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martes, 29 de diciembre de 2009

La nieve esconde en su silencio
un rumor furioso, llamaradas de un alma
negra como garganta de loba
o dientes de perro callejero.
Luminosa como es
su blancura extiende bajo su manto
la oscuridad más absoluta, herencia
temprana de aquel espejo roto, de aquella
carta envíada directamente al fondo del cajón.
Al final, la muerte y sus misterios tras
la puerta cerrada, porque nada,
nada quedará de tanta nieve
cuando se abra la flor en primavera.
Aprendo de ti y tus aromas
tan eternos y efímeros
como el estallido de una idea;
aunque dentro de unos años
nada quede de mí,
salvo las cenizas grises de este día,
no importarán más que una huella
borrada -en silencio-
sobre tu océano...
No.
No soy
lo que soy
sino aquello que
puedo

Y
lo que puedo

no es más que
lo que soy.
Mi vida se escribe con cada silencio.
Dentro, en sus cavidades temblorosas,
se estienden mi soledad y mi virtud;
seca, irisada, quebradiza: una;
hierática, flexible, inconstante: la otra.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Si todo va bien
Mañana saldrá el sol
Y las calles
Enjuagaran su lamento
Llenas de gente feliz
O al menos
Que aparcan
Por un día
Su descontento.

Si todo va bien
Mañana anunciaran
Con vitores y salvas
Que se han derribado
Los muros
De silencio,
Y de incomprensión
Las murallas…
Si todo va bien,
Si todo va bien.

Si todo va bien
Los reloges detendran
Su paso implacable
Ejecutivo
Tedioso
Militar
Y contemplaran
Congelados
De pura envidia
Tu mirada limpia
Mi sonrisa placida
Nuestro amor perenne.

Si todo va bien
Esta noche dormiré
Esperando
La alborada invernal
Acurrucado
En tus brazos de nube
Soñando que todo va bien
Que todo va bien
Que todo es posible

martes, 10 de noviembre de 2009

Chuchi

Cuando desperté estaba aquí encerrado. Una pequeña jaula, una cárcel de acero donde no puedo dar más de cuatro pasos sin chocar contra la pared. Por descontado ignoro como he llegado hasta aquí. Pero algo sé, me trajeron, me atraparon en la calle después de acorralarme y me trajeron. Lo último que recuerdo es aquel fluido que me inyectaron en la espalda extendiéndose por mi organismo como un manto de oscuridad, una nube que nubló mi mirada y acabó con el último reducto de mi resistencia. Caí tan repentinamente que durante unos instantes, incluso pensé que me estaba muriendo. Cuando desperté estaba aquí encerrado y sin esperanzas de salir.

No todo es malo. Antes de que me atraparan llevaba varios días sin comer, en vano escarbaba entre la basura buscando algo que llevarme a la boca. Aquí estoy bien alimentado. Me dan de comer dos veces al día y nunca me falta agua. Pese a esto me encuentro sumido en una gran tristeza, un tedio depresivo y apático, provocado sin ninguna duda por mi estado de encierro.

¿Cuándo me convertí en un fuera de la ley? ¿Cuál ha sido mi delito? Supongo que nacer. Caer al mundo en la peor de las circunstancias sin una familia que me diera su calor, que me hiciera sentir su cariño.

Aquí no estoy solo. Tras las frías paredes de mi celda debe haber mas como yo, me llegan sus lamentos desgarradores como un mal presagio. Compañeros anónimos de encierro, colegas que seguramente están aquí por motivos parecidos a los míos, si es que hay auténticos motivos para merecer esto. Más allá de las leyes humanas, hablar de justicia es un absurdo.

Cuando llega la noche en mi soledad me siento si cabe más solo. Miro la luna, las estrellas o lo que se puede ver de ellas a pesar de la nube naranja que flota sobre la ciudad. Mirándolas mi mente suele evadirse, comienzo a fantasear. Mi imaginación escapa de esta prisión y me sitúa frente a mis captores, sólo que invertidos los papeles, paso de ser perseguido a perseguidor. En otras ocasiones me imagino dentro de una gran casa blanca, descansando sobre un enorme colchón cubierto de un plumón de vistosos colores, y entonces una bella mujer me despierta acariciándome la cabeza, dedicándome palabras de amor, a las que yo respondo mirándola agradecido, prometiéndole la fidelidad más incondicional. De todas mis fantasías esta es sin ninguna duda la que más me gusta recrear, quizás porque representa justamente lo que siempre ha faltado en mi vida. Esa amiga, esa persona con la que compartir los buenos y los malos momentos, a quien poderle entregar mi corazón. Muchas noches caigo dormido construyendo mentalmente su figura que imagino a veces rubia, esbelta, espigada como el trigo en su sazón; otras: morena, solicita, cálida como una noche de verano o también pelirroja, de una hermosura natural, sin artificios, cariñosa y solitaria, un poco como me pienso a mi mismo. Depende de la noche elijo una u otra, sin ninguna predilección concreta, en el fondo cuando te sientes como yo, un lobo estepario, encerrado por ser lo que es, no importa tanto como sea la compañía sino la compañía en si misma, incluso la imaginaria.

Se me antoja que esta necesidad de afecto es comparable a la necesidad de libertad. No aseguraría eso de que el amor nos hace libres, por si, como he oído en ocasiones, acaba siendo un grillete que te impide respirar. Lo que si tengo claro, es que la única forma que tengo de ser libre es que alguien me quiera lo suficiente como para interceder por mí. Pero es tan difícil… lo más seguro es que acabe mís días como los inicié, alimentado, pero solo.

Esta mañana ha sucedido algo extraño. Cuando he despertado estaba en otra jaula más grande. Me he llevado un susto mayúsculo, imaginaos que despertáis en un lugar diferente al que os fuisteis a dormir, te llegas a sentir tan desubicado que piensas que aún estás soñando. Esta celda es mucho más amplia y puedo dar más de cuatro pasos, incluso más de diez. Lo cierto es que este pequeño cambio me ha dado mucha alegría, como una dosis de ilusión. He pensado que con esta evolución mi libertad pasaba a depender de mi y me la tenía que ganar poco a poco.

De todas formas continúo escuchando lamentos, aullidos desesperados, pero ya no se me clavan. Pienso que algo bueno está a punto de sucederme y esta idea me estimula. Inundo mis pulmones de aire o mejor dicho lo hago de esperanza. Me siento orgulloso y digno, con la cabeza bien alta. Algo está a punto de ocurrir, lo intuyo.

Quizás me haya equivocado, no ha sucedido nada y el desanimo asoma las orejas en mi espíritu como una bestia acechante. Me pregunto si lo que interpreté como un buen presagio no será lo contrario. No soy joven, pero tampoco viejo, al menos no lo suficiente para morir. Por mucho que mi vida no sea demasiado productiva este no es motivo para desaparecer. Las lacras sociales, los parásitos también tenemos derecho a sobrevivir, máxime cuando jamás hicimos daño a nadie. Pensar que mis captores puedan hacerme daño me aterra. En la calle se oyen historias que ponen los pelos de punta, sobre experimentos científicos o que se yo. Al fondo de la jaula, en una esquina, hay una especie de cobertizo donde me dejo caer y me sorprendo llorando de miedo.

Nunca antes había llorado y no me gusta lo que se siente. Por momentos me falta la respiración, me congestiono, por segunda vez en poco tiempo temo que me esté muriendo o que como poco algo se esté muriendo en mi interior.

Escucho voces de mujer. Dos más graves y una más chillona. Parece que se han detenido a hablar frente a mi celda. Al principio no las miro, estoy tan triste que no tengo ganas ni de mover los parpados. La voz chillona se te clava en los oídos, pero su tono no es cruel, ni seco, ni imperioso, más bien diría que es inocente, tierno, incluso piadoso. Encuentro la fuerza para abrir los ojos en un rayo de curiosidad dentro de la oscuridad de mi estado y mi mirada y la de un niña se encuentran a medio camino. Puedo intuir que le he caído bien porque sonríe y le dice algo a su madre que no entiendo. Ésta en cambio no me transmite confianza, tiene la mirada que he observado en otras ocasiones en los humanos delante del escaparate de una tienda, una mezcla de interés y pragmatismo, como una fría y distante atracción de la que más vale prevenirse. Su hija continúa mirándome fijamente y se ha puesto triste, como si pudiera comprender lo que estoy pensando. Le estira de la manga del abrigo a la madre y le habla a ella y a la otra mujer, la cual, finalmente, tras un comentario de la madre los invita con un gesto a continuar caminando.

Cuando han desaparecido de mi campo de visión cierro los ojos y creo que quedo dormido durante un minuto o quizás una hora, imposible saberlo. Durante ese lapso sueño con la casa blanca, con la cama cubierta con un plumón de colores vistosos; la diferencia de este sueño a otros es que no es una atractiva mujer la que me despierta sino la niña de mirada inocente.

Al despertar ya esta anocheciendo. Desde mi celda contemplo la puesta de sol sobre el mar, un ocaso que pinta el cielo de naranja, de morado, entre el negro azulado de la noche en ciernes y un mar que parece cubierto de pan de oro. Un chico me trae la cena pero no tengo hambre, en realidad, por primera vez en mi vida, casi deseo estar muerto y estos fúnebres pensamientos me acompañan hasta caer la noche bajo la cualquiera diría que mi alma también se viste de luto. Luto por el amor que nunca conocí. Luto por la libertad y sus regalos. Luto por el luto y sus sombras.

La mañana llega, me despierto con el canto de un gallo al que no se le ha pegado la paja. El estomago me ruge y decido comerme la cena para desayunar, pero el plato esta plagado de hormigas que me muerden la lengua al intentar recuperar lo poco que podía decir que era mío. Pienso que las oportunidades hay que aprovecharlas, que mañana ya es tarde, que hay que cuidarse, que a veces es lo mismo que saber adaptarse. También pienso que para todo esto es necesario disfrutar de la libertad que no es dada y de un mínimo de fortuna. Para mí, en este momento, la mayor fortuna sería un plato de carne con verduras, pero como no tengo libertad ni fortuna tengo que conformarme con llenar el estomago de agua. Vuelvo a mi rincón, intentando dormir para no pensar que tengo hambre. ¿Qué es más importante la libertad o tener el estómago lleno? No encuentro respuesta.

Pasado un rato abro los ojos al oír un chasquido metálico. Alguien, una joven muy guapa y hermosa, vestida con ropa ancha y de colores vivos, entra en mi celda y se acerca a mí, llamándome con un nombre que no había oído nunca. Yo me acerco a ella cabizbajo, totalmente derrotado. Ella me acaricia con dulzura, pero también me mira los dientes y las orejas, a mi ya me da todo igual y me dejo hacer. De un bolsito la joven saca una correa y me la ata al collar que llevo en el cuello. Me conduce fuera de la jaula y por un camino de gravilla llegamos a una casita blanca. Entramos y la sigo como si estuviera atravesando el umbral del infierno. Me agarra y me deposita en una fría mesa metálica. Me acaricia con mucho mimo, pero no confío en ella, tiemblo como una hoja en un día de viento. Ella me susurra palabras tranquilizadoras pero cuando veo entrar un hombre vestido de bata blanca y con una jeringuilla me hago pis sobre la mesa. Intento salir corriendo pero el hombre me agarra del lomo y hunde mi pecho contra la mesa impidiéndome dar un paso. Resignado dejo de forcejear y noto como la aguja atraviesa mi piel. Es sólo un instante, pero ¿cuánto se tarda en morir? Un instante, no más.

Mareado y tembloroso soy bajado de la mesa. Me dan una barrita muy sabrosa. No estoy muerto, aún, y ni siquiera me duele el pinchazo. Los miro sin saber exactamente que hacer y corro hacia la puerta. La joven estira de la correa y me conduce a otra puerta. Tras ella esta la niña de mirada inocente y la madre desconfiada. La niña me abraza sin dejar de repetir una palabra “Chuchi, chuchi…” Yo no tardo en entender que Chuchi soy yo.

En la cresta marina se elevan
burbujas desnudas, huesos,
verdes lenguas cansadas como
trigo segado o llamaradas
temblando en la penumbra.
Pasa el tiempo y ruge la ola.
Más allá de la arena o el rumor
furioso
se elevan los puentes
girando sobre el horizonte.
Tras el eco sordo de mis pasos
la inmensidad se desparrama lechosa
mientras contemplo
la metamorfosis acuática del atardecer.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Atrapado en la habitación,
atado a este segundo mundo,
mi identidad forjada de fantasías
reclama una felicidad que no sostenga
fragilmente la química.
No me llega la luz tras los visillos
y el silencio se espesa entre los muebles
de ayer, de mañana,
de siempre, de nunca.
Dentro de este anacronismo tan personal
prefiero callarme para no errar,
prefiero detener mis pasos
por si me pierdo.
Pero escruto las sombras
buscando la salida de este laberinto,
una certeza mas alla de toda duda,
tarea imposible, sólo ilusión,
puros espejismos.
De repente
desde otra estancia u otro mundo
llega imperiosa la orden
¡Apaga la luz! Mas no es posible
como relámpagos ciegos
sobre un firmamento quebradizo
en mi habitación
sólo habita lo oscuro.
Es verdad que al final
siempre nos quedamos solos.
Tras las negras cortinas
sólo vacío, sólo silencio.
La muerte y su cruda soledad
son las que dan sentido a esta vida,
sin su amenaza constante
el placer sería incomprensible.

microrrelato!!!

Freud salió de su consulta. Había abandonado a su último paciente, un joven que le aseguraba conocer una forma de volar. Tembloroso, deambuló por las calles mojadas, se adentró en el peor barrio de Viena, rechazó compañía profesional como Ulises los cantos de sirena. Entró en un turbio local y, pese a las miradas extrañas, desabotonándose la capa exclamó: "Busco a Jung".

martes, 29 de septiembre de 2009


Si llega la muerte,

Será bienvenida;

No la temo más que al amanecer,

Al silencio o a la nada.

Me producen un terror

Más profundo, más hiriente,

Mucho mas real: el odio

esgrimido como herramienta

cada vez más habitual en su televisor,

la guerra siempre absurda,

siempre homicida, donde la injusticia

con alevosía

se hace la ciega salvo

cuando ha de cobrar sus beneficios;

y mientras el hambre

impuesta por los de arriba

se sostiene y se multiplica

con la indiferencia de los de abajo.

Estas cosas tan normales a dia de hoy

Hacen que sufra verdadero pánico,

Un miedo profundo y sin viso de solución

Por el ser llamado humano

Y su infinito poder de ejecución

La sociedad muestra sus garras.
Millares de tentáculos
Grises
Añejos
Viscosos
Retuercen categóricamente
Las tuercas
Los nombres
Las mentes
Hasta que sangra la libertad
Y no se reconoce
En su químico delirio.

Tantos prejuicios pueblan
los libros de psicología
Como bocas
Abiertas
Esperando alimento.

Tras las presas
contenedoras: lágrimas
de encierro, gritos
en la noche, nudos
en las manos crispadas, babas
descolgándose sin querer.
El vaho empaña las ventanas
De soledad, martirio y desconsuelo.
Las personas suplican respuestas
Algo que explique
Porque les ha tocado,
Que crimen han cometido,
Para ser condenados sin preguntas
Para ser apresados en pleno vuelo.

La sociedad así lo exige
Temerosa de todo,
incluso de sí misma
construye con desconfianza
muros para ocultar
sus propios miedos
sus delirios de grandeza
disfrazados de normalidad.

martes, 15 de septiembre de 2009

Extrño caso VIII


El mar.





Beto escribía. En un despacho forrado de estanterías repletas escribía como si le fuera la vida en ello. No tenía más intención que acabar, pero el final se dilataba, escapaba de las redes que extendía como un pez escurridizo.

Sumido en su trabajo, pasaban las horas, los días; el tiempo que no se paraba a contar, como los relojes de Dalí, fundidos, irreales, habitantes de un mundo onírico, donde la realidad y la fantasía se funden. ¿Quién sabe, quién puede afirmar qué es real y qué no lo es? Las historias se componen de personajes y los personajes se nutren de historias. La lógica de este bucle infinito sucumbe hasta ser derribada por el azar. Su mordaz ironía se basa en mostrarnos constantemente un atlas de calles, esquinas, sonidos, voces, rostros propios y ajenos, ante la ventana de nuestra alma, de nuestro pueblo, de nuestra pequeña o gran ciudad. Creemos encerrarlos dentro del espejo de los sentidos pero en realidad se desvanecen en el olvido, se escapan de la frágil memoria del tiempo.

Beto escribía. Ignoraba a donde quería llegar. Perdido en el mar de palabras donde había sido arrojado no encontraba una tabla a la que asirse, ni siquiera una bolla que le indicara con esperanzas que se acercaba a la costa. Iba a la deriva, como si estuviera en medio de una pesadilla, daba brazadas sin dirección, con el único fin de no perecer, no, aún no, mientras le quedara un atisbo de energía no bajaría los brazos. No le quedaba otra que nadar hasta la extenuación, hasta la muerte, si la perseverancia es igual a victoria él perseveraría hasta morir. Puede que la victoria sea pobre, Itaca no te engañó, Itaca te dio el viaje soñado. ¿Pero de qué materia están hechos los sueños? ¿Era ese el problema? ¿Era eso lo que buscaba? Cumplir sus sueños, volver a ser el de antes, el de otros tiempos, absurdo deseo que le pesaba como un plomo hundiendo su línea de flotación, haciéndole tragar agua, conduciéndole sin remedio hasta las profundidades. Cansado, agotado, exhausto, no se resignaba. No supo de donde pero extrajo fuerzas cuando creían que se le habían acabado. No, el no quería ser el de antes. Él simplemente deseaba ser. Poder vivir, poder subsistir, poder sobrevivir.

Beto escribía, nadaba, soñaba. Una barca, el sonido de una barca llegó hasta él con claridad. ¿Le verían, recogerían su cuerpo arrugado, salvarían su vida, salvarían su voz? Los sentidos nos engañan, son traicioneros, según el terreno que pisemos se hace más evidente. Pero de repente la vio. La barca, pequeña, se acercaba. Quiso gritar de alegría, mover los brazos señalando su posición, pero de su garganta no brotó más que un quejido como el de un gato al que se pisa sin querer. Volvió a intentarlo. No podía dejar escapar esta oportunidad, porque era muy posible que fuera la única. Perseveranciam, alimento de campeones. Perseverancia incluso para saber pedir ayuda. No le parecía paradójico seguir vivo gracias a su orgullo de luchador y no poner ninguna objeción en pedir ayuda. Es estúpido no pedirla cuando la vida está en juego. Quizás ya no quedaban ideales por los que morir, quizás él nunca los tuvo. La igualdad, la justicia, la fraternidad ya no parecían revolucionarias, aunque quizás lo fueran. Resulta tan difícil hacer planes de futuro cuando no tienes perspectivas de futuro. El truco podía residir en mantener viva la ilusión, una ilusión que alimentara la imaginación, que se reencarnara en utopía. ¿Nada es imposible? En el mundo de los sueños no, nada es imposible.

Beto escribía cuando la barca llegó hasta su posición. Tenía frío, la mirada borrosa, no pudo distinguir a su salvador, sólo supo que alguien le agarró del pelo, después de los brazos y que su cuerpo era arrancado de la muerte y depositado sobre la sólida superficie de la barca. ¿Dentro o fuera de la ballena?,¿vida o muerte?,¿sueño o realidad...?

Beto escribía. Enajenado. Los relojes de Dalí goteaban lágrimas por el tiempo perdido, gemían los gatos en la calle, tan solitarios, tan independientes en su manada. En la barca sólo se escuchaba el runrun del motor, tan monótono como el tic-tac de un viejo carillón. Abrió los ojos, pero no vio a nadie, estaba abandonado a su suerte, pero al menos no moriría ahogado. Volvió a cerrar los ojos y soñó que la barca avanzaba, que alguien la conducía y deseó que esa persona fuera Almudena; deseó estar en sus brazos, protegido durante toda la eternidad, pero sabía que no era ella, él no había estado a la altura. ¿Pero quien está a la altura? Más allá de una medida física ¿cuál es la altura de un hombre? Abrió los ojos, vio a un hombre joven, un marinero. Supo que llegaba el fin de aquella pesadilla, le llevaban a puerto. El marinero mantenía la mirada fija en el horizonte, indiferente a la captura de aquel día, como si fuera una red de merluzas. Beto intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas; deseaba estar escribiendo, tomando un café en el Kampen, cocinando un plato original para sus amigos, riendo, viajando, respirando; entonces cayó en la cuenta que quizás estuviera haciendo eso, pero que no era capaz de disfrutarlo. Nada es imposible.

Abrió los ojos y miró al marinero que sigue mirando al frente como una estatua. Le habló, ¿cómo te llamas marinero? Consiguió balbucear. El marinero le observó en silencio. Es la primera vez que se miran a los ojos, ya no parece tan joven, tiene una mirada viva y profunda. Beto deseó ser él. Soy tú. Siempre he sido tú, dice el marinero. ¿Tú y yo somos el mismo? No, yo soy tú, porque tú no existes, sentencia el marinero. Beto se ofendió, quiso discutirle, sabía o creía saber que sí existía, que era algo más que una quimera; sus recuerdos, sus vivencias, sus ilusiones no le engañaban, aún siendo reduccionista podía considerarse un digno náufrago. Sé lo que estás pensando, continúa el marinero, pero te equivocas, tu vida me pertenece, siempre me ha pertenecido.

Beto escribía o creía escribir. Ha llegado a un punto muerto, al que se llega a veces en la literatura y en la vida; un punto a donde no llega la luz y las sombras se desparraman como un café volcado sobre una hoja en blanco. La duda, el tiempo, los errores, la muerte, el amor, parecían poca cosa cuando uno intentaba desvelar los enigmas clásicos: ¿quien soy? ¿de dónde vengo? ¿a donde voy? ¿Quien puede responder a estas preguntas? Cada persona, cada personaje es diferente y parecido, una vida sucede a otra, generación tras generación, la búsqueda de respuestas se parecía a la eterna escalada del pobre Sísifo. Beto tenía miedo, sabía o creía saber que había llegado su final. Le hubiera gustado saber como iba a ser. Sin premoniciones, a él, que la astrología siempre le pareció un engañabobos, una forma de condicionar voluntades, un timo que se lucraba de la inseguridad de la gente, no le hubiera importado pedir una hipoteca por saber como iba a ser su final. Mira al marinero, le pregunta su nombre, pero éste no responde, vuelve a parecer una estatua al que le importan un pimiento las dudas de Beto. No es así, le ha recogido del mar, le ha salvado la vida, no era mala persona, tenía una mirada limpia, concentrada, le recordó la mirada de alguien pero no supo de quién. Estamos llegando, dijo de repente el marinero. ¿Dónde? Preguntó Beto que seguía sin poder levantarse. El marinero bajó la velocidad de la barca hasta que ésta fue llevada por las olas hasta la costa. ¿Dónde estamos? Responde por favor, suplicó Beto. Pero la única respuesta que escuchó fue el chillido de las gaviotas.

En ese instante Beto supo que no obtendría respuestas, por lo que dejó de escribir.

Un extraño caso VII


Noches, amaneceres y otros misterios.



Eran las diez de la noche y Almudena leía tranquilamente, medio tumbada en un sillón, con las piernas apoyadas en un reposapiés. Hacía más de una semana de su frustrado encuentro con Beto y sabía del estado de salud de éste (su amnesia) porque había hablado con Marta por teléfono. Cuando sonó el timbre de la puerta decidió no abrir. No esperaba a nadie y no le apetecía recibir la visita de ningún molesto invitado (alguna ex-pareja nostálgica de su fogosidad), tampoco deseaba abandonar la lectura de la primera novela de Beto Castillo, titulada noches, amaneceres y otros misterios. Que a estas alturas la tenía totalmente atrapada.

La historia era ágil y sencilla, un estudiante descubría el agridulce sabor de la bohemia, de la esencia poética que reposa al otro lado de las sombras que se proyectan en la noche de una gran ciudad, en ese espacio en el que el peligro, reside más en abandonar los propios ideales y convertirse en aquello que esperan de él. De esta forma escaparse de las clases de medicina se convierte en un viaje iniciático, donde el protagonista descubre durante largos paseos por la ciudad: los contrastes, las injusticias, las diferencias que hacen de esta sociedad occidental tan atractiva y a la vez tan terrible. Así, caminando, llega la noche y un mapa de luces le descubren que no hay verdades más allá de las creencias. Todo es relativo porque uno no es quien cree que es, las personas no somos más que un cúmulo de opiniones propias y ajenas sobre nuestros actos, un collage hecho con trocitos de espejo con el que cada uno conformamos la máscara social que oculta la nada que realmente somos. Como globos inflados de más absoluto vacío, flotando en el tiempo y el espacio, la paradoja de nuestra existencia nos vuelve absolutos e insuficientes, todopoderosos y vulnerables, nos hace, en definitiva, ser y no ser, como personajes de una historia que en realidad no nos pertenece. Porque, si lo pensamos bien, la vida es un misterio, que sólo resuelve silenciosa la muerte.

Insistieron en la llamada y poco después sonó el teléfono. El auricular estaba en una rinconera al lado del sillón donde Almudena, con fastidio, alargó el brazo, dispuesta a despachar rápidamente a quién llamaba.

-¿Diga?

-Hola. Buenas noches. ¿Almudena?

-¿Beto, eres tú?

-Sí, el mismo.

-¿Cómo estás cielo? Me contó Marta lo que te había pasado.

-Estoy bien. Bueno... eso creo. ¿Oye Almudena vives en el tercero primera del número veintiuno?

-Sí.

-Estoy en un bar de tu calle. Creo que se llama Kampen. He llamado a tu puerta. Pero...

-No estaba disponible. Mejor dicho, no sabía que eras tú. ¿Subes o bajo?

-Sube. Prepararé té.

Beto llamó por tercera vez. En esta ocasión el portalón de hierro zumbó con el sonido del portero automático y pudo entrar en el edificio. Almudena puso a calentar agua y espero en el rellano a su invitado. El ascensor no tardó en llegar a su destino. Cuando Beto abrió la puerta y vio a aquella mujer, vestida con unas mallas lilas y una camiseta de Barrio Sesamo, sonriéndole con ternura, supo que era ella y no otra la persona que necesitaba.

-Hola Almudena.-La saludó sonrojándose, avergonzado, por no poder reconocerla.

-Hola precioso.-Respondió ella abrazándolo.

Él la devolvió el abrazo y durante los segundos que duró la unión de sus cuerpos Beto tuvo tiempo de sentir como se le erizaba el bello con la emoción. Casi se pone a llorar. Almudena también estaba a gusto. Había pensado mucho en él, más aún, cuando descubrió, más allá de dramas posteriores, el espíritu pacífico y reflexivo, divertido y complice, que vislumbró en su anterior encuentro y que se confirmaba en el trasfondo de la novela. Ella lo miró atentamente a los ojos, escrutando la enorme confusión, pobremente maquillada bajo una sonrisa. Se detuvo en sus ojos, y tuvo la impresión de que no se engañaba, que no le engañaban, eran limpios como se imaginaba la mirada de aquel niño que se escondía para leer durante los recreos. Le acarició la cara. Le devolvió la sonrisa. Finalmente le dijo: Me alegra mucho verte de nuevo Beto, de verdad; y le tomó de la mano.

-Yo también me alegro... de verte.

-Bueno como supongo que no me recuerdas, creo que lo mejor será que empecemos de nuevo, ¿no te parece?

-Sí, juegas con ventaja, pero será lo mejor.

-Empecemos este comienzo con un te helado ¿te apetece? En noches tan calurosas como la de hoy a mí me despeja mucho. Ya verás, preparo un té de jazmín que está riquísimo.

-Me parece una idea estupenda.

Entraron en el apartamento. Él se sentó y vio su novela sobre el reposapiés. Ella sirvió el té en unos vasos alargados que previamente había llenado con perlas de hielo. Se sentó a su lado y le comentó que había comprado su primera novela y que le estaba gustando mucho. Él sonrió. Ella tomó un trago de té. Él no bebía, estaba muy serio, como si se sintiera incómodo. Ella le preguntó que ocurría, tenía la impresión de que ya no era el mismo, pero esto no se lo dijo. Él no decía nada. Ella pensó que debía ser cosa de la amnesia y le tomó la mano. Él se soltó, movía la cabeza de izquierda a derecha como si no pudiera comprender o se negara a aceptar lo que estaba sucediendo en esos momentos. Ella se empezó a preocupar, volvió a acercar su mano a la de él, pero sólo la acarició con mimo. Él levantó la mirada hasta clavarla en un carillón (marcaba las doce menos un minuto). Ella subió la mano y comenzó a acariciarle la nuca suavemente como a un gato necesitado de cariño. Él se sentía espeso y aquellas caricias lo herían como puñales. El espeso silencio que había en la habitación fue roto por las campanillas que marcaron las doce. Entonces él rompió a llorar, al principio en silencio, como si llorara para sí mismo, pero poco a poco se fue soltando, se dejó llevar, sin ningún control, por un amargo lamento. Ella no sabía que hacer, pero le abrazó en un impulso maternal, condujo delicadamente la cabeza de él hasta su pecho. Así pasaron muchos minutos. Él llorando, gimoteando, medio ahogado y congestionado. Ella acunando su cabeza pelona, paciente, conmovida, consoladora.

Beto no supo cuanto tiempo estuvo así, pero cuando al fin logró controlar la emoción el hielo del té estaba derretido. Almudena lo acompañó al lavabo, él se lavó la cara y se sonó la nariz. De vuelta en la sala de estar se sentaron de nuevo en el sofá. Beto se quiso disculpar, pero según ella aquello no tenía más importancia que la que ellos le quisieran dar.

-Hay momentos que necesitamos llorar, en ocasiones es la única forma que tenemos para soltar lastre. Lloramos y así damos carpetazo porque sacamos el dolor de nuestro interior, se va con las lágrimas hacia quien sabe donde. ¿Tú sabes donde se va el dolor cuando desaparece?

-No lo sé, pero no se va muy lejos, supongo que se pone a esperar a que la soledad lo llame de nuevo.

-Todos nos sentimos solos en algún momento. De la soledad también se aprende.

Beto tardó en responder, sabía que ella tenía razón. De alguna forma el amor necesita superar el dolor de la soledad o dicho de otra forma sólo las personas que superaban la soledad eran capaces de amar incondicionalmente, sin objeciones, ni excusas, ni dependencias emocionales. En soledad construimos nuestra personalidad, aprendemos de lo vivido en sociedad. De esta reflexión nace un amor que ama, porque quiere amar, porque amando personalizamos nuestros deseos, porque siendo amado, realmente amado, mejoramos o nos completamos como personas. La convivencia descorre las cortinas para que entre la luz en las estancias del corazón. Más allá del enamoramiento, más allá del interés, las relaciones se fortalecen o se derrumban con el día a día, que nunca deja de poner a prueba nuestros sentimientos.

-Sí, se aprende. -Continuó él.- Pero hay momentos en los que no encontramos sentido a nuestros pensamientos. Ahora mismo, por ejemplo, si te soy sincero, no sé que hago aquí. No sé porque he venido. No me arrepiento de verdad. Pero lo que necesito en estos momentos es hablar con alguien. Contarle las cosas horribles que me han sucedido, porque hay actos que no tienen nombre, porque si los nombramos se desmoronaría como un castillo de arena, nuestra valentía, nuestra entereza, ante el envite de las olas de nuestra conciencia. Y sé muy bien que esto puede representar una huida absurda, porque te podría mentir, pero la mentira sólo tiene un camino y es un camino sin retorno.

-¿Por que no te has quedado con Marta y con Manuel? Son tus amigos, ¿no puedes hablar de esto con ellos?

-Marta y Manuel a estas alturas deben estar demasiado borrachos como para poder hablar algo con ellos.

-¿Pero qué ha pasado Betito, de qué huyes?

-De la muerte.

-Sabes que nadie puede huir de ella, tiene los brazos demasiado largos.

-Lo sé, pero lo que quiero decir y no me atrevo, porque a saber que pensarás de mí cuando te lo cuente, es que casi mato a un hombre.

-¿Casi lo matas?

-Premeditadamente, brutalmente, con alevosía y nocturnidad.

-Cuéntame... Te prometo que no te juzgaré.

Beto comenzó a relatarle todo lo sucedido durante aquel día. La salida del hospital, la persecución, su confusión, el descubrimiento del relato que (según sus propias palabras) se escribe mágicamente, su decisión de proteger a sus amigos, el ataque del matón y su posterior caída.

Almudena se tomó dos segundos o dos minutos para contestar. Escrutaba, buscando en aquellos ojos enrojecidos, un hilo del que tirar. Le creía, pero sabía que aquello no sería suficiente. Un silencio viscoso, como el incienso de los confesionarios, se adueño de la sala de estar. Beto creyó que había metido la pata, que ella nunca más volvería a mirarlo como antes. Beto, según Beto, era un asesino, la ralea más baja de la humanidad. Lo mejor que podía hacer era irse para que lo encerraran en un centro de salud mental.

-Tal y como yo lo veo cielo, tú no has matado a nadie, y tú única víctima real se llama Beto y no Cocacolo o Pepsicolo o Perico eldelospalotes.

-No estoy de acuerdo. Perdí el control. Quería matarlo, borrarlo del mapa. Yo no soy la victima soy el verdugo, el verdugo no se ha podido convertir en victima. ¿O sí? Mierda, creo que me estoy volviendo loco.

-Claro que puede ser. Sino hubieras actuado así, ahora, tus dos mejores amigos estarían muertos y no emborrachándose. Por lo que sé la violencia no es un acto de locura y menos si es premeditado, por muy irracional que parezca. No soy psicóloga pero sólo un valiente hubiese actuado como lo has hecho tú.

-¿Tu crees?

-Sí, estoy segura. Tan segura como que lo que me parece una locura es todo eso de la novela que se escribe sola. No tiene sentido.

-Lo sé, en el fondo lo sé. Pero es la única explicación que le encuentro, a no ser que la vida imite al arte o algún tópico por el estilo.

-Intenta encontrar algo más original. Es un buen enigma, sí. Vosotros los escritores jugais a ser dioses, pero no lo sois. Ni siquiera planteándolo desde la posibilidad de que seamos personajes en el teatro de la vida tendría sentido. Aquí parece que estemos buscando a un autor como en aquella obra de Pirandello. No sé tú, pero yo no busco un autor sino es para compartir una noche, varias noches o los años que me quedan por vivir. A parte de cualquier relativismo potencial, los autores de nuestra vida somos nosotros mismos, es lo única deuda que tenemos con nuestros progenitores.

-No sé, estoy tan confundido.

-Mira te propongo una cosa, vamos a dejarlo por el momento. ¿qué te apetece hacer ahora?-Le preguntó con un guiño.

-Sólo tengo ganas de que me abracen. ¿Lo harías?

-Claro, ¿qué te crees? ¿que me acuesto con un hombre en la primera cita? Vamos ven aquí.

Se abrazaron y ella pensó que aquella era la velada más extraña que había tenido en su vida. Pero se sentía bien. Estaba ayudando a un buen hombre. Un poco loco, pero un buen hombre. Llegó a la conclusión de que dadas las circunstancias no se podía haber desarrollado ni mejor ni peor. Las cosas hay que aceptarlas como vienen, uno se tiene que adaptar, sino quiere convertirse en la víctima de sus propios actos.

Beto cayó dormido en los brazos de Almudena. Ella deshizo el abrazo, se levantó del sofá y tumbó a Beto sobre éste. Era muy tarde, pero estaba totalmente despejada. Tomó el libró del reposapiés y se aplicó a la lectura hasta el amanecer. En algún momento, al notar una agitación en Beto, se preguntó que debería estar soñando. Como es lógico, no le desperto para resolver el misterio.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Un extralo caso VI

Los golpes.



Beto se aburría. Sus amigos le habían dejado solo y no sabía que hacer en aquella casa. Le apetecía tomarse una copa de coñac, pero la licorera estaba vacía. Se sentó en un sofá y encendió el televisor. Solamente emitían programas del corazón y alguna vieja teleserie. Detuvo el barrido de canales al reconocer una muy antigua donde una escritora de novelas de misterio iba por el mundo resolviendo los más enredados crímenes. Como si la policía fuera tonta.

Desde la creación por Conan Doyle de su famoso detective habían proliferado personajes con el don de descubrir a los criminales, pese a las coartadas de éstos. El genero se convirtió en poco tiempo en una método bastante lucrativo de ganarse la vida para algunos escritores. En el fondo, a la gente les atraía la invitación a investigar y jugaban, leyendo, a los detectives. Ha sido el mayordomo, con el candelabro, en la biblioteca. Porque yo lo valgo.

Beto apagó el televisor antes de que acabara la serie. No le interesaba lo más mínimo saber quien era el asesino. Estaba más preocupado por saber como estarían sus amigos.

Fue a la cocina y buscó en la nevera algo que le refrescara. Hacía mucho calor y una cerveza hubiera sido ideal. Al no encontrar ninguna pensó que sus amigos no bebían. Se tomó un gran vaso de leche y se dirigió la despacho. Allí la CPU del ordenador zumbaba como una mosca. Al mover el ratón la pantalla cobró vida. Estuvo jugando a las cartas, a un solitario virtual y se le dio bastante bien. Logró seis plenos de siete partidas. Cuando cerró la ventana del juego dudó entre ponerse a leer, intentar escribir o ir a por otro vaso de leche. Se decidió por esto último. Con el vaso de leche en la mano ojeó las estanterías repletas de libros. Se sentó ante la pantalla y volvió a darle vida con un click. Inspeccionó con detenimiento todas las carpetas. Recordaba que Manuel le había contado que andaba escribiendo un libro. Al abrir el archivo titulado un extraño caso supo que había encontrado lo que buscaba. Devoró ávidamente las pocas páginas que lo formaban y se quedó paralizado al llegar a la descripción de su encuentro con el pepsicolo y su posterior accidente. No existía ninguna explicación lógica para que aquello estuviera allí. Era como si el relato se estuviera escribiendo solo, armándose mágicamente, por obra y gracia de una mano negra, oculta, que hacía y deshacía a su antojo. Aquello era inverosímil, una vuelta de tuerca que se giraba en torno al más retorcido de los presentes. Pensó en la posibilidad de que no fuera más que un macabro juego, una broma pesada de su amigo. Pero aquella narrativa era suya, era de Beto, no había otra posibilidad. Enajenado, confundido, se vio a sí mismo en peligro, reconoció el coche azul de la novela con el coche azul que les había seguido a ella y a Marta al salir del hospital. Entonces lo supo, él no estab en peligro, eran sus amigos, e intuyó que algo grave estaba a punto de suceder.

Decidido buscó en la casa un objeto contundente que blandir. Estaba dispuesto a bajar a la puerta y defender el castillo, Por algo se llamaba Beto Castillo, era su deber desde que había nacido. Encontró una madera para jugar al golf de Manuel. A falta de un bate de beisbol era lo mejor que tenía.

La adrenalina le rebotaba en las sienes como pistones de locomotora. Vació la botella de leche. Estaba dispuesto y decidido, como nunca lo había estado sobre ningún tema, a matar si era necesario.

Salió del apartamento y en el ascensor pensó que aquel descenso era el preludio de su última vista a los infiernos. En la calle anochecía. Los faroles proyectaban unas sombras alargadas sobre el pavimento. Sombras de árboles, sombras de peatones, sombras de sombras. Beto se agazapó detrás de un coche, en la esquina, como un ladrón que espera el momento preciso para actuar. Vio aparcar un coche, vio girar un taxi. Del coche descendió una cara oscura, reconocible para él. Era irónicamente triste, pensó, que su memoria recordara a aquel individuo tétrico y en cambio no pudiera recuperar la imagen de Almudena, la profesora del relato, que a estas alturas ya estaría cansada de esperar a su inexperto amante.

Beto vio que el pepsicolo doblaba la esquina en dirección al portal de sus amigos. Como si de un gato se tratase, le siguió sin hacer ruido, escondiéndose tras los coches, con el firme propósito de romperle el cráneo. Aún pudo escuchar la voz del pepsicolo una vez más.

-¿Marta Ferrer? -Preguntó el matón.

-¡Cuidado, lleva un arma! -Dijo Manuel, arrojándose sobre su mujer, cubriendo con su cuerpo la posible trayectoria de una bala y sin pensar que aquel asesino no estaba dispuesto a dejar con vida a ningún testigo.

El pepsicolo se acercó lentamente a sus víctimas, que lloraban en el suelo. Ya había hecho esto muchas veces y sentía, cada vez más, un placer indescifrable y oscuro, morboso y cruel al sentir como él, un hombre del que nunca se había esperado nada, ni bueno ni malo, se situaba en una posición invulnerable, como un ángel exterminador. El pepsicolo sonreía, levantó el arma y apuntó a Manuel, en un minuto todo habría acabado. Fue entonces cuando algo parecido a un fuerte agijonazo le sacudió la cabeza. Se llevó la mano a la nuca y aturdido por el golpe contemplo con ira la sangre en su mano derecha. Al girarse para ver quien lo había golpeado escucho la voz de Beto. Sí, nos hemos vuelto a ver. Justo antes de asestarle dos golpes más con la madera. El pepsicolo, con la cabeza abierta como una sandía, ni siquiera sintió dolor, se desplomó, moribundo sobre la acera.

Beto ayudó a levantarse a sus amigos, demasiado asustados para dejar de llorar. Habían mirado a la muerte cara a cara, y la muerte sonreía. Beto le quito el arma al asesino. Todo había acabado.

Pasados unos minutos llegó la policía y dos ambulancias. El inspector Ipoca también vino y reconoció al pepsicolo, que increíblemente seguía vivo. Los servicios de urgencia administraron unos ansiolíticos al matrimonio, mientras Ipoca tomaba declaración a Beto. Tras una eternidad de preguntas sin respuesta, las ambulancias se marcharon escoltadas por la policía.

El escritor, el editor y la periodista se quedaron solos en la casa. Manuel necesitaba algó más fuerte que el comprimido de clonazepam que le habían dado y, sin pensar en el alcoholismo de Beto y si lo hizo no le dio la importancia que se merecía, sirvió tres copas de whisky.

Beto tomó la suya. La hizo girar en círculos, haciendo tintinear los cubos de hielo. Sus amigos bebían en silencio.

Beto miraba el contenido del vaso y pensaba en todo el sufrimiento que le había causado el alcoholismo, le apetecía acabarse la copa, pero tenía miedo, no lo tuvo cuando casi mata al pepsicolo, pero sí lo tenía y ese miedo tintineaba como cubos de hielo dentro de su cabeza.

Finalmente dejó la copa sobre la mesa y le pidió a Marta la dirección de Almudena. Marta lo miró extrañada, como sino supiera de quien estaba hablando. Tras un trago largo que vació el vaso, se llenó la copa y se la dio.

Un extraño caso V

Gritos en la noche.

Beto salió del despachó a toda prisa, salió del apartamento a toda prisa, bajó las escaleras a toda prisa y llegó a la calle resoplando como un caballo. Fue entonces cuando entendió que no sabía donde ir. Fastidiado, se dio la vuelta e introdujo la llave en el portal, cuando alguien, una voz de otros tiempos, ronca de cazalla o de tequila, pronunció su nombre imperiosamente. En ese instante Beto supo que habría problemas.
Al girarse e inspeccionar la calle vio en la acera contraria un hombre asomándose por la ventanilla de un coche azul. Era “el pepsicolo”, un delincuente sin escrúpulos. Beto lo conocía por casualidad, recordaba que en alguna ocasión le había vendido material de baja calidad al precio de coca peruana. Poco después dejó de saber de él. Por las calles se comentó que ya no pulía, que se había convertido en el matón de un pez gordo.
-¡Beto! -repitió- Que vengas aquí coño, no me hagas salir del coche.
El escritor tragó saliva y se acercó lentamente.
-¿Qué quieres tío? ¿que haces en este barrio?
-Lo mismo quería preguntarte yo a ti Beto el paleto, ¿ya no te juntas con la gente de tu clase?
-No me jodas vale pepsicolo, ¿qué quieres de mí?
-Ya que tienes tanta prisa te dire que tu amiga periodista se ha metido en problemas. A algunos amigos míos no les ha gustado nada lo que publicó en su periodicucho.
-Me cago en tu puta estampa ¡Cabronazo! Como te acerques a ella no descansaré hasta verte bajo tierra.
-No estás en disposición de amenazar Beto el paleto, no querrás hacer enfadar a mi amiga – Dijo apuntándole con una 45 milímetros.
-¡Baja eso gilipollas! -Gritó Beto sin ningún miedo. No era la primera vez que le apuntaban con una pistola, y sabía que no dispararía, le necesitaba como mensajero. -¡Que te he dicho que bajes la la pistola, hijo de la gran puta!
Algunos vecinos, poco acostumbrados a este tipo de escándalos se asomaron por la ventana y al ver la escena amenazaron con llamar a la policía. El pepsicolo arrancó el coche y se despidió de Beto con un escueto nos volveremos a ver antes de acelerar quemando rueda y desaparecer a lo lejos en dirección a la autopista.
Sin pensarlo mucho Beto entró en el edificio y mientras esperaba el ascensor fue consciente del peligro que corría Marta y Manuel. El miedo hizo presencia de una forma catastrófica, el ataque de pánico y la taquicardia lo fulminaron, haciendo que se desplomara como un saco, desmayado, dándose un fuerte golpe en la cabeza contra un escalón.
Manuel y Marta bajaron a toda prisa, avisados por una vecina que llegó poco después de que Beto se desmayara. Manuel lloraba, Marta, más acostumbrada a contemplar escenas desagradables intentaba calmarlo.
-Beto despierta por favor. ¡Beto despierta! -Suplicaba como si éste pudiera escucharlo desde su inconsciencia y fuera a levantarse.- ¿has llamado a la ambulancia?
-Si cariño estarán a punto de llegar.
Manuel, que la visión de la mancha de sangre le había dejado en estado de shock, sólo se tranquilizó cuando los servicios de urgencia, reanimado Beto, le dieron un comprimido de diazepam. El escritor se mostraba confuso, no reconocía a sus amigos, ni recordaba lo que había sucedido. Se lo llevaron al hospital para hacerle un tac y dejarlo en observación.
Los médicos dijeron que la herida había sido más espectacular que peligrosa. El T.A.C. salió limpio, ni hemorragía interna o una posible ambolia como causa del desmayo, también descartaron un tumor. Preguntaron a Beto si había sufrido alguna situación de fuerte stress en los últimos tiempos, él no pudo contestar. Manuel se quedó más tranquilo al saber que no habían quedado ninguna secuela funcional, a escepción del brote de amnesia enterógrada, la cual parecía haber borrado los últimos meses de su vida de forma indefinida.
Durante la semana que estuvo en observación, pese a los esfuerzos de sus amigos por estimular la memoria de Beto, no hubo ninguna evolución. Ante los envites por hacerle regresar al año 2009 éste les miraba con una expresión atónita, como esos niños que aprenden que una mesa es una mesa o una silla es una silla porque sus padres las llaman así.
La mayor preocupación de Manuel parecía ser que Beto volviera a la mala vida. Parecía que borrados los últimos recuerdos, éste recurriera en actitudes, donde el consumo era el eje sobre el que giraba la dialéctica de Beto. El alcohol y las drogas habían vuelto a escena aunque sólo fuera de forma artificial e impostada, puesto que no consumía.
Al cabo de la semana le dieron el alta médica. Durante el viaje desde el hospital, Marta, que era quien conducía estaba sumida en una inquietud que no pasó desapercibida por el copiloto.
-Qué te pasa Marta? No te encuentras bien?
-Si que me encuentro bien, bueno no, dejalo, es un poco complicado de explicar.
-Más jodida es mi situación y me esfuerzo por volver al presente. Va, anímate y cuéntame esta historia de la forma más sencilla posible.
-Sí, debe ser jodido no recordar nada. -Dijo Marta sonriendo por primera vez en todo el día.
-Sí lo es y será peor sino me lo cuentas.
-De acuerdo. Me resigno. ¿ves ese coche azul que está detrás nuestro en el carril de la derecha?
-Sí.
-Pues o me estoy volviendo paranoica o lleva siguiéndome desde hace varios días.
-Que fuerte... ¿Has ido a la policía?
-No, aún no.
-¿Y por que te persiguen?
-Temo que haya metido las narices donde no debía con mi último reportaje.
-Ah es verdad, eres periodista.
-Si, soy periodista...
Un silencio pegajoso dominó el resto del viaje. Marta demasiado asustada no dejaba de mirar por el retrovisor para encontrase cada vez con el coche azul a una distancia prudencial. Beto También miraba con curiosidad, girándose, intentado distinguir las facciones del conductor, pero estaba demasiado lejos. Para Marta seguramente estaba demasiado cerca.
Marta aparcó su Volvo en su plaza de parking y ella y Beto subieron en ascensor hasta el apartamento. La visión de éste no provocó ninguna milagrosa curación en el escritor. Marta le tuvo que explicar donde estaba su habitación, el despacho, la cocina, los aseos, etc. El día de antes Manuel había guardado todas las bebidas alcohólicas en un armario de su habitación y escondido la llave bajo unas sábanas. Él también había notado que le seguían y sólo les faltaba que Beto se abandonara con la bebida.
Poco después de que estuvieran los tres nuevamente reunidos, se personaron, previa llamada de Marta, dos agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. Diligentemente tomaron nota de todo aquello que les relataba la pareja, a los que intentaron calmar, diciéndoles que habían tomado la decisión correcta de avisarles.
Al cabo de poco más de veinte o treinta minutos salieron el matrimonio y los agentes del edificio en dirección a jefatura. Si querían una escolta, les dijeron los agentes, debían ser barajadas las posibilidades reales de peligro, debidamente, por un superior especializado en casos similares.
El inspector Ipoca sería su hombre. Éste hijo de inmigrantes bosnios hablaba un español con poco acento. Era enjuto, cetrino y de mirada profunda. En su despacho, situado en la tercera planta de la comisaría, se habló largo y tendido sobre el miedo.
Según Ipoca lo peligroso del asunto era que con el reportaje no sólo se había molestado a traficantes, sino también a políticos y altos cargos de la policia. Cualquiera de la enorme lista de personas denunciadas podía estar detrás de aquella persecución. El peligro crecía por tanto y con el se multiplicaba el miedo. Pero de todos modos, sentenció para sorpresa del matrimonio, no podía poner una escolta sin que hubiera habido una amenaza directa. Se podía decir que la intimidación sin amenaza no era suficiente motivo para ordenar una protección especial.
Manuel y Marta salieron indignados del despacho, ofendidos hasta la médula de como parecía funcionar el sistema. ¿Hacía falta que hirieran a alguien? El editor enrabietado recriminó a su mujer por haberles metido en ese lío. Sino buscara en la basura de los demás nada de esto estaría sucediendo. Marta se puso a llorar. Manuel la abrazó y le pidió disculpas.
En la calle ya anochecía, pararon a un taxi y, ya dentro, se fueron girando para ver si les seguían. Un coche azul igual que el que había estado siguiendo a Marta a la salida del hospital parecía llevar su misma dirección. El matrimonio respiró aliviado cuando éste les adelantó.
Manuel pagó la carrera y descendieron del taxi. La calle estaba desierta. Sólo un hombre, de aspecto duro, caminaba hacia ellos. Era el pepsicolo.

jueves, 13 de agosto de 2009

Un extraño caso IV




Lecciones por internet.




-Toc, toc.

-¿Quién es?

-Buena pregunta... ¿tiene respuesta?

-jejejeje Veo que lo has conseguido.

-Sí, Beto Castillo está en la red.

-Ya verás que cuando le cojas el tranquillo a esto del chat no podrás dejarlo.

-Uy, visto así da miedo.

-No te preocupes. Es adictivo pero no conlleva efectos secundarios.

-Bueno ya te iré contando. Una pregunta ¿tú también eres adictiva?

-Según se mire, después de dos matrimonios fallidos, he acabado pensando que los hombres prefieren desintoxicarse de mí.

-A mi no me pareces tóxica.

-Eso es porque no me conoces todavía.

-Puede ser, no te digo que no, pero lo cierto es que la otra noche me lo pase muy bien. Me sentí muy cómodo.

-Yo también estuve a gusto. Eres un tipo tan extraño, tan raro, que resultas interesante.

-Me lo tomaré como un cumplido. Es lo más bonito que me ha dicho una mujer en muchos años.

-jejejeje No me lo creo.

-Es verdad, te aseguro que la última mujer con la que tuve una cena romántica se enamoró de mi lacia melena.

-jejejeje Pero si estás más calvo que una una bombilla...

-Imagínate si hace tiempo de eso. Si me hubieras visto en aquella época, tenía tanto pelo que podía haberme hecho rico vendiéndolo a peso.

-¡¡Exagerado!!

-Bueno, rico, rico, no sé si tanto, pero para un café con leche seguro que me daban.

-Ya... eso me lo creo más.

-Mira te contaré una anécdota. Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana... Mejor empiezo de nuevo. Hace mucho tiempo en medio de una ciudad cualquiera, un niño salía de la escuela, tal y como había entrado, leyendo. Era suficientemente como para conocer chicas, para hablar con ellas, para vivir algún tipo de relación con la inocencia del que está dando los primeros pasos en el apasionado mudo del amor. Pero nada de esto le interesaba. Su vida, a diferencia de la gente de su edad, giraba al rededor de la literatura. Los libros, que desde pequeño habían alimentado su imaginación, se habían convertido en sus mejores amigos, sus más leales consejeros. De esta forma, se podía decir sin faltar a la verdad, que conocía mejor a Julian Sorel o a Gregor Samsa que a sus compañeros y compañeras de curso.

-Este chico era bien parecido. La lozanía de su juventud y la inestimable aportación genética de sus padres, le habían dotado de un hermoso rostro, coronado por una cabellera, que hubiera hecho las delicias de los malvados indios Navajo o Apache; se sabe que la presunta malicia de estos indios, no era sino una consecuencia más de la cruel colonización europea en América del norte, pero las películas de John Ford o Robert Walsh, proyectadas en televisión, no mostraban otra realidad que la tremenda maldad indígena.

-Este chico tan guapo e inteligente, aunque lo mostrara más con sus silencios que con sus comentarios, era el amor secreto de una compañera de colegio. Mariona era un año menor que él, pero como se solía decir antiguamente, hacía poco que se había hecho mujer. Ella lo miraba en el recreo, sentado en el suelo, leyendo sin parar, si lo que se escondía en aquellas páginas era tan interesante como para mantenerle abstraído de los gritos, carcajadas y carreras que proliferaban a su al rededor, como si el chico fuera una estatua esquinada en el agitado patio de recreo.

-Las mujeres que son mucho más inteligentes que los hombres y, más aún a esas edades, admiran la diferencia, les atrae ese algo que hace especial a una persona, en el fondo, porque les despierta el deseo de que la persona en cuestión les haga sentirse especiales a ellas, únicas, como pasa en los cuentos de príncipes y príncesas.

-¡Que palique tienes!

-¿Te aburro?

-No, continúa por favor, como maestra quiero saber que pasa con el chico de la melena y su joven enamorada.

-Vale, continúo. Un día, después de terminarse su pan con chocolate, Mariona se acercó al chico decidida a hablarle y comprobar que no estaba equivocada, y que ese chico era alguien del que valía la pena enamorarse. Le dijo “hola”. El chico sorprendido levantó la mirada del libro y le respondió educadamente. “¿Es interesante el libro?” le preguntó ella. “Bueno he leído de mejores y peores, pero de momento va bien, se titula La educación sentimental”, fue la respuesta del chico. Mariona que sabía que no podía hablar con él de libros, porque había leído muy pocos, le dijo armándose de ternura: “tienes un pelo muy bonito”; el joven la miró, intuyendo que le gustaba a aquella chica. Le sonrió, se sonrieron, le dijo gracias, tú también tienes un pelo muy bonito, en realidad, dijo sonrojándose, eres preciosa.

-Mariona se ruborizó y le pidió si podía acercarse a él y acariciarle el pelo, ya que parecía muy suave. El chico no supo que contestar y quien calla asiente le habían enseñado a la joven, que se sentó y sintió, al acariciarle el pelo, algo parecido a la electricidad, cuando un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le ponía la piel de gallina.

-Una profesora, superviviente de la antigua y represiva escuela, al verles, chilló escandalizada y las carreras, las carcajadas, los gritos infantiles se interrumpieron de repente, igual que si se hubiera detenido el tiempo. Aquella profesora se dirigió hacia ellos como un furioso rinoceronte, apartando a envestidas a todo aquel que se cruzaba en su camino. Sin mediar palabra dio una bofetada a Mariona y la mandó al despacho del director. Al chico lo agarró del pelo y lo tiró al suelo.

-A la salida de la escuela, éste con su libro, se encontró a Mariona. Ambos llevaban sendos castigos, pero tal y como se confesaron, no se arrepentían lo más mínimo de nada de lo que habían hecho. Es más, aunque no lo dijeran, aquel incidente los había unido más allá de sus diferencias.

-Fin.

-Ummm. No sé si entiendo la moraleja.

-No tiene porque tenerla, lo de las moralejas son cosas de lector.

-Ah mejor, así no quedo como una ignorante. Pero entiendo algo...

-¿Qué has entendido?

-Que siempre has sido un bicho raro... pero que... ahora eres un bicho calvo como un sapo.

-No esta mal. Es una lectura diferente del relato.

-¿A que sí? Yo quería hacer crítica literaria, pero al final decidí que los verdaderos artistas son los niños, por lo que me hice maestra de primaria.

-Mejor así. Si te dedicaras a la crítica te hubiera tenido que poner laxante en la bebida la otra noche, y la cena hubiera acabado siendo una mierda.

-Seguro que lo pusiste de todos modos.

-No, no, no fui yo. Sería cosa de la compota de ciruelas.

-¿Pero si yo no pedí compota?

-Ah es verdad, la pedí yo, como si no estuviera ya cagado de miedo.

-Si repetimos la cena me encargaré de llevar en el bolso un par de pañales para que no te ensucies.

-Sería todo un detalle.

-Yo soy así de espléndida.

-Ya veo, ya.

-Sí, esta profesora cree que tiene en sus manos el trabajo más difícil de su vida.

-¿Te refieres a re-educar a un niño cuarentón y sin un sólo pelo?

-Visto así suena demasiado duro. Tendría que pedir una subvención, y no podríamos vernos hasta que me la concedieran.

-¿tú como lo dirías?

-Pues... Explorar nuevos caminos en la educación, por medio de técnicas orales, que garanticen la asimilación de los mensajes por parte de mi único alumno, cuarentón y sin un pelo de tonto, buscando en él reacciones que garanticen la superación del curso.

-Resulta sugerente... Muy sugerente.

-¿Me quieres decir que te estoy inspirando un relato erótico?

-Algo así, sí.

-Genial. Veo que eres un niño muy aplicado e inteligente. Si sigues así te tendré que subir de curso.

-Estoy deseando licenciarme.

-Queda mucho para eso pequeñín. Pero con esfuerzo y mi ayuda, se llega hasta el fondo de la materia. Y hasta se disfruta aprendiendo. La educación en sí es un aprendizaje que sirve para explorar todo aquello que nos une.

-Yo quiero explorar.

-¿Llevas contigo una brujula?

-Sí, apunta al norte.

-¿y un chubasquero?

-También.

-Así me gusta

Cuando uno se adentra en zonas tan húmedas debe recordar siempre el chubasquero

No vaya a ser que en un descuido se ponga malito

Yo te espero donde estoy,

tumbada en la cama, medio desnuda

sudada con este calor infernal de finales de julio

Se que lo conseguirás

te estaré animando con el pensamiento

alentando tus pasos para que no te pierdas

¿sabes que puedes confiar en mi, Betito?

Soy de ese tipo de mujer que no se echa atrás

menos cuando aha tomado una decisión tan profunda

Vamos beto, juega conmigo, hazme recordar lo que se siente cuando se traspasan las sedosa fronteras del amor

Sí estoy enamorada de ti

Me encastaste con tu forma de ser

Me da igual como fueras antes

quiero que esta noche la pasemos juntos.

Que me abraces y me mimes

que llenes el hueco que se extiende en mi interior

que lo llenes con lo mejor y lo peor de ti

¿me lees betito? ¿me lees?

Yo sé que sí, que estás leyendo,

que exploras conmigo

que descubres esas zonas olvidadas en la geografía de tu cuerpo y tu alma

tu silencio me lo muestra pero quiero más

te necesito

quiero sentir como recorres con tus manos la superficie de mi piel

como acaricias con la punta de la lengua

desde mi boca hasta donde se que quieres llegar

Yo también usaré todas mis armas

soy una mujer experta por si no lo has notado

¿sientes mis labios y mi lengua acariciar tus deseos?

Te quiero todo para mi.

Hago esto por ti

Porque necesito que estés al cien por cien

como ahora

Yo estoy en las nubes

volando con las palbras

atravieso cielos de placer camino de la fantasía

Te siento a mi lado

tan cerca que noto tu respiración agitada

como la mía

Vamos campeón

estás a punto de llegar a la meta

Si escucharas mis gemidos de placer

estoy tan caliente, tan húmeda, tan carnal

Se que te gusta este juego

jugando se aprende mejor

yo juego por ti

porque te he conocido

juego para ti

para que me lo des todo

todo lo que quiero

ese todo que eres tu.


-¿Almudena?

-¿Sí?

-Joder... estoy llorando...

-¿Qué te pasa cielo? ¿Te he hecho sentir incómodo?

-No, tú no, Marta y Manuel han venido corriendo al escuchar como gritaba de emoción y me han pillado con la mano en el ciruelo...

-JAJAJAJAJAJAJA.

-Estoy a cien. A cien y llorando. Tengo que verte esta noche. Por favor, dejame ir a tu casa.

-De acuerdo. Te espero. La profesora te ayudará a aprobar las prácticas. Te espero.

-Ok ahora mismo voy. Sólo quería decirte una cosa, gracias por esta lección no la olvidaré en mi vida.

-Jejejeje. Si la olvidas te daré clases de repaso.

-Allá voy.

-Te espero.

Ahora que lo pienso.

Oye Betito...

Mi dirección

¿Beto?

¿BEEETOOOOO?

La madre que lo parió... Se ha ido y no sabe donde vivo.

jueves, 6 de agosto de 2009

un extraño caso 3ª parte

Una cita.

He pasado muchos años en los que deseaba acabar con mi vida, pero que, a la vez, algo que se podría definir como orgullo, me ataba a mi rutina, por mucho, que esta fuera vacía, insana y, me apuráis, psicótica. Cuando estás sumergido en tales circunstancias y te ves absorbido por un torrente incontrolable, es muy difícil luchar contra la corriente, porque hay algo más duro que enfrentarse a las desgracias de la vida y es enfrentarse contra tu propio sentimiento de culpa. Aunque se diga que la culpa es un sentimiento heredado de la tradición judeocristiana, una rémora del cristianismo, yo pienso que es algo natural en el ser humano e incluso en otros animales.

Una vez tuve un perro, al que llamé Joyce, y un día, quiero suponer que jugando, destrozó mis zapatillas nuevas. Cuando vi los restos esparcidos por la sala de estar le llamé, pero no acudió a mi llamada. Él sabía que había hecho algo malo y esperaba mi enfado y mi castigo, por lo que se escondió debajo de la cama. Me agaché y miré debajo del somier y su mirada traslucía terror y arrepentimiento, aunque no le había gritado y mucho menos pegado nunca. Siempre me han parecido lamentables aquellas personas que educan a sus mascotas como si fueran reclutas de las fuerzas especiales del ejército canino. Joyce no salió de su escondite en varias horas. Era, pensé, como si la culpa le hubiera hecho perder el hambre y la sed. Cuando por fin salió dimos un largo paseo y al volver a casa estuvimos hablando, yo con palabras y él con su mirada transparente. Le dije que aquello no podía volver a pasar, que tenía que controlar sus impulsos. Yo me comprometí a dar largos paseos con él si se portaba bien. Desde ese día no volvió a destrozarme nada. Esta vivencia me hizo pensar que sí, que la culpa era una idea construida por el cristianismo, pero que si había perdurado a lo largo de los siglos era porque se refería a una emoción vital, tan antigua y tan contemporánea como el resto de sentimientos.

Cuando sientes que todo va mal y que, además, no solamente no encuentras respuestas, sino que todas las soluciones que acometes se vuelven contra ti, consciente o inconscientemente, te sientes culpable, porque esta sociedad, en la que vivimos, ha sustituido la infalibilidad de dios por la del sistema y más allá la del individuo. Para un sistema presuntamente perfecto se necesitan ciudadanos más perfectos aún, por lo que si no te adaptas te conviertes casi en un fuera de la ley, en un loco, en un enfermo.

Con el paso del tiempo, el ser humano ha evolucionado tanto en los aspectos tecnológicos que, la humanidad tiende al pensamiento único. Buscamos robots que obedezcan, que no sufran, que no fallen, que no hablen, ni se quejen. Buscamos hombres que estén siempre a la altura de las expectativas mercantiles. Se rechaza lo diferente porque se considera peligroso y se considera peligroso porque se ignora su forma de pensar. El poder, los mecanismos de poder trabajan para institucionalizar el pensamiento. Articulan herramientas que promueven el control, disfrazándolo de seguridad, justifican la guerra, en nombre de la paz, y alimentan el odio, porque si hay un enemigo la masa se vuelve controlable. De esto ya avisó George Orwell hace ya mucho y lo bueno de los clásicos es que son atemporales.

Como a él se me puede acusar de depresivo, de loco, de influido por el trastorno subyacente a una grave enfermedad. Pero quien dijera esto se estaría auto-engañando. Yo no estoy viviendo un infierno, ya he salido de él.

Mis problemas empezaron una noche ya lejana en la que, una joven con una belleza sublime y destructiva (eso lo supe después) me propuso volar junto a ella, dejar atrás lo mundano, en un viaje sin escalas hacia lo prohibido. Esta joven, oscura y misteriosa, de la que me enamoré sólo verla aparecer y desaparecer, entre la gente, bajo la luz intermitente de los psicodélicos de una discoteca, fue mi pasaporte y billete hacia los abismos insondables de las adicciones.

Como si se tratase de un camello en la puerta de un colegio, ella me invitó a la primera dosis. Era cocaína, aunque hipnotizado como estaba, hubiera aceptado cianuro en vena. Después de probarla me sentí con suficiente energía como para hacer el amor con ella hasta el amanecer. La experiencia, ahora lo entiendo, de tan placentera, resultó irreal. Yo la viví, ella la vivió, pero lo que vivimos no fue más que una ilusión, como un sueño que acabas recordando toda tu vida. De este modo, no quise advertir en las señales que me intentaban avisar de lo resbaladizo del sendero en que avanzaba a toda velocidad. Engañado por la droga, engañado de amor y su necesidad, perdí mi pulso narrativo, empecé a convertirme en una persona anti-social, desconfiada y politoxicómana. Durante los siguientes dos años, tiempo en el que trabaje en El extraño caso de Oliveiro Oliva, abusé de todo tipo de substancias y este afán por experimentar, por darle una vuelta de tuerca imposible a mi vida, se ve reflejado en la novela.

En mi viaje literario, mi particular Odissea, no tripulaba más nave que la del sindrome de abstinencia. Los Lestrígones, las sirenas, los Cíclopes eran camellos a los que tenía que convencer para que me fiasen unos gramos, prometiéndoles que, cuando cobrara los derechos de autor, serían debidamente compensados por haberme ayudado a continuar mi viaje.

Con aquella joven, mi particular Calypso, todo fue de mal en peor, como cabía esperar. Durante un tiempo, poco, mis relaciones con ella continuaron siendo cosmorgásmicas. Pero llegado a un punto me vi arrastrado a orgías donde el amor se quedaba afuera, tras la puerta de la habitación. Llegados a otro punto, me volví impotente. Necesitaba algún tipo de droga para motivarme y poder realizar la más mínima acción, cuando la tomaba ya era tarde y estaba demasiado colocado como para poder realizarla. Cuando le dije a Calypso que se comprara su propia mierda me abandonó.

Pese a todo seguí consumiendo. Me sentía tan desdichado que sólo deseaba morir lentamente, aunque más rápido que los mortales no-adictos. Mi vida se había convertido en un viaje sin rumbo y sin retorno, un periplo sin fin por los arrabales del sufrimiento. Vendí el ático donde vivía y me mudé a un cuchitril de un barrio marginal. Cuando se me acabó el dinero obtenido con la venta, me vi obligado a dejar la mayoría de drogas. Me convertí en adicto del brandy de marca blanca y del tabaco de liar. Pero si las cosas van mal siempre pueden ir a peor. Abandonadas desde hacía mucho cualquier costumbre saludable, mi cerebro empezó a pasarme factura por mis excesos. Tenía alucinaciones en las que policías me perseguían e interrogaban, hablaba solo por las calles, ensarzándome en discusiones que eran observadas con hilaridad por los que se cruzaban conmigo. Esta etapa se alargó durante años en los que mi única medicina era tomar alcohol hasta caer inconsciente y mi único consuelo esperar que en uno de esos desmayos se acabaría para siempre mi sufrimiento. No fue así.

Los especialistas en adicciones basan sus teorías en dos pilares que son: uno, no se pueden dejar sólo con fuerza de voluntad, y dos, no se debe sustituir una adicción por otra. En la primera afirmación estoy totalmente de acuerdo. En la segunda también, pero con una excepción. Yo no pude dejar el alcohol hasta que mi amigo Manuel, en un acto temerario, me acogió en su casa y me brindó la posibilidad de volver a la única adicción que siempre, incluso en los peores momentos, me ha aportado un bienestar real, no imaginario, como es la literatura. Ahora vuelvo a estar enganchado a la palabra, me alimento de ella, vivo de ella, porque el poder de la palabra es tan grande que, después de miles de años, la humanidad sigue necesitándola para comprender y comprenderse, para ser y para superarse.

Dentro de unas horas me espera algo emocionante. Mi primera cita en más de 15 años. Marta invitó a una amiga suya a cenar hace unos días. Preparé una sopa de melón con jamón ibérico y un surtido de canapés con sucedáneo de caviar. Almudena, que así se llama la amiga de Marta, debió quedar encantada conmigo, porque me ha llamado hace un par de horas. Quiere invitarme a cenar.

Me siento como la primera vez que de niño entraba en un cine, expectante y temeroso por igual. La película que vi entonces fue Blancanieves y al acabar, cuando ésta despierta al caer el ataúd al suelo, me puse a aplaudir de pura alegría.

Yo también es como si hubiera despertado de un profundo sueño, una de esas pesadillas que dejan su marca a fuego en la piel de la memoria. Nunca dejaré de sentirme culpable por muchos de los errores que cometí; pero junto a la culpa, convive la esperanza, las certezas de que no estoy solo, que aunque el pasado no se pueda cambiar, puedo, ahora sí, moldear mi presente con perseverancia, para que el futuro me reserve lo mejor de mi mismo y de los que me rodean. Esta noche puede ser la primera noche del resto de mi vida; espero que sea así.