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miércoles, 13 de abril de 2011

LA MEMORIA Y EL MAR.




Cándido abrió la puerta de aquel viejo restaurante para que pasara su acompañante. Él, cargado con un ramo de siemprevivas, era un hombre de unos cincuenta, delgado y enjuto, con el rostro sombrío, tallado por la vida en alta mar. Ella era mulata, con el pelo abundante y rizado, una mueca de perenne desconfianza en los labios pintados de rojo y ropas (top, minifalda, medias de rejilla y zapatos de tacón) más propias de aquellas mujeres que se alquilan para llegar a fin de mes, que lo que el clima de aquel frío febrero norteño invitaba a vestir. El Gatzpara, que así se llamaba el sitio, era una tasca oscura, lugar de paso obligado para taxistas y policías, con más de 100 años de antigüedad. El negocio había pasado de padres a hijos durante tres generaciones sin realizarse cambio, ni reforma en el espacio, más que alguna mano de pintura -sutil maquillaje para algo tan viejo-. Entrar en aquel lugar era como entrar en una máquina del tiempo, que te transportaba directamente a otras épocas, para algunos mejores, para otros seguramente peores, donde lo único que permanecía inalterable era las recetas de los pocos platos que allí continuaban preparándose como antaño.

Cándido y su acompañante se sentaron en una mesa vacía. Ella no las tenía todas consigo, él parecía nervioso, como si sus ganas de agradar no estuvieran teniendo el efecto deseado. Come lo que quieras, en serio, ¿acaso no tienes hambre? Le dijo a ella. No, no mucha. ¿Qué se puede comer acá? De lo que tienen en la carta cualquier cosa. No te preocupes por el precio, ya te dije que te invitaba a comer. ¿Qué vas a pedir vos? ¿Yo? No sé. Almejas. Sí, comeré almejas. Y tú no te cortes, pide lo que desees. Si vos pedís almejas, creo que me pediré unos huevos fritos con salchichas. ¿Estás segura? ¿No quieres mejor unos chipirones o algo de pescado? Tienen besugo y estamos en el tiempo de la lamprea. No, mejor los huevos fritos, no tengo mucha hambre. Como quieras...

Después de radiografiarles con desconfianza, la dueña del restaurante, una mujer de mirada cansada y sonrisa inquieta -como si los últimos años que le quedaran para llegar a la jubilación pasaran cada vez más lentamente, para su desesperación- les tomó nota. A su edad había visto pasar por aquellas mesas de todo y un poco más. Y aunque aquella extraña pareja no fuera la más extraña que había visto a lo largo de su vida, su presencia no dejaba de producirla una amarga sensación, mezcla de melancolía y desesperanza. Era como si al recordar su ya lejana infancia y juventud no distinguiera la posibilidad de servir a unos clientes de este tipo. Para ella, si realmente se había producido un deterioro social, no era tanto porque un viejo marino buscara el amparo de una sirena, sino porque las sirenas habían dejado de ser personajes acotados en los arrecifes de callejas y esquinas. A ella no le molestaba que existiesen, lo que la carcomía era que hubiesen dejado de ser un tabú, que se hubiesen hecho visibles.

La dueña les sirvió una botella de vino y se dirigió a la cocina. La pareja se quedó en silencio. Él miraba la botella y ella inspeccionaba la sala, con sus ocho mesas y sus 32 sillas, sus paredes estucadas de amarillo con dos bodegones deteriorados como único ornamento. Hay que reconocer, dijo, que el sitio es curioso. Lo mejor de este lugar es su comida, es una pena que no te hayas pedido otra plato más típico. No importa, está bien... ¿Qué hay más típico que unos huevos, no? Sí, sí, pero aquí la especialidad es el pescado fresco, en fin, que si quieres cambiar aún estás a tiempo. No, está todo bien, tranquilo. Me dices que esté tranquilo, pero te noto incómoda. Bueno, no suelo ir a comer a restaurants, no me lo puedo permitir, la vida está muy perra. Por ese motivo, sería bueno que probaras algo nuevo. No, no, está todo bien... Oye... ¿Qué te iba a preguntar...? ¿...y sueles hacer esto con todas tus chicas? No, la verdad es que no. Eso no me deja muy tranquila ¿sabés? Puedes estarlo. Mejor me voy, no creo que esto sea buena idea. No, no te vayas, por favor. Hoy no es un día como cualquier otro, por eso he querido que me acompañases, cada 12 de febrero conmemoro un suceso, algo que sacudió mi vida, nada más. ¿Y que pasó? Es una larga historia... Mejor, así no me aburriré, contámela. Cándido llenó las dos copas de vino, se bebió la suya de un trago, tomó aire y comenzó su relato.

Yo tenía un amigo. De esas personas que con los años se vuelven imprescindibles en la vida de uno. No eramos del mismo pueblo, él de Noia, yo de Eiroa, pero estudiábamos en la misma escuela. Aunque bueno, eso de estudiar es un decir, ni a él ni a mí nos gustaron nunca los libros. Lo mejor de aquellos años de infancia y aprendizaje eran los largos paseos que emprendíamos casi cada día en busca de alguna aventura. Bajábamos al río o nos adentrábamos en el bosque como si fuéramos exploradores a la caza de lo inefable, que significa aquello que no puede explicarse con palabras. Porque la mayoría de las veces aquellas aventuras las acometíamos en horas de clase y por mucho que encontráramos una cueva, una madriguera de zorros o, yo que sé, como aquella vez que encontramos un claro en el bosque trufado de hongos, eran cosas que no podíamos contar, para evitar el castigo de nuestros padres. Eran tiempos felices, que ahora contemplo desde la madurez como un pequeño paraíso, que ni la pobreza, ni el hambre que a veces pasábamos por la escasez conseguían desvirtuar. En aquellos tiempos difíciles la vida era un juego, una especie de ruleta que giraba constantemente y que de ese no parar se extraía precisamente su encanto, su maravilla y también porque no decirlo su misterio. 

Era como cuando miraba a través del caleidoscopio, aquel pequeño tubo en el que se distinguían formas geométricas de colores muy diversos,. Lo que más me atraía de ese objeto era que dichas formas y dichos colores podían cambiar simplemente con el movimiento de una pequeña rueda situada a lo largo del tubo y que al querer volver hacia atrás para observar de nuevo una de esas figuras resultaba que ya no era la misma que hace un instante, como si lo que había visto en realidad fuera como un fogonazo, como una diapósitiva junto antes de ser autodestruida. La materia de los sueños se me presenta como algo similar, algo cambiante, algo que muta a partir de nuestro movimiento, que no es otro que el movimiento de la vida. O como cuando jugábamos todos, niños y niñas, al escondite inglés. Más allá de la emoción que me causara contar y girarme cada vez más rápido, con el afán de pillar en movimiento a alguno de mis compañeros de juego y eliminarlo hasta la siguiente partida (el primer eliminado paraba), me quedo con esa imagen: girarse para mirar y descubrir que todo ha cambiado, que la vida sigue su curso y que la partida aún no ha acabado.

Así las cosas íbamos creciendo, y como ni él ni yo eramos buenos estudiantes nos enrolamos en un barco pesquero como aprendices. No sé que extraña atracción tenemos los gallegos con el mar, como si conociendo sus peligros, no pudiéramos evitar, con todo el riesgo que eso implica, salir cada madrugada a intentar domar su vientre. Yo diría que el mar, que a tantos marinos se ha tragado, representa la esperanza de nuestro pueblo. Para nosotros el mar no es un enemigo, es como una madre que nos da y nos quita, que nos arremete con sus bramidos y nos redime con sus silencios. Personalmente le temo más cuando está en calma, liso como un espejo de estrellas, porque la pesca suele ser menor y eso significa menos ganancia al llegar a puerto. Y en esto mi gran, mi buen amigo era igual que yo. Crecimos a merced de las olas, retando cada madrugada al viento y sus vaivenes, en un estado de permanente alerta, pues estaba en juego nuestra vida y lo sabíamos.


Se cuentan extrañas historias sobre el mar... Tantas... Se cuenta que al principio de los tiempos el agua del mar era dulce como la de los ríos. O que en la Costa da Morte se respira vida, quizás porque la muerte en Galicia forma parte indisoluble de lo vivido. Es ahí, en lo alto de sus acantilados, donde nacen las leyendas que hablan de bandidos disfrazados de labriegos en noches de tormenta, de mares furiosos cuyas olas crecen y crecen tragándose todo lo que aparece en su camino. Parece que todos los gallegos estemos al acecho de la Santa Compaña y su comitiva de almas en pena. Esta procesión fantasmal que camina por las noches envuelta en sudarios y con los pies descalzos. Dicen, los que la vieron alguna vez, que cada fantasma lleva una vela encendida y deja a su paso un olor a cera en el aire. Y que la procesión siempre va encabezada por un vivo cargado con una cruz y un caldero seguido por las ánimas y sus cánticos fúnebres... No te mentiría si te digo, que en ocasiones he llegado a pensar que yo, a mi manera, también he encabezado esa procesión. Que la muerte me sigue de cerca, erosionando mi fuerza y mi energía con cada embate de las olas, con cada noche que paso recordando a aquellos que se fueron para no volver.


Lo difícil de hablar de la memoria se me plantea precisamente en su carácter caprichoso, pues no siempre nos brinda lo que precisamos. Es como una compañera a la que cada vez que miramos nos devuelve una mirad distinta. Es como el mar cuyas olas parecen las mismas pero siempre son diferentes. Sí... Mar es mi memoria: profunda, insondable, caprichosa, vital; incolora viajera, airada desconocida; mar es mi memoria, constante en su inconstancia, dando sólo lo que quiere, ajena a los interrogantes que atormentan al ritmo de sus olas.

Todo esto viene a que una noche, un doce de febrero como hoy, mi amigo y yo fuimos a una fiesta en Negras pedras. La cosa pintaba bien: playa, música, mujeres y alcohol para combatir el frío. Lo estábamos pasando genial. Pero en un momento de la noche, mi amigo enloqueció. Nunca sabré si fue por el alcohol o por otro motivo, pero discutimos. Tuvimos la peor discusión que habíamos tenido hasta ese momento. En medio, cómo no, una mujer. Yo quería irme con ella, pero él se negaba, decía que no podía dejarlo allí tirado como si fuera una colilla. Le llamé maricón, aunque no lo fuera, le dije que se buscara a otro a quien joder y me fui al coche con aquella chica. Cuando volvimos al cabo del rato descubrimos un gran revuelo. Mi amigo había desaparecido. Se había desnudado y había entrado en el mar. Su cuerpo jamás apareció. Este y no otro es el motivo por el que te he invitado a comer, quizás el pretexto o la forma más sencilla de contar esta historia y recordarle. Quizás te parezca una tontería, pero es un pequeño homenaje, un rito que cumplo para que el mar no lo arrastre hasta las oscuras simas del olvido.

Vaya... Debías quererle mucho. Dijo ella que había escuchado el relato casi sin pestañear. Sí, aun le quiero. Era una de esas personas que no se merecían morir así. Bueno, mi amol, la vida es así, siempre guarda en la recámara alguna sorpresa ¿no te parece? Sí, así es. Por lo que te puedo decir me alegro que te fijaras esta mañana en mi y no en otra. No eres un cliente como los demás.

Él sonrió al escuchar estas palabras, al tiempo que la dueña del Gatzpara servía la comida. Ella comió sus huevos y se arrepintió al probar las almejas de no haber hecho caso a su anfitrión. Al terminar de comer, salieron dejando atrás la inquisitoria mirada de la dueña y bajaron hasta la playa. Allí, frente al mar, él dejó sobre el agua el ramo de flores. Ella tomó su mano y guardó un respetuoso silencio, mientras ambos, con la mirada fija en el horizonte, contemplaban como los barcos regresaban a puerto como cada tarde.




2 comentarios:

Raúl Velasco Nikosia dijo...

El mar se ha tragado a alguien pero todo sigue con la rutina de siempre, los barcos siguen llegando a la orilla y los pesqueros faenando.

Bonita historia Raúl, me ha encantado mleerla mientras tu estas jugando a afutbol. OLe!!

ALMU.

Raúl Velasco Sánchez dijo...

Gracias mi niña!!! Eres un cielo y te quiero una pechá!!!