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martes, 15 de julio de 2008

UN CASO PERDIDO


Un caso perdido. Sí, así le habían definido de la forma más taxativa e invalidante posible. Sin solución. Sin esperanzas. No podía ni esperar a Godot, no estaba permitido, era preferible esperar la muerte. Por mucho que hiciera, que se esforzara, que intentara limar las aristas que le hacían chocar contra sí mismo, como es presumible en todo ser humano en una situación límite. No conseguiría nada más que un absoluto fracaso. Él, y nadie más, era el peor enemigo de su personalidad. Una cigarra perezosa, un vividor holgazán, una remora patética y parasitaria de esta sociedad. Un loco, sí, obeso de comodidad. Adicto al consumismo. Dique de grasas saturadas y paranoias sin sentido, de espíritu volátil y cuerpo cansino. Sin apenas dinero. Sin trabajo. Sin más independencia que la que le otorgaba su desmesurada adicción a los fármacos. Consumo que le producía un estado de levedad y pasotismo, como si sólo cuando se tomaba las pastillas pudiera soportar lo que le rodeaba y lo que era peor aún, su universo interior, caótico y lleno de anacronismos.
Oto, como todo palíndromo, estéril, anagrama absurdo de piloto en alguien que no controla los mandos de sus días, salió de la consulta totalmente hundido en su enorme papada. A pasos lentos y pesados. En menos de diez minutos de consulta le habían postergado a un sedentarismo que sólo agravaría las cosas. En los últimos seis años, tiempo que llevaba medicándose, había doblado su peso. Pero no podía dejar la medicación sin correr el riesgo de precipitarse nuevamente en esa caída infinítupla y delirante que era la esquizofrenia. Se subió al ascensor para bajar los tres pisos de la clínica. Mientras descendía, acompañado únicamente por una mala grabación del “My way” de Sinatra, se imaginó que esos tres pisos eran como un descenso al infierno de la mediocridad. Del paraíso voluptuoso de la decisión tomada, pasando por la intermedia y purgatoria planta de la anulación, hasta llegar a la calle, asfixiante de calor y ríos de gente, indiferentes y duros como piedras en movimiento. Cansado y abatido entró en una cafetería. Pese al calor, que la convertía en una excrecencia negra y pegajosa, se pidió una napolitana de chocolate. La comió lentamente, en una mesa cerca del ventanal, con las nalgas rebosando la pequeña silla. Cuando la acabó se pidió otra.
En la calle todos parecían sanos, frescos, jóvenes, lozanos. Con una larga vida por delante. Caminaban con prisa, conducían ordenados. En la cabeza de Oto las imágenes iban a una velocidad aún mayor. Estaba cobrando forma el sentimiento depresivo y autolítico de acabar de una vez por todas con ese sufrimiento que le atenazaba desde la visita con el endocrino. Pensó en ir a la playa. No le haría falta ponerse piedras en el bolsillo para hundirse como un plomo en un anzuelo. Se imaginó a sí mismo: sin aire y sin vida, reventados los tímpanos por la presión, a merced de las corrientes del fondo marino. Pensó que no sería un mal final. Quizás, en ese estado inerte, su vida por fin tuviera sentido siendo alimento de los peces.
No se dio cuenta que había empezado a llorar. Lágrimas gruesas caían sobre su vieja camisa después de deslizarse por su rostro. Cristales líquidos de un corazón helado.
-Perdone, ¿se encuentra usted bien?-Le preguntó una camarera.
-¿Cómo?, ¿qué? -Respondió Oto sin entender.
-¿Si se encuentra usted bien? -Repitió ella.
-Sí, sí, no se preocupe, sólo estoy algo angustiado.
-Son cuatro euros. -Continuó ella, dejando sobre la mesa la nota de lo consumido.
Oto dejó su último billete y salió de la cafetería sin esperar el cambio.
Estuvo deambulando, como un elefante ciego, por las calles de la ciudad. No tenía rumbo y cuando se dio cuenta estaba de nuevo en la puerta de la clínica donde habían sepultados sus deseos de una vida más sana. Entonces, preso de un impulso, entró y subió al ascensor. Mientras subía pasaron por su cabeza muchas cosas; entre ellas, coger el abrecartas de plata que brillaba en la mesa del medico y clavárselo en los ojos del esbelto profesional. No hizo nada de eso. Del tercer piso, donde estuvo detenido unos instantes, subió a la azotea. Después de embestir la puerta con todo su peso, al séptimo golpe, ésta cedió.
Sin dudar, se subió a la cornisa y se lanzó. Mientras caía pudo ver tras las ventanas del edificio: como un anciano le daba de comer a su esposa que estaba en silla de ruedas con un cariño sin medida en su rostro; como un niño saltaba encima de la cama al ritmo de la música que tronaba en el reproductor; también vio a una pareja de obesos, como él, haciendo el amor alegremente. Vio a su endocrino hablando por teléfono. Y vio a una mujer adulta, con un parecido alarmante a alguien que conoció una vez, que se lamentaba frente a una fotografía.
Ya era tarde y realmente ahora este era un caso perdido. Pero el último pensamiento que pasó por su cabeza, antes de abrírsela contra el pavimento, fue que abandonaba una vida que le hubiera gustado vivir, aunque sólo hubiera podido aprovecharla a pequeñas dosis, en diminutivo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

JOOOOOOOOOOOOO...pe Raul ya te vale, me pones los pelos de punta con tus escritos, este tiene una moraleja, supongo, no, afirmo, que hay que vivir la vida por fea que nos parezca siempre hay alguien que en circustancias malas, sonrie y vive la vida, ejem, voy a aplicarme el cuento, pues no estoy en mi mejor momento, pero como la historia que acabo de leer, voy a tratar de ser feliz yo, y trasmitir a mis huesos, nervios y demas organos vitales toda la fuerza del mundo pues de lo contrario acabare consumiendome, pero, eso sí, con una amplia sonrisa, para que nadie note mis mas profundas tristezas, que solo mi sistema inmunitario sabe lo desgastada que estoy.