Freddy no era una
criatura de este mundo. Él era el dueño de las pesadillas. En el mundo
de los sueños, en ese terreno pantanoso donde nos movemos en ocasiones, a
caballo entre la impotencia y el terror, Freddy manejaba los hilos de
nuestro descanso.
Cuando
le apetecía, era capaz de surgir entre las sombras que proyectaba
nuestra in-conciencia y desgarrar la paz que debería reinar durante las
horas de sueño, transformando, por ejemplo, un bucólico valle en un
pasto de cenizas o la imagen de alguien que amamos en un rostro
cadavérico y ensangrentado.
Pese
a que él nunca había sentido nada parecido, se podía decir que dominaba
con precisión relojera todos los registros del miedo, sabiendo
dosificar las imágenes en nuestra mente dormida para provocarnos: ya una
leve inquietud, ya un terror agitado, que nos hiciera despertar
desencajados, presos del más puro pánico, en medio del silencioso y
oscuro vacío de la noche.
Después
de muchos siglos donde su reinado del terror nocturno no tuvo más
trabas que su estado de ánimo, el ser humano consumió el siglo XX. Con
el nuevo milenio Freddy se percató de que sus trucos no eran igual de
efectivos. La gente, sin que él supiera porque, no se despertaba
gritando, es más, seguía dormida, indiferente a sus artimañas. Freddy
pensó que quizás estuviera perdiendo sus poderes y por primera vez en la
historia de la humanidad sintió miedo. Se vio a si mismo como un ser
caduco y viejo, alguien de otra época destinado únicamente a la
desaparición.
Por
suerte para esta historia, no se resignó a desaparecer. Redobló sus
acometidas y sus horas de trabajo, dedicado como estaba a investigar
porque de aquel súbito cambio.
Sin
éxito y desesperado pensó en visitar a un médico, a uno de esos
especialistas de la mente, pues, a estas alturas, Freddy sufría muchos
de los síntomas de una depresión mayor, es decir: frustración, apatía,
desgana, anedonia, ataques de ansiedad y pánico, etc. Así las cosas,
entró en el sueño de un viejo psicoanalista y se desahogó. El
especialista, cómo no, le preguntó por su infancia, por sus traumas, por
sus sueños. Pero las respuestas de Freddy eran imprecisas. Era tan
difícil remontarse más de 3000 años atrás y extraer algo en claro, como
bucear en el mundo de los sueños de un ser que manejaba los sueños de
los demás. El psicoanalista le encomió a que lo visitara tres veces por
semana con el fin de realizar una terapia de shock. Freddy se
comprometió a hacerle caso.
A
la mañana siguiente Max, que así se llamaba el psicoanalista,
interpretó el sueño como un reto auto-curativo, por lo que si conseguía
curar a Freddy, conseguiría curarse a sí mismo.
Durante
los meses siguientes en los sueños de Max, Freddy fue desnudando
lentamente su pena, sus dudas, su miedo, ante la paciente mirada del
profesional.
Un
día Max le dijo algo revelador, le contó que en la actualidad el
estudio de la mente humana se había reducido a unos parámetros puramente
biológicos, lo que había generado el descubrimiento de muchos tipos de
fármacos que empujaban a un sueño que definió como hueco. Eran pastillas
que garantizaban 8 horas de sueño reparador y, aquí residía la
revelación, libre de sueños y por tanto de pesadillas. A Freddy esta
información le impactó. La culpa no era suya, no estaba perdiendo su
poder, el problema eran los fármacos. Max continuó explicándole los
nefastos efectos secundarios que comportaban dichas medicaciones, y
como, en muchos casos ,dificultaban el estudio de los problemas, pues no
solucionaban nada, sólo escondían bajo la alfombra las verdaderas
causas del sufrimiento humano, que residía en la sociedad y en la
adaptación del hombre a un entorno cada vez más hostil.
Durante
las siguientes noches Freddy estuvo planeando su regreso. Si la gente
había dejado de soñar, tenía que ir a por las consciencias de aquellos
que habían provocado su fracaso. Decidió introducirse en el cerebro de
aquellos bioquímicos que estudiaban y se lucraban anulando los sueños de
las personas. Era mucho trabajo, pero Roma no se hizo en dos días. Fue
de mente en mente, de habitación en habitación, haciendo tragar a los
presuntos científicos su propia medicina, obligándoles a contemplar en
el espejo la degradación, la desestructuración física y mental que los
fármacos les producían. Freddy comprobó triunfal como el miedo atenazaba
a aquellos dogmáticos que habían defendido hasta la extenuación la
bioquímica cerebral. Algunos tan engañados por su prepotencia empezaron a
medicarse, convencidos como estaban de que todo era un problema
cerebral, y era entonces cuando la degradación se vivía con más fuerza,
pues no desaparecía con el alba.
Desgraciadamente
para Freddy el uso de psico-fármacos se continuó extendiendo. Las
empresas sustituyeron a unos bioquímicos por otros, y a éstos últimos,
cuando caían en la red de las pesadillas, por otros más nuevos.
Una
noche Freddy volvió a visitar la casa de Max, le dijo: “¿sabes Max?
Durante siglos, durante milenios, me había gustado mi trabajo, pero hoy
en día no le encuentro sentido. Mi trabajo era dar un contrapunto de
temor a la despreocupada vida humana, hacerles saber que no son dioses,
que todo tiene un fin. El miedo que les provocaba les hacía sentir
vulnerables y no hay nada más real en la vida que la finitud, ese
límite, que os exhorta a disfrutar del presente, a vivir con más
intensidad el tiempo que os ha tocado vivir, que os impulsa a crear
soluciones a vuestros problemas en pro de que vuestras obras os
perduren, sabiendo, como sabéis, que vosotros no vais a hacerlo. Un
hombre, una mujer, no son nada más que la potencialidad de sus
ilusiones, más que la posibilidad de hacer realidad sus sueños. Hoy en
día la gente ha dejado de soñar. Hasta que el ser humano no abra los
ojos y consiga enfrentarse a sus miedos más profundos, será mejor que me
tome unas vacaciones. En el fondo, después de más de 3000 años de duro
trabajo nocturno, creo que me las he ganado. ¿no crees Max?¿Max?
Pero Max no le respondió. De el paciente psicoanalista sólo quedaba una urna llena de cenizas.
1 comentario:
qque meidin.....
bien bien
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