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martes, 31 de mayo de 2011

CAPÍTULO III.



Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”

Jorge Luis Borges




Una vez desperezado, distinguí en el viejo contestador automático la señal de que había mensajes. El primero era de una mujer:

-Mensaje número uno. Este es un mensaje para Adrián Castro. Soy Tirana Martín del grupo Telefónica. Le llamo para informarle de que nos veremos obligados a cortarle la línea sino atiende a pagar los recibos atrasados. Rogamos que a bien de evitar males mayores se ponga en contacto con nuestro servicio de facturación llamando al...

No quise escuchar el final del mensaje, me daba igual que me cortaran la línea, de que me pusieran en la lista de impagados y todo lo demás. Pase al siguiente. Era de un hombre:

-Mensaje número dos. Adrián ¿qué coño te pasa? ¿Por qué no coges el teléfono? Estoy hasta los huevos de tus rarezas. No me puedo permitir el lujo de seguir aguantando esta situación. Cuando le de la gana al señorito de pasarse por su puesto de trabajo, que no se olvide de recoger su finiquito.

Escuchar esto si me dolió. Era Ricardo mi, hasta el momento, jefe en la copistería donde llevaba más de tres años trabajando. Cuando ingresé por orden judicial no tuve oportunidad de avisar a nadie. Se me llevaron a la fuerza y me dejaron incomunicado durante casi tres semanas. De repente me encontraba solo, diagnosticado, sin trabajo, sin dinero, sin ganas ni fuerzas para luchar. Conociendo como conocía a Ricardo no iba a aceptar ninguna razón. Era un buen tipo, estricto, duro, pero con buen fondo al fin y al cabo. Quizás en su situación yo hubiera actuado del mismo modo. ¿Qué empresario iba a querer tener en su plantilla a alguien como yo? El Adrián de toda la vida, ese joven simpático y amoroso, inteligente, trabajador, ya no existía. Ahora era otra persona. Adrián, el esquizo, el paranoico, en su esquizocasa y con su esquizovida. ¿Como era el día a día de alguien así? No iba a tardar en averiguarlo.

Cuando lo único que puede hacer una persona en su vida es seguir viviendo, es como si envejeciera de repente. Como diría Samuel Beckett uno deja de esperar a Godot y pasa automáticamente a esperar la muerte. Las horas pasan lentas, y parece que se te peguen en la piel y en el alma. El latido de tu corazón se transforma en el martillo de un reloj que avanza sin sentido, pero no deja de avanzar.

Puedo entender que existan personas a los que les guste pensar que esta vida carece realmente de sentido, porque no acepten o se opongan a las grandes ideas que han acompañado al ser humano durante su historia. Me refiero a las grandes corrientes filosóficas, a las grandes religiones, etc. Puedo incluso estar de acuerdo con ellos hasta cierto punto, porque si me pongo a analizar los grandes textos siempre extraigo grandes ideas que perduran y sirven de puentes entre generaciones, y grandes barbaridades que lastran y me acaban demostrando que la humanidad avanza y retrocede a lo largo de la historia como si fuera dando tumbos. Los textos que perduran son el fruto del pensamiento de lo que se conoce como padres de la civilización, padres de la cultura, padres de la patria, etc. El hecho de que se haya tenido en consideración los discursos de tantos hombres, ninguneando el de las mujeres, cuando son ellas las que por su cualidad de engendrar han hecho crecer a la humanidad y han acompañado durante su infancia a sus retoños me provoca una sensación de vacío. Es como si las madres de la civilización, las madres de la cultura, las madres de la patria fueran menos importantes por el simple hecho de ser mujeres. A mi me educó mi madre. Siempre, o casi siempre la tuve a mi lado cuando la necesitaba. Ella dio sentido a mi vida, el amor que sentía por ella, incluso la admiración que sentía por ella me hacía esforzarme, me motivaba a actuar como ella esperaba y, todo o casi todo lo que hice en mi vida, lo hice de forma que ella no pudiera sentirse defraudada. Claro que cometí errores. Como todo el mundo. Además aunque mi madre era una gran mujer -aún más para los ojos de un pequeño niño- tampoco era perfecta. También tenía arrebatos incomprensibles para mi, pero lo raro (ahora me doy cuenta) hubiera sido que no los tuviera. Todo esto viene a que comprendo perfectamente a aquellos que dudan de las grandes ideas y que se posicionan en un nihilismo o un sinsentido. Porque el sentido de la vida nunca estará en las grandes cosas, en las grandes ideas, en los grandes discursos. El sentido de la vida, que es aquello a lo que uno se agarra para que no le derrumben los embates de la vida, siempre está en las pequeñas cosas. En los pequeños placeres, en los pequeños goces particulares de cada uno, aquellos que nos refuerzan la identidad y nos sitúan en una manera agradable de mirar este mundo tantas veces desagradable. Esos instantes que se desvanecen, como una nube rota por el viento, cuando uno no tiene a nadie con quien compartirlos.

Las preguntas que me asaltaban eran obvias. Lo único que me quedaba de mi antigua vida era Lucía, mi querida Lucía. ¿Cómo se tomaría ella todo lo que me había sucedido? ¿Me dejaría por el miedo a que pudiera hacer cualquier locura? ¿Sería capaz de ver en mi mirada somnolienta que continuaba siendo aquel chico que había amado durante tanto tiempo? Me entró mucho miedo al pensar en su posible reacción. ¿Debía llamarla? ¿Sería capaz de encajar una negativa a verme por su parte?

Nuestra relación nunca fue convencional. La había hecho sufrir en muchas ocasiones, sobre todo cuando salía de farra por el casco viejo de la ciudad y acababa hasta las orejas de toda substancia que caía en mis manos. Le fallé muchas veces. Muchísimas. Muchas más que a Ricardo. Mientras que hiciera lo que hiciera durante la noche nunca había faltado a mi trabajo (aunque llegara en un estado deplorable) a Lucía la había dejado colgada en más de una y más de veinte ocasiones. Luego conseguía hacerla reír y me perdonaba, pero claro, su paciencia tenía un límite y, aunque no fuera este el caso, ya no servía aquello de que niño con el coco y de mayor con la coca, aquí no había quien durmiera. Ahora si algo hacía en exceso era dormir.

Me levanté del sofá con la mente confusa y agarré la mochila. Tenía que salir de casa y tomar un poco el aire aunque no me apeteciera. ¿Dónde ir cuando no tienes dónde ir? A otro no-lugar como la ciudad. Es fácil perderse en ella porque todas sus calles son similares, del mismo modo que todos sus habitantes se parecen mucho entre si, si se miran desde lejos. Caminar sin rumbo fijo en una red de avenidas, calles y callejas, me parecía entonces algo parecido a caminar haciendo equilibrios sobre una tela de araña. Al salir a la calle recordé una canción que me cantaba mi madre de pequeño: Un elefaaante se balanceaaba sobre la tela de un araaaaaña, como veiiía que no se caiiía se fue a llamar a otro elefaaaaante. Yo no llamaría a ningún elefante, en realidad, pensé, suerte tendría si conseguía no caerme.

Caminé durante un par de horas con los hombros caídos y la cabeza gacha. La gente que se cruzaba en mi camino me esquivaba y casi choqué en alguna ocasión con algún viandante más despistado que yo. Pocas pensamientos llenaban mi cabeza. Más que nada recordaba una felicidad pasada, ese paraíso perdido del que hablaba Milton y que en mi caso se reducía a breves escenas, como una presentación de diapositivas de mi infancia, la única época en que creí ser verdadero dueño de mi tiempo. Instantes pasados, fugaces, como estallidos de luz en el oscuridad de mi presente. Instantes donde mi madre siempre estaba a mi lado, instantes donde la común ausencia de mi padre por motivos de trabajo, no parecía herirme como más tarde me hirieron las discusiones casi rituales que me enfrentaron contra él. En un momento antes de reiniciar el camino me senté en un parque, donde niños y niñas jugaban bajo la atenta mirada de sus madres. Saqué una libreta y un bolígrafo de la mochila e intenté escribir. Este fue el resultado:

Invierno que agrieta las manos
enmudece el corazón y hunde
mi oxidado interior en la negrura espesa.
Sangre que coagula la anatomía traslucida
con las cenizas enraizadas en el follaje,
humus cancerígeno que enturbia el reflejo
de lo posible y lo imposible
desdibujando los límites de la razón
de-construyendo la frágil cordura,
ciudadana de mi mente, alimentando borrascas,
tsunamis que arrasan la dialéctica de mi sombra,
el sentido intrínseco de mis parpados cerrados.
Un optimismo fugaz, estela de lágrimas enjuagadas,
no dura el viento que remonta las lonas de mi existencia,
tan triste, tan triste, que la muerte me espera
tras cada esquina, por cada calle, en cada casa,
oculta en el hormiguero de mi conciencia,
obtusa traición al tiempo y al destino
...si es que existe algo más allá,
si es que existe...
La nieve se agrupa en formación estratégica,
batallones de asalto dispuestos a liberar
la locura con su manto blanco.
Amaneceres imaginados con drogas y rabia
ocasos que desparraman su vómito
horcajadas de desolación y mirada cristalina
quebradizo resuello que suspiro cansado.
Qué me queda? Quizás llorar, gritar, maldecirme,
morir o tal vez matar que es otra forma de morir.
Abro la puerta de las esencias malditas una vez más
desprendiendo sudores febriles, ocres y pestilentes orines,
a falta de ese embrión que devuelva la vida
a mi espíritu, tras el punto, por fin inerte.

Retome mi camino aún más deprimido. Sin darme cuenta me detuve en un cruce desgraciadamente conocido. En aquel lugar, hacía apenas dos años, en una noche de tormenta, un fallo eléctrico provocado por un rayo caído en las cercanías apagó los semáforos de varias calles. Mi padre y mi madre habían salido tarde de casa, (mi madre había querido esmerarse con el maquillaje y había tardado demasiado), iban con prisa hacia la presentación de una obra de teatro dirigida por un amigo suyo. El vehículo de mis padres recibió el choque lateral de un coche a gran velocidad. En la colisión murieron todos los ocupantes de los vehículos. A veces pienso que yo, aunque en aquellos momentos disfrutara del sexo con mi querida Lucía, también fallecí en aquel accidente.

Me sorprendí llorando. Y una oleada de rabia sacudió mi cuerpo. Me giré de repente y choqué de frente con un anciano cargado con bolsas llenas de alimentos. Casi lo tiro al suelo.

- Disculpe señor no le había visto. Discúlpeme por favor... -Dije a modo de disculpa.

Él me miró entre molesto e intrigado. Yo aún no sabía pero aquel choque iba a significar un punto de inflexión en mi vida. Miguel, que así se llamaba el anciano, iba a convertirse en el hilo de Ariadna que me sacara de mi particular laberinto.

2 comentarios:

Jesús Castro dijo...

Joer, ¿son cosas mías, o cada vez escribes mejor?.
Abrazos.

Raúl Velasco Nikosia dijo...

Jesús, está claro que Raúl va madurando en su escritura...no son cosas tuyas, cada día mejora.

Un abrazo.

ALMU