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sábado, 9 de marzo de 2013

De-construyendo la necesidad de vivienda en Salud Mental.

De-construyendo la necesidad de vivienda.


Este año se cumple el trigésimo-quinto aniversario de la constitución española, en cuyo artículo 47 reza:

Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.

Estaréis de acuerdo en que estas palabras, leídas con la perspectiva que nos da la crisis actual, donde la pobreza, la desnutrición, el desamparo, la soledad y la desesperación que se desprende de los desahucios, el paro, el no llegar ni a mitad de mes, la falta de perspectivas, etcétera, la hacen parecer un chiste o una broma de mal gusto. Siendo España uno de los paises de la Unión Europea con más viviendas construidas, más viviendas vacías y menos viviendas asequibles, dado el modelo de urbanización económicamente especulativo, ambientalmente insostenible y socialmente excluyente que ha colocado en situación de vulnerabilidad a amplias capas de la sociedad.

Hablar de la necesidad de vivienda, por tanto, es hoy un imperativo que sitúa a la población en general en el foco de un huracán ideológico en perpetuo tránsito por los cielos de la incertidumbre, en tanto que separa a aquellos que creen que los derechos humanos son inalienables, de aquellos que vorazmente, aupados a lomos de la bestia neoliberal, sólo se acuerdan de ellos cuando les puede beneficiar directamente en su escalada social. La principal diferencia entre unos y otros es la forma en que se tiene en cuenta a ese otro anónimo, del que no se habla en los medios de comunicación, ni se le tiene en cuenta más allá de su círculo más próximo; ese otro que sufre lo indecible, que es rechazado por su condición y sus circunstancias, que es maltratado en no pocas ocasiones, y en otras tantas olvidado o ninguneado, que choca contra políticas insolidarias que defienden la posición del más fuerte, impunemente, ya sea por alevosía, ignorancia o instinto homicida. Hacia ellos, los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada, de los que hablaba Galeano, van dirigidos mis pensamientos.

Porque ellos, los invisibles están por todas partes y aunque muchos no lo crean son más parecidos a nosotros de los que nos pensamos. A veces, demasiadas veces, son nuestros vecinos, aquellos a los que esquivamos a la hora de subir en el ascensor o que rehuimos mirar en la calle, como si estuviesen gravemente enfermos y sólo con cruzar nuestra mirada con la suya nos pudieran contagiar.

Me gustaría partir de la premisa de que en este mundo nuestro el peor paciente o al menos el más grave es nuestra sociedad. Una sociedad que adolece de prepotencia, de falta de empatía, de soberbios prejuicios, de un individualismo exacerbado que nos prometieron como la mayor de las libertades y que ha acabado encerrándonos en nuestros pisos con doble aislamiento, inoculado de forma parasitaria el germen de la indiferencia, enganchados a la desinformación que nos transmiten desde la mayoría de medios de masas y destruyendo -de esta manera tan sutil- muchos de los vínculos sociales que nos ayudaban a las comunidades a sostenernos en situaciones de angustia, soledad y sufrimiento. Por este motivo estamos aquí reunidos, porque entre todos queremos generar un espacio donde se pretende modificar de forma alterativa la mirada del observador, recuperando por medio de la palabra la dignidad de aquellos que hace tiempo traspasaron la frontera del olvido.

¿Que ocurre cuando a los problemas de cualquier ciudadano de a pie, además se le suman problemáticas de salud mental? ¿Cuándo la persona se ve doblemente invisibilizada, deshistorizada por un sistema de salud orientado únicamente a la paliación de síntomas, cuando su palabra es constantemente negada al considerarse menos válida que la de un niño, cuando existe y persiste una constante castración física, psíquica y simbólica, cuando se destierran los cuerpos y las mentes de las relaciones más básicas y se expolían los derechos refrendados en la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad? No hace falta ser muy avispado para intuir que los obstáculos son en demasiadas ocasiones ingentes.

En muchos casos a partir del momento de la primera crisis, la persona afectada es vista a través de su diagnóstico, a través de su discapacidad, de sus limitaciones y esto dificulta su reinserción en la sociedad. Irresponsabilizados diagnóstica y legislativamente, no se nos tiene en cuenta puesto que se presupone que no sabemos lo que es mejor para nosotros mismos.

Se considera que la salud mental es la capacidad de lidiar con todas las emociones que vivimos en el transcurso del día a día, es lidiar con sus vaivenes de carrusel, sus relaciones muchas veces contaminadas, con la presión del estrés, con el hastío, la sorpresa, la tristeza, la alegría, la angustia, la extrañeza, la confianza y la desconfianza, con las dudas y las certezas. Lidiar con ellas para que fluyan, para que pasen, para que no se claven ni nos obliguen a emparapetarnos tras la murallas del silencio.

Desgraciadamente esto no es fácil. Para nadie lo es, con o sin diagnóstico son rutinas que generan un grado relativo de angustia, sobre todo cuando la vida pega duro. Todas hemos sentido ese desamparo, esa soledad tan desolada (que diría Mario Benedetti) esa caída infinítupla hacía lo más oscuro de nuestra habitación. Todos hemos enloquecido en algún momento de terror, de desgana, de injusticia, de desamor, de luto, arrasados por la pena, desalmados como los arrabales de una ciudad destruida por el absurdo de una guerra, que en este caso se combate en nuestro interior.

Si a esto le sumamos el estigma que conllevan las etiquetas psiquiátricas es fácil entender que en muchos casos las relaciones, en el mismo núcleo familiar de la persona diagnosticada, se atoren, se violenten, se encrudezcan. Que sea necesaria para todas las partes una distancia que el espacio físico no siempre permite. Por un lado un entorno (demasiado ocupado en mantener el frágil sustento que aguanta sus rutinas) alarmado -porque lo incomprensible está codificado para ser alarmante, peligroso y objeto de temor- ante la imposibilidad de entender de donde vienen estas conductas extrañas, que han erupcionado partiéndolo todo: estructuras, lenguajes, significados, sentimientos, relaciones; por el otro, una persona que sufre en sus carnes la más absoluta incomprensión, agazapada en su rincón, temerosa de un mundo que le agrede, doble víctima de su biografía y de un sistema sanitario desacreditador, con la personalidad desestructurada, despersonalizados diagnósticamente, con las emociones aplanadas por la química farmacológica, flotando a la deriva en una sociedad hostil, depredadora, voraz, donde la sutil violencia a la que todos los seres humanos somos sometidos cada día va desmembrando las posibilidades reales de cambio...

Es duro tener que vivir bajo el techo parental durante toda una vida, por muy amorosos que sean unos padres, porque uno renuncia a su autonomía, a sus sueños de infancia, a su afán de independencia. Instintos que son comunes a todas las personas y casi me atrevería a decir a todos los animales de este planeta pues cuando uno llega a cierta edad, lo que toca es salir del nido.

Según Antonio Centeno, activista del foro de vida independiente: La vida independiente es un derecho humano recogido en el artículo 19 de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad; el ejercicio del efectivo consiste en vivir de manera que el entramado de relaciones personales y vínculos sociales de la persona con discapacidad esté libre de relaciones de dominación, o al menos tan libre como el estándar del entorno sociocultural donde se desarrolla. Esta liberación de las relaciones de dominación no pasa porque la persona "haga cosas por sí misma" si no para que pueda asumir tanta responsabilidad y control como desee sobre los apoyos que le permiten llevar a cabo las actividades cotidianas. Vida independiente no significa vivir solo, aislado, sino vivir en comunidad con plena libertad para tomar decisiones sobre la propia vida cotidiana.

En este sistema nuestro lo difícil no es sólo salir del nido, sino encontrar el espacio donde construir tu nueva vida, a no ser que puedas pagar una hipoteca a 20 años. Sin acceso al mercado laboral, sin apenas ingresos, las personas diagnosticadas parece que estemos abocadas a depender de las instituciones, ya sea la familia, el Estado o las fundaciones privadas.

Desde la reforma psiquiátrica iniciada por Basaglia en los años 70 y el cierre de las antiguas instituciones totales los locos nos enfrentamos a un nuevo reto: nuestro reconocimiento como ciudadanos y nuestra integración en la comunidad. Más allá de la torpeza con la que se fueran realizando las distintas reformas psiquiátricas en Europa o la mayor sofisticación de los tratamientos neurolépticos, a los locos se nos inserta dentro de un sistema pseudocomunitario formado por plantas de agudos en hospitales generales, centros de día, residencias, pisos tutelados, etc. Estos dispositivos no solucionan el problema del tránsito constante, ni nuestra necesidad de evasión, sino que en muchos casos lo acrecenta. Las camisas de fuerza físicas han sido sustituidas por camisas de fuerza químicas, que levantan muros mentales, invisibles, que dificultan la comunicación entre otros motivos a causa del aplanamiento emocional que generan. Los locos nos encontramos nuevamente vagando por las calles o encerrados en nuestra habitación, en fuga constante de un mundo que nos agrede y que nos empuja a la evasión. Los síntomas positivos como las alucinaciones o los delirios pueden haber disminuido, pero la agresión de una comunidad que nos rechaza, que desconfía de nosotros y de nuestro deambular, que nos considera peligrosos o vagos, que nos mira a través de nuestra discapacidad, que nos infantiliza en el mejor de los casos y nos ningunea en el peor, hace del proyecto de integración comunitaria un fracaso casi absoluto.

Habría que modificar las lógicas heredadas de tiempos pretéritos y que todavía hoy rigen la mayoría de instituciones y condicionan la mirada social con la que se mira a las personas diagnosticadas, como, por ejemplo, la entronización en un doble rol en tanto pacientes y enfermos crónicos de la que es difícil salir y por tanto mirarse y ser mirado más allá de la identidad enferma. Reclamar el sentido propio de nuestra responsabilidad individual como ciudadanos y dueños de nuestras emociones, desincrustándonos de esa mirada paternalista que nos fosiliza. Tomar conciencia, en definitiva, de nuestra plena singularidad como seres humanos, de nuestras capacidades y nuestras limitaciones, así como las de nuestro entorno, para poder reclamar el respeto deseado y el cumplimiento de nuestros derechos. Sólo desde la promoción de la autogestión de nuestra vida, también de las angustias, es posible hablar de autocuidado, de autonomía, de empoderamiento y de cambio real de paradigma.

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