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martes, 31 de mayo de 2011

CAPÍTULO III.



Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”

Jorge Luis Borges




Una vez desperezado, distinguí en el viejo contestador automático la señal de que había mensajes. El primero era de una mujer:

-Mensaje número uno. Este es un mensaje para Adrián Castro. Soy Tirana Martín del grupo Telefónica. Le llamo para informarle de que nos veremos obligados a cortarle la línea sino atiende a pagar los recibos atrasados. Rogamos que a bien de evitar males mayores se ponga en contacto con nuestro servicio de facturación llamando al...

No quise escuchar el final del mensaje, me daba igual que me cortaran la línea, de que me pusieran en la lista de impagados y todo lo demás. Pase al siguiente. Era de un hombre:

-Mensaje número dos. Adrián ¿qué coño te pasa? ¿Por qué no coges el teléfono? Estoy hasta los huevos de tus rarezas. No me puedo permitir el lujo de seguir aguantando esta situación. Cuando le de la gana al señorito de pasarse por su puesto de trabajo, que no se olvide de recoger su finiquito.

Escuchar esto si me dolió. Era Ricardo mi, hasta el momento, jefe en la copistería donde llevaba más de tres años trabajando. Cuando ingresé por orden judicial no tuve oportunidad de avisar a nadie. Se me llevaron a la fuerza y me dejaron incomunicado durante casi tres semanas. De repente me encontraba solo, diagnosticado, sin trabajo, sin dinero, sin ganas ni fuerzas para luchar. Conociendo como conocía a Ricardo no iba a aceptar ninguna razón. Era un buen tipo, estricto, duro, pero con buen fondo al fin y al cabo. Quizás en su situación yo hubiera actuado del mismo modo. ¿Qué empresario iba a querer tener en su plantilla a alguien como yo? El Adrián de toda la vida, ese joven simpático y amoroso, inteligente, trabajador, ya no existía. Ahora era otra persona. Adrián, el esquizo, el paranoico, en su esquizocasa y con su esquizovida. ¿Como era el día a día de alguien así? No iba a tardar en averiguarlo.

Cuando lo único que puede hacer una persona en su vida es seguir viviendo, es como si envejeciera de repente. Como diría Samuel Beckett uno deja de esperar a Godot y pasa automáticamente a esperar la muerte. Las horas pasan lentas, y parece que se te peguen en la piel y en el alma. El latido de tu corazón se transforma en el martillo de un reloj que avanza sin sentido, pero no deja de avanzar.

Puedo entender que existan personas a los que les guste pensar que esta vida carece realmente de sentido, porque no acepten o se opongan a las grandes ideas que han acompañado al ser humano durante su historia. Me refiero a las grandes corrientes filosóficas, a las grandes religiones, etc. Puedo incluso estar de acuerdo con ellos hasta cierto punto, porque si me pongo a analizar los grandes textos siempre extraigo grandes ideas que perduran y sirven de puentes entre generaciones, y grandes barbaridades que lastran y me acaban demostrando que la humanidad avanza y retrocede a lo largo de la historia como si fuera dando tumbos. Los textos que perduran son el fruto del pensamiento de lo que se conoce como padres de la civilización, padres de la cultura, padres de la patria, etc. El hecho de que se haya tenido en consideración los discursos de tantos hombres, ninguneando el de las mujeres, cuando son ellas las que por su cualidad de engendrar han hecho crecer a la humanidad y han acompañado durante su infancia a sus retoños me provoca una sensación de vacío. Es como si las madres de la civilización, las madres de la cultura, las madres de la patria fueran menos importantes por el simple hecho de ser mujeres. A mi me educó mi madre. Siempre, o casi siempre la tuve a mi lado cuando la necesitaba. Ella dio sentido a mi vida, el amor que sentía por ella, incluso la admiración que sentía por ella me hacía esforzarme, me motivaba a actuar como ella esperaba y, todo o casi todo lo que hice en mi vida, lo hice de forma que ella no pudiera sentirse defraudada. Claro que cometí errores. Como todo el mundo. Además aunque mi madre era una gran mujer -aún más para los ojos de un pequeño niño- tampoco era perfecta. También tenía arrebatos incomprensibles para mi, pero lo raro (ahora me doy cuenta) hubiera sido que no los tuviera. Todo esto viene a que comprendo perfectamente a aquellos que dudan de las grandes ideas y que se posicionan en un nihilismo o un sinsentido. Porque el sentido de la vida nunca estará en las grandes cosas, en las grandes ideas, en los grandes discursos. El sentido de la vida, que es aquello a lo que uno se agarra para que no le derrumben los embates de la vida, siempre está en las pequeñas cosas. En los pequeños placeres, en los pequeños goces particulares de cada uno, aquellos que nos refuerzan la identidad y nos sitúan en una manera agradable de mirar este mundo tantas veces desagradable. Esos instantes que se desvanecen, como una nube rota por el viento, cuando uno no tiene a nadie con quien compartirlos.

Las preguntas que me asaltaban eran obvias. Lo único que me quedaba de mi antigua vida era Lucía, mi querida Lucía. ¿Cómo se tomaría ella todo lo que me había sucedido? ¿Me dejaría por el miedo a que pudiera hacer cualquier locura? ¿Sería capaz de ver en mi mirada somnolienta que continuaba siendo aquel chico que había amado durante tanto tiempo? Me entró mucho miedo al pensar en su posible reacción. ¿Debía llamarla? ¿Sería capaz de encajar una negativa a verme por su parte?

Nuestra relación nunca fue convencional. La había hecho sufrir en muchas ocasiones, sobre todo cuando salía de farra por el casco viejo de la ciudad y acababa hasta las orejas de toda substancia que caía en mis manos. Le fallé muchas veces. Muchísimas. Muchas más que a Ricardo. Mientras que hiciera lo que hiciera durante la noche nunca había faltado a mi trabajo (aunque llegara en un estado deplorable) a Lucía la había dejado colgada en más de una y más de veinte ocasiones. Luego conseguía hacerla reír y me perdonaba, pero claro, su paciencia tenía un límite y, aunque no fuera este el caso, ya no servía aquello de que niño con el coco y de mayor con la coca, aquí no había quien durmiera. Ahora si algo hacía en exceso era dormir.

Me levanté del sofá con la mente confusa y agarré la mochila. Tenía que salir de casa y tomar un poco el aire aunque no me apeteciera. ¿Dónde ir cuando no tienes dónde ir? A otro no-lugar como la ciudad. Es fácil perderse en ella porque todas sus calles son similares, del mismo modo que todos sus habitantes se parecen mucho entre si, si se miran desde lejos. Caminar sin rumbo fijo en una red de avenidas, calles y callejas, me parecía entonces algo parecido a caminar haciendo equilibrios sobre una tela de araña. Al salir a la calle recordé una canción que me cantaba mi madre de pequeño: Un elefaaante se balanceaaba sobre la tela de un araaaaaña, como veiiía que no se caiiía se fue a llamar a otro elefaaaaante. Yo no llamaría a ningún elefante, en realidad, pensé, suerte tendría si conseguía no caerme.

Caminé durante un par de horas con los hombros caídos y la cabeza gacha. La gente que se cruzaba en mi camino me esquivaba y casi choqué en alguna ocasión con algún viandante más despistado que yo. Pocas pensamientos llenaban mi cabeza. Más que nada recordaba una felicidad pasada, ese paraíso perdido del que hablaba Milton y que en mi caso se reducía a breves escenas, como una presentación de diapositivas de mi infancia, la única época en que creí ser verdadero dueño de mi tiempo. Instantes pasados, fugaces, como estallidos de luz en el oscuridad de mi presente. Instantes donde mi madre siempre estaba a mi lado, instantes donde la común ausencia de mi padre por motivos de trabajo, no parecía herirme como más tarde me hirieron las discusiones casi rituales que me enfrentaron contra él. En un momento antes de reiniciar el camino me senté en un parque, donde niños y niñas jugaban bajo la atenta mirada de sus madres. Saqué una libreta y un bolígrafo de la mochila e intenté escribir. Este fue el resultado:

Invierno que agrieta las manos
enmudece el corazón y hunde
mi oxidado interior en la negrura espesa.
Sangre que coagula la anatomía traslucida
con las cenizas enraizadas en el follaje,
humus cancerígeno que enturbia el reflejo
de lo posible y lo imposible
desdibujando los límites de la razón
de-construyendo la frágil cordura,
ciudadana de mi mente, alimentando borrascas,
tsunamis que arrasan la dialéctica de mi sombra,
el sentido intrínseco de mis parpados cerrados.
Un optimismo fugaz, estela de lágrimas enjuagadas,
no dura el viento que remonta las lonas de mi existencia,
tan triste, tan triste, que la muerte me espera
tras cada esquina, por cada calle, en cada casa,
oculta en el hormiguero de mi conciencia,
obtusa traición al tiempo y al destino
...si es que existe algo más allá,
si es que existe...
La nieve se agrupa en formación estratégica,
batallones de asalto dispuestos a liberar
la locura con su manto blanco.
Amaneceres imaginados con drogas y rabia
ocasos que desparraman su vómito
horcajadas de desolación y mirada cristalina
quebradizo resuello que suspiro cansado.
Qué me queda? Quizás llorar, gritar, maldecirme,
morir o tal vez matar que es otra forma de morir.
Abro la puerta de las esencias malditas una vez más
desprendiendo sudores febriles, ocres y pestilentes orines,
a falta de ese embrión que devuelva la vida
a mi espíritu, tras el punto, por fin inerte.

Retome mi camino aún más deprimido. Sin darme cuenta me detuve en un cruce desgraciadamente conocido. En aquel lugar, hacía apenas dos años, en una noche de tormenta, un fallo eléctrico provocado por un rayo caído en las cercanías apagó los semáforos de varias calles. Mi padre y mi madre habían salido tarde de casa, (mi madre había querido esmerarse con el maquillaje y había tardado demasiado), iban con prisa hacia la presentación de una obra de teatro dirigida por un amigo suyo. El vehículo de mis padres recibió el choque lateral de un coche a gran velocidad. En la colisión murieron todos los ocupantes de los vehículos. A veces pienso que yo, aunque en aquellos momentos disfrutara del sexo con mi querida Lucía, también fallecí en aquel accidente.

Me sorprendí llorando. Y una oleada de rabia sacudió mi cuerpo. Me giré de repente y choqué de frente con un anciano cargado con bolsas llenas de alimentos. Casi lo tiro al suelo.

- Disculpe señor no le había visto. Discúlpeme por favor... -Dije a modo de disculpa.

Él me miró entre molesto e intrigado. Yo aún no sabía pero aquel choque iba a significar un punto de inflexión en mi vida. Miguel, que así se llamaba el anciano, iba a convertirse en el hilo de Ariadna que me sacara de mi particular laberinto.

lunes, 30 de mayo de 2011

CUATRO IDEAS, QUIZÁ CINCO.




A veces, después de mucha actividad física y emocional, resulta difícil retomar el pulso a la rutina. Esa rutina que te satisface desde su categoría minúscula, pero que precisamente por eso has convertido en una forma de vida. Estar delante del ordenador y ordenar las ideas y las palabras en un relato puede no ser gran cosa -sobre todo si se compara con la actividad frenética de un enorme colectivo ilusionado- pero así es mi vida y creo que va siendo hora de que vuelva a ella.

¿Qué ha cambiado? Muchas cosas. Creo que demasiadas como para poder identificarlas así a bote pronto. Si me resulta difícil entender aquello que ha cambiado en mi interior en estas dos semanas, como no me lo va a resultar lo que se ha movido socialmente... Es lógico y no pretendo hacerlo. Como mucho, quizás, hacer una pequeña reflexión personal y en voz alta sobre lo que he vivido como ciudadano comprometido, una vez tomada la decisión de luchar.

A mi, ignorante en muchos temas relacionados con lo que llaman sociología, me resulta curioso y fascinante como se modifica la identidad de uno en el momento en que se implica en la labor social de la masa. No es una despersonalización, ni mucho menos, es más bien una sobredimensión (directamente proporcional al tamaño de la masa) de tu personalidad, porque te das cuenta de que aquello que pensabas o comentabas en la intimidad concuerda con el sentir de todo un colectivo. De esta forma lo hasta entonces pensado como particular o privado, se convierte en público, en popular. Como si de repente por el simple hecho de salir a la calle a curiosear (a ver que se cuece) uno comprenda que no está solo, que nunca lo ha estado del todo, que lo único que se precisaba era ese espacio donde compartir tus preocupaciones con el otro.

Durante estos días se ha hablado mucho de indignación. Nosotros eramos los indignados. Esta no es más que una etiqueta que han usado los medios de comunicación para definirnos a todos, quizás, pensando en el vínculo que según ellos nos unía. Si me paro a pensar allí se respiraba algo más que indignación, porque cuando se nos define así, es como si lo único que hiciéramos fuera quejarnos, así, en plan histeria colectiva. Y esto no es cierto. Allí a parte de escuchar quejas, se han escuchado propuestas (que aquí no explicaré), se ha demostrado que las personas -aunque no nos conozcamos- somos capaces de organizarnos simplemente con un poquito de voluntad y respeto. Vamos, lo que les falta precisamente a los políticos, que chupan del bote sin proponer una sola propuesta (a la victoria del PP en las últimas elecciones me remito) y que el respeto se lo guardan para los pasillos, porque en el hemiciclo, que es donde deberían representarnos se pasan los días compitiendo por haber quien es el que la tiene más grande, instalados en un absurdo, inquietante y demencial (J.B. Dixit) “Y tú más”. 
 



La vida no es fácil, pero puede simplificarse en ocasiones. El mayor de los problemas, si se comparte, puede tener la más inesperada de las soluciones. Porque cuando compartes, al menos a mi me pasa, aprendes de lo demás. A veces las personas somos tan cabezotas, o tenemos una personalidad tan hierática (rollo cariatide o esfinge) que no nos abrimos al campo de posibilidades que los demás nos ofrecen. Es el sempiterno más vale malo conocido que bueno por conocer. Y en ese rechazo a conocer todo aquello que la riquísima diversidad humana nos ofrece está la raíz de muchos de nuestros problemas. Si uno se niega a dar un espacio al otro, la sospecha, la paranoia, el delirio más solipsista se adueña de uno como una especie de opaca tela araña.

De esta forma la política actual se ha atrapado a sí misma. Por apartarse de aquellos que les legitiman realmente, aquellos a quien han de representar. Los grupos políticos sobre todo los dos mayoritarios se comportan igual que dos sectas enfrentadas por el poder. Falta mucha voluntad para solucionar los problemas reales de la gente. Por supuesto a ellos les resulta más fácil solucionar los suyos propios, con la ayuda de las arcas del estado como no. Pero en el momento en que la clase política se aparta de la voz popular se apartan de aquello que da verdadero sentido y legitimidad a su labor. De ellos depende el bajarse de ese trono de arrogante prepotencia. En mi opinión se ha acabado el tiempo de chuparse las pollas entre ellos. Sino tiempo al tiempo.



lunes, 23 de mayo de 2011

TU VOLUNTAD NOS DA VALOR.




El pasado jueves a primera hora de la mañana me uní a la concentración de BCN, en Plaza Catalunya. De camino hacía el centro sólo tenía un par de cosas claras: quería apoyar desde dentro (o desde fuera en la calle) todo este movimiento y lo pensaba hacer de forma activa, útil, trabajando en lo que hiciera falta. De esta forma, con la ayuda de una amiga y compañera que se había unido a la comisión de cocina (y más que nada para poder tener a alguien de urgencia a quien acudir en el hipotético caso de que allí se hiciera poco más que pasar las horas) llegué a la asamblea de cocina ataviado con mi americana y pregunté: ¿se puede echar una mano? No hizo falta más. Pocos minutos después me deshacía de la americana y me arremangaba la camisa. Había mucho trabajo que hacer.

En un par de horas entre unas 15 personas habíamos levantado la cocina, organizado el almacén, los pucheros empezaban a humear y la gente se nos acercaba con hambre y curiosidad. Nadie me dijo que debía hacer, salió de mí, del goce que me produce estar de cara al público (han sido muchísimos los años en los que mi trabajo se basaba en esto) así que allí estaba yo invitando a la gente a que se refrescara con un zumo, con un poco de agua. Recibiendo las bolsas con comida que muchos, muchísimos barceloneses anónimos e ilusionados nos traían con la esperanza de que estuviéramos ahí mucho tiempo, de que aguantáramos, de que consiguiéramos darle la vuelta sino al sistema al menos a la forma en la que éste funciona. Por poneros un ejemplo muy simple:

-Muchas gracias señora. Se lo agradecemos de corazón. -Le digo a una mujer -seguramente jubilada, que ha cruzado la ciudad cargada con un carro de provisiones para los acampados.

-No me des las gracias joven, somos nosotros los que os estamos agradecidos, ya era hora de que salierais a la calle, ya era hora.

Este es un ejemplo que se repitió constantemente durante las tres jornadas en las que estuve allí. Personas que sin saber muy bien qué es lo que queríamos o sabiéndolo perfectamente, personas indignadas, personas que hartas de un sistema que quizás a ellos no les atente, pero que son personas con un claro sentido de la solidaridad, personas quizás con hijos y nietos, y que percibían con precisión como se habían erosionado los derechos por los que ellos habían luchado y habían corrido delante de los grises, personas que recibían nuestra llamada y que bajo el lema: TU VOLUNTAD NOS DA VALOR, se animaban a participar de aquella gran fiesta de la democracia. Personas al fin y al cabo, muchas personas con hambre de cambios, de reformas, y para las que este movimiento espontáneo, social, político, apartidista, que aparecía cuando nadie lo esperaba, que crecía exponencialmente, alimentado por tantas ilusiones, por tantas esperanzas como las suyas, significaba un espacio de posibilidades, un lecho donde pudiera fluir el río, una nikosia para una sociedad enajenada de tanto abuso de poder.

Foto: www.saragossa.cat


Cuando los pucheros estaban listos nos disponíamos a dar de comer. Para los que nos han acusado de falta de organización sólo les invito a reflexionar con una pregunta: ¿Es posible alimentar a mas de 30.000, sí, habéis leído bien, 30.000 personas a lo largo de tres días sin estar organizados? Sí, es posible, sólo se necesitan tres pilares fundamentales en toda organización: diálogo, respeto y voluntad. Cuando estos tres conceptos se engarzan la cadena de posibilidades rueda a gran velocidad. Paella, macarrones, ensaladas, bocadillos, fruta fresca, bollería, agua, zumos, cafés, eran ofrecidos al respetable durante 14 horas seguidas. No sólo alimentábamos a los que estábamos allí trabajando, también lo hacíamos a los que estaban allí de paso, de visita, a los que por cosas de la vida no solían llevarse un plato caliente a la boca, a la prensa, etc. Plaza Catalunya, como Plaza del Sol, como el resto de las 163 ciudades españolas donde se reclamaba un futuro mejor, era un hervidero donde la gente trasladaba las conversaciones de sobremesa sobre política y sociedad a la calle, a la plaza pública, donde siempre debían haber estado, de donde nunca debían haber salido, porque es en la calle donde los cambios pueden ser posibles, donde la gente comparte con desconocidos sus cuitas e inquietudes, donde el debate pasa de lo virtual a lo real.

Los tres días en los que he colaborado haciendo lo que fuera han pasado. Me había ganado un pequeño descanso. El sábado por la tarde, el agotamiento y las ganas de abrazar a Almu me podían. Ayer día de elecciones descansé. Hoy con los resultados en las primeras páginas de todos los rotativos a muchas personas les puede quedar la pregunta si todo esto de las acampadas va a continuar, si ha servido para algo, cuál debe ser el siguiente paso en la lucha. Tal y como yo lo veo el trabajo ya se ha empezado a hacer. Ya se están poniendo en marcha asambleas vecinales, asambleas de barrios, espacios y foros donde compartir y donde alargar esta esperanza que tanto bien nos ha hecho a la mayoría. El siguiente paso sera organizar esas asambleas de forma que acaben siendo un altavoz de la voluntad del pueblo. Islandia y sus volcanes están lejos, rugen, pero cada vez están más cerca.

Por mi parte en un rato vuelvo a Plaza Catalunya. Aún queda mucho por hacer.

martes, 17 de mayo de 2011

CAPÍTULO II.



Los sueños de la razón producen monstruos.


Y si protesta el corazón en la farmacia puedes preguntar, ¿tienes pastillas para no soñar?

Joaquín Sabina.



Abrí los ojos asustado, pero todo en la casa parecía en orden. Las persianas bajadas, los muebles polvorientos, papeles esparcidos por el suelo del comedor. Yo, en cambio, estaba confuso, tenía mucha sed, notaba la lengua hinchada y rasposa, como forrada con papel de lija; me costaba respirar. Me levanté pesadamente y fui hasta el lavabo. Todo parecía en su sitio, pero una sensación de irrealidad me acompañaba. Pensé que era posible que estuviera soñando, que el acto de abrir los ojos representara más bien una apertura hacia algo que guardaba en mi interior, en eso que llaman inconsciente. Incluso el agua del grifo del lavamanos se me antojaba distinta, más oscura a pesar de que el baño estaba iluminado por la luz que entraba por un ventanuco. Todo se me aparecía triste, mortecino, ceniciento. Me lavé la cara, frotando con fuerzas mis parpados llenos de legañas secas. Sólo entonces tuve valor de mirarme en el espejo. Mi rostro joven se había endurecido, como si lo hubieran cincelado sin pulir sus aristas; los ojos hundidos en las cuencas, los carrillos enjutos, la frente ancha y el pelo, o lo que quedaba de él, rebelándose contra la gravedad en varios remolinos. No os mentiría si os digo que no me reconocí. Aquel no era yo. Y si era yo sólo significaba una cosa, estaba gravemente enfermo.

¿Cómo era posible que me hubieran dejado salir del hospital de esta guisa? No me lo explicaba. Pero a esas alturas de mi vida ya me había acostumbrado sobradamente a no entender la mayoría de las cosas que sucedían a mi al rededor. Eran tantos los momentos en los que me había sentido zarandeado por mi historia, como si en ocasiones todo, lo conocido y lo desconocido, se confabulara en una especie de conspiración contra mi. Ésta era una sensación que no me acababa de creer, pero era curioso como si me ponía a pensar, a analizar las situaciones desde mi perspectiva de víctima todo parecía tener una explicación. Era como si en el momento en que buscas argumentos para justificar algo que está ocurriendo la mente encontrara aquellos que precisamente más le convienen para sostenerse a sí misma, para huir del miedo y su carcoma, de la duda y su corrosivo poder.

Apagué la luz del lavabo al salir y me dirigí nuevamente hacia el sofá. Pero algo me detuvo, un runrun en mis tripas me recordaron que hacía ya muchas horas, casi un día que no me llevaba nada a la boca. Fui a la cocina con la vaga esperanza de encontrar alguna lata de conservas, pero lo que encontré allí fue algo más que desalentador, algo terrorífico. Lo primero que noté fue el tremendo hedor que salía de allí. Fue entonces cuando distinguí encima de la encimera una cazuela de la que parecía salir todo aquel tufo. No recordaba haber cocinado nada y aunque sabía que lo que había allí no era apto para el consumo, la destapé empujado por la curiosidad. Dentro una cabeza de ternera llena de gusanos. Me aparté de ella dando un salto hacia atrás, el olor se volvía inaguantable por momentos, no entendía nada. Tenía que estar soñando, aquello tenía que ser un sueño, una pesadilla horrible sin aparente sentido. El sonido de una máquina de escribir me sacó del estado de estupor en el que estaba inmerso. No eran imaginaciones mías, no. Podía escuchar aquel sonido con una claridad meridiana. Era un sonido familiar, el de una Olivetti Lettera 54, como la que usaba mi padre cuando yo era niño. La simple idea de que mi padre estuviera allí conmigo me lleno de ilusión. Salí a toda prisa de la cocina y le busqué por todo el piso a oscuras. En el comedor no estaba, ni tampoco en su despacho, donde el siempre había escrito sus obras. Le busqué en mi antigua habitación y en la que compartió durante tantos años con mi madre. No encontré a nadie. Estaba solo y la certeza de mi estado fue como una puñalada en la boca de mi estómago vacío. Me apoyé en la puerta de la habitación de mis padres y quise llorar, pero no tenía lágrimas. Fue entonces, como por arte de un extraño sortilegio, cuando el sonido de la máquina de escribir se fue apagando y una luz tenue, como la que proyecta una lamparilla de noche, iluminó el perímetro de la puerta cerrada de mi antigua habitación. Me acerqué con sigilo, extrañado, hacía un momento que había estado allí y no había visto a nadie. Abrí la puerta unos centímetros y distinguí la silueta de una mujer de espaldas, sentada en la cama.

-Adrián, cariño,- Dijo la mujer que no era otra que mi madre.- Venga es hora de despertar. Que vas a llegar tarde al cole.

En ese momento quise abrir la puerta de par en par y entrar en la habitación y decirle mamá estoy aquí, estoy despierto, te he echado mucho de menos. Pero algo me detuvo. Fue otra voz familiar, la del niño que un día fui.

-No me encuentro bien mami. Creo que estoy enfermo.- Le contesté mohíno.

-¿Qué estás enfermo? Vamos a ver... Pues fiebre no tienes mi niño. ¿Tú que te notas? -Me preguntó mi madre.

-Es como si tuviera miedo de algo. No quiero ir al colegio.

-¿Es como si algo te estuviera haciendo cosquillitas en el estomago?

-Sí, eso mismo. -Afirmé con decisión.

-Eso no es miedo mi amor, -diagnosticó mi madre- lo que te pasa es que sientes ilusión y eso es bueno. ¿A que tienes muchas ganas de volver a jugar con tus amigos después de las vacaciones?

-Sí, muchas. -Afirmé.

-Pues venga, vístete y abrígate bien. Que hace mucho frío.

-¿Mamá? ¿Por qué no viene papá a despertarme?

-Cariño... -Me explicó mi madre con dulzura.- Ya lo hemos hablado muchas veces... Papá está trabajando. Tiene que presentar un libro la semana que viene y ya sabes que si papá se retrasa en la entrega no le van a contratar más.

El timbre del teléfono interrumpió la escena de repente. Durante unos instantes no supe que hacer, giré la cabeza hacia el comedor, pensando que debía contestar al teléfono, cuando lo que realmente deseaba era entrar de una vez en la habitación y abrazar después de tanto tiempo a mi madre. Pero el teléfono seguía graznando como un ave rabiosa y al volverme la vista hacia la habitación la luz se había apagado y la penumbra proyectaba sus sombras por la estancia vacía. Volví al sofá con una gran sensación de perdida y vacío en mi interior. Resignado dejé que aquel timbre irritante se me llevara. Lentamente abrí los ojos, todo en la casa parecía en orden. Las persianas bajadas, los muebles polvorientos, papeles esparcidos por el suelo del comedor. Yo, en cambio, estaba confuso, tenía mucha sed, notaba la lengua hinchada y rasposa, como forrada con papel de lija; me costaba respirar.

lunes, 16 de mayo de 2011

CAPÍTULO I.


Una historia de locos.


La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma.”

Johann Wolfgang Goethe

Se cuentan muchas cosas de la locura y de los locos. Normalmente son cosas terribles, como que son peligrosos, medio-estúpidos, holgazanes y que pueden llegar a matar -hasta el punto de que cuando alguien mata lo primero que piensa la gente es que no debía estar muy bien de la cabeza-. La locura es un recurso fácil para etiquetar todo aquello que no se comprende, porque los locos desde siempre han sido los raros, los diferentes, los que por su capacidad para salirse del discurso oficial acaban siendo -sobre todo en nuestra vieja Europa- expulsados de una comunidad que no es capaz de integrar ciertas conductas en su estrecho corsé social. Parece que a la mayoría de personas les cueste ponerse en el lugar del que sufre, porque tengo que decir que los locos ante todo somos personas que sufrimos, que sufrimos a veces lo indecible, y que esa incapacidad para decir y describir las causas de nuestro sufrimiento nos sitúa por regla general en el ojo de un huracán emocional que nos zarandea y nos sacude con fuerza titánica.

Después de muchos años sigo sin tener la certeza de como entré en el mundo de la locura. A veces me pregunto cuál fue el resorte que me hizo precipitarme en una serie de decisiones equivocadas, como si estuviera siendo arrastrado por fuerzas incontrolables hacia un estado del ser donde todo se volvía rígido, pétreo, como inanimado.

Lo primero que me viene a la memoria es la salida del psiquiátrico, ese no-lugar donde acabamos las personas que por carecer de un entorno natural comprensivo no tenemos a donde aferrarnos para no caer y lo que es peor, nos vemos privados de esa muleta amiga que nos ayude a levantarnos, que nos sostenga en los peores momentos -aquellos en los que damos los primeros pasos- hasta que recuperamos la soltura y la capacidad para volver a andar por nuestro propio pie. Caer, levantarse, volver a caminar... Parece que sea una forma bastante simple de reducir el sufrimiento vital de una persona, pero durante mi periplo por el mundo de la locura me he encontrado algunas de mucho peores, aunque ya llegaremos a eso.

Os decía que mi primer recuerdo es la salida del hospital psiquiátrico, aunque quizás esa expresión le venga grande a aquel lugar donde estuve encerrado. De todas forma es así como le llamaban a aquella media planta del hospital provincial. Media planta que se distinguía rápidamente por ser la única cerrada con una puerta que sólo podían abrir aquellos trabajadores con acceso permitido. La planta de psiquiatría era un largo pasillo de loza gris y paredes blancas de unos cincuenta metros de largo por seis de ancho. Tal y como entrabas a la derecha estaban las duchas, y acto seguido a un lado y otro se ordenaban las habitaciones. Hacia la mitad del pasillo, también a la derecha, estaba el control de enfermería, donde médicos y enfermeras, cuando no hablaban entre ellas, hacían autodefinidos o leían revistas del corazón, anotaban concienzudamente en los ficheros personales de cada paciente todo aquello que creían de relevancia. Por poner un ejemplo: fulanito lleva dos días sin ducharse o fulanita no deja de preguntar cuando van a venir a verla. Las visitas eran de vital importancia ya que era la única forma que teníamos los que estábamos allí de tomar un poco el aire, de que nos diera el sol en la cara, de tomarnos un café de verdad en la cafetería del hospital y sobre todo de fumar un cigarrillo, ya que aunque muchas de las personas que íbamos allí fumábamos no teníamos la posibilidad del resto de pacientes del hospital de salir a la calle tomar unas caladas y volver a nuestra habitación un poco más relajados. El pasillo acababa con una pequeña habitación con dos mesas y unas pocas sillas donde se nos facilitaba la posibilidad de reunirnos para jugar al parchís y al dominó.

La mañana en la que recobré mi libertad no fue muy diferente a otras. Agarré del armario una toalla, me puse las zapatillas y de un paquete de Lucky que había escondido detrás de la ropa de calle tomé el último cigarrillo que me quedaba y un mechero. Nadie sabía que estaba allí encerrado así que sin posibles visitas que me airearan, la única posibilidad que tenía de fumar era mientras me duchaba, de forma que el vapor de agua y el aroma del champú disimulaban el olor del tabaco. Cuando pasé por el control de enfermería en dirección a las duchas escuché una conversación entre Encarni, la jefa de enfermeras y la doctora Puertas:

-¿Tú crees que está para salir? -Preguntó Encarni.

-¿Y quién lo está? No creo que tardemos mucho en volver a verlo. De momento, necesitamos su habitación. Arregladla en cuanto salga por la puerta, tenemos a una chica desde hace dos noches atada a una camilla en urgencias.

Ese parecía ser el criterio más corriente para dar un alta. La necesidad del espacio para otro paciente. Cuando salí de la ducha me anunciaron que iba a recobrar mi libertad. Los motivos que me dijeron: has evolucionado favorablemente, has aceptado el diagnóstico y muestras una buena disposición y adherencia al tratamiento. La verdad, yo sólo pensaba que por fin podría fumarme un cigarro entero y sobre todo seco.

Me vestí y preparé la mochila. Cuando fui a recoger el informe de mi ingreso al control Encarni me dijo:

-Alegra esa cara Adrián. Hace un día maravilloso para empezar una nueva vida.

-Encarni, -le repliqué- me conformo con continuar con la que tenía antes de entrar aquí.

-Eso está bien. -Continuó cariñosamente- Porque no te quiero ver más en este lugar. Un chico joven y guapo como tú tiene que exprimir la vida y sacarle su mejor jugo.

-Por desgracia, tal y como están las cosas, lo fácil es que la vida nos exprima a todos.

Quizás alguien puede pensar que este argumento es muy pesimista, pero en mi opinión basta con abrir un periódico o ver un telediario como para comprobar aquello que decían de que optimista es el que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles y el pesimista es el que se lo cree. Poco después entró en escena la doctora Puertas:

-Adrián este es tu informe. -Me dijo tendiéndome unos papeles.-Llévaselo a tu psiquiatra de referencia. Estas son las recetas que has de comprar en la farmacia. Tomate ésto por la mañana y ésto por la noche, si tienes dificultades para dormir. No olvides que es muy importante que no interrumpas el tratamiento.

-A sus ordenes. -Le dije cuadrándome en saludo militar.

-Bueno guapísimo, sé feliz. -Añadió Encarni, que parecía que no quisiera ni verme de nuevo por allí, ni tampoco que me fuera. -Que no me entere yo de que vas por ahí como un alma en pena.

-Adrián recuerda que si necesitas cualquier cosa estamos aquí para ayudarte. ¿Estamos?

-Lo sé, doctora. Por lo que a mi respecta haré lo posible por no volver a ingresar.

-Así se habla, sí señor. -Dijo Encarni- Esa es la fuerza de la juventud.

-Bueno, pues adiós Adrián. Tengo que hacer la ronda de visitas. -Se despidió la doctora Puertas tendiéndome su mano, la cual estreché con firmeza.

-Adiós doctora. Adiós Encarni. -Me despedí.

Cuanto la puerta que separaba a los locos del resto de pacientes del hospital se abrió ante mi sentí una mezcla de inquietud y alivio. No tenía claro que aquella temporada a la sombra hubiera servido realmente para algo más que ser diagnosticado de esquizofrenia paranoide. Al parecer aquella etiqueta me iba a acompañar durante toda mi vida, como un San Benito que me habían colgado porque mi conducta no entraba dentro de los cánones de normalidad de la sociedad. ¿Aquello significaba que iba a dejar de ser Adrián, para pasar a ser el esquizofrénico? Seguramente. Cuando por fin llegué a la calle y sentí el aire frío de enero en mi rostro un escalofrío me estremeció. Le pedí un cigarro a un señor que se llevaba el cigarro a la boca con la mano derecha, mientras su izquierda cateterizada sostenía la percha con el suero. Lo encendí y le di una larga y profunda calada. El señor del suero me miraba esbozando una sonrisa, le agradecí el cigarro y él respondió con voz ronca y asmática:

-De nada hijo, un placer. Yo en teoría no debería fumar, dicen que moriré del tabaco... ¡Cómo sino fuera a morir si dejo de fumar! Manda huevos... ¿Sabes? Todos moriremos, ¡todos! Y lo único que nos llevaremos a la tumba es la certeza de haber sido nosotros mismos. El resto no vale nada... Toda una vida trabajando para vivir... ¿Que digo? Viviendo para trabajar... A mi edad sólo debo rendir cuentas con mi conciencia ¿y sabes que te digo? Tengo la conciencia muy tranquila. Hazme caso chico lo único que debéis tener en cuenta los jovenes como tú es aquello de vive y deja vivir... Lo demás son monsergas...

Le escuché con atención y le dije que opinaba como él. En ese momento sólo pensaba en una cosa. No estaba dispuesto a abandonar mi vida y mi identidad así como así. Yo era Adrián, el gran creador, el gran artista. Lo mejor que podía hacer era intentar olvidar todo aquello que había sucedido durante mi ingreso, retomar mi vida y esperar pacientemente el éxito. Tarde o temprano iba a llegar. Tenía que llegar. Aquella certeza y no otra cosa era lo que había dado sentido a mi vida durante tantos años, desde que la muerte de mis padres sacudiera los cimientos de mi vida y me dejara solo y a la deriva en un mundo voraz y cruel. Mi único paradigma era el de sobrevivir en aquella jungla de asfalto donde nos movíamos las personas como fieras, desconfiando de los otros, sospechando de los otros, porque cualquiera era capaz de derrumbar nuestra calma, nuestro bienestar, nuestra precaria estabilidad. La llegada del autobus de línea interrumpió mis pensamientos. Arrojé el cigarro, me despedí de aquel señor y corrí hacia el autobus.

La ciudad desde la ventanilla de aquel colectivo se me apareció gris y sucia. La gente andaba por las aceras esquivando a los demás, como si todos tuvieran prisa o persiguieran un objetivo invisible. En la calzada los coches se agolpaban, avanzando a trompicones, acelerando y frenando bruscamente al llegar al siguiente semáforo. Todas aquellas personas se me antojaron perdidas, como si también fueran a la deriva en un mundo que les resultaba del todo ajeno. Edificios altos de pisos compartimentados, sellados con puertas blindadas y ventanas de doble aislamiento. Aquella arquitectura impersonal definía muy bien el momento histórico que me había tocado vivir. Un momento en el que lo loable era defender los valores del individualismo, en lo que yo veía como una especie de suicidio social, del que ninguno escápabamos. El triunfador moderno era aquel que tenía un coche más potente, un piso o una casa más espaciosa, una pareja más joven y bella y una cuenta corriente con tantos ceros como caben en un agujero negro. De esta forma las personas se veían empujadas, desde pequeñas, en una vorágine donde todo valía, donde el fin justificaba los medios, donde lo único que importaba era escalar socialmente, aún a riesgo de pisotear los derechos por los que nuestros antepasados habían luchado y que ahora parecían poca cosa más que papel mojado. En este marco, aquellos edificios eran como cajas, llenas de pequeñas cajitas, donde la gente se refugiaba del tiempo y del mundo, que a su vez continuaba girando implacable. Cajitas donde esperar la muerte, que es el momento en que te introducen en otra cajita, en otro departamento (también llamado nicho) mucho más pequeño; aunque cuando uno muere dejan de preocuparle aquellas cosas por las que ha luchado en vida: como tener un coche potente, una casa espaciosa, una pareja joven y bella y una buena cuenta corriente. Todo aquello deja de tener sentido, porque la muerte y su silencio nos devuelven a todos a nuestro estado natural: la ignorancia. Como dijo John Lennon: la vida es aquello que pasa mientras hacemos planes. Creo que hay poco más que decir.

Por lo que a mi respectaba no tenía demasiados planes. Volver a mi trabajo en la copistería era uno de ellos, intentar hablar con Paula era otro, aunque todo aquello podía esperar. Lo único que realmente deseaba en aquellos momentos era llegar a casa y dormir. Desde que me habían empezado a medicar dormía mucho, muchísimo, como si fuera drogado.

El autobus se detuvo en la parada más cercana a mi casa. Bajé y caminé con la cabeza gacha hacia el portal. Subí en el ascensor y entré en mi piso, en mi cajita oscura y desordenada. Cerré la puerta y me arrojé en el sofá. Sólo un pensamiento me recorría la mente, mi trabajo, mi querida Paula, mi vida, en definitiva, podía esperar. Era el momento de cerrar los ojos y dejarme llevar. Buenas noches me dije, aunque eran las doce del mediodía. Buenas noches.


sábado, 14 de mayo de 2011

DUERMES.



Duermes...
Papel en blanco que reposa
en los estantes nubosos de tu sueño
lánguida rama que desprende:
sus frutos secretos, tu voluntad en calma,
navegando, indiferente,
por el mar de la tranquilidad
mientras te retrato
escribiendo, solitario, en mi ordenador
pensando que sueñas conmigo,
que mi imagen esboza una sonrisa
entre las sabanas que te envuelven
de serena paz nocturna.
Abro la ventana
encontrándote en la habitación dormida,
reposada flor que acaricio con susurros
lirio amarillo que deshojas en tu vigilia,
lunática sombra de raíces profundas,
como la hiedra que se extiende por las paredes,
amarrándose voraz y desesperada
a las estrellas que contemplan tu lozanía.
Duermes... Sigues durmiendo.
Y es como un punto y aparte,
un renglón seguido a lo desconocido,
cúpula que encierra en su vientre,
lo que no veré nunca desde mi perspectiva de abismo.
Nunca saldrá en el noticiario
ningún libro abrirá los cerrojos que ocultan
quién sabe qué misterios,
y no importa
ni el laberinto que cabalgas al paso de tu almohada
ni mi curiosidad por descubrir lo que no emerge
quizás porque no existe más allá de la superficie,
sino es como nieve, diente de león,
o cometa sin otra estela que tu respiración.
Duermes... Hoy, para mí.
Espectador fiel del límite del horizonte
que ve como los serenos vapores del sueño
te trasladan a ese rincón de la cama que compartes
con mis versos de arrullo y la pena
por no poder disfrutar contigo de estos momentos
que deseo atrapar con mis manos
pero que se escurren resbaladizos entre mis dedos.
Así que espero la hora
que despiertes la ciudad con tu voz en sol mayor
cerrando las heridas que se abren en la más profunda soledad
del que está hambriento de pan y juicio,
a aquel que le sostienen las lágrimas con química
que desnuda, lentamente,
la locura de esta sociedad sin diagnosticar.
Ni el teléfono, ni el televisor, ni los graznidos de enanos rabiosos,
nada enturbia en este mundo tu reposo.
Yo no quiero ser menos, porque duermes
como eres, inocente vuelo de paloma,
mañana te despertare con un beso en los labios,
hasta entonces... descansa, reposa, y sobre todo
no tengas miedo de ninguna cosa.

jueves, 12 de mayo de 2011

FRACASO

Hola a tod@s:

Ahora hace días que no me comunicaba por la blogosfera y es que estoy pasando por un momento bastante crítico y me costaba plasmarlo.

He fracasado con el intento de bajar la medicación: entré en un espiral de efectos de abstinencia, ataques de ansiedad repetidos, desmayos, paranoias, miedos...Total, que , al menos ahora, no es el momento de bajar la medicación, es mas, me han puesto una pastilla nueva para dormir ( Lormetazepan) en lugar de los diazepanes de los cuales aun no soy capaz de quitarmelos.

Llegó el día de la visita a mi psiquiatra y ella afirmó que estaba atravesando una pequeña crisis y que necesitab auna atención más continuada, por lo cual me mandan al Hospital de día pero no a hacer el programa entero sino al PAR ( Programa de Acogida Rapida): tengo que ir un par de horas cada día. No es que esté muy contenta con mi nuevo destino, pero si es cierto que a nivel ambulatorio tardan mucho en atender y podría resultar peligroso.

Tengo que decir que en estos últimos días, los ataques de ansiedad han disminuido y no he vuelto a desmayarme. Hay una pequeña mejoría. Creo que estoy poniendo de mi parte para salir de ésta: yendo al hospital, a la psicoanalista...He tenido que pagar un precio un poco alto para llegar a esta "calma" y es que he tenido que separarme de mi maridito para que el pudiera respirar , ya que se ahogaba conmigo. Ha sido duro pero ahora ya estamos juntos de nuevo y , de momento, todo va bien.

La psiquiatra me habló de la posibilidad de hacer un pequeño ingreso pero yo le dije que no podía ser, que dentro de un mes y medio se estrena la obra de teatro, en la que soy la prota,y no podía dejarlo ya que era una de las pocas ilusiones que me mantenían a flote.

SEgún Raúl, me he abandonado y he caído en una rutina de no hacer nada con mi vida, que no arriesgaba, que me podía el miedo a equivocarme, a caerme. Yo le puse una metáfora que nos ha servido mucho para hablarlo: imaginate que no tienes fuerzas para caminar y encima , la despensa donde se guardan las energías para reponerse de una caída está vacía. No puedes recurrir a ella para lavantarte de nuevo y seguir pa´lante.
La conclusión de Raúl fue que tenía que llenar esa despensa y que solo lo podía hacer yo. ASí que , en eso estamos, en la reposición de mi despensa.

Ya os seguiré contando como me va. LO que os puedo decir es que estoy sufriendo bastante y me cuesta un poco no caer en la autolamentación, pero hago lo que puedo para que eso no pase. LO estoy pasando bastante mal, tengo un batiburrillo de emociones que enloquecen mi cabeza y mi alma.

Estamos en contacto. Gracias por leerme.

Un abrazo, salud y FUERZA!!

ALMU.

martes, 3 de mayo de 2011

GOTA A GOTA.

Josua permanecía inconsciente después de la operación. A su lado, su hermana Karen, se esforzaba en leer un libro de relatos de Patricia Highsmith, intentando en vano no pensar el porque estaba allí, el porque, después de todo aquello que la había hecho jurarse a sí misma tantas veces que nunca más haría algo por su hermano, había renunciado a todos sus juramentos y había acudido al hospital a acompañarlo en aquel trance. Porque Karen odiaba a su hermano profundamente. Desde que eran niños este sentimiento, mezcla de rabia, rencor e impotencia, había marcado su relación, distanciándoles de forma evidente. Al parecer, él había propinado durante su juventud brutales palizas a Karen, que habían acabado con ésta en el hospital hasta en dos ocasiones. Ella, a pesar del paso de los años, recordaba con precisión la cara de su hermano persiguiéndola de un lado a otro de la casa, como un animal a la caza de su presa. Los ojos inyectados en sangre coronando una sonrisa cruel, una mirada y una sonrisa que mostraban sin tapujos el goce supremo, casi sexual, de ver sufrir al otro, de comprobar como a pesar de lo poco o nada que siempre se había esperado de él (por su mal rendimiento escolar), sus manos eran capaces de hacerle sentir alguien importante, alguien poderoso, alguien capaz de destruir por el simple hecho de destruir. Estas torturas duraron dos largos años, con la connivencia y la complicidad de los padres, que a pesar de los consejos de los médicos eran incapaces de denunciar a su hijo mayor. Así las cosas, Karen creció soñando que escapaba de aquel infierno, que algún día, podría desprenderse de aquellos que la habían torturado, y que la seguían torturando en forma de recuerdos.

Pocos años después los padres de Karen y Josua murieron en un accidente de tráfico. Una noche después de cenar en un restaurante, el padre, que era el que conducía, achispado por el vino, se saltó un semáforo en rojo y su coche acabó siendo arrollado por una patrulla de policía que corría velozmente hacia el lugar de un crimen. Todos los ocupantes murieron antes de que llegaran los servicios de emergencias. El día del entierro Karen y Josua no se abrazaron, cada uno vivía su dolor de forma intransferible, como si ambos estuvieran encerrados en gruesas campanas de cristal o los separara un abismo o un telón de acero. De esto hacia ya treinta y cinco años y desde entonces los hermanos no se habían llamado ni habían mostrado el menor interés el uno por el otro. Al principio, Josua, que había acabado trabajando en la construcción, llamaba a su hermana periodista en Navidad, para invitarla a comer; pero Karen siempre rehusaba las invitaciones con alguna mala excusa, como si quisiera mostrar un rechazo pasivo, indirecto, o en el fondo de su corazón, donde había reprimido tanto odio y rabia acumulada, se negara a desprenderse del todo del único vínculo, por muy frágil que éste fuera, que la unía con sus raíces familiares.

Con los años y mucha terapia Karen creía haber superado todo los traumas generados durante su infancia y juventud. Sólo necesitaba en ocasiones tomarse algún somnífero para poder descansar. Se había casado y se había divorciado, se había vuelto a casar, no tenía hijos, había conseguido trabajo en un periódico y, gracias a sus dolorosas experiencias y a la sensibilidad hacia los más débiles que éstas le habían aportado, acabó especializándose en temáticas sociales: violencia de género, paro, discapacidades, racismo, abusos sexuales, vivienda, etc. En todos aquellos ámbitos en los que un colectivo era discriminado o maltratado por la sociedad o los mecanismos de opresión ella le ponía palabras denunciando, desde el poder que da la posibilidad de influir en sus lectores, todos aquellos atropellos. Pero ya se dice que una cosa es superar un trauma, perdonar a tu verdugo, y otra muy diferente es conseguir olvidar.

Una enfermera entró en la habitación de Josua y miró la bolsa del gota a gota, en la que aún quedaba suficiente solución gluco-salina para unos minutos.

-Hola. -Saludó la enfermera. -¿Es usted familiar del paciente?
-Sí, soy su hermana.-Respondió Karen.
-Mire, tengo que pedirle un favor. -Le dijo la enfermera algo nerviosa.
-Dígame. ¿En qué puedo ayudarla?
-Estoy sola, entre los recortes de personal y la ola de gripe soy la única enfermera para este turno. Tengo 45 pacientes a mi cargo, y no doy a basto. ¿Le importaría estar atenta al goteo y de aquí a unos minutos cerrar la entrada para que no le entre aire en el cuerpo a su hermano? Cuando pueda me pasaré a cambiarle la bolsa de suero y ya no la molestaré más.
-Sí, claro. No se preocupe. Esta crisis está haciendo estragos. He denunciado muchas veces en mis artículos como todo estos recortes en la sanidad pública están dirigidos a privatizar los servicios.
-Me hace un gran favor, y claro, a su hermano también. Muchas gracias señora. Hasta luego.
-Hasta luego.

La enfermera salió a toda prisa de la habitación y Karen volvió a retomar la lectura de las últimas páginas del libro. Patricia Highsmith siempre le había parecido una escritora brillante, capaz de crear con una frase la inquietud en el lector para sostener después el suspense hasta el final, que solía ser sorprendente. La violencia y la muerte estaban siempre presentes en sus libros, como lo estaban también de forma inevitable en la vida, creando un binomio indivisible como es el de vida y muerte, en el que todas las personas, todos los seres humanos podemos en algún momento dejarnos arrastrar por las más oscuras, terribles y violentas intenciones. Nadie está a salvo de la posibilidad de caer en la maldad, nadie puede aseverar un nunca lo haré. Ahí reside el misterio y su atractivo, en que hasta el mayor de los héroes tiene como alter ego a su némesis y que cualquier víctima puede en algún momento convertirse en verdugo.

Cuando Karen terminó de leer, se recostó sobre el sillón. Miró a su hermano que seguía inconsciente y miró la bolsa -a punto de vaciarse- goteando, conectada por un tubo al catéter que le habían inyectado en el anverso de la mano de Josua. Al fijarse en el goteo constante pensó que ese goteo seguía el mismo ritmo que un reloj, plip, plip, plip, plip, plip, plip... En cualquier momento esa bolsa se acabaría, un último plip, y el aire que quedaba en la bolsa entraría en forma de burbuja mortal en el riego sanguíneo de su hermano, primero lentamente, subiendo por el brazo, hasta llegar al corazón donde sería bombeada quizás hasta el cerebro. Aquello acabaría con la vida de aquel que la había torturado tantas veces y que en ese momento, así como dormido, parecía que nunca hubiera roto un plato. Sería una venganza en toda regla, servida en plato frío. Todas las veces que Karen se había despertado agitada en medio de la noche tras soñar que mataba con sus propias manos a Josua, parecían en ese momento sutiles premoniciones de aquel instante. Sólo que ella no tendría que ensuciarse las manos. Ella no tenía que hacer nada, ella no lo mataría, sería el sistema. Un sistema social depredador y homicida, donde los débiles no tenían lugar ni derechos más allá de aquellos supuestos teóricos que lucían en la Constitución y que eran pisoteados constantemente por oscuras ambiciones. Sólo tenía que volver a recostarse en el sillón, intentar relajarse, o al menos hacerse la dormida. Incluso podía forzar el sueño tomándose uno o dos somníferos. Nadie la podría acusar jamás de haberse dormido, eran las dos de la madrugada. Quizás antes de que fueran las dos y media su hermano ya estaría en el otro barrio, entrando en el infierno -si es que realmente existía un infierno- de cabeza y por la puerta grande. Quizás entonces se acabarían por fin sus pesadillas, ya ninguna noche más soñaría que mata a su hermano. Su hermano estaría muerto, muerto al fin, muerto y enterrado. Ella, en cambio, volvería a casa, esperaría que su marido llegara de trabajar, le propondría salir a un restaurante, ni una lágrima de dolor, ni un resquicio de arrepentimiento, pedirían una botella de Cava o dos o las que hicieran falta. Al llegar a casa le haría el amor con ternura y pasión las veces que hicieran falta. Hasta que él no quisiera más. Se abría acabado la vida de Karen, la desgraciada, la pobrecita, la eterna víctima, y empezaría la de una nueva Karen, que moldearía durante los años que le quedaran por vivir...

Karen se recostó en el sillón, buscó su pastillero y se tomó dos pastillas. Éstas no tardaron mucho en hacer efecto. Como si la hubieran desconectado de la máquina de la vida, cayó de repente en un sueño profundo. La última imagen que creó su imaginación antes de que se apagaran todas la luces de su consciencia, fue la de un atardecer en una playa blanca, con el sol cayendo allá en el horizonte sobre el mar. Sólo fue un instante, como un fogonazo o una diapositiva, antes de que la noche se los tragara a todos para siempre.

domingo, 1 de mayo de 2011

CARTA DESDE EL NAUFRAGIO:


Querid@:

Me resulta muy difícil ordenar las ideas en este momento. Estoy hecho un verdadero lío, y no tengo fuerzas, ni demasiadas ganas de ponerme a desembrollar esta madeja de ideas que me aturden. No obstante creo que no me queda otra. Mi vida ha llegado a una situación de enorme fatiga emocional y como siempre que me encuentro en estas situaciones escribir se convierte en un bálsamo que alivia a la vez que desatasca el dolor. Desde que recuerdo siempre he acudido a la escritura ya fuera con afán literario o simplemente como soporte al que aferrarme para no caer. Por muy embrollada que esté la madeja de mis emociones, por muchos sentimientos que se agolpen en la boca de mi estomago, el hecho de estirar de un hilo con la misma suavidad que firmeza me libera de alguna forma. Quizás porque cuando lo hago no temo acabar maniatado ante el caos que a veces supone afrontar aquello que tanto nos duele: la realidad. Y ojo, no digo que escribir me solucione la vida, no, no se trata de eso. Escribir como mucho alivia, como cuando abres las exclusas de una presa que es incapaz de soportar más presión. Muchas mañanas (como esta de domingo) lo hago con las manos temblorosas, como si dudara de que decir o que no decir, de sus repercusiones, del peligro que presuntamente existe cuando fijas el relato de una forma definitiva sobre el momento que estás viviendo. Y esto es así porque cuando hablo en primera persona, es inevitable aludir a un plural. Yo no existo, solo quizás sea como una sombra, pero poco más, mi fortaleza, mi fuerza, mi seguridad la da ese nosotros que formo junto a aquellos que me quieren, me aprecian y con los que comparto mis alegrías y también mis penas. Hoy, desgraciadamente, la cosa no es que esté como para tirar cohetes, como mucho este texto sería una de esas bengalas con las que los marinos intentan pedir ayuda por la noche al ver como su embarcación zozobra.

Algunas personas pueden creer que no tengo motivos para quejarme, que acabo de publicar mi primer libro, que el susodicho además (y a pesar de la falta de publicidad) se está vendiendo bastante bien, que a la gente le gusta y lo aconseja, y por último que tengo una agenda repleta de actos donde defender mi discurso, cosa muy difícil para un loco. Pero estas pequeñas o grandes alegrías, me resultan insulsas precisamente por aquello que comentaba antes del yo y del nosotros. Estos logros personales me resultan del todo descafeinados cuando la persona que más quiero sufre y me encuentro del todo impotente para poder ayudarla. Es así. No hay más vuelta de hoja, ni pretexto, ni pollas en vinagre. He llegado a un momento en mi vida en el que nada me vale, sino puedo compartirlo con aquella a quien amo, y aquella a quien amo (aunque se esfuerza) parece estar atrapada por dios sabe que putos mecanismos emocionales, contra los que poco o nada puedo hacer. Mis esfuerzos por acompañarla en su padecer, mi voluntad de ayudar a aquella persona a quien amo, acaba siendo (o eso me parece) como una suerte de alivio temporal, previo al siguiente ataque. Reconozco que esa impotencia se me clava y me hiere, supongo porque resquebraja aquello que siempre he creído -más que nada porque en mi caso funciona- que el amor es la mejor medicina. Y así, aturdido por la impotencia, sediento de una seguridad y una certeza imposibles, acabo dudando de que mi rutina como cuidador, de que todo aquel esfuerzo que acometo a diario con el único fin de generar alivio, sea realmente beneficioso y no acabe siendo iatrogénico.

Es aquí cuando el miedo a la perdida me satura, zarandeando los cimientos de una relación que hasta hace bien poco parecía estar aposentada sobre una balsa de aceite. 

 

¿Qué debo hacer? Me pregunto constantemente y cuanto más me lo pregunto más dudas se generan. A falta de un mapa fiable de las emociones humanas acabo sintiéndome solo, náufrago en una isla en la que he acabado sin querer. Mientras tanto el miedo va creciendo de forma incontrolable y el simple pensamiento de perder a aquella persona a la que amo me empuja al borde del precipicio. ¿Qué debo hacer? Cuantos los gritos se ahogan ante el furioso embate de las olas, cuando la mano que aferras tiembla y no sabes porque parece que junto a ella tiemble la tierra y sueñas que se marchitan prematuramente las flores de una temprana primavera. Es lo que hay, me dicen, has de tener paciencia, me recuerdan, has de ser fuerte... Recetas que parecen las de la sopa de ajo, que me recuerdan entre tanto claroscuro que la vida es una cárcel con las puertas abiertas y que quizás lo único que deseo es que pase pronto el temporal... Para poder abrazar a mi amor libre con la inocencia de un niño.


Atentamente: Raúl Velasco.