Castro
tiene miedo a volar. Se ha tenido que tomar tres comprimidos de un
fuerte hipnótico para hacer este viaje. Para él 1 hora de avión es
un suplicio, 2 dos un infierno, 8, como es el caso, una tortura lenta
e implacable, con tantas formas de morir como es capaz de imaginar.
Así que antes del despegue se traga tres pastillas y mientras las
diligentes azafatas explican con su hierática sonrisa las normas y
consejos de seguridad de vuelo el cae en un plácido y aletargante
sueño. Durante su descanso sueña que Dios le ha encargado una
misión, rescatar del Castillo de Espejos, que como su nombre indica
está construido con trozos de espejos, el alma del hombre sin
nombre. A él esta tesitura le motiva, al fin y al cabo es la misión
de todo escritor que se precie, y él no se suele despreciar ni como
escritor ni como persona, intentar lanzarse a la aventura de rescatar
al hombre -o a la mujer- de su astío, de su anomia, de su rutina
carcelaria es una misión perfecta para él. Así que emprende el
camino que tanto ha esperado a lomos de una avestruz, cruza senderos,
atraviesa bosques y desiertos de dorada arena, badea ríos y lagos,
supera montañas y fronteras, en ningún lugar, nadie ha oído hablar
del Castillo de los Espejos y esto le desazona. Pero lejos de
descorazonarse sigue adelante, firme en su empeño, con la voluntad
de hierro y el corazón dispuesto. Sube escaleras de nubes sobre un
cielo púrpura, investiga en las cloacas y en las bibliotecas,
encuentra laberintos, minotauros y sirenas (sin probar el LSD), vence
a los Lestrígones y los Cíclopes, en su particular viaje a su
particularísima Ítaca. Por desgracia no hay noticias de hombre sin
nombre ni más espejos que los de los baños públicos. Después de
cruzar el mundo de punta a punta Castro llega a su casa cansado,
sucio y hambriento. Mientras la avestruz esconde la cabeza en el cubo
del pienso, él se mira en el espejo y contempla perplejo como el
viaje lo ha envejecido, ahora las arrugas se agrupan en posición
estratégica al rededor de sus ojos, las canas se multiplican en su
cabello y en su barba. ¿Ha valido la pena? Se pregunta. Aunque sepa
que el sentido de todo viaje como de toda vida está en el mismo
viaje, no en la meta.
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