Atravesando
el misterio.
Las
cámaras del vagón lo grabaron todo. Tenía sólo 18 años y
demasiado por descubrir. Una universitaria de interior, recién
llegada a Barcelona, soñadora e idealista, con ganas de comerme el
mundo antes de que me comiera él a mi.
Aquella
noche iba a un concierto a las afueras de la ciudad, mis compañeras
de piso me avisaron de que fuera con cuidado, no era una zona
demasiado segura. Pero todo parecía ir bien.
Al
volver, tomé el metro. La diferencia con la ida es que a aquella
hora el vagón estaba totalmente vacío. Nada más sentarme me
recorrió un escalofrío. Eran las cuatro y media de la madrugada y
mi única compañía era el miedo que agitaba el latido de mi
corazón. Intentaba tranquilizarme a mi misma, había cámaras de
seguridad y vigilancia permanente, pero creo que el alcohol que había
tomado aumentaba mi nivel de alteración. Quise morir cuando antes de
que se cerraran las puertas del vagón un hombre de aspecto sucio,
desaliñado, con la mirada perdida, entraba en él y se sentaba a
pocos metros de mí.
Yo
intentaba mantener la calma. Pero no podía dejar de mirar a aquel
misterioso sujeto. Temía de él y de su aspecto tosco. Temía lo que
pudiera hacerme y a la vez me reprendía a mi misma por ser tan
prejuiciosa. En un momento dado el hombre se giró hacia mí y
nuestras miradas se encontraron a medio camino. Fue entonces cuando
se levantó de un salto, y mi corazón pareció desbocarse por
momentos, bombeando sangre y terror hasta mi cerebro juvenil.
Lentamente,
con la mirada perdida, como si estuviera drogado, se iba acercando
hasta mi posición. Yo no sabía como reaccionar. Le veía acercarse
por el rabillo del ojo, incapaz de enfrentar su mirada, incapaz de
pensar, de levantarme o de gritar. Estaba paralizada por el pánico a
un ataque inminente. Sin valor a levantar la mirada, la visión de
sus rodillas me indicó que estaba justo delante de mi, mirándome,
casi podía sentir como su mirada me atravesaba, empequeñeciéndome
a cada instante. Cerré los ojos y no sé cuánto tiempo pasó; si un
segundo, cinco, diez o una eternidad en la que creí ahogarme y
perder la conciencia. Fue el hombre quién rompió el silencio al
decirme con voz firme: <<Señorita, no son horas para que una
joven como usted vaya sola. Ándese con cuidado.>>
Cuando
al fin me atreví a abrir los ojos, el hombre había desaparecido y
el vagón cerraba de nuevo sus puertas, dispuesto a atravesar el
subsuelo de la ciudad hasta una nueva parada.
A
día de hoy sigo sin saber si estuvo allí realmente o si todo fue
producto de mi imaginación aterrada, una broma de mal gusto de mi
inconsciente. Pero confieso que, en ocasiones, cuando tomo el metro
un sábado de madrugada y regreso sola a casa, me gustaría volver a
encontrármelo para preguntarle, y así conocer, que se escondía en
realidad detrás de tanto misterio.