De-construyendo
el Estigma
en
Salud Mental.
“¿Qué
es la razón? La locura de todos ¿Y qué es la locura? La razón de
uno”
Giuseppe
Ressi.
El
término locura es una derivación del locus
latino. Ese lugar donde somos situados en tanto Otros,
como diferentes, como anormales, como extraños e incluso como
monstruos. Como si de nuestra singularidad como seres humanos se
desprendiera una presumible confrontación constante y perpetua
contra la razón, la norma y su dictado. Somos aquellos de los que
hay que protegerse, de los que hay que defenderse por el bien de la
comunidad y su estructura, pues nuestra aviesa costumbre a salirnos
del discurso oficial nos vuelve peligrosos, en tanto impredecibles,
lo que nos sitúa en el objetivo de los mecanismos de control social
por todos aquellos delitos que podríamos cometer en potencia. Por
ello y como defensa natural, puesto que el cerebro humano suele
codificar lo impredecible como peligroso, a los locos -entre los que
me incluyo- en el mismo momento en que sacamos hacia fuera todo el
dolor que llevamos guardado, en el mismo momento en que nuestro
entorno (demasiado ocupado en mantener el frágil sustento que
aguanta sus rutinas) se alarma ante la imposibilidad de entender de
donde vienen estas conductas extrañas, en tránsito perpetuo, que
han erupcionado partiéndolo todo: estructuras, lenguajes,
significados, sentimientos, relaciones, cometamos una especie de
delito social que exija una pronta condena. Porque los locos
explotamos y a la vez implosionamos en una suerte de desgraciada
incomprensión social. A este fenómeno se le conoce como estigma y
siguiendo a Goffman sería “una
clase especial de relación entre atributo desacreditador y
estereotipo”
(1989:14).
Volviendo
a ese lugar social donde ubicar a la locura y al loco me gustaría
hacer un breve repaso histórico desde la época clásica hasta
nuestros días.
Grecia
Clásica.
En
la Grecia Clásica a aquella persona que se extralimitara de lo
culturalmente consentido y admitido era considerada loca. Desde este
punto de vista, la insania dependía más de factores sociales que de
argumentos físicos o religiosos. El demente era, en estos casos, el
que perturbaba, cuestionaba y/o acusaba el orden establecido. Según
este criterio de orientación, dos comportamientos específicos se
creían característicos del loco: la costumbre de vagar por las
calles, cantando, riendo o bailando, y la propensión a la violencia.
En el derecho griego se incapacitaba a los locos y se les reducían
algunos de sus derechos, como el de casarse. Lo que se juzgaba y
condenaba no era el hecho de estar demente, sino los actos que se
cometían bajo ese particular estado. Del mismo modo se les llegaba a
expulsar de la Polis, condenándoles a errar por los caminos en un
exilio permanente.
La
"Stultífera
Navis".
La
"Stultífera
Navis",
la Nave de los Locos, es un objeto nuevo que aparece en el mundo del
Renacimiento: un barco que navega por los ríos de Renania y los
canales flamencos. Los locos vagan en él a la deriva, expulsados de
las ciudades. Son distribuidos en el espacio azaroso del agua
(símbolo de purificación).
Michel
Foucault, que dedica a la "Stultifera
navis"
el capítulo primero de su "Historia de la locura en la época
clásica", considera que de todos los navíos novelescos o
satíricos, "el Narrenschiff
es el único que ha tenido una existencia real, ya que sí existieron
estos barcos que transportaban de una ciudad a otra sus cargamentos
de insensatos.
Foucault
cree posible que estas naves de locos hayan sido navíos
de peregrinación, navíos altamente simbólicos, que transportaban
locos en busca de razón.
Para el filósofo francés el curioso sentido que tiene la navegación
de los locos y que le da sin duda su prestigio radica en que: «Por
una parte, prácticamente posee una eficacia indiscutible; confiar el
loco a los marineros es evitar, seguramente, que el insensato merodee
indefinidamente bajo los muros de la ciudad, asegurarse de que irá
lejos y volverlo prisionero de su misma partida. Pero a todo esto el
agua agrega la masa oscura de sus propios valores; ella lo lleva,
pero hace algo más, lo purifica; además, la navegación libra al
hombre a la incertidumbre de su suerte; cada uno queda entregado a su
propio destino, pues cada viaje es, potencialmente, el último. Hacia
el otro mundo es adonde parte el loco en su loca barquilla; es del
otro mundo de donde viene cuando desembarca. La navegación del loco
es, a la vez, distribución rigurosa y tránsito absoluto».
El
gran encierro o la barca anclada.
A
partir del siglo XIV proliferan en las grandes ciudades europeas los
primeros asilos para enajenados. Las lógicas de estos manicomios
serán reformadas en el siglo XVIII por Pinel y su terapia moral.
Siguiendo a Foucault podemos entender que el loco y la incertidumbre
que conlleva su locura en la comunidad se traslada del rio de mil
brazos o el mar de mil caminos a una barca anclada en las afueras,
fuera del perimetro propio de la ciudad, en lo que podríamos
denominar un exilio contenido tras los muros de la institución
moral. Desde ese momento el asilo se carga de una simbología oscura,
referida a lo irracional, a lo inesperado, a lo siniestro (Martínez,
2002).
El
problema del movimiento errante y constante del loco queda cercenado
a través de cadenas, grilletes y demás ingeniería, pero en un
modelo de contención forzado y coercitivo que no neutraliza ni
física, ni simbólicamente la necesidad de evasión física y
psicológica del loco.
Desmanicomianización
o los muros invisibles.
Desde
la reforma psiquiátrica iniciada por Basaglia en los años 70 y el
cierre de las antiguas instituciones totales el loco se enfrenta a un
nuevo reto: su reconocimiento como ciudadano y su integración en la
comunidad. Más allá de la torpeza con la que se fueran realizando
las distintas reformas psiquiátricas en Europa o la mayor
sofisticación de los tratamientos neurolépticos, a los locos se
les inserta dentro de un sistema pseudocomunitario formado por
plantas de agudos en hospitales generales, centros de día, etc.
Estos dispositivos no solucionan el problema del tránsito constante,
sino que se acrecenta. Las camisas de fuerza físicas han sido
sustituidas por camisas de fuerza químicas, que levantan muros
mentales, invisibles, que dificultan la comunicación entre otros
motivos a causa del aplanamiento emocional que generan. El loco se
encuentra nuevamente vagando por las calles o encerrado en su
habitación, en fuga constante de un mundo que le agrede y que le
empuja a la evasión. Los síntomas positivos como las alucinaciones
o los delirios pueden haber disminuido, pero la agresión de una
comunidad que lo rechaza, que desconfía de él y de su deambular,
que lo considera peligroso o vago, que lo mira a través de su
discapacidad, que lo infantiliza en el mejor de los casos y lo
ningunea en el peor, hace de proyecto de integración comunitaria un
fracaso casi absoluto.
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Así
llegamos a nuestros días. Mientras que el resto de locos (los que
hay más allá de las puertas del psiquiátrico) luchan cada día por
sostener los vaivenes emocionales que les provoca los embates de la
vida, nosotros, los que hemos pasado por aquí dentro, desde el mismo
momento en que nos diagnostican y asumimos, como niños buenos y
sumisos, que somos y seremos enfermos crónicos, víctimas del ir y
venir de ese cajón de sastre “explicatodo” y “describenada”
llamado dopamina durante el resto de nuestras vidas, nos vemos
obligados a renunciar a nuestra identidad, a nuestra experiencia, a
nuestros valores, a nuestras creencias, a nuestros sueños e
ilusiones, y, lo que es peor, renunciamos a todo aquello que
seguramente fue causa real de nuestro sufrimiento y, que como real
que es, resulta dificilísimo, sino casi imposible de explicar a las
primeras de cambio.
Así,
con la personalidad desestructurada, despersonalizados
diagnósticamente, deshistorizados, con las emociones aplanadas por
la química farmacológica flotamos a la deriva en una sociedad
hostil, depredadora, voraz, donde la sutil violencia a la que todos
los seres humanos somos sometidos cada día va desmembrando las
posibilidades reales de cambio... Las voces, las fantasías, las
pesadillas pueden haberse detenido. Pero no se tarda en descubrir que
en realidad sólo se ha sustituido una pesadilla por otra, que existe
una ley no escrita que nos sitúa a partir de entonces en la
marginalidad tanto económica, como social más absoluta.
Son
otros muros, otras murallas, en este caso invisibles las que sitúan
al loco en el lugar del discapacitado total, aquel que ni puede, ni
debe decidir sobre las cuestiones importantes de su vida. Estas
murallas nos separan de los otros y su materia consistiría en un
amasijo de falsas creencias, prejuicios, estigmas, miedos y golosa
irresponsabilidad. De murallas hay tantas como grupos sociales
denostados, ninguneados, anulados cuando se confrontan con un otro
social que se cree superior. Es desde esta lógica de las relaciones
de poder y la ignorancia desde donde se construyen los prejuicios. En
el momento en que alguien piensa que es mejor, más libre, más capaz
que otra persona porque ésta última tenga algunas dificultades, y
esta idea le impida acercarse a él, de pura soberbia, se levanta un
muro invisible. Creo que todos los seres humanos tenemos ciertas
dificultades para sobrellevar la vida -sólo que las de algunas
personas son más evidentes que las de otras- por lo que todas las
personas de este planeta seríamos en cierto modo discapacitados.
Desgraciadamente las personas tendemos a pensar que “las taras
físicas, emocionales, etc” son exclusivas de los demás, porque
nuestro ego nos impide hacer una reflexión autocrítica sobre
nuestra conducta, quizás porque de otra forma no seríamos capaces
de soportar la carga simbólica que supone admitir nuestra
discapacidad. Esto no sería un problema si participáramos
socialmente de una lógica donde la horizontalidad, el respeto hacia
el otro y su enorme diversidad fueran los valores imperantes, en
contra de la uniformidad global que parece que se nos quiere imponer
desde los mecanismos de poder. Porque considero que el problema no es
una etiqueta determinada. Las etiquetas son sólo eso: etiquetas.
Éstas se convierten en estigmas cuando se asocian a ideas negativas
por parte del afectado o la sociedad, ideas que varían su
significado según las culturas, las creencias, las experiencias y
las subjetividades. Hoy en día resulta muy difícil mirar a alguien
a quien se le ha colgado una etiqueta, y se ha acabado por
identificar con ella, en un lugar distinto a la casilla en la que se
le ha encerrado socialmente. En estos casos debería ser la misma
sociedad que lo etiquetó quien, a juzgar por sus actos y su
esfuerzo, lo situara en otro lugar, pero parece que esto no interesa
demasiado. En salud mental, por una crisis, la mayoría cargamos con
el peso del diagnóstico toda nuestra vida, hasta el punto en que la
misma etiqueta puede acabar suplantando la identidad del sujeto,
máxime cuando en el momento del diagnóstico se pone tanto énfasis
por parte de los profesionales en la aceptación y cronicidad del
mismo. Quizás por esto prefiero hablar de problemas reales que de
memorizar el DSM-IV. Las limitaciones propias y del entorno sumadas a
los indeseables efectos secundarios de los psicofármacos hacen muy
difícil que una persona diagnosticada se recupere.
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