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lunes, 8 de agosto de 2011

Poemas un año después.


Mañana de agosto y brumas.

Esta mañana Cenicienta
llega tarde al baile y a la vida.
Blancas cortinas ocultan
su inquietud y su tristeza,
ya no pisa con la misma fuerza, pues
perdió entre telarañas
la melodía que silvaba su reflejo
siempre o casi siempre
atento a estos detalles.
Y en los páramos de química
donde habita su olvido
ya no reconoce ni su sombra,
ni al ave marina. Todo aquello
quedó atrás, encerrado en libros
polvorientos en algún cajón de la memoria.
Quebrado el cristal de sus zapatos
sólo cicatrices sobre la piel quemada, cicatrices
como aliento desgastado e insectos
acantonándose para una pequeña revolución.
Una vez se derrocaron las fantasias
la imaginación se sostuvo como
funambulista sobre el cable del pensamiento.
Precariamente.





Que la poesía provoque el vómito, la fiebre, que no nos deje
dormir en mitad de la noche.

(Princesa Inca).


A Cris, Gritos desnudos vestidos de admiración.

Puede parecer facil
gritar hasta quebrar castillos
o desgajar gargantas de neón.
Gritar como grita el viento
o la ola o la ceniza
gritar hasta que sangren los dedos
y todo se vuelva del revés:
los días, las calles, los nombres,
los significados esquivos...
Gritar de hambre, de sed,
de cruda necesidad sin edulcorantes,
simplemente porque te va la vida en ello.

Puede parecer fácil desnudarse
en plena Diagonal
como si detuvieras tu reloj
en medio de tanta urgencia,
para cubrir tu cuerpo con escamas
tan claras, tan claras que
oscurecieran todo aquello
que muestran desafiantes.

Puede parecer fácil enloquecer
y perderse por los pasillos de tu propia casa
buscando aquello que expulsastes
del laberinto de tu alma
para no verlo nunca más.
Partir como un volcán en erupción:
relaciones y lenguajes, espejos y salidas,
como quien vomita sangre sobre el folio en blanco.

Pero el encanto de los gritos desnudos y su presunta locura
reside en que no son fáciles, ni gratuitos, ni mucho menos hereditarios.
Los gritos y su esencia genuina
sólo pueden nacer de la naúsea, del vértigo, del mirarse sin verse
al filo del precipicio.

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