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martes, 5 de junio de 2012

Cambio de paradigma: de la utopía a la necesidad.




Corría el año 1980 cuando se publicaba el DSM III. El conocido manual salía a la venta con el firme propósito de cientifizar una disciplina como la psiquiátrica, que en aquellos tiempos no andaba por el mejor de sus momentos, pues experimentos como los realizados por David Rosenhan ponían en evidencia la falta de objetividad y la invalidez de las herramientas existentes hasta la fecha para la práctica clínica. La clasificación estadística, la descripción de síntomas, por tanto, surgió como un deliberado intento por parte del los nietos de Kreppelin por hacerse valorar como el resto de SABERES médicos. Durante las tres décadas siguientes el dominio de dicho SABER fue absoluto. Se han destinado millones de euros a la infructuosa búsqueda de esos genes tan traviesos y esquivos que explicarían la tara, el fallo biológico aún desde antes de nacer. Se han gastado lo equivalente al presupuesto entero en sanidad de un país como Guatemala con afán de investigar al cerebro y a sus conexiones. Hoy en día después de tanto dinero invertido sabemos que los genes mutan, cambian, evolucionan con el poder de una palabra, de una caricia. Que este cambio tiene una reacción en nuestro cerebro y en todo nuestro organismo, que un acto de amor, simple, sencillo, gratuito, como es todo acto amoroso, es una de las herramientas más poderosas que tienen los profesionales de la Salud Mental para aliviar el sufrimiento. 
 
Fotografía: Asun Pie Balaguer.

Recuerdo como durante el ingreso en psiquiatría de una de las personas más importantes que hay en mi vida, me explicaba que los mejores momentos – a parte de las visitas- eran aquellos en los que una enfermera, Chus, amante de la literatura, reunía a los pacientes interesados en una de las habitaciones y les leía al acabar su turno cuentos de Jorge Bucay, de Alejandro Jodorowsky, etcétera. La implicación de aquella mujer, que había vivido con resignación una reforma psiquiátrica inconclusa y, según parecía, del todo estancada, era porque distinguía en las miradas de sus oyentes, en los abrazos que le daban en ocasiones al acabar, en las palabras que le dirigían, un placer, un agradecimiento, una compresión más saludable que cualquier protocolo que se realizara en aquella institución. Al menos para esa persona tan importante en mi vida era así, y quizás sólo por ella, aunque seguro que no era la única, ya valía la pena hacer ese esfuerzo.

El papel de un profesional de la salud, y más en un campo donde las emociones están tan a flor de piel, de forma, a veces, tan descarnada, cuando parece que la palabra no sirva porque se han partido los significantes y el diálogo se atore y se estanque o se eleve hacia universos improbables por una de las partes, dificultando la comunicación hacia límites insólitos, debería ser el de aquel que tiende puentes donde sólo había océanos insondables, aquel que convierte a esa isla en una península, sin fracturar el débil estado de alguien que seguramente lo que más necesita en su vida es ese amor castrado, esa comprensión negada, hasta el punto de negar, en ocasiones, aquellas señas de identidad que le han servido durante años para sostener un sufrimiento no resuelto.

Después de más de 30 años donde lo importante, lo relevante, lo único a considerar era el hecho de aceptar un diagnóstico, promover la toma del tratamiento, paliar los síntomas visibles como si fueran causados por obra y gracia de un cerebro malfuncionante que por causas biológicas desconocidas, pero aceptadas por casi toda la comunidad científica, convertía la vida de un paciente y la de su entorno en un infierno. El acompañamiento, la contención emocional, esos actos de amor que humanizan el trato y acercan al profesional a aquel que le necesita no estaban en la agenda. Así las cosas cuando algún atrevido hablaba de la necesidad de un cambio de paradigma en salud mental era tachado de loco o de anti-psiquiatra. Mientras tanto las contenciones mecánicas, los tratamientos forzosos, los ingresos involuntarios sustituían a la falta de implicación, a la ignorancia y en ocasiones también a la desidia. Hoy en día por desgracia siguen vigentes en toda institución con la más arcaica actualidad. Y es que desde, que en en el 2006, la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad nos situara en el mismo plano legal que el resto de la ciudadanía, dichas medidas coercitivas ponen en evidencia que aún persisten en el imaginario colectivo -también en el sanitario- ideas que asocian locura y incapacidad para decidir o comprender que es lo mejor para uno mismo. Porque el problema no está en el paciente, está en su cerebro, y nadie: ni afectado, ni entorno, ni sociedad, ni nada relacionado con su biografía es responsable de que esos neurotransmisores se hayan alterado. Así que hay que tratarle quiera o no quiera, es por su bien. Sinceramente, esta idea tan extendida y de un biologicismo extremo me parece tan simplista y reduccionista, de un paternalismo tan abyecto, que sólo puede ser fruto de un delirio.

En la actualidad recientes estudios demuestran como en un 85% de los casos un antidepresivo es igual de efectivo que un placebo (Whitaker, 2010), claro que el placebo no provoca disforia tardía; que los más modernos y caros neurolépticos son igual de efectivos que un antipsicótico de primera generación (Kendall,2011), pero que donde realmente se cura a los pacientes es con modelos comunitarios o de espíritu similar a las casas Soteria; que la Big Pharma manipula y falsea resultados e investigaciones; que en el tercer mundo, donde carecen de los recursos del todopoderoso occidente, dos tercios de las personas afectadas por una psicosis logran superar el trastorno frente al tercio que la supera en nuestra civilización (Read, 2006), donde los problemas de salud mental se han convertido en la mayor pandemia del siglo XXI. Ante este panorama quizás debamos hacer todos una reflexión conjunta sobre la necesidad de un cambio de paradigma. Y cuando digo todos, digo todos los agentes que estamos en esta entelequia llamada salud mental, que poca gente sabe definir, pero que a todos los afectados nos remite a un sistema que parece ser más industrializador de enfermedad que generador de salud.

Por mi parte, como escritor y periodista, experto en esto de la locura como respuesta a un diagnóstico con el que nunca me llegué a identificar del todo, pienso que ya va siendo hora de decir NO. NO a prácticas inhumanas como la contención mecánica, que van en contra de la legislación internacional que nuestro país ha refrendado. NO a la falta de escucha, a la falta de interés, a la falta de implicación, porque sin ellas, es imposible ayudar a nadie, sólo desde un trato amable, horizontal y honesto es posible acercarse al que sufre. NO a la desnaturalización de los padeceres cotidianos, a la patologización de las conductas humanas, a la cronificación de una etiqueta diagnóstica contra la propia voluntad. NO a los tratamientos involuntarios y al resto de medidas coercitivas que se realizan por el bien de un paciente que tiene todo el derecho del mundo a no querer ser curado de aquello que sólo los demás considerar una enfermedad. NO a una mirada exclusivamente biologicista sobre los problemas que atañen a las personas y sus comunidades. NO, en definitiva, a todo aquello que nos acerca cada día más al Mundo féliz de Aldous Huxley, cuando la felicidad -como decía Mario Benedetti- al menos en mayúsculas no existe, y si existiera en minúsculas sería parecida a nuestra breve pre-soledad.

Podemos decir NO, pienso que es nuestro deber como personas, como seres humanos comprometidos con el alivio del sufrimiento, sin pretender cambiar el mundo. Un poco como aquella enfermera, Chus, de la que hablaba anteriormente. Alguien que no teme salirse del estrecho sendero del protocolo establecido para regalar un poco de sabia compañía, aderezada con tientos de cariño, a aquellos que más los necesitan. Al final, el cambio de paradigma, si llega a suceder, será por el conjunto de pequeñas acciones como esta. Porque son las pequeñas acciones, las pequeñas cosas, las que mueven y dan sentido al mundo.







6 comentarios:

mareva mayo dijo...

Ha sido un placer leerte, un alivio, que se escuchen esos gritos de verdad y justicia y sentido común, que tanto desgraciadamente le falta a esa ciencia-religiosa psiquiátrica.

Un abrazo y salud.

Jordi Badia dijo...

Yo digo NO
Abrazos!

Amaia Vispe dijo...

NO NO NO

Besos

Amaia

Paula dijo...

Pues va a ser que NO!
Un abrazo compi!!

pere dijo...

Como decía el protagonista de "La fièvre monte à El Pao" al final de la película:
'la rebelión empieza cuando un hombre dice NO'
Pués eso!

Jordi Badia dijo...

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