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miércoles, 15 de julio de 2015

De vuelta al hospital. Urgencias psiquiátricas.

Es extraño, muy extraño, al menos para mí, volver a un lugar que tanto sufrimiento me ha causado en el pasado y que -por qué no decirlo- tan buenos resultados generó. Obviamente, en esta ocasión he acudido de acompañante de un ser querido. Mi pareja y yo acompañabamos a alguien a quién el dolor y la angustia de un presente (presuntamente) inamovible le corta la respiración. Claro, ya se sabe, cuando uno aguanta demasiado la respiración o las palabras, éstas pueden acabar estallando de la peor manera. Porque no hay peor globo que el que hincha nuestro fantasma.

Aquel lugar tan poco hospitalario como un hospital -cuando de cosas de la mente, del espíritu y del corazón se trata- nos acogía con urgencia, nos invitaba a pasar sin listas de espera, supongo que por lo embarazoso que puede llegar a suponer para el resto de personas asistir a un acto completo de llanto, rabia, angustia y desesperación.

La primera profesional en ocuparse del caso ha estado más fría que el culo de un pingüino en pleno invierno antártico. Mientras nuestro ser querido se desgañitaba en el box, ella, de pie, sin mostrar apenas ni un atisbo de empatía, comprensión, ni horizontalidad ( en todo momento ha estado de pie mirando hacia abajo a la persona sentada y hundida ), se ha limitado en comentar que hablaría con una compañera para valorar qué hacer. Eso sí, ella misma le ha traído una pastilla, que debía disolverse debajo de la lengua. Me imaginaba, por la experiencia que tengo en estos protocolos, que sería un diazepam, pero he preferido preguntarle. Así ha sido el diálogo:

-¿Qué le has dado?¿De qué pastilla se trata?
-Es un tranquilizante, para que se relaje.
-Ya, eso ya se lo has dicho. ¿Pero cuál?
-Bu... Bueno... Es diazepam, es muy flojito.
-Gracias, muy amable.

La mujer, como revelaba su tartamudeo, no estaba acostumbrada a que un acompañante quiera conocer esta información. Pero -llamadme paranoico- he asistido en otras ocasiones a la administración de neurolépticos ya de primeras y sin haber carga psicótica mediante.

Más tarde una psiquiatra joven, sospecho que residente, ha hablado a solas con la persona que habíamos acompañado. Ha sido en ese momento cuando mi pareja y yo hemos tenido un breve momento de intimidad. Ella ha descubierto mi desazón.

-¿Volver aquí te duele mucho, no?
-No me gusta ver sufrir a "X" ni volver aquí. Es como una condena. Es una de esas cosas y ya te digo que esto es carne de delirio que tengo la impresión que me persiguen. Que vaya donde vaya, el sufirmiento, el dolor, la angustia, el desasosiego, la locura en algunas de sus formas o máscaras va a estar ahí esperándome.

Nos hemos abrazado. Creo que una de las cosas que nos diferencian a los seres humanos es paradójicamente la indiferencia. Cerrar los ojos ante el sufrimiento ajeno, darle la espalda al otro cuando sufre, es, por desgracia, la peor enfermedad de nuestra especie humana.  Querer salvarnos de la angustia de los demás sólo acaba generando relaciones superficiales y/o aislamiento. Todos sufrimos, en ocasiones lo indecible y es por eso que necesitamos de esa red que nos sostenga si caemos.

Nuestros seres queridos, si enfermamos, no pueden curarnos. Pero en el caso de la salud mental, uno sólo puede liberarse de esa red de psiquiatras, psicólogos, diagnósticos, trata-mientos (que diría el bueno de Jesú) si dispone de una red aún más amplia de personas que lo amen, que lo respeten, que lo animen, que lo sostengan. Todos necesitamos de alguien, porque todos somos interdependientes. No depender de nadie no supone autonomía, sino autoengaño. Otra cosa es que no debamos olvidar que aquella persona que más nos puede ayudar a superar nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestro dolor somos nosotros mismos; y que, por otro lado, no existe mayor locura que pretender lograr un cambio en nosotros mismos o en la realidad actuando siempre de la misma manera.

Buenas noches. 


lunes, 13 de julio de 2015

Arde el verano
como una llama abrasadora.
Cualquiera diría que quema el presente
y consume el pasado, como cenizas
que nunca volveran...
 
En el pequeno jardín
el rosal se inquieta purpúreo;
es otra llama la que arde en sus flores,
otra pasión la que agita su savia.
Fijaos como se balancea elegante,
bailando con el viento orgulloso.
Es mucho lo vivido,
muchos los veranos y muchos los inviernos.
Es mucho lo que este rosal nos puede contar:
de sus raíces profundas,
del olor de la tierra,
de la frescura de la brisa y la alegría
que le recorre cuando se deja llevar.
Puede parecer poco lo que lo sostiene
que una tormenta fuera a fulminar su belleza
en un rayo,
como nos puede pasar a todos alguna vez.
Pero este rosal se debe a sus flores
que cuida con mimo y dedicación,
enfrentando los miedos y alimentando sus ilusiones.
Porque ante todo sabe
que este jardín sin ellas sería mucho más triste.
Yo
soy feliz floreciendo en las ramas
de este rosal que es mío y es tuyo,
si lo quieres;
por eso me parece el más bello
de todos los jardines del mundo;
porque sin él:
la tierra, la brisa, las flores y la vida
carecerían de sentido.