De-construyendo
la necesidad de vivienda.
Este
año se cumple el trigésimo-quinto aniversario de la constitución
española, en cuyo artículo 47 reza:
Todos
los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y
adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones
necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo
este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el
interés general para impedir la especulación. La comunidad
participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de
los entes públicos.
Estaréis
de acuerdo en que estas palabras, leídas con la perspectiva que nos
da la crisis actual, donde la pobreza, la desnutrición, el
desamparo, la soledad y la desesperación que se desprende de los
desahucios, el paro, el no llegar ni a mitad de mes, la falta de
perspectivas, etcétera, la hacen parecer un chiste o una broma de
mal gusto. Siendo España uno de los paises de la Unión Europea con
más viviendas construidas, más viviendas vacías y menos viviendas
asequibles, dado el modelo de urbanización económicamente
especulativo, ambientalmente insostenible y socialmente excluyente
que ha colocado en situación de vulnerabilidad a amplias capas de la
sociedad.
Hablar
de la necesidad de vivienda, por tanto, es hoy un imperativo que
sitúa a la población en general en el foco de un huracán
ideológico en perpetuo tránsito por los cielos de la incertidumbre,
en tanto que separa a aquellos que creen que los derechos humanos son
inalienables, de aquellos que vorazmente, aupados a lomos de la
bestia neoliberal, sólo se acuerdan de ellos cuando les puede
beneficiar directamente en su escalada social. La principal
diferencia entre unos y otros es la forma en que se tiene en cuenta a
ese otro anónimo, del que no se habla en los medios de comunicación,
ni se le tiene en cuenta más allá de su círculo más próximo; ese
otro que sufre lo indecible, que es rechazado por su condición y sus
circunstancias, que es maltratado en no pocas ocasiones, y en otras
tantas olvidado o ninguneado, que choca contra políticas
insolidarias que defienden la posición del más fuerte, impunemente,
ya sea por alevosía, ignorancia o instinto homicida. Hacia ellos,
los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada, de
los que hablaba Galeano, van dirigidos mis pensamientos.
Porque
ellos, los invisibles están por todas partes y aunque muchos no lo
crean son más parecidos a nosotros de los que nos pensamos. A veces,
demasiadas veces, son nuestros vecinos, aquellos a los que esquivamos
a la hora de subir en el ascensor o que rehuimos mirar en la calle,
como si estuviesen gravemente enfermos y sólo con cruzar nuestra
mirada con la suya nos pudieran contagiar.
Me
gustaría partir de la premisa de que en este mundo nuestro el peor
paciente o al menos el más grave es nuestra sociedad. Una sociedad
que adolece de prepotencia, de falta de empatía, de soberbios
prejuicios, de un individualismo exacerbado que nos prometieron como
la mayor de las libertades y que ha acabado encerrándonos en
nuestros pisos con doble aislamiento, inoculado de forma parasitaria
el germen de la indiferencia, enganchados a la desinformación que
nos transmiten desde la mayoría de medios de masas y destruyendo -de
esta manera tan sutil- muchos de los vínculos sociales que nos
ayudaban a las comunidades a sostenernos en situaciones de angustia,
soledad y sufrimiento. Por este motivo estamos aquí reunidos, porque
entre todos queremos generar un espacio donde se pretende modificar
de forma alterativa la mirada del observador, recuperando por medio
de la palabra la dignidad de aquellos que hace tiempo traspasaron la
frontera del olvido.
¿Que
ocurre cuando a los problemas de cualquier ciudadano de a pie, además
se le suman problemáticas de salud mental? ¿Cuándo la persona se
ve doblemente invisibilizada, deshistorizada por un sistema de salud
orientado únicamente a la paliación de síntomas, cuando su palabra
es constantemente negada al considerarse menos válida que la de un
niño, cuando existe y persiste una constante castración física,
psíquica y simbólica, cuando se destierran los cuerpos y las mentes
de las relaciones más básicas y se expolían los derechos
refrendados en la Convención sobre los derechos de las personas con
discapacidad? No hace falta ser muy avispado para intuir que los
obstáculos son en demasiadas ocasiones ingentes.
En
muchos casos a partir del momento de la primera crisis, la persona
afectada es vista a través de su diagnóstico, a través de su
discapacidad, de sus limitaciones y esto dificulta su reinserción en
la sociedad. Irresponsabilizados diagnóstica y legislativamente, no
se nos tiene en cuenta puesto que se presupone que no sabemos lo que
es mejor para nosotros mismos.
Se
considera que la salud mental es la capacidad de lidiar con todas las
emociones que vivimos en el transcurso del día a día, es lidiar con
sus vaivenes de carrusel, sus relaciones muchas veces contaminadas,
con la presión del estrés, con el hastío, la sorpresa, la
tristeza, la alegría, la angustia, la extrañeza, la confianza y la
desconfianza, con las dudas y las certezas. Lidiar con ellas para que
fluyan, para que pasen, para que no se claven ni nos obliguen a
emparapetarnos tras la murallas del silencio.
Desgraciadamente
esto no es fácil. Para nadie lo es, con o sin diagnóstico son
rutinas que generan un grado relativo de angustia, sobre todo cuando
la vida pega duro. Todas hemos sentido ese desamparo, esa soledad tan
desolada (que diría Mario Benedetti) esa caída infinítupla hacía
lo más oscuro de nuestra habitación. Todos hemos enloquecido en
algún momento de terror, de desgana, de injusticia, de desamor, de
luto, arrasados por la pena, desalmados como los arrabales de una
ciudad destruida por el absurdo de una guerra, que en este caso se
combate en nuestro interior.
Si
a esto le sumamos el estigma que conllevan las etiquetas
psiquiátricas es fácil entender que en muchos casos las relaciones,
en el mismo núcleo familiar de la persona diagnosticada, se atoren,
se violenten, se encrudezcan. Que sea necesaria para todas las partes
una distancia que el espacio físico no siempre permite. Por un lado
un entorno (demasiado ocupado en mantener el frágil sustento que
aguanta sus rutinas) alarmado -porque lo incomprensible está
codificado para ser alarmante, peligroso y objeto de temor- ante la
imposibilidad de entender de donde vienen estas conductas extrañas,
que han erupcionado partiéndolo todo: estructuras, lenguajes,
significados, sentimientos, relaciones; por el otro, una persona que
sufre en sus carnes la más absoluta incomprensión, agazapada en su
rincón, temerosa de un mundo que le agrede, doble víctima de su
biografía y de un sistema sanitario desacreditador, con la
personalidad desestructurada, despersonalizados diagnósticamente,
con las emociones aplanadas por la química farmacológica, flotando
a la deriva en una sociedad hostil, depredadora, voraz, donde la
sutil violencia a la que todos los seres humanos somos sometidos cada
día va desmembrando las posibilidades reales de cambio...
Es
duro tener que vivir bajo el techo parental durante toda una vida,
por muy amorosos que sean unos padres, porque uno renuncia a su
autonomía, a sus sueños de infancia, a su afán de independencia.
Instintos que son comunes a todas las personas y casi me atrevería a
decir a todos los animales de este planeta pues cuando uno llega a
cierta edad, lo que toca es salir del nido.
Según
Antonio Centeno, activista del foro de vida independiente: La vida
independiente es un derecho humano recogido en el artículo 19 de la
Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad; el
ejercicio del efectivo consiste en vivir de manera que el entramado
de relaciones personales y vínculos sociales de la persona con
discapacidad esté libre de relaciones de dominación, o al menos tan
libre como el estándar del entorno sociocultural donde se
desarrolla. Esta liberación de las relaciones de dominación no pasa
porque la persona "haga cosas por sí misma" si no para que
pueda asumir tanta responsabilidad y control como desee sobre los
apoyos que le permiten llevar a cabo las actividades cotidianas. Vida
independiente no significa vivir solo, aislado, sino vivir en
comunidad con plena libertad para tomar decisiones sobre la propia
vida cotidiana.
En
este sistema nuestro lo difícil no es sólo salir del nido, sino
encontrar el espacio donde construir tu nueva vida, a no ser que
puedas pagar una hipoteca a 20 años. Sin acceso al mercado laboral,
sin apenas ingresos, las personas diagnosticadas parece que estemos
abocadas a depender de las instituciones, ya sea la familia, el
Estado o las fundaciones privadas.
Desde
la reforma psiquiátrica iniciada por Basaglia en los años 70 y el
cierre de las antiguas instituciones totales los locos nos
enfrentamos a un nuevo reto: nuestro reconocimiento como ciudadanos y
nuestra integración en la comunidad. Más allá de la torpeza con la
que se fueran realizando las distintas reformas psiquiátricas en
Europa o la mayor sofisticación de los tratamientos neurolépticos,
a los locos se nos inserta dentro de un sistema pseudocomunitario
formado por plantas de agudos en hospitales generales, centros de
día, residencias, pisos tutelados, etc. Estos dispositivos no
solucionan el problema del tránsito constante, ni nuestra necesidad
de evasión, sino que en muchos casos lo acrecenta. Las camisas de
fuerza físicas han sido sustituidas por camisas de fuerza químicas,
que levantan muros mentales, invisibles, que dificultan la
comunicación entre otros motivos a causa del aplanamiento emocional
que generan. Los locos nos encontramos nuevamente vagando por las
calles o encerrados en nuestra habitación, en fuga constante de un
mundo que nos agrede y que nos empuja a la evasión. Los síntomas
positivos como las alucinaciones o los delirios pueden haber
disminuido, pero la agresión de una comunidad que nos rechaza, que
desconfía de nosotros y de nuestro deambular, que nos considera
peligrosos o vagos, que nos mira a través de nuestra discapacidad,
que nos infantiliza en el mejor de los casos y nos ningunea en el
peor, hace del proyecto de integración comunitaria un fracaso casi
absoluto.
Habría
que modificar las lógicas heredadas de tiempos pretéritos y que
todavía hoy rigen la mayoría de instituciones y condicionan la
mirada social con la que se mira a las personas diagnosticadas, como,
por ejemplo, la entronización en un doble rol en tanto pacientes y
enfermos crónicos de la que es difícil salir y por tanto mirarse y
ser mirado más allá de la identidad enferma. Reclamar el sentido
propio de nuestra responsabilidad individual como ciudadanos y dueños
de nuestras emociones, desincrustándonos de esa mirada paternalista
que nos fosiliza. Tomar conciencia, en definitiva, de nuestra plena
singularidad como seres humanos, de nuestras capacidades y nuestras
limitaciones, así como las de nuestro entorno, para poder reclamar
el respeto deseado y el cumplimiento de nuestros derechos. Sólo
desde la promoción de la autogestión de nuestra vida, también de
las angustias, es posible hablar de autocuidado, de autonomía, de
empoderamiento y de cambio real de paradigma.
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