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miércoles, 1 de junio de 2011

CAPÍTULO IV.



"Basta un instante para hacer un héroe, y una vida entera para hacer un hombre"

Pierre Brulat



Por lo que supe mucho más tarde, cuando le pregunté para preparar este capítulo, en el momento de mi primer y chocante encuentro con Miguel, este pensó de mí que era como la mayoría de jóvenes. Es decir, egoísta, alocado, pasional y que, usando sus propias palabras, iba a mi puta bola. Aquel choque para lo único que sirvió es para fortalecer un cierto prejuicio suyo hacia la juventud. En fin, no le culpo. Quizás algo de razón no le falte y más si uno mira a la juventud desde la experiencia de años de estudios y luchas varias, como hace él. Son etiquetas recurrentes que de alguna forma, dice de mi generación y de las que suben detrás (los que crecimos con la movida madrileña y con Chimo Bayo, con el consumismo, con la aparición y extensión de la informática, los mass-media, etcétera) que a lo único que aspiramos es a una felicidad instantánea y por tanto efímera y un tanto absurda. Hablo de aquella felicidad que nos asalta sin más esfuerzo que el de tomar una pastilla o fumar un par de caladas, comprar algo que parece que deseemos con toda nuestra alma, encender la televisión o conectarnos a la videoconsola. Muchos jóvenes, por suerte no todos, han dejado de leer, porque requiere mucho menos esfuerzo ver una película, donde el héroe literario armado con una metralleta o con un corta plumas salva al mundo con sus propias manos. Confieso que yo mismo, aunque a día de hoy me avergüence de ello, disfrutaba como el niño que era viendo películas como Rambo, La jungla de cristal, Comando o Desaparecido en combate. Eran películas donde se simplificaba al máximo la humanidad de los personajes, como antiguamente ya se había hecho en el género del western. Por un lado los malos, malísimos, a los que todo el mundo odiaba. Por el otro los buenos, buenísimos a los que todo les estaba permitido. La industria cinematográfica norte-americana lleva muchas décadas sacando un partido tremendo a esta formula en la que el héroe por excelencia, siempre representa los valores del ejército de los Estados Unidos. Es como si desde hace décadas el cine se hubiera convertido en una herramienta más con la que demostrar al mundo de que ellos son los que mandan y que más nos vale al resto estar callados. Sobre todo sino queremos que aparezca Chuck Norris de detrás de un arbusto y nos patee el trasero hasta ponérnoslo por montera. Eso sí, recuerdo con cierta nostalgia la inocencia con la que veía aquellas películas. Cuando a los doce años descubrí que existía otro tipo de cine la inocencia se me esfumó de un plumazo. El culpable no fue otro que Ingmar Bergman y su Séptimo sello. Aquella película, que mi padre se empeñó en que viera con él, representó una especie de tsunami existencial, que arrasó con todo lo que había acumulado durante años en mi imaginario. Recuerdo que pasé varias noches con pesadillas donde mi padre con una túnica negra parecida a la que lleva el actor que representa a la muerte me retaba a jugar con él al ajedrez. Papá, le decía yo, si no se jugar. Mejor para mi, sentenciaba él, que acababa carcajeándose de una forma inquietante.

Pero volvamos a Miguel y a aquel día en el que choqué contra su cuerpito medio-encorbado. Después de que yo me fuera llorando de la escena él subió hasta su casa, que estaba a apenas varios metros del cruce donde mis padres habían perdido la vida. Cuando Lupe una mujer de Ecuador que le ayudaba en el cuidado de su mujer le vio entrar cargado con todas aquellas bolsas le recriminó:

-Miguel, no le conviene ir tan cargado. ¡Como pesan estas bolsas, señor!

-Tienes razón Lupe, -dijo Miguel resoplando como un caballo- pero siempre me olvido el carro. Ya sabes que a mi edad, cuando uno menos se lo espera le visita el “Alemán”.

-Mire que si le pasa algo a usted tendré que acabar cuidándoles a los dos. -Continúo reprendiendo Lupe dulcemente.

-Bueno, podría ser peor. Podrías casarte, tener hijos y cansarte de este par de viejos cascarrabias.

-¡Que cosas tiene, usted! -Exclamó Lupe. -Aunque me case y tenga tantos hijos como para formar un equipo de fútbol ustedes siempre estarán en mi corazón.

-Cómo tengas todos esos hijos, o te casas con un millonario o no habrá suficientes pacientes en este barrio como para alimentarlos. Desde lo del euro se están poniendo los precios de una manera que yo no sé... -Añadió Miguel con seriedad.

-Aguante Miguel, -Dijo ella. -Hay cosas mucho peores en la vida. Lo malo sería que no tuviera que llevarse a la boca. Conozco a muchos compatriotas que tienen que buscar entre las basuras para no morirse de hambre.

-Sí, la verdad es que nunca creí que viera esto aquí en España. No sé porqué. Pero este mundo está muy enfermo. En fin, -Dijo Miguel al ver que Lupe agarraba su bolso del perchero, -supongo que ha llegado la hora, ¿no?

-Sí, señor Miguel, me voy. La señora Inés ya ha cenado y se ha quedado dormida. Aún tengo que hacer la maleta. Nos vemos a la vuelta.

-Sí, nos vemos a la vuelta. Que tengas un buen viaje Lupe. -Le deseó Miguel.

Se despidieron en la puerta con un fuerte abrazo. Lupe era de Ecuador, había llegado a España hacía más de 15 años y los últimos diez los había pasado trabajando en casa de Miguel e Inés, su mujer. Al día siguiente volaría de regreso a su país natal después de más de 8 años sin visitar a su familia, con la cual hablaba cada semana vía internet o desde un locutorio. Lupe estaba emocionada y un poco asustada, por eso de que la consideraran más de acá, que de allá. Es una sensación confusa, pero muy común entre inmigrantes, cuando a pesar de estar perfectamente integrados en una nueva sociedad, en algunos momentos les asalte la impresión de ser un eterno extranjero, un sin patria, al que ciertos individuos no reconocen sus raíces ni en su país natal, ni tampoco en su nuevo país. Como tantas veces se ha mostrado en la literatura el héroe viajero no siempre es bien recibido al volver a casa y se ve condenado a partir en busca de nuevas aventuras.

A Miguel, por su parte, le invadió un súbito sentimiento de soledad. Su mujer parecía dormir plácidamente, a pesar de los dolores que seguramente sentía, y el silencio que llenaba el comedor se le hacía insoportable. Encendió el televisor, en el que estaban emitiendo la noticia de un asesinato en un programa de sucesos. Cuando Miguel escuchó que según fuentes policiales el asesino podía padecer algún trastorno mental, exclamó:

-Siempre igual. ¿Por qué no dirán nunca que una persona cuerda a matado al que le ha dado la gana? Manda huevos...

Es en ese momento, cuando decide irse a un bar a tomarse una cerveza. Es pronto, pero en la calle ya ha anochecido y hace bastante frío. Miguel camina un par de calles en dirección a un bar donde tiran la cerveza como antiguamente, a golpes y dejándola reposar. En el camino escucha unas voces y distingue como a unos veinte metros bajando una cuesta tres hombres están pateando a otro que está tirado en el suelo, cubriéndose como puede con una mochila. Miguel no se lo piensa dos veces y grita:

-¡¡¡POLICIAAAA, POLICIAAAA!!!

Los tres hombres huyen y nuestro viejo héroe acude en ayuda de la víctima.

-Chico, ¿Estás bien? -Le pregunta al joven, mientras le ayuda a levantarse del suelo.

-Sí, creo que sí. -Le contestó, porque la víctima no era otra que este humilde narrador. -Me han pillado desprevenido los muy cabrones.

-¿Quieres que llame a la policia?

-¿Y qué van a hacer ellos? Todo ha sido tan rápido, que no les he visto ni la cara. -Le explico.

-Vaya, ¿bueno te puedo ayudar en algo?

-Si me invitas a una cerveza estaré en deuda contigo. Aún más en deuda, claro. Gracias por tu valentía. Me llamo Adrián.

-Yo Miguel y cuenta con esa cerveza. Ahora iba a tomarme una, estaré encantado de que me acompañes.

Curiosos los giros del destino. Después de chocar con Miguel había continuado con mi deambular. No tenía ganas de volver a mi casa. Aquellos tres hombres debieron pensar que sería una víctima fácil para un robo y después de acercarse a mí para pedirme un cigarro, se avalanzaron contra mí, intentando quitarme las pocas pertenencias que llevaba. Así fue como conocí a Miguel.



2 comentarios:

Nuria de Espinosa dijo...

Es curioso las vueltas que da la vida y como el destino pone su granito de arena, me ha gustado leerte y pasar por tu blog, un sincero abrazo.

Anónimo dijo...

Gracias Nuria. Si da muchas vueltas, la verdad que la vida como el mundo no deja de gorar aunque no siempre nos demos cuenta. Un abrazo de agradecimiento!!

Raúl.