Un año después de presentar este trabajo en el Curso Literatura y locura organizado conjuntamente por la Fundación Manantial y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, os dejo el texto de marras y el enlace del pdf de la Revista Norte donde acabó siendo publicado. Quiero aprovechar ya de paso para agradecer a Raúl Gómez, Sara Toledano de Manantial por su esfuerzo, dedicación ( y por esos gin tonics) y darme la oportunidad de conocer a grandes como Juan José Millás o Ricard Ruíz Garzón. También a Iñaki Márquez por publicar una vez más mis trabajos. Abrazos para tod@s!!
“Si
bien se mira, todo es narración. Desde la infancia nos vamos
configurando al mismo tiempo como emisores y como receptores de
historias, y ambas funciones son estrechamente interdependientes,
hasta tal punto que nunca un buen narrador creo que deje de tener sus
cimientos en un niño curioso, ávido de recoger y de interpretar las
historias escuchadas y entrevistas, de completar lo que en ellas
hubiera podido quedar confuso, abonándolo con la cosecha de su
personal participación. El desarrollo de nuestras aptitudes
narrativas depende así, en gran medida, de cómo hayan sabido
espolearlas en esa edad primera los buenos narradores de nuestro
próximo entorno, encargados de atizar y mantener encendida la llama
de la santa curiosidad infantil, y a quienes, de una manera más o
menos consciente, hemos envidiado y tomado por modelo". (Carmen
Martín Gaite. El cuento de nunca acabar. Del capítulo 8, "El
Gato con Botas")
Resulta
un tópico relacionar genialidad y locura, creación desbordada,
pulsional, sin cauces que puedan contener la fuerza titánica de la
pasión y de su culto obsesivo. Locura como temerario abordaje de lo
oculto, de aquello que permanece en el interior, en ese terreno
delimitado por lo inefable, supurando en forma de síntomas,
partiendo el lenguaje en un ejercicio constante de subversión a la
vida y a la muerte, a los sentimientos, a las conductas y las normas
establecidas en su normalizada arbitrariedad. Locura como atlas de lo
ignoto, únicamente porque parecería que no alcanza el lenguaje,
porque los significantes se transforman y se elevan hacia universos
improbables, abandonando la mundana literalidad y despojándose de
sus mundanos ropajes en un afán de ser, de trascender, de revelarse
absoluto, porque sólo lo absoluto puede asemejarse con ciertas
formas de sufrir.
En
este campo, el del sufrimiento, todos los seres humanos tenemos
experiencia. El sufrimiento suele ser la asignatura principal en la
universidad de la vida, aquello que nos hace aprender de la peor
forma y madurar, en ocasiones, hasta pudrirnos. Frente a este hecho
se han elaborado las metáforas más peregrinas, al rededor de las
cuales se han establecido las disciplinas psicoterapéuticas.
Durante
la segunda mitad del siglo XX, abandonadas las metáforas
terapeúticas de corriente más psicoanáliticas como la que
presentaba al ser humano (con el hombre como modelo) siendo éste
producto de una dinámica de fuerzas, que luchaban por la expresión
de los impulsos frente a la represión de los mismos, y, superado el
mecanicismo cibernético que comparaba el cerebro humano con la CPU
de un ordenador, una computadora reprogramable, nos encontramos con
el apogeo de una corriente constructivista, donde la realidad es
modificada constantemente por el observador y su forma de mirar. Una
mirada sobre el sufrimiento que pone el foco en el individuo y en la
construcción de su soledad, en las diversas formas de sobrellevar la
soledad y el duelo ante las perdidas que conlleva estar vivo y
proyectarnos en nuestros deseos.
Obviando
el hecho indiscutible de que la injusticia y la desigualdad
social-por desgracia cada vez más generalizadas- influyen y en
demasiadas ocasiones determinan el desarrollo de los seres humanos,
lastrando sus posibilidades de cambio y de evolución según unos
cánones de bienestar económico, sanitario y educativo, es en este
territorio, donde los hombres y las mujeres construyen su soledad,
donde el lenguaje y su uso literario ejercen de puentes que exorcizan
el aislamiento y fijan aquello que nos atora, sacudiéndolo fuera del
campo de lo no-dicho.
Es
por esto que se empezaron a establecer talleres de creación
literaria terapéutica, donde se invitaba a los usuarios de los
mismos a estructurar narrativas al rededor de su sufrimiento y las
causas del mismo. Talleres surcados por una ideología de la
enfermedad, que miraban el sufrimiento mental como aquello que había
que curar, y que como por arte de magia el acto literario fuera a
ayudar a extirpar la úlcera que provocaba la disfunción y el
trastorno. Quizás como en la relación que tuvieron el editor
Jacques Riviere y el poeta Antolin Artaud, y que ya desarrolló mi
querido Martín Correa Urquiza, el pasado lunes, no se trata de curar
a la persona, sino de des-enfermarla, de interpelarla, de ubicarla en
el lugar de lo normal, de abrazarla, de historizarla, de acompañarla,
de cuestionarla, de sufrirla, de generar conjuntamente un espacio que
posibilite el pensarse más allá de una identidad exclusivamente
enferma. No se trata de curar porque hay formas de ser y estar en el
mundo que por mucho que se consideren una enfermedad, no lo son, y si
lo son deben ser incurables, como lo son los espíritus
irreductibles. Se trata por tanto de salvar a esa persona, de darle
nombre y obra, cauces donde contener las mareas de su creatividad.
Una identidad que evite la auto-exculpación que conllevan las
categorías patológicas, que posibilite un ser, más allá del
requiebro y la pirueta, más allá de la fractura, donde reconocerse
y ser reconocido en tanto otro, abandonando la perversa deriva del
anonimato interior.
Es
por ello que la construcción de narrativas debería huir de
cualquier espacio clínico, porque si alejas la literatura de la
salud, puedes conseguir salud y verdadera literatura, la que surge
del alma de forma pulsional, sin ambages, corsés, ni demás
condicionantes que talan la libertad expresiva del escritor.
Desgraciadamente se ha confundido en demasiadas ocasiones la
construcción de narrativas terapéuticas con la construcción
literaria. Las distintas disciplinas y escuelas de la ciencia psi
defienden una serie de herramientas como método válido de construir
un relato que resulte sanador al hacer consciente lo inconsciente o
lograr modificar la conducta en lo real, desde el momento en que da
explicación y genera en el paciente un fenomeno de Insight. Me
resulta cuanto menos curioso como todos estos métodos, que en no
pocos casos resultan contradictorios e incluso antagónicos en un
plano teórico entre si, son defendidos como el método legítimo del
saber, aquella que permite dar explicación a la condición humana y
a sus misterios. En mi opinión si se quiere conocer los recovecos
del alma humana uno sale ganando si lee la novela del s. XIX, a
Dickens, Balzac, Stendhal, Dostoievsky, Tolstoi, Galdos, Victor Hugo,
por nombrar unos pocos, quizás, los más relevantes.
Además,
de alguna manera, la mayoría de las grandes obras de la literatura
abordan la locura de forma directa o indirecta en tanto ésta, la
locura, se pudiera entender como la exaltación de las pasiones
humanas, el sufrimiento y la angustia, por salirse sus protagonistas
de lo considero normal. Incluso me atrevería a decir que no sólo
abordan la locura sino su superación. Más allá de que la mayoría
de obras se estructuren desde el sentido del viaje. Quiero decir que
podría deducirse que la mayoría de argumentos se reducen a la
llegada de Pepito a un lugar o la marcha de Menganito en busca de
aventuras. En ese viaje o en esa llegada el protagonista ya sea héroe
o antihéroe se irá encontrando con aquellas personas y situaciones
que le permitirán crecer como persona, pasando en no pocas ocasiones
por momentos donde su comportamiento dista mucho de lo sensato, lo
saludable y lo socialmente permitido, cuando no se hayen enteramente
sumidos en el más absoluto delirio o en la más profunda melancolía.
¿Cuántas
veces el protagonista, sobre todo en la tradición del héroe
literario es aquel elegido capaz de enfrentrarse a las más duras
pruebas, al escarnio, la tortura, los engaños; pruebas que lo sitúan
al límite de sus fuerzas y sus capacidades, que en no pocas
ocasiones les hacen trastabillar y perder la esperanza? Su condición
de héroe se gana precisamente por su capacidad de superar todos esos
obstáculos. Quizás el ejemplo más paradigmático de lo que estoy
explicando sea el Ulises de Homero, en cuya odisea particular se
enfrenta a la muerte y a sus propios miedos, a aquellos monstruos que
hubiesen acabado con cualquier otro, y que no son otra cosa que
representaciones de aquellos peligros que corría el ser humano de la
época y lo alejaba de la sabiduría y la felicidad y, que por otro
lado, en la mayoría de los casos, sigue alejando al ser humano
actual por mucho que se disfrace con el sofisticado maquillaje de la
tecnología y el supuesto progreso. El delirio de Ulises al escuchar
el canto de las sirenas, su amnesia al reposar junto a Circe, serían
síntomas inducidos por enemigos reales, situados en el campo de lo
real, si entendemos el transcurso de una historia como la realidad a
la que están sujetas sus personajes, algo muy alejado de la visión
biologicista que triunfa hoy en día y que reduce el sufrimiento
humano a simples alteraciones de la bioquímica cerebral sin tener en
cuenta lo social y lo biográfico. Pero claro, todo esta visión del
crecimiento humano no deja de ser producto de la subjetividad de
Homero y de lo socialmente establecido en la Grecia del siglo VII
a.C.. Ni que decir tiene que si a día de hoy un hombre se va a la
guerra, abandonando a su mujer y a su hijo, y no vuelve hasta al cabo
de 20 años, cuando al fin regresa a su Ítaca se encontraría con
una demanda de divorcio y una más que presumible cornamenta digna de
un mamut del pleistoceno.
Por
otro lado, sobre las historias de llegadas, por regla general
podríamos hablar de un personaje que llega a un lugar y lo
transforma o acaba siendo él el que es transformado por el lugar. En
no pocas ocasiones tanto el lugar como el protagonista se van
transformando simultáneamente. Ejemplos que me vienen ahora mismo a
la cabeza serían Robinson Crusoe, Pedro Páramo o Hamlet. Me
dentendré brevemente en éste último.
Hamlet
vuelve a Elsinor al enterarse de la muerte de su padre. En este caso
resuelve volverse loco o fingir su locura como estrategia para vengar
el asesinato de su progenitor. Me parece interesante esta historia,
entre otras cosas, porque la locura del príncipe de Dinamarca tiene
en cuenta la decisión, la voluntad de enloquecer, de abandonarse a
la locura, dejándose arrastrar por los lúgubres senderos del rencor
y la sed de venganza. Esto contradice o al menos matiza los supuestos
mecanismos inconscientes que nos llevan a enloquecer y sobre todo a
la tesis dopaminérgica que maniata a los pacientes al suponer que
éstos no son capaces de manejar sus propios síntomas. En la misma
obra encontramos otro ejemplo de locura. Ofelia, seguramente el
personaje más amable de la trama, se quita la vida incapaz de
superar el asesinato de su padre en manos de su amado, recordándonos
las limitaciones humanas cuando somos estirados en direcciones
contrarias por fuerzas opuestas: ama a Hamlet, pero éste mató a su
padre, por lo que debe odiarlo; la dicotomía amor-odio impediría
por tanto a Ofelia hayar consuelo, un lugar en el mundo que la
ampare, un lugar amable donde superar la tristeza generada por el
doble duelo que supone la muerte del padre y la perdida de su amado.
Ofelia se abandona a su locura hasta morir, porque todas las personas
necesitamos de un otro que nos sostenga, que nos sujete en momentos
de angustia, que nos permita creer que más allá de la violencia y
el tremendo absurdo que resulta la existencia humana, podemos darle
un sentido a la misma, aunque éste sea una mera construcción basada
en la proyección de nuestro deseo. Al fin y al cabo un hombre o una
mujer solos no son nada, son la nada tras la puerta.
Capítulo
aparte ocupa la historia del loco más famoso y tierno de la historia
de la literatura. Hablo de Don Alonso Quijano. El viaje que emprende
el bueno de Don Quijote junto a Sancho es una búsqueda del propio
sentido. Como dice el antropólogo Ángel Martínez <<la
locura no se opone a la razón, sino al sentido común, a un común
compartido, a una convención social que por compartida no deja de
ser igual de arbitraria. En ese marco el loco emprende la búsqueda
de su propio sentido común>>. Cuánta verdad hay en
las palabras del Quijote, cuanta sabiduría comparte con su leal
Sancho, hasta el punto en que éste último llega a admirar a su amo.
Como el científico busca lo común en lo diverso y separa lo
esencial de lo superfluo: Sancho Panza busca respuestas sensatas a
los disparates de Don Quijote. Y no hay nada más sensato que ante un
Quijote cuerdo y moribundo, intentar espolearle con estas palabras:
-¡Ay!
-respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor
mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor
locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin
más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las
de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y
vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado:
quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea
desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar
de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo
cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra
merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria
derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser
vencedor mañana.
Estas
palabras esconden una doble lectura, como dijo Montalbán: Cuando
Sancho propone a Don Quijote continuar la aventura es porque sabe que
si Don quijote no existiera también él dejaría de existir. Pero
para el tema que nos ocupa lo que da sentido a la vida de ambos son
sus locas aventuras, sin ellas la vida deja de ser un lugar
habitable, por lo que sólo cabe esperar la muerte. El delirio de don
Quijote cumple una función auto-curativa, como diría Freud es un
intento de darle cuerpo al deseo, huyendo del malestar y el absurdo
de una sociedad abominable. Sin ese delirio que focalizaba el deseo
de Alonso Quijano que le daba una identidad, un lugar, un nombre y
una narrativa, la existencia de éste se colma de vacío.
La
actitud de Sancho resulta llamativa además por lo difícil que
resulta imaginar al cuidador de una persona diagnosticada espoleando
el delirio. La mayoría de cuidadores toman un papel castrador o
paternalista, igual que el mismo Sancho al principio de la obra,
demasiado ocupados en mantener el frágil sustento que aguanta sus
rutinas) se alarman -porque lo incomprensible está codificado para
ser alarmante, peligroso y objeto de temor- ante la imposibilidad de
entender de donde vienen estas conductas extrañas, que han
erupcionado partiéndolo todo: estructuras, lenguajes, significados,
sentimientos, relaciones, etc. En la vida real, esta situación es
mucho más hiriente, pues es muy difícil explicar cuales han sido
las causas reales que llevan a una persona a perder la cabeza. Ante
la falta de explicaciones sólo cabe la incomprensión o la empatía,
siendo la segunda muy difícil de encontrar por lo extraño de la
experiencia psicótica.
Me
gustaría que se entendiera bien lo que estoy intentando decir. Estoy
reividicando el derecho a enloquecer sin ser por ello rechazado,
estigmatizado, discriminado, castrado o drogado con substancias
neurotóxicas de venta en farmacias. No quiero decir tampoco que no
necesitemos ayuda durante los peores momentos de una crisis.
Simplemente apuntar, más adelante ya desarrollaré un poco más este
tema, que la ayuda que se suele dar en occidente se aleja mucho de lo
que realmente necesitamos.
Aquello
que tenemos en común la mayoría de personas que hemos pasado por
una experiencia de extremo sufrimiento mental es el sentirnos
profundamente solos. Es una soledad descarnada, hiriente,
vertiginosa, que nos sitúa a la deriva en un mundo que nos hace
zozobrar al no hayar tabla de salvamento ni cuerda de riel a la que
asirnos. En ese marco nos aferramos al delirio y su certeza como si
fuera el único pilar capaz de sostener la realidad, para que no
caiga sobre nosotros aplastándonos. Como Ulises, como Hamlet, como
Ofelia o El Quijote necesitamos poner palabras a todo ese magma,
construir una narrativa al rededor de lo que estamos viviendo, que lo
haga comprensible, que le de un lugar en este mundo, para así
poderlo compartir sin miedo. Porque lo peor de la locura no es su
proceso, ni sus síntomas, sino la tremenda dificultad que tenemos en
ocasiones las personas para explicar con precisión lo que estamos
sintiendo. En cuantas ocasiones sentimos los seres humanos que el
lenguaje no alcanza para explicar aquello que nos azora, como de
aterrados nos sentimos cuando no sabemos explicar los fenómenos que
estamos sintiendo en nuestro interior. No es el delirio, ni la
obsesión, ni la mania, ni la más profunda tristeza lo que nos
invalida, es el aislamiento social, el rechazo, lo que nos aleja de
un otro que nos contempla sumido en la extrañeza.
Es
por ello que la literatura resulta una maravillosa forma de fijar
todo aquello fuera del campo de lo inefable. Personalmente creo que
todo escritor escribe, entre otras cosas, para exorcizar su propia
locura. Podría deciros que escribo y ponerme poético, responder
que es mi particular forma de volar, religioso y explicaros que al
enfrentarme al folio en blanco me gusta jugar a ser dios, biólogo y
confesaros que vivo de la palabra de forma parasitaria, analista y
contaros como al escribir doy rienda suelta a lo que reprime mi
inconsciente, y un largo etcétera. Lo cierto es que si he llegado a
ser escritor es porque estoy enganchado desde hace mucho al antiguo
arte de contar historias. Esto es así porque desde hace mucho, mucho
tiempo, he tenido el privilegio de ser receptor de pequeñas y
grandes historias que me han ido moldeando tal y como soy hoy en día.
De
niño, mientras devoraba fascinado casi todos los libros, cómics y
películas que caían entre mis manos, soñaba que algún día
pudiera generar en alguien las mismas inquietudes que conseguían
mantenerme atrapado a la historia, hasta el punto de retar -con el
riesgo de ser reprendido duramente- las ordenes maternas de apagar la
luz e ir a dormir; hasta que acabara el capítulo aquí no se apagaba
nada, ni la luz ni mi mirada. Mi obstinación estaba más que
justificada. Aquellas historias de supervivientes en islas desiertas,
de héroes que se enfrentaban a la muerte por conseguir un beso de su
amada, de personas que se transformaban en insecto de la noche a la
mañana, eran la compañía más fiel y el consejero más preciso
para un chico solitario como yo, con la cabeza llena de sueños y
preguntas sobre lo que le rodeaba. Para mí, desear ser escritor era
la forma más natural de devolverle a los libros una pequeña parte
de aquello que me habían regalado desde bien pequeño.
Ahora
mediando la treintena puedo afirmar que el tiempo y tantas lecturas
me han aportado oficio, que a falta de un mayor talento o
inspiración, me permite resolver ciertos obstáculos que se
presentan cuando el flujo de la narración se atora y a uno le entran
ganas de abandonar. Como pasa también en la vida uno se las tiene
que ingeniar para no dejarse arrastrar por el desánimo, respirar
hondo, fumarse un cigarro o tomar un té, dar un paseo, echar un
polvo, para distraer a ese mal consejero que todos llevamos dentro y
que pretende disuadirnos con dudas y miedos de que persigamos
nuestros sueños, mientras decidimos qué camino nos sacara de este
entuerto: ¿a la izquierda o a la derecha de esa vieja fuente?
En
realidad no hay nada que pase en la vida que no pueda ser narrado,
que no pueda adquirir la dimensión epopéyica de una Odisea.
Recuerdo que con 4 años un día que mi abuela estaba enferma me
envió a comprar una barra de pan solo. Estábamos en un pueblo muy
pequeño y todos me conocían, por lo que se podía decir que tenía
tantos cuidadores como vecinos. Pero lo cierto es que todo eso a mi
me importaba más bien poco. Era un niño confiado y me habían
asignado una misión. Por lo que allí fui a la aventura, con mi capa
de superman y mi espada de madera en una misión que veía digna del
mismísimo Llanero Solitario. Me enfrenté a moscas como aviones, a
un perro con fauces infernales y a la mirada sanguinolenta de una
hechicera que vivía justo al lado de la panadería y que quiso
invitarme a un dulce. Cuando regresé a casa de mi abuela con la
barra de pan era un niño feliz. Aquel día comprendí la importancia
de tener una misión en la vida, algo que guíe nuestros pasos, una
ilusión que nos motive a seguir adelante sin temor.
Este
aprendizaje se volvió imprescindible en algunos momentos de mi vida
en los que el sufrimiento mental parecía que fuera a hacer zozobrar
todo aquello que me había sostenido en el mundo, aunque fuera
sujetandome a la fantasía y la imaginación. Curiosamente, ahora que
todas aquellas experiencias quedan tan atrás, puedo decir que quizás
me ayudó a superar aquellas circunstancias el hecho de que jamás
perdí la esperanza de alcanzar mis sueños. Porque incluso cuando
la presión de las camisas de fuerza químicas me ahogaban y no me
permitían hilar cuatro ideas seguidas, la literatura, el acto ritual
de ponerme escribir me permitía reconciliarme con quien realmente
era. Alguien que tenía mucho que contar.
En
medio de un sistema de salud castrador de voluntades y discursos, la
complicidad del folio en blanco me permitía interrogarme con
honestidad, a desnudarme ante el espejo de la palabra sin miedos ni
ambages. Lo que tenga que salir saldrá. Lo importante, lo
verdaderamente importante era y es conseguir detener ese run-run que
a veces se me instala en la mente, como si ésta se viera sacudida
por una tempestad capaz de hacer naufragar al marinero más experto.
En esos momentos, el hecho de fijar con palabras fuera del campo de
lo inefable, aquellas emociones que me sacuden consiguen un efecto
balsámico. En demasiadas ocasiones lo que realmente nos hace sufrir
no es tanto la emoción en sí misma, sino la narración que la
acompaña. Por eso es tan importante ser fiel a uno mismo a la hora
de construir cualquier relato, y más si se pretende que éste sea
leído por terceros y cuartos. Al fin y al cabo en toda narración o
poema se esconde la personalidad de una persona que necesita
compartir aquello que le ha hecho emocionar. Es esa emoción la que
nos hace empatizar con aquello que leemos, es esa emoción la que
hace que empaticen con aquello que escribimos. Porque más allá de
la validez de una narrativa concreta, todas y cada una de ellas
sirven para lo mismo, para sentirnos menos solos, para
comprendernos, para consolarnos,
Los
profesionales del mundo Psi llevan casi dos siglos buscando esa
ecuación que defina el alma humana, y, olvidan -como están
demostrando los últimos avances en neurociencia- que el resultado es
indeterminado. Que resulta hasta cierto punto absurdo hablar del ser
humano como especie, pues si algo nos caracteriza es la singularidad.
Podemos hablar de ciertas personas, y de ciertas formas de mirarse y
mirarlos, de las multiples maneras que nos aporta el lenguaje de
explicar su historia, una historia que ante todo conoce su
protagonista, y que por mucho que se vista al observador con los más
académicos ropajes, esto es algo innamovible. Como mucho -que no es
poco- la mirada del observador puede llegar a modificar la realidad
condicionando desde su punto de vista el relato y su construcción,
pero esto es más una prueba de la inconsistencia, del vacío, de la
permeabilidad hacia distintos discursos, que poseemos las personas,
tan ocupadas en encontrar las palabras y los roles que al fin nos
identifiquen. La esencia humana se vasa en esa búsqueda de cierto
equilibrio -a veces desequilibrado-, caminante
no hay camino se hace camino el andar
que decía Antonio Machado. Todas las metas, todos los objetivos que
nos marquemos como individuos están motivados por la necesidad que
tenemos de sostenernos en el abismo del sinsentido, el absurdo
cosmogónico de un universo cruel y caótico en el que estamos
suspendidos sin causa conocida. Todas nuestras creencias y todas
nuestras certezas sólo son una forma más o menos torpe de poner
orden en ese enredo sin fin. Hay poetas como el mismo Artaud (Correa
Urquiza, 2010) que al mirar cara a cara al sinsentido del que estoy
hablando se quedaron para siempre atrapados en una deriva infinitupla
(Pessoa, 1921), aferrándose a las viscosas paredes del lenguaje,
como única respuesta al caos que percibía. No hay intención de
escapar de la trampa de la duda, desde el mismo momento en que no hay
con quien compartirla. Hablo de la trampa de la duda, del conflicto
con la incertidumbre, del estallido del desasosiego. Porque existimos
desde el momento en que un otro piensa en nosotros y no al revés. El
teorema cartesiano del cogito,
ergo sum,
habría que modificarlo por
cogitare nos, ergo sum,
nos piensan, luego existimos.
De
todo lo que podemos tener en común aquellas personas que hemos
pasado por una experiencia de grave sufrimiento mental es una
profunda experiencia de soledad. Una soledad que nos atrapa en la
certeza, que nos inocula el germen del aislamiento al saber que no
vamos a ser comprendidos, que por mucho que lo intentemos – cuando
lo hacemos- sólo recibimos incomprensión y rechazo, segregación
del grupo, exclusión. Es en esos casos cuando la búsqueda de un
interlocutor ideal (Martin Gaite, 1978) se vuelve perentoria. Como
decía la autora salmantina: "Cuando vivimos, las cosas nos
pasan, pero cuando contamos las hacemos pasar”. Al contar nuestra
historia estiramos del hilo de la madeja de la misma, hilamos el
tapiz que le da forma y contenido, re-cordamos, anudando los
distintos hechos y sensaciones, porque a la vez que la contamos a un
otro atento nos la contamos a nosotros mismos, le damos un orden. “Un
antes y un después que la hacen real. Al fin y al cabo, las cosas
nunca son de una manera o de otra; sólo son como nos las contamos.
Somos en función de nuestro interlocutor”.
Bajo
esta premisa queda clara la responsabilidad del observador como
puente hacia la salud o hacia la enfermedad. Como según el enfoque
que imponga el observador se puede promover una forma naturalizadora
de entender el sufrimiento mental como algo propiamente humano o, por
el contrario, formar parte de los engranajes de la patologización de
la sociedad. No resulta baladí desde el momento en que el sistema de
salud actual, focalizando el problema únicamente en la paliación de
síntomas y no en la reestructuración de la subjetividad
identitaria, parece más una industria de la enfermedad que un
sistema generador de salud. Con naturalizar no me refiero a negar,
sino a realizar un acto de no segregación, ni destierro de los
espacios más comunes y cotidianos de la comunidad, un acto de
responsabilización del propio relato. El sufrimiento mental es
vivido por todos y cada uno de los seres humanos en algún momento de
sus vidas; la culpa, la melancolía, la tristeza, el duelo, la
obsesión, la manía, el delirio, son, básicamente, percances de ser
humano, y no en pocas ocasiones percances de ser buena gente. Esta
sociedad hipernormativizada, hasta el punto de la normopatía,
castiga con la exclusión a aquellas personas que muestran ciertas
dificultades para integrar una realidad que agrede de forma cruel a
sus individuos. ¿Realmente queremos vivir en un mundo sin
sentimientos, ni memoria, sin sueños, ni ilusiones?
Con
la perspectiva que nos da la crisis actual, donde la pobreza, la
desnutrición, el desamparo, la soledad y la desesperación que se
desprende de los desahucios, el paro, el no llegar ni a mitad de mes,
la falta de perspectivas, etcétera, la cultura debe ser una
herramienta que nos invite a imaginar colectivamente un futuro mejor,
que acerque el sufrimiento humano a aquellas personas que no lo han
vivido con ese grado de intensidad o desestructuración, que
universalice la diferencia, las diferentes diferencias que, en
ocasiones, somos y que promueva el encuentro y la colectivización de
los cuidados.
Del
mismo modo que la ciencia psi tuvo que luchar por desinstalar del
dogma y de la certeza a una sociedad oscurantista devota de dios y de
María, para aportar una nueva mirada más rigurosa sobre los
problemas humanos, hoy es desde el humanismo, desde la flexibilidad,
desde la escucha y el acompañamiento, desde la empatía y la
comprensión, desde el cuestionamiento y la autocrítica desde donde
se puede ayudar a desinstalar a una ciencia que se ha convertido en
la nueva religión, desacralizarla para poder acercarla así de nuevo
al ser humano y a sus angustias y sus heridas. Ni que decir tiene que
un antidepresivo o un ansiolítico no le va a devolver su casa a
alguien a quien han desahuciado, ni pondrá un plato en la mesa para
que sus hijos o ellos mismos puedan comer. Desgraciadamente se lleva
demasiado tiempo asociando sufrimiento mental y patología mental,
como si una y otra fueran el mismo fenómeno. No se entiende la
problemática mental sin una cierta dosis de sufrimiento, pero sufrir
no implica necesariamente que exista un trastorno de base. Se lleva
demasiado tiempo diagnosticando con etiquetas psiquiátricas
problemas de índole social, económico, sentimental, existencial,
familiar, laboral, biográfico, etcétera; reduciendo el problema
real a sus consecuencias sintomáticas en la persona afectada, de la
que poco importa su historia, su entorno, sus circunstancias; una
canallada, en definitiva,
cuando toda conducta humana es reducible a la categoría de síntoma,
que invita a la confusión al trasladar el foco del sufrimiento de
una sociedad enferma al cerebro. Estar
desamparado es en realidad el síntoma del fracaso de todos como
sociedad al no poder generar colectivamente los recursos necesarios
para sostener el sufrimiento de nuestros familiares y vecinos. Es el
fracaso del individualismo y el consumismo que nos impide acercarnos
a los demás de forma altruista. El hecho de que en el tercer mundo
gracias a los lógicas que rigen sus comunidades se recupere el doble
de afectados de un brote psicótico (O.M.S., 2010) que en Occidente
es una prueba palpable del enorme esperpento que sin querer
promovemos al patologizar ese desamparo en una pirueta rocambolesca y
execrable. En otras palabras:
"Los
problemas colectivos del malestar se convierten en un problema de
salud personal, en un conflicto privado. El sufrimiento individual,
resultado de una contradicción social, aparece oculto en el momento
que este sufrimiento es confinado en un espacio técnico-sanitario,
aparentemente neutral. Tanto el neoliberalismo como cierta ideología
psiquiátrica y psicológica coinciden en esta tendencia a ocultar
los problemas sociales detrás de los sufrimientos personales. Se
propugna un reduccionismo psicológico o biológico de fenómenos y
realidades que son mucho más complejas y se empañan otras
perspectivas que explican mejor y de forma más global el sufrimiento
de las personas.” (Hacia una psiquiatría crítica, Alberto
Ortiz Lobo. 2013)
El
crecimiento por tanto partiría de la conciencia colectiva y de una
re-evolución que lleva retrasándose demasiado tiempo. Es desde el
encuentro desde donde podemos transformarnos, desde la movilización
activa desde donde podemos cambiar las cosas. No hablo únicamente de
manifestaciones callejeras, hablo de que la cultura de la
transformación invada las consultas, los hogares, las casas, el
trato y las relaciones. De que rescatemos a ese niño ávido de
historias que olvidamos en el desván de nuestra memoria, y que le
preguntemos si quiere ayudarnos a hacer de este un mundo mejor.
Porque la conciencia del problema que se nos supone sólo llega desde
el conocimiento ideológico, desde la política, desde la salud.
Es
increíble como se ha movilizado en una inmensa y corrosiva marea
blanca tantísimos trabajadores en defensa de la sanidad pública,
como en algunas ciudades se han abierto consultorios gratuitos para
inmigrantes, como se han organizado espontáneamente asambleas donde
discutir y repensar el futuro de una forma de entender la salud única
en el mundo por su universalidad y calidad. Mientras las
instituciones políticas hablan de un sistema de salud enfermo y
deficitario, tantísimos profesionales han dado muestras de su salud
al asociarse, para defenderlo y defenderse, en un acto de
responsabilidad y rebelión. Sería maravilloso que este mismo
espíritu de construcción colectiva contagie a los profesionales y a
los dispositivos de salud mental, y les ayude a abandonar el
paternalismo y la coerción Que se empiece a contar con quien se
llama pacientes, sin cosificarlos, desde el mutuo compromiso de
colaboración. Quizás para eso sólo haga falta generar esos
espacios de libertad donde las historias, los relatos de tantas
historias, ocupen el lugar de tanta etiqueta desacreditora. Sólo se
me ocurre un motivo para no querer escuchar una buena historia,
aunque esta parezca descabalgada y haya que jugar a detectives para
recomponer las piezas sueltas que nos regalan, y es el hecho de no
haber tenido tampoco nadie que haya escuchado la nuestra. Contar
nuestra propia historia, compartirla con alguien a quien valoramos,
muchas veces es la mejor forma de acercarse a lo que realmente somos,
limpiar los estantes de nuestra memoria, allá, en la trastienda de
los ojos. Como demuestran tantísimas novelas y poemas es necesario
conocerse a uno mismo para poder conocer a los demás. Si no nos
conocemos, si sólo nos acercamos al otro a través de la teoría no
estaremos promoviendo un mundo más humano, sino como diría Aldous
Huxley: Un mundo “feliz”.
Lugo,
6 de noviembre de 2013.
Bibliografía:
El
cuento de nunca acabar. Carmen Martín
Gaite. Ed. Anagrama. Madrid,
La
rebelión de los saberes profanos. Martín
Correa-Urquiza. Textos U.R.V. ,Tarragona 2010.
Hacia
una psiquiatria crítica. Alberto Lobo
Ortiz. Grupo 5. Madrid, 2013.
El
estigma. La identidad deteriorada. Erving
Goffman. Buenos Aires, Amorrortu, 1988.
La
arqueología del saber. Michael Foucault.
Buenos Aires. Amorrortu, 2003.
El
libro del desasosiego. Alberto Pessoa.
Madrid, Acantilado, 2007.
El
Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia.
Deleuze, G.; Guattari, F.: Barcelona, Paidós, 1998.
La
Odisea. Homero. Alianza
Editorial, Madrid, 1997.
Has
visto alguna vez llorar a un cerezo? Ángel
Martínez,
El
ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, Miguel
de Cervantes. Alianza Editorial, Madrid, 1995.
Pedro
Páramo, Juan
Rulfo,
Hamlet,
William Shakespeare,
Colección Austral,