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sábado, 1 de diciembre de 2012

De-construyendo el estigma (fragmento).


De-construyendo el Estigma
en Salud Mental.


¿Qué es la razón? La locura de todos ¿Y qué es la locura? La razón de uno
Giuseppe Ressi.


El término locura es una derivación del locus latino. Ese lugar donde somos situados en tanto Otros, como diferentes, como anormales, como extraños e incluso como monstruos. Como si de nuestra singularidad como seres humanos se desprendiera una presumible confrontación constante y perpetua contra la razón, la norma y su dictado. Somos aquellos de los que hay que protegerse, de los que hay que defenderse por el bien de la comunidad y su estructura, pues nuestra aviesa costumbre a salirnos del discurso oficial nos vuelve peligrosos, en tanto impredecibles, lo que nos sitúa en el objetivo de los mecanismos de control social por todos aquellos delitos que podríamos cometer en potencia. Por ello y como defensa natural, puesto que el cerebro humano suele codificar lo impredecible como peligroso, a los locos -entre los que me incluyo- en el mismo momento en que sacamos hacia fuera todo el dolor que llevamos guardado, en el mismo momento en que nuestro entorno (demasiado ocupado en mantener el frágil sustento que aguanta sus rutinas) se alarma ante la imposibilidad de entender de donde vienen estas conductas extrañas, en tránsito perpetuo, que han erupcionado partiéndolo todo: estructuras, lenguajes, significados, sentimientos, relaciones, cometamos una especie de delito social que exija una pronta condena. Porque los locos explotamos y a la vez implosionamos en una suerte de desgraciada incomprensión social. A este fenómeno se le conoce como estigma y siguiendo a Goffman sería una clase especial de relación entre atributo desacreditador y estereotipo” (1989:14).

Volviendo a ese lugar social donde ubicar a la locura y al loco me gustaría hacer un breve repaso histórico desde la época clásica hasta nuestros días.

Grecia Clásica.

En la Grecia Clásica a aquella persona que se extralimitara de lo culturalmente consentido y admitido era considerada loca. Desde este punto de vista, la insania dependía más de factores sociales que de argumentos físicos o religiosos. El demente era, en estos casos, el que perturbaba, cuestionaba y/o acusaba el orden establecido. Según este criterio de orientación, dos comportamientos específicos se creían característicos del loco: la costumbre de vagar por las calles, cantando, riendo o bailando, y la propensión a la violencia. En el derecho griego se incapacitaba a los locos y se les reducían algunos de sus derechos, como el de casarse. Lo que se juzgaba y condenaba no era el hecho de estar demente, sino los actos que se cometían bajo ese particular estado. Del mismo modo se les llegaba a expulsar de la Polis, condenándoles a errar por los caminos en un exilio permanente.

La "Stultífera Navis".

La "Stultífera Navis", la Nave de los Locos, es un objeto nuevo que aparece en el mundo del Renacimiento: un barco que navega por los ríos de Renania y los canales flamencos. Los locos vagan en él a la deriva, expulsados de las ciudades. Son distribuidos en el espacio azaroso del agua (símbolo de purificación).

Michel Foucault, que dedica a la "Stultifera navis" el capítulo primero de su "Historia de la locura en la época clásica", considera que de todos los navíos novelescos o satíricos, "el Narrenschiff es el único que ha tenido una existencia real, ya que sí existieron estos barcos que transportaban de una ciudad a otra sus cargamentos de insensatos.

Foucault cree posible que estas naves de locos hayan sido navíos de peregrinación, navíos altamente simbólicos, que transportaban locos en busca de razón. Para el filósofo francés el curioso sentido que tiene la navegación de los locos y que le da sin duda su prestigio radica en que: «Por una parte, prácticamente posee una eficacia indiscutible; confiar el loco a los marineros es evitar, seguramente, que el insensato merodee indefinidamente bajo los muros de la ciudad, asegurarse de que irá lejos y volverlo prisionero de su misma partida. Pero a todo esto el agua agrega la masa oscura de sus propios valores; ella lo lleva, pero hace algo más, lo purifica; además, la navegación libra al hombre a la incertidumbre de su suerte; cada uno queda entregado a su propio destino, pues cada viaje es, potencialmente, el último. Hacia el otro mundo es adonde parte el loco en su loca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando desembarca. La navegación del loco es, a la vez, distribución rigurosa y tránsito absoluto».


El gran encierro o la barca anclada.

A partir del siglo XIV proliferan en las grandes ciudades europeas los primeros asilos para enajenados. Las lógicas de estos manicomios serán reformadas en el siglo XVIII por Pinel y su terapia moral. Siguiendo a Foucault podemos entender que el loco y la incertidumbre que conlleva su locura en la comunidad se traslada del rio de mil brazos o el mar de mil caminos a una barca anclada en las afueras, fuera del perimetro propio de la ciudad, en lo que podríamos denominar un exilio contenido tras los muros de la institución moral. Desde ese momento el asilo se carga de una simbología oscura, referida a lo irracional, a lo inesperado, a lo siniestro (Martínez, 2002).
El problema del movimiento errante y constante del loco queda cercenado a través de cadenas, grilletes y demás ingeniería, pero en un modelo de contención forzado y coercitivo que no neutraliza ni física, ni simbólicamente la necesidad de evasión física y psicológica del loco.

Desmanicomianización o los muros invisibles.

Desde la reforma psiquiátrica iniciada por Basaglia en los años 70 y el cierre de las antiguas instituciones totales el loco se enfrenta a un nuevo reto: su reconocimiento como ciudadano y su integración en la comunidad. Más allá de la torpeza con la que se fueran realizando las distintas reformas psiquiátricas en Europa o la mayor sofisticación de los tratamientos neurolépticos, a los locos se les inserta dentro de un sistema pseudocomunitario formado por plantas de agudos en hospitales generales, centros de día, etc. Estos dispositivos no solucionan el problema del tránsito constante, sino que se acrecenta. Las camisas de fuerza físicas han sido sustituidas por camisas de fuerza químicas, que levantan muros mentales, invisibles, que dificultan la comunicación entre otros motivos a causa del aplanamiento emocional que generan. El loco se encuentra nuevamente vagando por las calles o encerrado en su habitación, en fuga constante de un mundo que le agrede y que le empuja a la evasión. Los síntomas positivos como las alucinaciones o los delirios pueden haber disminuido, pero la agresión de una comunidad que lo rechaza, que desconfía de él y de su deambular, que lo considera peligroso o vago, que lo mira a través de su discapacidad, que lo infantiliza en el mejor de los casos y lo ningunea en el peor, hace de proyecto de integración comunitaria un fracaso casi absoluto.

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Así llegamos a nuestros días. Mientras que el resto de locos (los que hay más allá de las puertas del psiquiátrico) luchan cada día por sostener los vaivenes emocionales que les provoca los embates de la vida, nosotros, los que hemos pasado por aquí dentro, desde el mismo momento en que nos diagnostican y asumimos, como niños buenos y sumisos, que somos y seremos enfermos crónicos, víctimas del ir y venir de ese cajón de sastre “explicatodo” y “describenada” llamado dopamina durante el resto de nuestras vidas, nos vemos obligados a renunciar a nuestra identidad, a nuestra experiencia, a nuestros valores, a nuestras creencias, a nuestros sueños e ilusiones, y, lo que es peor, renunciamos a todo aquello que seguramente fue causa real de nuestro sufrimiento y, que como real que es, resulta dificilísimo, sino casi imposible de explicar a las primeras de cambio.

Así, con la personalidad desestructurada, despersonalizados diagnósticamente, deshistorizados, con las emociones aplanadas por la química farmacológica flotamos a la deriva en una sociedad hostil, depredadora, voraz, donde la sutil violencia a la que todos los seres humanos somos sometidos cada día va desmembrando las posibilidades reales de cambio... Las voces, las fantasías, las pesadillas pueden haberse detenido. Pero no se tarda en descubrir que en realidad sólo se ha sustituido una pesadilla por otra, que existe una ley no escrita que nos sitúa a partir de entonces en la marginalidad tanto económica, como social más absoluta.

Son otros muros, otras murallas, en este caso invisibles las que sitúan al loco en el lugar del discapacitado total, aquel que ni puede, ni debe decidir sobre las cuestiones importantes de su vida. Estas murallas nos separan de los otros y su materia consistiría en un amasijo de falsas creencias, prejuicios, estigmas, miedos y golosa irresponsabilidad. De murallas hay tantas como grupos sociales denostados, ninguneados, anulados cuando se confrontan con un otro social que se cree superior. Es desde esta lógica de las relaciones de poder y la ignorancia desde donde se construyen los prejuicios. En el momento en que alguien piensa que es mejor, más libre, más capaz que otra persona porque ésta última tenga algunas dificultades, y esta idea le impida acercarse a él, de pura soberbia, se levanta un muro invisible. Creo que todos los seres humanos tenemos ciertas dificultades para sobrellevar la vida -sólo que las de algunas personas son más evidentes que las de otras- por lo que todas las personas de este planeta seríamos en cierto modo discapacitados. Desgraciadamente las personas tendemos a pensar que “las taras físicas, emocionales, etc” son exclusivas de los demás, porque nuestro ego nos impide hacer una reflexión autocrítica sobre nuestra conducta, quizás porque de otra forma no seríamos capaces de soportar la carga simbólica que supone admitir nuestra discapacidad. Esto no sería un problema si participáramos socialmente de una lógica donde la horizontalidad, el respeto hacia el otro y su enorme diversidad fueran los valores imperantes, en contra de la uniformidad global que parece que se nos quiere imponer desde los mecanismos de poder. Porque considero que el problema no es una etiqueta determinada. Las etiquetas son sólo eso: etiquetas. Éstas se convierten en estigmas cuando se asocian a ideas negativas por parte del afectado o la sociedad, ideas que varían su significado según las culturas, las creencias, las experiencias y las subjetividades. Hoy en día resulta muy difícil mirar a alguien a quien se le ha colgado una etiqueta, y se ha acabado por identificar con ella, en un lugar distinto a la casilla en la que se le ha encerrado socialmente. En estos casos debería ser la misma sociedad que lo etiquetó quien, a juzgar por sus actos y su esfuerzo, lo situara en otro lugar, pero parece que esto no interesa demasiado. En salud mental, por una crisis, la mayoría cargamos con el peso del diagnóstico toda nuestra vida, hasta el punto en que la misma etiqueta puede acabar suplantando la identidad del sujeto, máxime cuando en el momento del diagnóstico se pone tanto énfasis por parte de los profesionales en la aceptación y cronicidad del mismo. Quizás por esto prefiero hablar de problemas reales que de memorizar el DSM-IV. Las limitaciones propias y del entorno sumadas a los indeseables efectos secundarios de los psicofármacos hacen muy difícil que una persona diagnosticada se recupere.

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