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martes, 15 de abril de 2014

Intento de Hentai.


  Y al séptimo día: descansaron.



Sakura Mitzuki tenía 35 años. Divorciada, con una hija, después de casi tres años bregando con distintos trabajos temporales, había conseguido un puesto de secretaria. Su jefe era un extraño individuo, un escritor medio loco, obsesionado con encontrar el teorema que descifrara para el mundo el misterio que se escondía en la belleza de las cosas. Sakura se sentía afortunada. Ella, que nunca fue lectora, que apenas tenía un grado de administrativa, y que sus mayores aficiones eran la música, los dibujos animados y reír por cualquier cosa, no entendió que había visto aquel hombre en ella para contratarla. Pero ¡Que demonios! Se dijo, el trabajo estaba bien pagado y tal como andaba su economía no era cuestión de andar desconfiando de lo que a todas luces parecía una buena oportunidad de lograr algo de estabilidad en su vida.


Hatori Hanzo también tenía 35 años. Sus padres le habían puesto ese nombre en honor al gran samurai de la época medieval. De él cuentan las crónicas que era invencible, que armado con su espada era capaz de vencer él solo a escuadrones enteros de soldados. Eso sí, la lucha del Hatori actual era algo más retorcida. Su peor enemigo eran los fantasmas de su propio pasado. La sombra implacable de aquella a la que amó y que un día descubrió en la cama con su mejor amigo. Desde entonces, ayudado económicamente por la herencia de sus padres, construyó en su casa en la campiña, rodeado de verdes valles, la cárcel de su propia locura y se enfrascó en la búsqueda imposible de una ecuación cuyo resultado lógico es indeterminado. Abandonó los círculos académicos y los literarios, a las amistades y a los conocidos, y así encerrado en su propia culpa, sólo vio una salida: contratar una secretaria como último vínculo que lo atara a la realidad. Sakura le pareció la persona correcta porque hacía mucho tiempo que no veía en alguien – aunque también hacía mucho tiempo que no tenía contacto con nadie – una sonrisa tan sincera y bondadosa. En su delirio creyó vislumbrar que el misterio de la belleza de las cosas se escondía tras aquella sonrisa tan honesta como enigmática. Lo que no esperaba de ningún modo era que esta historia se desarrollara como sigue.

Los primeros meses parecieron transcurrir rápidamente para ambos. Ella cumplía a la perfección y con diligencia las tareas que él le encomendaba, como encargarse del correo, las facturas, las compras, la comida; mientras él, a su vez, pasaba la mayoría del día encerrado en su despacho intentando escribir una obra de la que hasta ese momento sólo tenía un título provisional: “Deseo”. Pero deseo a qué, a quién, por qué... Eran preguntas que se planteaba cada día y cada nuevo día encontraba nuevas respuestas que le empujaban inexorablemente a nuevos interrogantes, que escondían -cómo no- nuevas respuestas y nuevas preguntas, y así sucesivamente. El resultado era una obra por comenzar, una obra que sólo existía porque existía el deseo de que ésta existiera.

Sakura se fue acostumbrando a aquel hombre huraño y desconfiado, que la miraba por encima de las lentes, como si quisiera leer en ella atravesándola con la mirada. A ella le hacía gracia tanta seriedad y tanta ceremonia. La vida podía ser más sencilla. Eramos nosotros, las personas, los que nos la complicábamos con tanta duda y tanto miedo. Por eso prefería sonreirle a la vida, porque estaba segura de que si sonríes al mundo, el mundo sonríe contigo. Él le parecía un buen tipo, sí, claro, medio loco y medio excéntrico, pero esencialmente un buen tipo, atormentado y frágil. Con ella siempre había sido amable y generoso. Además aunque nunca había querido verlo como tal, dada la distancia que él imponía, a primer golpe de vista le había parecido bastante atractivo, de una belleza triste, como si sus parpados soportaran todo el dolor del universo. Eso la enternecía y secretamente le hacía desearlo.

Un mañana algo se quebró en aquella relación tan formal. Ella no acudió al trabajo. Hatori dejó pasar los minutos, no era habitual en ella y estaba dispuesto a reprenderla. Luego pasaron las horas y el enfado de él se hizo mayúsculo. Era intolerable un comportamiento de este tipo y sin avisar. La llamó con la intención de decirle que no hacía falta que volviera. Estaba despedida. Pero en su celular sólo pudo escuchar un: está apagado o fuera de cobertura.

Hatori la estuvo esperando todo el día. Y al día siguiente. Y al otro. Y al otro. Con el paso de las horas su enfado fue sustituido por unos extraños pensamientos que le desazonaron. Era posible que se hubiera cansado de él. Era posible que ella, mientras él la esperaba estuviera con un hombre que la estuviera amando apasionadamente. Hatori se sorprendió al descubrir que estaba celoso. Porque los celos son una de las peores maneras de entender que se está enamorado.

Sakura no se había ausentado por capricho o por desprecio, tampoco por nada de lo que atormentaba a Hatori. Su hija, mientras cenaban las dos en un Mcdonals se había desmayado. La tomó en brazos y la subió a un taxi en dirección al hospital, donde le dijeron que había contraído salmonelosis. Del móvil nunca supo si se le cayó en el restaurante, en el taxi o si se lo robó alguien más desesperado que ella. Pasó cuatro días y cuatro noches junto al cuerpo febril de su hija, que se debatía entre la vida y la muerte. Apenas podía pensar en nada más que en ella, sólo cuando los médicos le aseguraron que estaba fuera de peligro pudo pensar en Hatori. ¿Qué le diría? ¿Como reaccionaría él? ¿Podría entender que su hija era el motivo principal que la hacía levantarse de la cama cada mañana para encarar el mundo, que sin ella no había motivo para sonreír? Si le faltaba su hija a Sakura sólo le quedaría Hatori.

Al séptimo día, domingo, Sakura dejó a su hija durmiendo, salio de casa, tomó el bus que le llevaba a la estación de ferrocarril, de ahí tomó un tren que tres paradas más tarde le dejaba en el barrio de Hatori, caminó las cinco calles que llevaban hasta su casa y llamó al timbre. Él, perdida ya toda esperanza de saber de ella, con el dolor multiplicado por la pérdida imaginada, sintió que un rayo le atravesaba al escuchar el timbre. En un principio no supo que hacer. Pensó que sería algún vecino molesto y no quería ver a nadie. Ante la insistencia de la llamada se decidió a abrir. El tiempo que pasó desde que se levantó del sillón de su despacho hasta que llegó a la puerta de la salida fue incontable para ambos. Nunca un par de minutos representaron tantas eternidades. Cuando al fin abrió la puerta y sus miradas se encontraron, ambos lo supieron, sólo había un sentimiento en ellos: deseo. Deseo vestido de incertidumbre, de duda, de miedo, de nostalgia, de pena, de alegría por el reencuentro, de presente compartido... Ella sonrió tímidamente. Él alargó su mano y ella le respondió tendiéndole la suya. Él la hizo entrar. Ninguno decía nada, ninguna palabra, ningún discurso ni poema, porque todos los discursos y poemas de la historia estaban contenidos en sus miradas. Todo lo dicho y lo no dicho, todo lo imaginado estaba a punto de suceder. Él acercó lentamente sus labios a los de ella, que entreabrió su boca en señal de bienvenida. El beso que le siguió fue lento, como si ambos paladearan con cada ósculo el placer de la victoria y de la derrota a la vez. Tras aquel momento mágico ambos se rindieron al placer de conocerse. Él, aferrando el cuerpo de ella con firmeza y ternura, siguió besando lentamente su rostro vencido: las mejillas, la frente, los parpados cerrados de puro placer. Ella se dejaba hacer. Él evitaba besarle los labios, centrándose en otras zonas de su rostro, bajando al cuello que mordisqueó con dulzura, provocando en ella leves gemidos de placer. Ambos se estaban excitando. Tanto tiempo deseando este momento negado incluso para ellos mismos se estaba resolviendo de la forma más dulce. Sakura no aguantó más y se revolvió sobre sí misma, ya bastaba de ser objeto de sus besos, quería ser protagonista de lo que estaba aconteciendo y agarrándole de las mejillas lo besó con pasión, introduciendo su lengua en la boca de Hatori, jugueteando con ella con movimientos circulares, buscando un contacto rítmico con la lengua de él, que celebraba cada encuentro con nuevos besos, mientras las manos de ambos se exploraban bajo la camisas como ciegos sedientos de anatomía. Ella dejó de besarlo y él se detuvo paralizado durante un instante devorándola con la mirada, las manos de ella surgieron de debajo de la camisa de Hatori y se deslizaron hasta la botonera que hábilmente iba deshaciendo, descubriendo el torso desnudo de él. Hatori tragaba saliva, ella sonreía picarona. Cuando las manos de ella empujaron la camisa de él tras sus hombros dejándola caer Sakura beso el pecho de Hatori como si cada beso dibujara el mapa de un tesoro. Él a su vez hizo lo propio y despojó el cuerpo de Sakura de sus envoltorios. Allí, completamente desnuda, frente a él, parecía tan frágil y bella como la aurora al amanecer. La boca de Hatori se precipitó entonces en un torrente de besos sobre el cuerpo de ella, jugueteando con su lengua donde creía que más podía doler. Su cuello blanco, sus pechos henchidos, sus pezones duros, su barriga casi inexistente, su ombligo, sus ingles, sus piernas. Aquel recorrido improvisado estaba provocando una gran excitación en Sakura que había apresado con sus manos la cabeza de él queriendo conducirlo hasta donde ella quería. Él, de rodillas, besaba, mordisqueaba, sus muslos como si fueran el único alimento del mundo capaz de saciarle y cuanto más se acercaba a la zona púbica de Sakura los gemidos, los temblores, los espasmos de ella se multiplicaban de puro excitada. Finalmente agarró los glúteos de ella con cada mano y los atrajo hacia su boca, que estaba frente a frente del coño de Sakura. Hatori recorrió muy lentamente con la punta de su lengua toda la vertical desde el ano hasta la perla escondida del clitoris de Sakura, haciendo temblar al cuerpo erguido de ella, que aferraba la cabeza de él buscando un asidero. Lo hizo una vez, luego otra, luego otra y otra más, cada vez más lentamente que la anterior, recreándose en los gemidos de ella que iban en aumento a la vez que la humedad de su coño. Cuando al fin detuvo la punta de su lengua lo hizo para juguetear con el clitoris de Sakura que respondió apresando el cabello de él con los dedos mientras exclamaba: “¡OH, SI!”.

La sonrisa de ella era lo más parecido al amanecer, si es que existe un amanecer para los sentidos. Lo ayudó a incorporarse y tras besarle, fue ella quien se puso de rodillas, con la cabeza inclinada hacia atrás, sin dejar de mirar a aquellos ojos que la contemplaban desde lo alto, fue desabrochando el pantalón de Hatori, hasta deslizarse éstos entre sus piernas. El pene de él estaba erecto, apuntaba la cabeza de Sakura casi como una amenaza. Ella respondió abriendo su boca e introduciéndolo en ella, paladeandolo, mientras con su mano derecha agitaba su glande arriba y abajo. Tras unos pocos movimientos Hatori estaba a punto de explotar. Pero no quería acabar así. Sacó su miembro de la boca de Sakura y se puso de rodillas frente a ella, besándola, mezclando en sus bocas los fluidos de sus respectivos placeres. Ella cada vez estaba más mojada. Él cada vez más excitado.

Allí mismo, sobre la alfombra, sus cuerpos se hicieron uno. Un cuerpo bicéfalo, como un motor de dos cilindros cuyos pistones bombeaban a la vez, y a cada nuevo golpe nuevos gemidos surgidos de dos bocas, de dos corazones, de dos miradas que se eludían, demasiado concentradas en acoplarse al otro sin dejar de disfrutar de todo lo que estaban sintiendo. Ella volvió a correrse dos veces, antes de que él, sudado y casi sin respiración, estallara en un orgasmo dentro de ella.

Al acabar ambos se quedaron mudos, sólo se escuchaba la agitación de sus pulmones, dentro de dos cuerpos, boca arriba, unidos únicamente por el lazo que aún unía la mano derecha de él con la izquierda de ella. Pasaron casi dos minutos antes de que se miraran, al fin descansados. Fue entonces cuando él comprendió la belleza de su sonrisa. Fue entonces cuando ella comprendió la profundidad de su mirada.

miércoles, 19 de marzo de 2014

¿Por qué te gusta escribir?


Los compis de Activament me han pedido que colabore con ellos en un proyecto redactando unos pocos artículos para un E-book. Me parece una buena forma de reemprender la actividad en el blog. Espero que os guste.

¿Por qué te gusta escribir?


Interrogar a un escritor sobre el porqué escribe es una de esas cosas que no tienen respuesta fácil si uno pretende no caer en tópicos. Podría ponerme poético y responder que es mi particular forma de volar, religioso y explicaros que al enfrentarme al folio en blanco me gusta jugar a ser dios, biólogo y confesaros que vivo de la palabra de forma parasitaria, analista y contaros como al escribir doy rienda suelta a lo que reprime mi inconsciente, y un largo etcétera. Lo cierto es que si he llegado a ser escritor es porque estoy enganchado desde hace mucho al antiguo arte de contar historias. Esto es así porque desde hace mucho, mucho tiempo, he tenido el privilegio de ser receptor de pequeñas y grandes historias que me han ido moldeando tal y como soy hoy en día.

De niño, mientras devoraba fascinado casi todos los libros, cómics y películas que caían entre mis manos, soñaba que algún día pudiera generar en alguien las mismas inquietudes que conseguían mantenerme atrapado a la historia, hasta el punto de retar -con el riesgo de ser reprendido duramente- las ordenes maternas de apagar la luz e ir a dormir; hasta que acabara el capítulo aquí no se apagaba nada, ni la luz ni mi mirada. Mi obstinación estaba justificada. Aquellas historias de supervivientes en islas desiertas, de héroes que se enfrentaban a la muerte por conseguir un beso de su amada, de personas que se transformaban en insecto de la noche a la mañana, por poner sólo unos pocos ejemplos, eran la compañía más fiel y el consejero más preciso para un chico solitario como yo, con la cabeza llena de sueños y preguntas sobre lo que le rodeaba. Para mí, desear ser escritor era la forma más natural de devolverle a los libros una pequeña parte de aquello que me habían regalado desde bien pequeño.

Ahora mediando la treintena puedo afirmar que el tiempo y tantas lecturas me han aportado oficio, que a falta de un mayor talento o inspiración, me permite resolver ciertos obstáculos que se presentan cuando el flujo de la narración se atora y a uno le entran ganas de abandonar. Como pasa también en la vida uno se las tiene que ingeniar para no dejarse arrastrar por el desánimo, respirar hondo, fumarse un cigarro o tomar un té, dar un paseo, echar un polvo, para distraer a ese mal consejero que todos llevamos dentro y que pretende disuadirnos con dudas y miedos de que persigamos nuestros sueños, mientras decidimos qué camino nos sacara de este entuerto: ¿a la izquierda o a la derecha de esa vieja fuente?

En realidad no hay nada que pase en la vida que no pueda ser narrado, que no pueda adquirir la dimensión epopéyica de una Odisea. Recuerdo que con 4 años un día que mi abuela estaba enferma me envió a comprar una barra de pan solo. Estábamos en un pueblo muy pequeño y todos me conocían, por lo que se podía decir que tenía tantos cuidadores como vecinos. Pero lo cierto es que todo eso a mi me importaba más bien poco. Era un niño confiado y me habían asignado una misión. Por lo que allí fui a la aventura, con mi capa de superman y mi espada de madera en una misión que veía digna del mismísimo Llanero Solitario. Me enfrenté a moscas como aviones, a un perro con fauces infernales y a la mirada sanguinolenta de una hechicera que vivía justo al lado de la panadería y que quiso invitarme a un dulce. Cuando regresé a casa de mi abuela con la barra de pan era un niño feliz. Aquel día comprendí la importancia de tener una misión en la vida, algo que guíe nuestros pasos, una ilusión que nos motive a seguir adelante sin temor.

Este aprendizaje se volvió imprescindible en algunos momentos de mi vida en los que el sufrimiento mental parecía que fuera a hacer zozobrar todo aquello que me había sostenido en el mundo, aunque fuera sujetandome a la fantasía y la imaginación. Curiosamente, ahora que todas aquellas experiencias quedan tan atrás, puedo decir que quizás me ayudó a superar aquellas circunstancias el hecho de que jamás perdí la esperanza de alcanzar mis sueños. Porque incluso cuando la presión de las camisas de fuerza químicas me ahogaban y no me permitían hilar cuatro ideas seguidas, la literatura, el acto ritual de ponerme escribir me permitía reconciliarme con quien realmente era. Alguien que tenía mucho que contar.

En medio de un sistema de salud castrador de voluntades y discursos, la complicidad del folio en blanco me permitía interrogarme con honestidad, a desnudarme ante el espejo de la palabra sin miedos ni ambages. Lo que tenga que salir saldrá. Lo importante, lo verdaderamente importante era y es conseguir detener ese run-run que a veces se me instala en la mente, como si ésta se viera sacudida por una tempestad capaz de hacer naufragar al marinero más experto. En esos momentos el hecho de fijar con palabras, fuera del campo de lo inefable, aquellas emociones que me sacuden consiguen un efecto balsámico. En demasiadas ocasiones lo que realmente nos hace sufrir no es tanto la emoción en sí misma, sino la narración que la acompaña. Por eso es tan importante ser fiel a uno mismo a la hora de construir cualquier relato, y más si se pretende que éste sea leído por terceros y cuartos. Al fin y al cabo en toda narración o poema se esconde la personalidad de una persona que necesita compartir aquello que le ha hecho emocionar. Es esa emoción la que nos hace empatizar con aquello que leemos, es esa emoción la que hace que empaticen con aquello que escribimos. Porque más allá de la validez de una narrativa concreta, todas y cada una de ellas sirven para lo mismo, para sentirnos menos solos, para comprendernos, para consolarnos, para como escribí con 16 años:

Dejarse llevar,
en torrente imaginario,
es sentir el latido
que muestra el mapa de los sentidos,
bucear en el alma
hasta encontrar la huella del pasado,
enmascarada en imágenes que flotan en el vacío de lo infinito...
Encerrarse entre letras
para liberarse, para pasar y que pasen el rato,
para ser, para mostrarse, para comunicarse, para escapar,
y aprender en el camino...
Para sembrar futuro,
intentar enseñar quien eres,
como es el mundo, como es un mundo,
al niño que un día fuimos.




viernes, 7 de febrero de 2014

A mi gran amigo Joan García.

Mudo, ahogado, como si me hubieran rajado la garganta y en mi último alarido haya pronunciado tu nombre una vez más; ese nombre que al menos para mí siempre estará ligado a la lucha incansable, a la colera razonable, a la valentía de decir, nombrar y renombrar las palabras mágicas que despertaron tantas conciencias, también la mía. Desolado, como los arrabales de una ciudad desierta que llora tu ausencia prematura, pero que llora aún más la perdida de tu alegría, tu loca cordura, la precisión cirujana con la que eras capaz de fijar aquello que el resto sólo soñabamos; una ciudad que se retuerce sobre sí misma, gimiendo ante el absurdo de pensar que hace mucho, más de lo que todos querríamos reconocer, que te habíamos perdido. Desalentado ante la derrota infinita que supone llorarte así, en soledad, intentando enjugar las lágrimas por lo injusto, aquello que siempre aborreciste, por lo inefable, tu gran enemigo, y por el miedo, aquel que hace mucho venciste y nunca volviste a mostrar. 

Podría decir muchas cosas de ti, rememorar viajes, cenas, borracheras, discursos, lecciones, sonrisas, consejos, iras contenidas... Pero nada de eso vale la pena, porque sólo esbozaran una imagen incompleta, tamizada por la pena y el capricho de mi memoria, una imagen que no te representaría porque tu eras mucho más. Tú, querido amigo, eras tu espíritu indomable y orgulloso. Un espíritu que mis palabras no son capaces de abarcar, porque sería como intentar poner límites al oceano. Nunca te llevaste bien con los límites, ni con las normas, ni con aquello que fuera más allá del respeto hacia el otro. Tu guerra era una guerra perdida de antemano porque ellos tienen el poder, una guerra contra la agresión, contra el despropósito, contra los fascismos más naturalizados en esta perversa sociedad en general y en el aún más perverso mundo de la salud mental en particular. 

A mi siempre me quedaran los recuerdos de lo compartido, la sensación de haber estado contigo en lo bueno y en lo malo, codo con codo, haciendo lo que buenamente podía. Recuerdo aún lo último que me dijiste: ahora que has despegado no dejes de volar. Nunca mejor dicho, querido amigo, intentaré estar a la altura de tus espectativas, más aún, con la esperanza viva, de que quizás en uno de estos vuelos por los cielos de lo literario, me reencuentre con ese espíritu tuyo, que aún puedo sentir muy cerca, aunque te hayas ido. 

Un beso, cabronazo!! Descansa en paz!!


martes, 4 de febrero de 2014

Castro




Castro tiene miedo a volar. Se ha tenido que tomar tres comprimidos de un fuerte hipnótico para hacer este viaje. Para él 1 hora de avión es un suplicio, 2 dos un infierno, 8, como es el caso, una tortura lenta e implacable, con tantas formas de morir como es capaz de imaginar. Así que antes del despegue se traga tres pastillas y mientras las diligentes azafatas explican con su hierática sonrisa las normas y consejos de seguridad de vuelo el cae en un plácido y aletargante sueño. Durante su descanso sueña que Dios le ha encargado una misión, rescatar del Castillo de Espejos, que como su nombre indica está construido con trozos de espejos, el alma del hombre sin nombre. A él esta tesitura le motiva, al fin y al cabo es la misión de todo escritor que se precie, y él no se suele despreciar ni como escritor ni como persona, intentar lanzarse a la aventura de rescatar al hombre -o a la mujer- de su astío, de su anomia, de su rutina carcelaria es una misión perfecta para él. Así que emprende el camino que tanto ha esperado a lomos de una avestruz, cruza senderos, atraviesa bosques y desiertos de dorada arena, badea ríos y lagos, supera montañas y fronteras, en ningún lugar, nadie ha oído hablar del Castillo de los Espejos y esto le desazona. Pero lejos de descorazonarse sigue adelante, firme en su empeño, con la voluntad de hierro y el corazón dispuesto. Sube escaleras de nubes sobre un cielo púrpura, investiga en las cloacas y en las bibliotecas, encuentra laberintos, minotauros y sirenas (sin probar el LSD), vence a los Lestrígones y los Cíclopes, en su particular viaje a su particularísima Ítaca. Por desgracia no hay noticias de hombre sin nombre ni más espejos que los de los baños públicos. Después de cruzar el mundo de punta a punta Castro llega a su casa cansado, sucio y hambriento. Mientras la avestruz esconde la cabeza en el cubo del pienso, él se mira en el espejo y contempla perplejo como el viaje lo ha envejecido, ahora las arrugas se agrupan en posición estratégica al rededor de sus ojos, las canas se multiplican en su cabello y en su barba. ¿Ha valido la pena? Se pregunta. Aunque sepa que el sentido de todo viaje como de toda vida está en el mismo viaje, no en la meta.