Debería
haberse llamado León, por León Tolstoi. Pero su madre se negó en
rotundo y en el momento de inscribir el nombre de su primer hijo
varón en el registro, su padre, recordando las amenazas de abandono
de su esposa, pronunció un nombre que a todas luces le parecía
descreído, soso, simplón y de lo más vulgar.
-Se
llamará Prudencio, como su abuelo. -Le dijo el padre al funcionario
del registro.
-¿Prudencio?
¿Está usted seguro? -Le replicó sorprendido, mirando
inquisitivamente al padre por encima de las lentes.
-Sí,
así lo quiere mi mujer y así se llamará.
Desde
ese mismo momento, aquel nombre, propio de un mártir cristiano
muerto por lapidación, crucificado o como alimento de los leones en
el circo romano, quedó estampado y sellado para gracia, disfrute e
inquina de sus futuros compañeros de colegio y para desgracia de un
niño que estaba condenado por el poder de los significantes a ser
más prudente que fiero y más cuidadoso que arrojado.
Para
la realización de esta pronta condena no ayudó el hecho de ser un
bebé enfermizo, llorón, capaz de atraer para sí la mayoría de
infecciones y bacterias, hasta el punto de que teniendo ya tres años
su madre lo llevó al médico porque no habían conseguido dormir una
sola noche seguida en todo ese tiempo. Cuando el pediatra propuso
darle alguna droga al pobre Prudencio su madre fue tajante.
-¿Drogas
a mi niño? Demelás a mi, que me hacen más falta.
Con
varios hipnóticos los padres pudieron dormir a pesar de los
desgarrados berridos de Prudencio, hasta que una noche, se cansó de
berrear o por el mismo acto de berrear cayó rendido. Casi se puede
decir que este fue el último acto de valentía o de rebeldía de
Prudencio.
Al
año siguiente entraba en el colegio, porque su madre no había
querido llevarlo a la guardería a causa de su delicada salud, y ante
las risas desaforadas de sus 40 nuevos compañeros al escuchar aquel
nombre tan curioso, el niño Prudencio aprendió su primera lección
sobre democracia, pues supo al instante que no podría hacer nada
para evitar las burlas y mofas de esos pequeños diablillos y esas
pequeñas brujas. Eran demasiados y ganaban por mayoría.
Así
se fue esculpiendo la personalidad de Prudencio, a golpe de
humillaciones verbales y collejas. En su fuero interno soñaba, sobre
todo durante las clases de lengua, las cuales le aburrían sobre
manera invitándole a la ensoñación, con convertirse en un héroe,
que digo un héroe, un superhéroe capaz de dominar todos los
superpoderes que había conocido por sus ídolos del cómic. La
diferencia con éstos personajes era que él los utilizaría para
vengarse uno a uno de todos esos francotiradores que le consideraban
un blanco fácil. Por desgracia, en lo único que destacaba era en
los estudios, pues se esforzaba mucho en sacar las mejores notas
posibles para que su madre y su padre estuvieran orgullosos de su retoño,
cosa que tampoco le ayudó demasiado pues le convertía también en objetivo de las envidias y celos de los que no entendían las
materias como él. Tras sus gafas de pasta y su ojos pequeños, fue
construyéndose en la frialdad, en la arrogancia y la prepotencia,
mientras para todos los demás seguía siendo ese ser pusilánime al
que sacarle los calzoncillos por la cabeza.
Ya
en la universidad se decidió por el derecho y se interesó por la
política de derechas. Entró en las juventudes de un partido pero
tampoco allí se lo tomaron en serio a causa de su nombre. Otra vez,
como si ciertas cosas no cambiaran nunca, estaba aquel muro de nueve
letras como nueve metros de alto separándole de sus deseos y sus
metas. Ambicioso como se había vuelto, una vez licenciado, quiso
ponerle fin a aquella pesadilla. Se dirigió al ministerio de
interior y rellenó el formulario para cambiarse de nombre de una vez
por todas. Aquel acto más impulsivo que meditado, le puso en el
dilema de cómo llamarse a uno mismo. Que nombre debía ser aquel que
le definiera en su carrera hacia el éxito. ¿José Mari? ¿Mariano?
¿Federico? No, ese no, que era de un poeta rojo ¡y encima maricón!
Reflexionaba en la soledad de la oficina del ministerio. ¿Adolfo?
¿Benito? ¿Francisco? La mayoría eran nombres buenos. Nombres con
carácter, personalidad, altura fonética. Pero él quería algo más.
Había de ser un nombre que no arrojara ninguna duda sobre el poder
supremo de su inteligencia y su atrevimiento a la hora de hacer
realidad sus ambiciones. ¿José Antonio? ¿Miguel? ¿Joseph?
También serían buenas opciones, sobre todo el último, con ese tono
germánico tan imponente. ¿Y si probaba con algo en inglés? Se
preguntaba. ¿Richard? ¿Ronald? ¿George W.? ¿La W sería de
winston?, ¡por supuesto!
El
tiempo iba pasando y aún no había encontrado aquel nombre que lo
definiera tal y como él se veía. ¿Ratzinger? ¿Tomás de
torquemada? ¿Col Pot? Al final, ante el apremio que le suponía el
hecho de que la oficina estuviera a punto de cerrar, se decidió por
Tomás de Torquemada. Terminó de cumplimentar el formulario y se
dirigió veloz a la ventanilla, justo cuando el funcionario acababa
su turno. Se dirigió a la siguiente ventanilla y la volvieron a
cerrar en sus narices. Cuando llegó a la última ventanilla abierta
suplicó al borde de las lágrimas.
-Por
favor no cierren tengo que entregar este papel.
-¡¡Hombre
Prudencio!! ¡¡Cuánto tiempo!! -Exclamó la funcionaria, que
resultó ser una antigua compañera del colegio.
-¡Mari
Carmen! Que sorpresa. Como has cambiado, estás guapísima.
-Sí,
es la cara de la felicidad. Dime, qué querías, estaba a punto de
cerrar, pero aún no apagué el ordenador.
-Quería
entregar este formulario para el cambio de nombre de una persona
física.
-Así
que te vas a cambiar de nombre.
-Ejem...
Sí.
-¿Y
cual es tu nuevo nombre?
-Tomás
de Torquemada.
-¿En
serio te quieres llamar así?
-Sí,
claro, ¿no te gusta?
-Prefería
Prudencio la verdad.
-Me
he cansado de ser prudente. Quiero un nombre de acción, por eso
elegí el de Tomás. Cuando la gente oiga mi nuevo nombre quedaran
horrorizados y eso pondrá fin a todas las burlas.
-Ya...
Bueno... como quieras...
-¿Qué
pasa Mari Carmen? He sufrido un infierno por culpa de ese nombre. ¿Es
que no lo entiendes?
-Si,
si, aunque mira Prudencio, porque para mi siempre serás Prudencio.
Toda tu vida desde que nos conocimos a los cuatro años me pareciste
un gilipollas.
-¿Cómo
te atreves...?
-No,
en serio. Para nombres absurdos el de Nonato, el de Ceferino, el de
la infeliz de Felicísima, que la pobre, me enterado por facebook,
que ya va por su tercer divorcio. ¿Te acuerdas de ellos? Pero a
ninguno de ellos le dieron las collejas que te dieron a ti, o al
menos no en la magnitud que te las daban a ti. ¿Sabes por que?
-No
sé si quiero saberlo.
-Porque
siempre has sido un arrogante un facha y un repelente. Y veo que en
nada de eso has cambiado.
-¿Alguna
cosa más?
-Sí,
falta el impreso 312-B, que se recoge en el segundo piso. Tendrás
que volver mañana.
-Pero...
-Adiós
Prudencio. Tengo que cerrar.
Y
allí se quedó Prudencio entre la rabia y el dolor, planeando llegar
algún día al poder y recortarle el sueldo a estos putos
funcionarios.
1 comentario:
he disfrutado con una lectura distendida.saludos (con sudor)
J
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