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lunes, 16 de mayo de 2011

CAPÍTULO I.


Una historia de locos.


La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma.”

Johann Wolfgang Goethe

Se cuentan muchas cosas de la locura y de los locos. Normalmente son cosas terribles, como que son peligrosos, medio-estúpidos, holgazanes y que pueden llegar a matar -hasta el punto de que cuando alguien mata lo primero que piensa la gente es que no debía estar muy bien de la cabeza-. La locura es un recurso fácil para etiquetar todo aquello que no se comprende, porque los locos desde siempre han sido los raros, los diferentes, los que por su capacidad para salirse del discurso oficial acaban siendo -sobre todo en nuestra vieja Europa- expulsados de una comunidad que no es capaz de integrar ciertas conductas en su estrecho corsé social. Parece que a la mayoría de personas les cueste ponerse en el lugar del que sufre, porque tengo que decir que los locos ante todo somos personas que sufrimos, que sufrimos a veces lo indecible, y que esa incapacidad para decir y describir las causas de nuestro sufrimiento nos sitúa por regla general en el ojo de un huracán emocional que nos zarandea y nos sacude con fuerza titánica.

Después de muchos años sigo sin tener la certeza de como entré en el mundo de la locura. A veces me pregunto cuál fue el resorte que me hizo precipitarme en una serie de decisiones equivocadas, como si estuviera siendo arrastrado por fuerzas incontrolables hacia un estado del ser donde todo se volvía rígido, pétreo, como inanimado.

Lo primero que me viene a la memoria es la salida del psiquiátrico, ese no-lugar donde acabamos las personas que por carecer de un entorno natural comprensivo no tenemos a donde aferrarnos para no caer y lo que es peor, nos vemos privados de esa muleta amiga que nos ayude a levantarnos, que nos sostenga en los peores momentos -aquellos en los que damos los primeros pasos- hasta que recuperamos la soltura y la capacidad para volver a andar por nuestro propio pie. Caer, levantarse, volver a caminar... Parece que sea una forma bastante simple de reducir el sufrimiento vital de una persona, pero durante mi periplo por el mundo de la locura me he encontrado algunas de mucho peores, aunque ya llegaremos a eso.

Os decía que mi primer recuerdo es la salida del hospital psiquiátrico, aunque quizás esa expresión le venga grande a aquel lugar donde estuve encerrado. De todas forma es así como le llamaban a aquella media planta del hospital provincial. Media planta que se distinguía rápidamente por ser la única cerrada con una puerta que sólo podían abrir aquellos trabajadores con acceso permitido. La planta de psiquiatría era un largo pasillo de loza gris y paredes blancas de unos cincuenta metros de largo por seis de ancho. Tal y como entrabas a la derecha estaban las duchas, y acto seguido a un lado y otro se ordenaban las habitaciones. Hacia la mitad del pasillo, también a la derecha, estaba el control de enfermería, donde médicos y enfermeras, cuando no hablaban entre ellas, hacían autodefinidos o leían revistas del corazón, anotaban concienzudamente en los ficheros personales de cada paciente todo aquello que creían de relevancia. Por poner un ejemplo: fulanito lleva dos días sin ducharse o fulanita no deja de preguntar cuando van a venir a verla. Las visitas eran de vital importancia ya que era la única forma que teníamos los que estábamos allí de tomar un poco el aire, de que nos diera el sol en la cara, de tomarnos un café de verdad en la cafetería del hospital y sobre todo de fumar un cigarrillo, ya que aunque muchas de las personas que íbamos allí fumábamos no teníamos la posibilidad del resto de pacientes del hospital de salir a la calle tomar unas caladas y volver a nuestra habitación un poco más relajados. El pasillo acababa con una pequeña habitación con dos mesas y unas pocas sillas donde se nos facilitaba la posibilidad de reunirnos para jugar al parchís y al dominó.

La mañana en la que recobré mi libertad no fue muy diferente a otras. Agarré del armario una toalla, me puse las zapatillas y de un paquete de Lucky que había escondido detrás de la ropa de calle tomé el último cigarrillo que me quedaba y un mechero. Nadie sabía que estaba allí encerrado así que sin posibles visitas que me airearan, la única posibilidad que tenía de fumar era mientras me duchaba, de forma que el vapor de agua y el aroma del champú disimulaban el olor del tabaco. Cuando pasé por el control de enfermería en dirección a las duchas escuché una conversación entre Encarni, la jefa de enfermeras y la doctora Puertas:

-¿Tú crees que está para salir? -Preguntó Encarni.

-¿Y quién lo está? No creo que tardemos mucho en volver a verlo. De momento, necesitamos su habitación. Arregladla en cuanto salga por la puerta, tenemos a una chica desde hace dos noches atada a una camilla en urgencias.

Ese parecía ser el criterio más corriente para dar un alta. La necesidad del espacio para otro paciente. Cuando salí de la ducha me anunciaron que iba a recobrar mi libertad. Los motivos que me dijeron: has evolucionado favorablemente, has aceptado el diagnóstico y muestras una buena disposición y adherencia al tratamiento. La verdad, yo sólo pensaba que por fin podría fumarme un cigarro entero y sobre todo seco.

Me vestí y preparé la mochila. Cuando fui a recoger el informe de mi ingreso al control Encarni me dijo:

-Alegra esa cara Adrián. Hace un día maravilloso para empezar una nueva vida.

-Encarni, -le repliqué- me conformo con continuar con la que tenía antes de entrar aquí.

-Eso está bien. -Continuó cariñosamente- Porque no te quiero ver más en este lugar. Un chico joven y guapo como tú tiene que exprimir la vida y sacarle su mejor jugo.

-Por desgracia, tal y como están las cosas, lo fácil es que la vida nos exprima a todos.

Quizás alguien puede pensar que este argumento es muy pesimista, pero en mi opinión basta con abrir un periódico o ver un telediario como para comprobar aquello que decían de que optimista es el que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles y el pesimista es el que se lo cree. Poco después entró en escena la doctora Puertas:

-Adrián este es tu informe. -Me dijo tendiéndome unos papeles.-Llévaselo a tu psiquiatra de referencia. Estas son las recetas que has de comprar en la farmacia. Tomate ésto por la mañana y ésto por la noche, si tienes dificultades para dormir. No olvides que es muy importante que no interrumpas el tratamiento.

-A sus ordenes. -Le dije cuadrándome en saludo militar.

-Bueno guapísimo, sé feliz. -Añadió Encarni, que parecía que no quisiera ni verme de nuevo por allí, ni tampoco que me fuera. -Que no me entere yo de que vas por ahí como un alma en pena.

-Adrián recuerda que si necesitas cualquier cosa estamos aquí para ayudarte. ¿Estamos?

-Lo sé, doctora. Por lo que a mi respecta haré lo posible por no volver a ingresar.

-Así se habla, sí señor. -Dijo Encarni- Esa es la fuerza de la juventud.

-Bueno, pues adiós Adrián. Tengo que hacer la ronda de visitas. -Se despidió la doctora Puertas tendiéndome su mano, la cual estreché con firmeza.

-Adiós doctora. Adiós Encarni. -Me despedí.

Cuanto la puerta que separaba a los locos del resto de pacientes del hospital se abrió ante mi sentí una mezcla de inquietud y alivio. No tenía claro que aquella temporada a la sombra hubiera servido realmente para algo más que ser diagnosticado de esquizofrenia paranoide. Al parecer aquella etiqueta me iba a acompañar durante toda mi vida, como un San Benito que me habían colgado porque mi conducta no entraba dentro de los cánones de normalidad de la sociedad. ¿Aquello significaba que iba a dejar de ser Adrián, para pasar a ser el esquizofrénico? Seguramente. Cuando por fin llegué a la calle y sentí el aire frío de enero en mi rostro un escalofrío me estremeció. Le pedí un cigarro a un señor que se llevaba el cigarro a la boca con la mano derecha, mientras su izquierda cateterizada sostenía la percha con el suero. Lo encendí y le di una larga y profunda calada. El señor del suero me miraba esbozando una sonrisa, le agradecí el cigarro y él respondió con voz ronca y asmática:

-De nada hijo, un placer. Yo en teoría no debería fumar, dicen que moriré del tabaco... ¡Cómo sino fuera a morir si dejo de fumar! Manda huevos... ¿Sabes? Todos moriremos, ¡todos! Y lo único que nos llevaremos a la tumba es la certeza de haber sido nosotros mismos. El resto no vale nada... Toda una vida trabajando para vivir... ¿Que digo? Viviendo para trabajar... A mi edad sólo debo rendir cuentas con mi conciencia ¿y sabes que te digo? Tengo la conciencia muy tranquila. Hazme caso chico lo único que debéis tener en cuenta los jovenes como tú es aquello de vive y deja vivir... Lo demás son monsergas...

Le escuché con atención y le dije que opinaba como él. En ese momento sólo pensaba en una cosa. No estaba dispuesto a abandonar mi vida y mi identidad así como así. Yo era Adrián, el gran creador, el gran artista. Lo mejor que podía hacer era intentar olvidar todo aquello que había sucedido durante mi ingreso, retomar mi vida y esperar pacientemente el éxito. Tarde o temprano iba a llegar. Tenía que llegar. Aquella certeza y no otra cosa era lo que había dado sentido a mi vida durante tantos años, desde que la muerte de mis padres sacudiera los cimientos de mi vida y me dejara solo y a la deriva en un mundo voraz y cruel. Mi único paradigma era el de sobrevivir en aquella jungla de asfalto donde nos movíamos las personas como fieras, desconfiando de los otros, sospechando de los otros, porque cualquiera era capaz de derrumbar nuestra calma, nuestro bienestar, nuestra precaria estabilidad. La llegada del autobus de línea interrumpió mis pensamientos. Arrojé el cigarro, me despedí de aquel señor y corrí hacia el autobus.

La ciudad desde la ventanilla de aquel colectivo se me apareció gris y sucia. La gente andaba por las aceras esquivando a los demás, como si todos tuvieran prisa o persiguieran un objetivo invisible. En la calzada los coches se agolpaban, avanzando a trompicones, acelerando y frenando bruscamente al llegar al siguiente semáforo. Todas aquellas personas se me antojaron perdidas, como si también fueran a la deriva en un mundo que les resultaba del todo ajeno. Edificios altos de pisos compartimentados, sellados con puertas blindadas y ventanas de doble aislamiento. Aquella arquitectura impersonal definía muy bien el momento histórico que me había tocado vivir. Un momento en el que lo loable era defender los valores del individualismo, en lo que yo veía como una especie de suicidio social, del que ninguno escápabamos. El triunfador moderno era aquel que tenía un coche más potente, un piso o una casa más espaciosa, una pareja más joven y bella y una cuenta corriente con tantos ceros como caben en un agujero negro. De esta forma las personas se veían empujadas, desde pequeñas, en una vorágine donde todo valía, donde el fin justificaba los medios, donde lo único que importaba era escalar socialmente, aún a riesgo de pisotear los derechos por los que nuestros antepasados habían luchado y que ahora parecían poca cosa más que papel mojado. En este marco, aquellos edificios eran como cajas, llenas de pequeñas cajitas, donde la gente se refugiaba del tiempo y del mundo, que a su vez continuaba girando implacable. Cajitas donde esperar la muerte, que es el momento en que te introducen en otra cajita, en otro departamento (también llamado nicho) mucho más pequeño; aunque cuando uno muere dejan de preocuparle aquellas cosas por las que ha luchado en vida: como tener un coche potente, una casa espaciosa, una pareja joven y bella y una buena cuenta corriente. Todo aquello deja de tener sentido, porque la muerte y su silencio nos devuelven a todos a nuestro estado natural: la ignorancia. Como dijo John Lennon: la vida es aquello que pasa mientras hacemos planes. Creo que hay poco más que decir.

Por lo que a mi respectaba no tenía demasiados planes. Volver a mi trabajo en la copistería era uno de ellos, intentar hablar con Paula era otro, aunque todo aquello podía esperar. Lo único que realmente deseaba en aquellos momentos era llegar a casa y dormir. Desde que me habían empezado a medicar dormía mucho, muchísimo, como si fuera drogado.

El autobus se detuvo en la parada más cercana a mi casa. Bajé y caminé con la cabeza gacha hacia el portal. Subí en el ascensor y entré en mi piso, en mi cajita oscura y desordenada. Cerré la puerta y me arrojé en el sofá. Sólo un pensamiento me recorría la mente, mi trabajo, mi querida Paula, mi vida, en definitiva, podía esperar. Era el momento de cerrar los ojos y dejarme llevar. Buenas noches me dije, aunque eran las doce del mediodía. Buenas noches.


6 comentarios:

todopsicologia dijo...

Empieza bien...veremos como continúa...
Abrazos.

Raúl Velasco Nikosia dijo...

That is the question my friend!!! that is the question...

Hugs!!

mareva mayo dijo...

No sé si es real o ficticio, pero si es real es increible el modo de hacer literatura, con velocidad y espontaneidad de algo que ha pasado y es duro...
Cuando hablabas de la unidad de agudos, me recordó a la de mi ciudad, creo que todas las jodidas unidades de agudos de españa son parecidas...
Un placer leerte.
Saludos.

Raúl Velasco Nikosia dijo...

De todo hay en la literatura o de todo debería haber. Realidad-ficción, a veces la línea que las separa es tan delgada como la que separa la locura de la cordura. ME alegra saber que te ha gustado!!

Un abrazo nikosiano para vos!!

pere dijo...

esta historia me lleva..
¡¡ Espero la continuación !!

Raúl Velasco Sánchez dijo...

Pere pues ya tienes la continuación recien salida del horno!!!

Abrazos!!