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domingo, 11 de mayo de 2008

Deje el café y tráigame un chocolate



El poso del café reposaba en la taza de él, ella tomaba su chocolate muy lentamente, saboreando, dulce y goteante cada cucharada del jugoso cacao. La conversación había acabado hacia segundos. No tuvo buen final. Una relación de cinco años se había roto por el mismo motivo que se elige entre café o cacao, lo urgente al final se impuso contra el placer de paladear lo jugoso de la vida; las obligaciones, la falta de tiempo, el despertar obligado a una rutina llena de taras vitales, como son la falta de respeto, de reflexión, de saber escuchar, la ilusión perenne del espejo en la que mirarse el otro y verse proyectado, como en una luna de cuerpo entero, sin dejar espacio a las rémoras del pasado, a las visiones distorsionadas por el tiempo y la costumbre… Esa luna se vio eclipsada por la prisa, la disciplina de lo opaco, el manantial del que se nutre esta sociedad nuestra tan acostumbrada a cambiar de relaciones de pareja como de lavadora, televisor o nevera. Lo superficial venció al rito particular, personal e intransferible; la diferencia de autoestimas; él, la tenía demasiado alta, vivía al límite, ella, demasiado baja, sufría, pero en realidad era quien disfrutaba de cada cucharada de esa taza, todavía a medias, y que significaba para él, la esencia de lo perdurable, de la fortaleza en la debilidad, del porque se había enamorado de ella. Cuando nadie más veía algo de valor en su alma, mas que deterioro, él vio emoción, sensibilidad, valentía. Quizás se equivocó pero en su imagen interior la veía como a alguien más fuerte a los demás, diferente, inteligente, alguien que tenía precisamente lo que a él le faltaba, la voluntad de hierro de nadar contra corriente hasta llegar a la meta, para muchos, utópica; pero fue precisamente ese aferrarse a la imaginación, esa voluntad de sobrevivir antes que malvivir, esa emoción a flor de piel lo que les quiso unir y ahora les separaba.
Y yo, desde mi rincón, separado de esta escena a penas por dos mesas, admiraba inquieto el encuentro y desencuentro de esta pareja. Sin mis gafas –las habría dejado en casa sobre la nevera, creo- y con aquella bruma de tabaco que a estas horas de una tarde fría y lluviosa de Barcelona era una densa huella. Tal vez de otras parejas como aquella. La escena parecía algo irreal; una fantasmagoría que me asombraba quizás desde mis propios recuerdos, de mis propios encuentros y desencuentros, de luna llena y soledad.
Mientras en la mesa, a mi derecha, una señora engullía su medialuna junto a un café con leche y, el camarero, mallorquín, debatía a mi izquierda sobre el secreto de la elaboración de una buena ensaimada con Alfredo, un cliente habitual calvo, con sobrepeso, una nariz inglesa y su inseparable perra "Nica", encaramada a la pierna de su amo pidiendo un pedacito del churro, cuyo olor la impulsaba hasta un estado de suplica que la hacia temblar con ojos inquietos. Ellos continuaban allí. ¿Fantasmas reales? ¿Memorias mías o ajenas? Eso no era lo importante, sí lo era que sus cuerpos estaban allí, cabizbajos, sin mirarse. Callados como una tumba abierta. Sin palabras. Pero sus cuerpos, con pequeños gestos, charlaban. Conversación que yo escuchaba, o mejor dicho leía, subtitulada, como si estuviera en el cine.
Es verdad que la realidad es algo impalpable, inmutable, regida tal vez por un azar y una energía que se escapa de nuestras manos y nuestro entendimiento. Aquellos dos, tan reales, ya formaban parte de mí de forma indisoluble; aquella cafetería, pérdida en el casco antiguo de la ciudad Condal, a la que había entrado para tomar algo caliente, me había traído a la memoria el sentido de la vida, que no era otro que el vivir intensamente el presente con un amor profundo por la vida misma. ¿Y yo que podía hacer? ¿Levantarme y decirles: no caigan en mi mismo error, os lo dice la voz de la experiencia? Lo tomarían como una intrusión cercana a la locura, un atrevimiento que seguramente precipitaría los acontecimientos. No podía hacer nada para cambiar su realidad, que ya era mi realidad, al parecer hasta ellos mismos se veían maniatados. Habían llegado a un punto muerto, un callejón sin salida donde solo podían retroceder, mantener la ilusión por lo vivido, pero cuesta tanto cuando se ha acabado la esperanza.
A él le había sonado el móvil, se levantó unos instantes y negando con la cabeza dijo algo como que no podía hablar, que ahora no, que ya la llamaría cuando pudiera.
La gente hoy en día vive en la indiferencia y la mentira, son pocos los que luchan por algo que se escape de su micro-mundo, que aporte beneficios de forma altruista a alguien que no sea ellos mismos. Y ya lo dice el proverbio la mentira es un camino, pero un camino sin retorno. La sociedad contemporánea vive en una constante quimérica. Desde el egoísmo que supura el liberalismo, que nos empuja una y otra vez a consumir y consumir, para nuestro placer y disfrute, para ser más que el vecino, para tapar los abismos que se abren en la superflua y vacua realidad en la que yo también me incluía hasta hacía escasamente unos minutos.
Me pedí un suizo, quería ser como aquella chica, dejar atrás lo inherente en el individuo postmoderno, la urgencia. Paladear aquella escena hasta que llegara a su fin desde mi posición de guardián del romanticismo. Si yo fuera él me pediría un chocolate y le diría algo así como... La lluvia condena mis pasos perdidos entre las sombras furtivas que mi existencia proyecta. Solo, como un loco en la montaña, con el alma erosionada por el fugaz instante en que nuestras miradas se encontraron, atado a mi rutina gris busco jazmines entre el triste hormigón de la ciudad, una luz que ilumine tras el telón que pone fin de una vez a mis palabras que parpadean y finalmente se apagan en un mohín y un suspiro, tras el silencioso vacío que me llena al recordarte aquella mañana. Y mientras tanto, en mi búsqueda de luz, mi confianza fluctúa a veces no soy nadie otras seria capaz de mover montañas; y desde la fútil inocencia, pobre herencia de una infancia desgraciada, me desgarro y me reinvento. Racionalizando el invierno, el frío que congela mis palabras, que nutre de hielo las venas de mi cuerpo, una borrasca que amenaza ladina y traicionera la cosecha que con tanto mimo se ha cuidado durante años. Pero es que después de probar el paraíso de tu compañía y tu apoyo, de tu comprensión y tu respeto, de tu voz que es como la brisa suave y refrescante, de tu cuerpo dulce y cálido como una cena frente a un fuego, no me resigno a tu ausencia.
Pero claro, quizás, él tuviera otros planes.
Luego los dos, todavía callados, se levantan. De fantasmagorías se trasforman en un lamentable par de sombras en un lento desfile desdichado hasta la puerta de salida. Sombras pesadas, de ojos sin luz, mirando con tristeza un porvenir sin sueños a pasos inseguros. Mi suizo que acababa de llegar me parecía intragable. Mareado, no sabía que hacer al verlos pasar por mi mesa, llegar a la calle, despedirse con besos secos en las mejillas y partir cada uno por su lado, a su destino, con el mismo paso lento, cargando en las espaldas la desventura de la despedida, que hacía más amargo el mejor momento de sus cinco años juntos.
En ese instante, la señora gorda vocea un gemido. La miré esperando encontrar una espectadora cómplice a la escena que me tonteaba, pero ella apenas había derrumbado su café con leche en su rota chaqueta de terciopelo. Volví rápidamente mis ojos miopes a la calle. No había más señal de aquellas sombras hace poco tan cercanas. Se desdibujaron entre el frío, la lluvia y el viento. Tampoco su mesa vacía guardaba calor, allí solo servilletas sucias y ausencia. Con todo, algo detuvo mi atención en aquel rincón de soledad. Un pequeño detalle, una extraña mancha negra que se dejaba aparecer tras el cenicero: era el móvil de mi desdichado y desconocido amigo que ahí quedaba como icono del olvido.
Sin pensar, me levanté de golpe, lo que hizo a la gorda ensuciar aún más su ya asquerosa chaqueta, dejé sin contar las monedas que tenía en mi bolsillo junto a mi dulce proyecto de llevar la vida, recogí el móvil y me precipité corriendo a la calle en busca de su dueño.
Creo que había poca gente paseando, mirando escaparates, fuera de los hogares calientes. No puedo precisar. La verdad es que podría haber una muchedumbre que, del mismo modo, sólo hubiera visto al objeto de mi búsqueda. El chico, dos esquinas adelante, avanzando con la cabeza gacha, plasmando en su triste figura la inclemencia de aquella atmósfera. Y yo, en su persecución, me agarraba, me acaramelaba a su móvil como si protegiera un tesoro perdido. Las joyas de un pasado, cuando yo no supe decir que no me resignaba a la ausencia de mi amor. Como él, en mi turno, también había callado cobardemente.
Nos acercábamos a las Ramblas. Me faltaba el aire y respiraba con dificultad. En parte por la apresurada carrera, por años de tabaquismo y la fría humedad de la tarde, pero también, por intuir, por una insondable suerte, lo que pasaría a continuación. Hoy, cuando me acuerdo de estos momentos, pienso que el hecho de dejar la posición de espectador para entrar en la escena, de haber saltado hacia el interior de la pantalla, me hizo caer en un raro tipo de agujero del tiempo. Al menos es así como consigo explicar o entender todo aquello.
Estaba a unos cincuenta metros de alcanzarlo cuando el chico bajó al metro. Estación Liceo. Hacía cinco años que evitaba ese sitio. Por un instante me detuve en mitad de la calle. No podía moverme petrificado ante el escenario de la amarga despedida de mi amor, desgraciadamente, perdido. Creo que sólo pude despertarme de este catatónico estado donde me encarcelaba por la insistente y frenética bocina del coche que esperaba que cruzase para continuar su trayecto. Todavía un poco aturdido, bajo toda una retahíla de improperios, seguí mi búsqueda, pero la mitad de la escalera sonó el móvil. En ese momento sólo mi garganta se paralizó. Caminando apresurado, con la T10 en la derecha, mi mano izquierda automáticamente había aceptado la llamada y llevado al oído una voz absurdamente familiar que con dulzura decía mí nombre.
- ¿Pedro… me escuchas? Soy Magdalena. Por favor, Pedro, necesito hablarte ahora. Después de tantos años te encontré… Después de todo lo que pasamos, Pedro… ten coraje hombre…
Azar, destino, agujero del tiempo, qué sé yo… El mismo sitio, los mismos nombres, la misma cobardía que me ahogaba las palabras.
Magdalena continuaba suplicante, yo continuaba sin palabras, y cuando me di cuenta estaba frente al chico, que me miraba curioso, como si me conociera. Yo le ofrezco mi mano izquierda y su contenido y entretanto el metro hace su ruidosa llegada, le digo:
- Pedro, olvidaste tu móvil.
Después de un par de segundos el entra serenamente en el vagón, sonríe y me contesta:
- No… no lo he olvidado. Es que ya no me pertenece. Haga lo que quiera con esto…
Me quedé aturdido. Mis pensamientos giraban a la velocidad de la vida. Mi espejo ahora era el remolino de papeles en la zona de vías dejado por el metro que seguía su recto y seguro camino hacia la próxima estación.

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