensamiento. Este interlocutor ideal es aquel que nos
sostiene y nos acoge, nos consuela, nos devuelve la esperanza que
creíamos perdida, aportando, desde la horizontalidad más sencilla y
humilde, una imagen fiel y cercana de nosotros mismos que nos sirve
para cotejar y comparar con la nuestra propia, como si jugáramos
mentalmente a las siete diferencias. Como dos dibujos fieles o dos
mapas conceptuales de nuestra situación vital podemos ir desgranando
las causas reales de nuestro sufrimiento, en un ejercicio de
de-construcción de nuestros padeceres cotidianos y nuestros goces,
de arqueología de la propia angustia y del Self. Es por esto
que es sabido que la palabra esconde un gran poder y que como todo
gran poder conlleva una gran responsabilidad.
También
es sabido que dentro de las psicoterapias, sólo funcionan aquellas
en las que se genera un fenómeno parecido a esa búsqueda del
interlocutor ideal de la que hablaba anteriormente. Esos espacios
construidos pluralmente en los márgenes
de la locura, ya sea de a dos o colectivamente. Donde los vínculos
de la relación terapeuta Vs paciente se fortalecen de confianza
mutua y de corresponsanbilidad -de no hacer daño en el caso del
primero y de aprendizaje en el caso del segundo sobre si mismo, con
el fin de lograr manejar distintas herramientas de autogestion
emocional que le permitan sostener su estructura mental en la
cotidianidad mas mundana del día a día. En dichos espacios la
experiencia psicótica no es entendida únicamente como la
consecuencia visible de un cerebro malfuncionante sino como una
experiencia humana, viva, a la cual se puede vencer y, sino vencer,
si integrar dentro de la biografía de un individuo, como un rasgo
más de su personalidad. De forma que el loco pueda llegar a
manejarse con ella en sociedad sin necesidad de re-ingresar. La
comunicación y la relativización de las experiencias psicóticas,
por muy asentadas en la certeza que estén, se logra desde la
aceptación de las propias singularidades y la firme voluntad de
mejoría. Como aquel que después de ser víctima del pánico al
atravesar un túnel oscuro por primera vez, acaba, a fuerza de pasar
por el mismo túnel una y otra vez, conociendo sus sombras y sus
fantasmas, sus propios miedos y los motivos por los que en algunos
momentos de su vida se ve dentro del túnel buscando una salida.
En
el sistema sanitario español, la alternativa es un ingreso en una
unidad cerrada. Ya son pocos los manicomios que permanecen abiertos
en nuestro país, pero el cierre de estas antiguas instituciones
totales ha resultado un fracaso en su forma. El hecho de que en la
unidad de agudos de un Hospital General las puertas sigan
permaneciendo cerradas sigue situando a las plantas psiquiátricas
como herramientas de control social, en la que lo presuntamente
peligroso se encierra por el bien de la comunidad, sin que tenga
mucho que ver la peligrosidad con lo propio de la disciplina médica
(sintomatología médica que el paciente presente).
Los
locos siguen siendo apartados, expulsados, desterrados, segregados de
la comunidad por su somera insistencia en salirse del discurso
oficial. Como si este fuera un pecado moral, como en tiempos de
Pinel, el loco sigue siendo doble víctima de su biografía y del
sistema sanitario, porque por mucho que hayan evolucionado los
terminos y conceptos que definen y describen el sufrimiento mental,
las normas y las relaciones verticales que rigen las nuevas
instituciones siguen siendo muy similares a las del siglo XIX. Además
si German Berrios está en lo cierto: <<A través de la
historia, todos los tratamientos propuestos en psiquiatría parecen
funcionar según la ley de los tercios de Black, (un tercio se
recupera, un tercio se recupera parcialmente y otro no se recupera,
un buen porcentaje del 66% en tasa de recuperación –lo mismo que
conseguimos hoy en día) y aún hoy sabemos poco de la naturaleza y
del papel del efecto placebo en estos resultados>>
nos hayamos con la posibilidad de que algo tan antiguo como la
comprensión y el vínculo humano, la capacidad colectiva de trabajar
en pos de un objetivo sea una de las claves de la recuperación de
las personas afectadas por problemas de salud mental.
En
el sistema de salud imperante se hace de todo, se tratan psicosis
agudas o permanentes, trastornos bipolares, trastornos de
personalidad (aunque Scheneider
nos recordaba que dichos trastornos no son más que formas de ser,
cuya conductas resultan insostenibles para la sociedad) y todo,
siempre, por el bien del paciente. Desde un paternalismo, muchas
veces abyecto, se trata al paciente como si fuera un niño o un tonto
(y volverse o estar loco no significa ser un niño ni un tonto), el
profesional se puede situar en el autoritarismo, o se posiciona del
lado de la familia y no del lado del paciente, o desempeña su labor
de control social (inherente a la disciplina aunque no guste) sin
preocupación por la persona que tienen delante. Cuando quien está
delante es una persona. Y etiquetarla como esquizofrénica o
psicótica o paciente psiquiátrico, con independencia de que tal
diagnóstico indique acertadamente una enfermedad, según el espacio
legal y cultural donde se origine, o, al menos, un conjunto de
síntomas, supone establecer una división. Como decía Foucault, la
sociedad separa a los anormales: los locos, los criminales, los
enfermos... Y a los locos, en concreto, se les quita hasta la
responsabilidad. Ya no son responsables ni imputables y ese falso
proteccionismo le quita al sujeto humano precisamente aquello que lo
define: la responsabilidad sobre sus actos que va indisolublemente
unida al ejercicio de una libertad a la que no se puede ni se debe
renunciar. Ya lo decía Francisco de Quevedo: "Perder la
libertad es de bestias. Dejar que nos la quiten de cobardes. Quien
por vivir queda esclavo no sabe que la esclavitud no merece el nombre
de vida".
Dicho
de otro modo: <<Para algunos sectores de la biomedicina la
locura o problemática mental es crónica en términos clínicos.
¿Pero cómo puede hablarse de la imposibilidad de una cura si no
existe aún un claro consenso alrededor de lo que la misma cura
significa o implica? Existe, sí, un mejor estar dicen, ¿pero se
puede pensar en un mejor estar neutralizando al sujeto y a sus
capacidades de acción y de percepción del entorno?, ¿eliminando,
en definitiva, sus posibilidades de obra?>>(Correa, 2010)
No
es de recibo que perduren lógicas del psiquiátrico como la idea de
seguir considerándonos a las personas diagnosticadas como los
enfermitos a quienes hay que asistir permanentemente. Las personas
diagnosticadas sí que necesitamos ayudas, pero también necesitamos
que nos pregunten si la necesitamos, y como y cuando la necesitamos y
que tipo de ayuda necesitamos. Necesitamos que cuenten con nosotros a
la hora de construir las políticas y las prácticas relativas a
nuestras necesidades. A mi entender en esta corriente imperante y
biomédica, que en su esfuerzo por reducir el alma humana a un “algo”
racional y mesurable, parece haber olvidado que es imposible crear
una ecuación que defina al ser humano sin que el resultado sea
infinito, pone de esta forma en peligro a la humanidad frente a su
patologización generalizada, transformando su identidad social en
una identidad globalmente enferma. Parece que el énfasis excesivo en
la dimensión farmacológica de los tratamientos y a pesar de que en
muchos casos esta probada su eficacia sedante, está focalizando el
problema en el cerebro, cuando la mente no deja de ser una estructura
construida desde la palabra viva, pues es gracias a ella que
significamos y comprendemos, asimilamos, construimos, compartimos,
crecemos, etc.
Sería
necesario que la palabra primara en su narrativa por sobre su
interpretación en tanto síntoma y que la empatía fuera una
herramienta con la que se acercaran posturas y no se levantaran
muros.
Máxime
cuando recientes estudios demuestran cómo, en un 85% de los casos,
un antidepresivo es igual de efectivo que un placebo (Whitaker,
2010);
claro que el placebo no provoca disforia tardía; y que los más
modernos y caros neurolépticos son igual de efectivos que un
antipsicótico de primera generación (Kendall,2011);
pero que donde realmente se cura a los pacientes es con modelos
comunitarios o de espíritu similar a las casas de Soteria,
voz que viene del griego “rescate”; que la gran industria
farmacéutica manipula y falsea resultados e investigaciones; que en
el tercer mundo, donde carecen de los recursos del todopoderoso
occidente, dos tercios de las personas afectadas por una psicosis
logran superar este trastorno mental frente al tercio que lo supera
en nuestra civilización (Read, 2006),
donde los problemas que afectan a la salud mental de los ciudadanos
amenazan con convertirse en la pandemia del siglo XXI (O.M.S. 2007).
Ante este panorama, quizás, todos debamos hacer una reflexión
conjunta sobre la necesidad de un cambio de paradigma. Y cuando digo
todos, me estoy refiriendo a todos los agentes que estamos en esta
entelequia llamada salud mental, que poca gente sabe definir, pero
que a todos los afectados nos remite a un sistema que parece ser más
productor de enfermedad que generador de salud.
No
se me ocurre otra manera de crecer que relativizar los dogmas
existentes en torno a las problemáticas mentales, entre todos,
acercando posturas, compartiendo saberes, aprendiendo los unos de los
otros, reinventándose, sin jerarquías. La alternativa a lo que
propongo es seguir adorando a los apóstoles de lo absoluto y sus
oscuras intenciones. La perpetuación de un sistema que desde “la
mejor” de las intenciones ha acabado siendo complice en el mejor de los casos de un sistema industrializador de los padeceres.
Vigo,
17 de julio del 2012