Ayer fue un día especial. Era la primera mañana que Almu y yo amanecíamos en Vigo. Esta ciudad que parece diseñada por un mal jugador de tetris nos acogía fría, inhóspita, extraña. Joony, nuestro anfitrión, nos avisaba: “no sé que le pasa hoy a la gente, pero me parece que anda como dando tumbos”. Me ahorraré los sonados chascarrillos que ubican a la ciudad en el paraíso del drogodependiente. Aunque pudimos escuchar poco después de llegar la tarde del domingo algunas perlas como: últimamente estoy como el sol, que salgo y me pongo, salgo y me pongo; o la nada despreciable: de pequeño con el coco y de grande con la coca aquí no hay quien pegue ojo. Bromas a parte, pasamos un día maravilloso. Las conversaciones con Joony suelen estar atravesadas por el delirio más cómico y sano que pueda existir. Es un tipo genial y un psiquiatra que se sale de cualquier prototipo de profesional, los cuales, al igual que los pacientes, también han de soportar el peso de clichés y prejuicios, en algunos casos, ganados holgadamente. En realidad, para un observador impreciso sería imposible llegar a descubrir que aquellas tres personas que parecían disfrutar hasta del mal tiempo eran otra cosa que tres jóvenes alocados, aunque sólo dos de ellos podrían acreditarse como tales. Es así. El diálogo entra y sale de la locura, se adentra en ocasiones en mundos oníricos, donde la palabra se desprende de su peso específico y se eleva sobre el surrealismo más hilarante. No falta la cerveza, ni el albariño, ni el marisco, pero aunque cenemos un plato de macarrones improvisados en un plis plas, la experiencia es de lo más suculenta. No me arrepiento de haberme perdido un partido como el de ayer, con manita incluida, en la primera gradería del Camp Nou, porque aunque hubiera sido de esas experiencias que uno puede contarle a sus nietos, primero tengo que tener hijos y como que la cosa está difícil.
Los psiquiatras son vistos normalmente como personas extrañas, cargados de manías, medio chiflados, que se disfrazan bajo una capa de distante seriedad (el protocolo deontológico obliga) y que aunque deben arreglar la vida de cada paciente, muchos no son capaces de manejar la lavadora. Bajo una pulcritud y un orden del todo impostados, se esconden quién sabe que perversas mezquindades, o dicho de otra forma, quien se esconde tras una máscara de fría pulcritud, suele esconder oscuras intenciones. Así veo a los protocolos y a aquellos que los siguen a rajatabla. Estas creaciones de la ciencia Psi y su presunta democracia, no dejan de ser un mecanismo que si ayuda a alguien es al profesional, porque le permite juzgar sin ser juzgado, sentenciar desde la privilegiada posición de quien tiene el poder y el conocimiento de lo socialmente establecido. En otras palabras, ¿qué pasa cuando el profesional no se sitúa o se ha situado nunca en el otro lado? Salvo en algunas excepciones, porque siempre las hay, el resultado es un mal profesional, simplemente, porque es incapaz de empatizar con sus pacientes. Estar al otro lado, aunque sea de forma simbólica, siempre ayuda. Como dice un buen amigo: huye de aquel que se considere totalmente cuerdo, porque suelen ser muy peligrosos. Esto me lleva a pensar que lo realmente negativo de la locura es el sufrimiento que en ocasiones esta desprende. Porque seamos sinceros: ¿hay alguien que pueda presumir de una mente cuerda, de una conducta absolutamente normal, que no haya pisado nunca esa sutil frontera que nos separa a los locos de los demás? En algún momento de nuestro vida todos hemos sufrido sin saber por qué. Quizás el problema es que algunos nos recreamos en ese dolor, del cual extraemos una perversa ganancia, una extraña forma de situarnos en el mundo en el lugar del que padece. El sufridor total. El mártir.
Desde pequeños nos enseñan las figuras de Jesucristo, Ghandi y otros mártires de culturas tan diversas como el ser humano. Cualquiera diría que para trascender (que es la mejor forma de garantizar la "vida eterna") sea necesario un sufrimiento, un sacrificio. Hay algo de verdad en este asunto, ya que en el momento en que uno desea algo ha de esforzarse por conseguirlo. Otra cosa es que vistos desde el delirio más cotidiano, estos ideales se impongan a una realidad cambiante, relativa, de la que se nos escapa su totalidad como agua de las manos. El delirio más cotidiano es el del pequeño o gran dictador, el de aquel que se considera poseedor de la verdad más absoluta. El de aquel que sin perder la razón (sin sufrir o sin reconocer su sufrimiento) no atiende a razones.
Al final me quedo con la comunicación improvisada y desprovista de cualquier artificio. Desde la espontaneidad más cercana es desde donde se derriban los muros o como mínimo se caen las máscaras. Tal y como somos, podemos por fin ser, sin miedo, sin pretextos, sin excusas.
3 comentarios:
He sido un hombre afortunado en la vida: nada me fue fácil
S.Freud
Afirmo que la estancia en Vigo esta siendo una autentica maravilla, estamos conociendo gente genial y muy interesante y lo que nos queda...Por otro lado , decir que Raul sigue escribiendo a su nivel, es decir, que nos conquista y nos mete en su bolsillo con unas cuantas palabras bien elegidas. Que orgullosa estoy de el!! Y tambien me siento orgullosa de saber que puede contar con gente como Jony. Saludos. ALMU.
Que bueno.....se me había pasado con tanto jodido ajetreo...
Un amigo mio dice no conocer a nadie medianamente interesante y con el que se pueda hablar que no haya sufrido un rato.
Pasarlo bien. Un abrazo.
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