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martes, 29 de julio de 2008
El terremoto
En la ciudad de Nikosia, ese lugar perdido en medio del mar, dividido como tantas cosas en el mundo por la injusticia y la incomprensión hubo a finales del 2007 un gran terremoto. Mujeres y hombres fueron tragados por las grietas que se abrieron en las calles hasta desaparecer. Los supervivientes, unos pocos valientes que estaban en alta mar pescando, tuvieron que nadar hasta la orilla de la playa, al tumbarse con el oleaje las barcas que tripulaban.
EL espectáculo en la ciudad era catastrófico. Ésta, que se había caracterizado por la alegría y resistencia pese a la adversidad, se había convertido en una isla dentro de otra isla. Para más dramatismo una ciudad fantasma. Las carreteras estaban cortadas, los puentes derruidos, no funcionaba los medios de comunicación como el teléfono, y mucho menos la red. Algunos vándalos se dedicaban a robarle a los cadáveres aplastados y a entrar en las casas vacías. Los pescadores no pudieron mas que cerrar los puños, las pescadoras no pudieron más que llorar, unas pocas hasta perder el conocimiento, ante la primera visión de su amada ciudad.
De lo poco que había quedado en pie era el muro. Ese muro que se había levantado hacia décadas y que era la vergüenza de los más tolerantes. Un muro que separaba las ideas, las creencias, como si fueran certezas absolutas e irreconciliables. Un muro que separaba los barrios, con el pretexto de que el contacto entre diferencias iba a dar como resultado la violencia y por tanto la muerte.
Siempre me ha parecido estúpido y perdón por la expresión, el desconfiar del contacto entre gentes, el aislar en vez de compartir, el solipsismo cultural del pensamiento general, la ilusión por lo permanente que genera odio en vez de unión entre las tradiciones y las nuevas ideas.
Al final las parcas se habían cebado con la ciudad dejándola al amparo de la más absoluta soledad y sin hacer discriminaciones de ninguna clase.
Entre los pescadores había personas de ambos bandos de la ciudad, en el mar no hay distinciones, los une el amor por la naturaleza. Su sustento. Y en más de alguna ocasión se habían ayudado entre ellos, solidarizándose con la necesidad. Algunos podrán decir que era el miedo a verse ellos en una situación parecida lo que les hacia saltarse las prohibiciones de tierra firme y ayudar al desvalido. En mi opinión era un sentimiento diferente. Todos eran iguales, corrían el mismo riesgo al salir cada madrugada en busca de un caladero donde tirar sus redes y así, al recogerlas, llenar las bodegas de sus embarcaciones. Todos sentían que a pesar de las diferencias les unían los temas de sus cantos. Todos eran hijos del mismo mar, todos amaban al Mediterráneo.
Allí mismo, en la playa, les unió la desolación. Rezaron cada uno a sus dioses, incluso aquellos que no creían en más dios que el viento, por el alma de los fallecidos. Al acabar entraron en la ciudad en grupo. Más unidos que nunca.
Comieron algo de lo que llevaban en sus mojadas mochilas: pan salado y húmedo, anchoas, y algún embutido. Bebieron todos el aguardiente que llevaban para soportar el frío de las noches invernales. Y fue de este modo, algo ebrios, a la sombra del muro que los separaba cuando se pusieron de acuerdo, unos y otros, en reconstruir la ciudad. En dejar el mar y dedicarse a edificar de nuevo, guiados por los recuerdos, todo lo que había derrumbado el seísmo. Utilizarían las piedras del muro. Ese símbolo de vergüenza. Como materia prima que sirviera para sustituir las rasillas quebradas.
El trabajo era oficio de gigantes. Pero la voluntad por devolver a la ciudad un aspecto habitable les generaba una fuerza que no se imaginaron. Pasaron días, meses, pero el grupo trabajaba bien y rápido. Ni los arquitectos de la Mezquita de Córdoba o de la Sagrada Familia hicieron tanto en tan poco tiempo y con tan pocos conocimientos teóricos. Sólo lo consiguieron a base de mucho esfuerzo, dando cada uno el máximo de lo que podía, sin más exigencias que las de ser capaces de mantener viva esa ilusión primera.
Un día uno de los niños bajo a la playa. Allí se encontró con el casco de uno de los barcos, que zozobraron, barado en la playa cual ballena. Sin avisar a nadie entró en él como si buscara algo. Poco después salió con una radio de corto alcance. Era un milagro que aún funcionará después de todo pero así era. La conectó y al poco como si de un juego que le fascinaba se tratase se vio hablando por el micro. Su primera frase fue: ahora empieza a transmitir Radio Nikosia, hemos reconstruido la ciudad; Nikosia era la ultima ciudad dividida por murallas, ideas, religiones y un supuesto abismo cultural.
Hoy es una ciudad pobre pero con mucho futuro por delante. Os invitamos a entrar.
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