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sábado, 2 de agosto de 2008

EL caballero de los espejos



El tren arrancó puntual de la estación de Sants de Barcelona. M. buscaba su asiento entre la gente cargadas de maletas. M. solo llevaba una mochila con una muda, un par de libros, un pequeño neceser para su aseo personal y una carta con una dirección en el barrio de Montmartre. No pensaba quedarse mucho tiempo en Paris o eso había planeado. El viaje era tan relámpago como el fogonazo impulsivo que le llevo a comprar el billete. Él no quería ver el Louvre, ni el Arco del Triunfo, ni la torre Eiffel. El motivo de su viaje era más inquietante y más oscuro. Buscaba a su madre natural, la que lo abandonó hacia ya 20 años, cuando aun era un recién nacido.
El hombre que lo adoptó, un ginecólogo casado y divorciado tres veces, fue quien intervino en el parto. Papá, tal y como lo llamaba M. había muerto en un accidente de tráfico mientras viajaban juntos y en el que M. resulto ileso. Las únicas secuelas que le quedaron fueron una melancolía y una tristeza profundas, un vacío que no se llenaba con nada, pese a lo que al consejo del dr. X., no se quiso tratar con antidepresivos.
Lo que si hizo fue abrir la caja fuerte de papá, rebuscar entre títulos de propiedad, papeles del fisco, hasta encontrar, dentro de una cajita de cartón con limones dibujados, un fajo de cartas escritas en francés. Las firmaba una tal Marie. Él no dominaba ese idioma a parte de cuatro palabras sueltas "je sui M." y poca cosa mas .
Una mañana pensó en su madre, no en las mujeres de papá, a las cuales había tratado con cariño y respeto, pues se portaron con él de forma recíproca, sino en su madre natural; pues él, siempre considero que su madre era otra y, de estas mujeres, que habían pasado de forma fugaz en su vida, pese a guardar mas recuerdos de ellas que de aquella desdichada, nunca las trato mas allá de sus nombres de pila. Pensó en su madre y se preguntó dónde estaría. Quizás fuera esa misteriosa Marie tan bien guardada en la distante capital de Francia.
M. había pensado muchas veces en aquella mujer, la había añorado, la había odiado, había soñado con ella; sueños en los que ella le acariciaba el pelo, le llamaba por su nombre, le besaba las mejillas, lo abrazaba y luego de repente desaparecía creando en M. una sensación de vulnerabilidad y nerviosismo, que le hacia despertar sudado y agitado.
Consideró que era el momento de arriesgarse, de iniciar el viaje hacia los posibles orígenes de su identidad.

* * *

A las nueve en punto de la mañana un convoy salía de París camino de Barcelona; S. en su interior ojeaba un libro con manos inseguras. El segundo tomo de “El Quijote “. Nunca había leído las sabias palabras de Cervantes, tampoco ahora lo haría. En este volumen viejo, de hojas amarillentas, algunas incluso sueltas, que eran ordenadas cuidadosamente, en su delicado sitio, respetando la numeración de las páginas; S. guardaba un tesoro: los comentarios de su madre, en los márgenes o a pie de página, escritos a mano, referentes a frases de la obra. De Cervantes sólo conocía estas anotaciones. De su madre solo conservaba esta docena de reflexiones. Letras que desde pequeña antes de empezar a leer, la ayudaron a construir mentalmente un cuerpo, para reconstruir en su imaginación lo que le habían quitado desde siempre, y que la distancia prolongaba, como la carrera hacia una puerta que se aleja en medio de una pesadilla; sucesos de adultos que marcaron para siempre la vida de la ya no tan pequeña S..
Cuerpo de caligrafía primorosa. Cuerpo de graffiti sobre amarillo, cuerpo de “… creo que a mi me paso lo mismo, con una trampa intentaron robarme mis sueños…” escrito cerca de donde se encontraba subrayado el “sr. Bachiller”.
Estas palabras maternas las podía recitar como un misterioso poema, hacia mucho tiempo que las había grabado a fuego en la roca de su memoria. Hacia mucho que eran el fondo de sus recuerdos mas dulces. No necesitaba leerlas en ese momento. Buscaba, más bien, el murmullo de las hojas, una caricia cercana, una música cantada cariñosamente como una nana de lluvia, susurrada a sus oídos, mientras las luces de París a cada página se iban alejando, como el rumor de los recuerdos, sonido de cascabel, mancha de sangre en la sien.
Así trasportada a un estado de calma, como el que precede a la tormenta que la esperaba en la ciudad Condal, se dejó llevar por el leve balanceo del tren, perdida en esa sonoridad, arrullada por las divagaciones que su mente laboriosamente había fabricado desde su niñez.
Cerrados los ojos, concentrada en el suave tacto de esas hojas, en el que desarrollaba todo su imaginario familiar, absorta en su rincón, como acariciada por las olas de letras que susurraba a modo de oración, S. no percibió que el tren había detenido su monótono recorrido. Hacía un buen rato que estaba sola en el vagón, el resto de pasajeros se encontraban fuera, en un diminuto andén, de una pequeña estación desprovista de medios. Algunos viajeros airosos reclamaban sus derechos, otros esperaban sentados con aires de enfado, los últimos se desgañitaban, estérilmente, con afán de controlar a sus hijos, que, jugando, corrían entre las maletas. Este tren, destino Cataluña, había parado sin motivo aparente, como un corazón viejo, como si simplemente no quisiera continuar. Al menos fue la explicación de S., acostumbrada a darle vida a las maquinas, desde que entendió por vez primera lo que significaban las palabras “…armadura de Don Quijote, máquina de soñar, máquina de deseos…”
S. guardó el libro en su mochila y se unió al caótico grupo en la estación, o mejor dicho, en la confusión que este perdido lugar a medio camino entre París y Barcelona se había transformado.

* * *


M. acababa de empezar a leer “El libro del desasosiego” de Fernando Pessoa. Se lo había recomendado la única pareja que tuvo en toda su vida, relación que duró no más que unos meses, los anteriores al accidente, tras el cual M. se encerró en una burbuja de autoflagelación y rompió unilateralmente la relación con P. y con el resto del mundo. La última vez que la vio fue en el velatorio de papá. Allí con una frialdad propia de Kay la desventurada victima de la reina de las nieves, el cual fue encerrado en un castillo de hielo y obligado a montar un puzzle imposible que formara la palabra eternidad, le dijo que era mejor que se dejaran de ver. Todo cariño, amor, complicidad, se habían esfumado ante la perspectiva convexa creada por la distorsión de la realidad de M., producto del dolor que lo atormentaba.
A las pocas páginas un párrafo de Pessoa cerró los ojos de M. pues se precipitó en un torrente de angustia, una espiral de ansiedades que le ofuscaron, y le hicieron levantarse e ir corriendo al lavabo a vomitar. El párrafo era el siguiente: ( De repente, me he dado cuenta, en un relámpago íntimo, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago aquello que había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella. Me han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que reencarnar, he reencarnado sin mí, sin haber reencarnado yo.
Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme.
Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinítupla y vacía. Mi alma es un maelstrom negro, vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más giro que aguas, boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído en el mundo -van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.
Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante la geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo círculo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor.
Y es, en mí, como si el infierno, sin por lo menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico, sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas, imposible, único, todo.
¡Poder saber pensar! ¡Poder saber sentir!
Mi madre murió muy pronto, y yo no llegué a conocerla...)

¿Y si su madre también había muerto? ¿Y si ese viaje sólo era producto de una ilusión, y Marie sólo era una amante más de papá? ¿Y si se estaba precipitando hacia la nada de forma desencajada y suicida? Preguntas sin respuesta posible a estas alturas del viaje. Metas intangibles, desprovistas de bases sólidas. Desde su aislamiento voluntario M. se identificaba con un náufrago agarrado a un inestable tablón de madera, un asidero que pudiera ceder en cualquier momento, hundirse y dejarle a la deriva de sus emociones; turbado y perdido en el mar de sus impulsos empezó a llorar. No había derramado una lágrima ni en el entierro de papá, pero tal había sido la intensidad de las palabras del maestro portugués, que habían derrumbado, como un castillo de naipes, toda su valentía y esperanza. Él, ya lo daba por supuesto, no tenía a nadie, ningún familiar, nadie con quien anudar una relación fortalecida por el poder de la sangre. Estaba solo en este mundo superpoblado, nadie le quería y, lo que era peor, él no quería a nadie. Este viaje emprendido por la chispa de la creencia en el renacer de un posible amor, era en realidad una aventura hacia la expiación de sus sentimientos de culpa. Culpa por no haber muerto con la única persona que había tenido un lazo de unión que parecía indestructible, pero que como todo lazo humano resultó frágil como la vida misma. Culpa por no haber dejado acercarse a P. cuando el dolor lo empujaba hacia la soledad; quizás si ella estuviera allí con él, esta sensación de desazón, estas lágrimas desoladas, tendrían un pañuelo, un pecho, una puerta hacia un futuro mejor.
El tren frenó lentamente, al parecer iba a parar en una estación por averías, quizás unos vándalos habían desmontado y llevado los raíles para venderlos, o quizás era el fruto de una reivindicación de uno de los muchos grupos descontentos con el sistema y que con esas acciones intentaban desestabilizar a los gobiernos, creando el descontento en la opinión pública.
La estación estaba rebosante de gente y en la otra vía un tren dirección Barcelona parecía tener el mismo problema. A M. aquella parada le supuso un hilo de luz en la oscuridad de su presente. Pensaba comprar un billete de vuelta a Barcelona, empujado por un impulso, igual al que le hizo atreverse a comprar el billete hacia París, se echaba atrás. No se planteaba que haría cuando llegara a su casa, de momento sólo quería abandonar la idea de conocer a su posible madre, igual que ella la había abandonado a él.
Salió del tren con dificultad, cruzando la marabunta de viajeros que copaban el andén. Después de varias intentonas se vio obligado a parar, aquella estación era demasiado pequeña para un tren, con dos estacionados los espacios resultaban nanométricos. Pero decidido en su empeño de volver a Barcelona se escurría como una anguila, aunque avanzara a paso de caracol entre la multitud.
Los gritos de impaciencia de los viajeros se centraron en la oficina del jefe de estación, donde se amontonaban pidiendo explicaciones, que el pobre funcionario daba en varias lenguas, sin contentar, ni tranquilizar a los amotinados pasajeros.


* * *

S. se había encaramado hasta arriba de una maquina expendedora de billetes, lo que le permitía una perspectiva amplia de toda la estación y la turbamulta que allí se aglomeraba, lo que la mantenía entretenida pues era interesante distinguir las diversas reacciones de la gente en una situación así. Un suceso que a algunos les estaba llevando al límite de su aguante, su paciencia y sus fuerzas, encabritados como animales, mientras al lado indiferentes a todo, como si aquella parada obligada fuera un regalo para estirar las piernas, socializar o, como en el caso de los niños, disfrutar de los momentos mas divertidos del viaje, que reían viendo la desesperación de las personas que gritaban y maldecían, furibundas y sin ahorrar en palabrotas.
S. entonces se percató de un joven cargado como ella con una mochila, había saltado a la vía y trepaba hasta el primer andén, donde se situaban las taquillas. No supo por qué en un principio pero aquel chico le resultaba familiar, como si le conociera de algo que no recordaba.
Ese joven no era otro que M. que se acerco a la maquina expendedora sudando y cansado como si hubiera nadado a contracorriente en un río de aguas turbulentas. Sacó su cartera del bolsillo posterior del pantalón cuando S. le dijo en un francés con puro acento parisino
-Hola me llamo Sofía, te conozco de algo y no se de qué. -Fue entonces cuando M. la miro a la cara y sus ojos se encontraron, solo había entendido que se llamaba Sofía, pero algo le encogió el alma. La estaba mirando y no veía a una mujer se veía a sí mismo, los mismos rasgos faciales, el mismo color de pelo, el de ella algo más largo, la misma tonalidad en el iris y el mismo mentón pronunciado; incluso coincidían en un lunar bajo el ojo derecho.
-Hola me llamo Mario y si no es un espejismo estoy mirando mi reflejo. -Le dijo él en español. Ella se bajó de su atalaya y le miró frente a frente, viendo, por fin, todo aquello que él ya había distinguido.
Sofía recordó una de las frases de su madre y le dijo en castellano: "Tarde o temprano, todos acabamos enfrentándonos al caballero de los espejos".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Raul! soy Hernan, ese de la guitarra... Hace ya un tiempo que comence a dar clases de nuevo, no pude contactar vos vos porque perdi el telefono y los numeros..y en un arrebato de lucidez te encontre por aqui. Con esto dicho, cuando quieras te podes comunicar conmigo.
Espero que estes bien!
PD:el numero de telefono es el mismo, tambien te dejo mi mail: libertango_baires@hotmail.com
Abrazo!