Páginas

martes, 15 de septiembre de 2009

Un extraño caso VII


Noches, amaneceres y otros misterios.



Eran las diez de la noche y Almudena leía tranquilamente, medio tumbada en un sillón, con las piernas apoyadas en un reposapiés. Hacía más de una semana de su frustrado encuentro con Beto y sabía del estado de salud de éste (su amnesia) porque había hablado con Marta por teléfono. Cuando sonó el timbre de la puerta decidió no abrir. No esperaba a nadie y no le apetecía recibir la visita de ningún molesto invitado (alguna ex-pareja nostálgica de su fogosidad), tampoco deseaba abandonar la lectura de la primera novela de Beto Castillo, titulada noches, amaneceres y otros misterios. Que a estas alturas la tenía totalmente atrapada.

La historia era ágil y sencilla, un estudiante descubría el agridulce sabor de la bohemia, de la esencia poética que reposa al otro lado de las sombras que se proyectan en la noche de una gran ciudad, en ese espacio en el que el peligro, reside más en abandonar los propios ideales y convertirse en aquello que esperan de él. De esta forma escaparse de las clases de medicina se convierte en un viaje iniciático, donde el protagonista descubre durante largos paseos por la ciudad: los contrastes, las injusticias, las diferencias que hacen de esta sociedad occidental tan atractiva y a la vez tan terrible. Así, caminando, llega la noche y un mapa de luces le descubren que no hay verdades más allá de las creencias. Todo es relativo porque uno no es quien cree que es, las personas no somos más que un cúmulo de opiniones propias y ajenas sobre nuestros actos, un collage hecho con trocitos de espejo con el que cada uno conformamos la máscara social que oculta la nada que realmente somos. Como globos inflados de más absoluto vacío, flotando en el tiempo y el espacio, la paradoja de nuestra existencia nos vuelve absolutos e insuficientes, todopoderosos y vulnerables, nos hace, en definitiva, ser y no ser, como personajes de una historia que en realidad no nos pertenece. Porque, si lo pensamos bien, la vida es un misterio, que sólo resuelve silenciosa la muerte.

Insistieron en la llamada y poco después sonó el teléfono. El auricular estaba en una rinconera al lado del sillón donde Almudena, con fastidio, alargó el brazo, dispuesta a despachar rápidamente a quién llamaba.

-¿Diga?

-Hola. Buenas noches. ¿Almudena?

-¿Beto, eres tú?

-Sí, el mismo.

-¿Cómo estás cielo? Me contó Marta lo que te había pasado.

-Estoy bien. Bueno... eso creo. ¿Oye Almudena vives en el tercero primera del número veintiuno?

-Sí.

-Estoy en un bar de tu calle. Creo que se llama Kampen. He llamado a tu puerta. Pero...

-No estaba disponible. Mejor dicho, no sabía que eras tú. ¿Subes o bajo?

-Sube. Prepararé té.

Beto llamó por tercera vez. En esta ocasión el portalón de hierro zumbó con el sonido del portero automático y pudo entrar en el edificio. Almudena puso a calentar agua y espero en el rellano a su invitado. El ascensor no tardó en llegar a su destino. Cuando Beto abrió la puerta y vio a aquella mujer, vestida con unas mallas lilas y una camiseta de Barrio Sesamo, sonriéndole con ternura, supo que era ella y no otra la persona que necesitaba.

-Hola Almudena.-La saludó sonrojándose, avergonzado, por no poder reconocerla.

-Hola precioso.-Respondió ella abrazándolo.

Él la devolvió el abrazo y durante los segundos que duró la unión de sus cuerpos Beto tuvo tiempo de sentir como se le erizaba el bello con la emoción. Casi se pone a llorar. Almudena también estaba a gusto. Había pensado mucho en él, más aún, cuando descubrió, más allá de dramas posteriores, el espíritu pacífico y reflexivo, divertido y complice, que vislumbró en su anterior encuentro y que se confirmaba en el trasfondo de la novela. Ella lo miró atentamente a los ojos, escrutando la enorme confusión, pobremente maquillada bajo una sonrisa. Se detuvo en sus ojos, y tuvo la impresión de que no se engañaba, que no le engañaban, eran limpios como se imaginaba la mirada de aquel niño que se escondía para leer durante los recreos. Le acarició la cara. Le devolvió la sonrisa. Finalmente le dijo: Me alegra mucho verte de nuevo Beto, de verdad; y le tomó de la mano.

-Yo también me alegro... de verte.

-Bueno como supongo que no me recuerdas, creo que lo mejor será que empecemos de nuevo, ¿no te parece?

-Sí, juegas con ventaja, pero será lo mejor.

-Empecemos este comienzo con un te helado ¿te apetece? En noches tan calurosas como la de hoy a mí me despeja mucho. Ya verás, preparo un té de jazmín que está riquísimo.

-Me parece una idea estupenda.

Entraron en el apartamento. Él se sentó y vio su novela sobre el reposapiés. Ella sirvió el té en unos vasos alargados que previamente había llenado con perlas de hielo. Se sentó a su lado y le comentó que había comprado su primera novela y que le estaba gustando mucho. Él sonrió. Ella tomó un trago de té. Él no bebía, estaba muy serio, como si se sintiera incómodo. Ella le preguntó que ocurría, tenía la impresión de que ya no era el mismo, pero esto no se lo dijo. Él no decía nada. Ella pensó que debía ser cosa de la amnesia y le tomó la mano. Él se soltó, movía la cabeza de izquierda a derecha como si no pudiera comprender o se negara a aceptar lo que estaba sucediendo en esos momentos. Ella se empezó a preocupar, volvió a acercar su mano a la de él, pero sólo la acarició con mimo. Él levantó la mirada hasta clavarla en un carillón (marcaba las doce menos un minuto). Ella subió la mano y comenzó a acariciarle la nuca suavemente como a un gato necesitado de cariño. Él se sentía espeso y aquellas caricias lo herían como puñales. El espeso silencio que había en la habitación fue roto por las campanillas que marcaron las doce. Entonces él rompió a llorar, al principio en silencio, como si llorara para sí mismo, pero poco a poco se fue soltando, se dejó llevar, sin ningún control, por un amargo lamento. Ella no sabía que hacer, pero le abrazó en un impulso maternal, condujo delicadamente la cabeza de él hasta su pecho. Así pasaron muchos minutos. Él llorando, gimoteando, medio ahogado y congestionado. Ella acunando su cabeza pelona, paciente, conmovida, consoladora.

Beto no supo cuanto tiempo estuvo así, pero cuando al fin logró controlar la emoción el hielo del té estaba derretido. Almudena lo acompañó al lavabo, él se lavó la cara y se sonó la nariz. De vuelta en la sala de estar se sentaron de nuevo en el sofá. Beto se quiso disculpar, pero según ella aquello no tenía más importancia que la que ellos le quisieran dar.

-Hay momentos que necesitamos llorar, en ocasiones es la única forma que tenemos para soltar lastre. Lloramos y así damos carpetazo porque sacamos el dolor de nuestro interior, se va con las lágrimas hacia quien sabe donde. ¿Tú sabes donde se va el dolor cuando desaparece?

-No lo sé, pero no se va muy lejos, supongo que se pone a esperar a que la soledad lo llame de nuevo.

-Todos nos sentimos solos en algún momento. De la soledad también se aprende.

Beto tardó en responder, sabía que ella tenía razón. De alguna forma el amor necesita superar el dolor de la soledad o dicho de otra forma sólo las personas que superaban la soledad eran capaces de amar incondicionalmente, sin objeciones, ni excusas, ni dependencias emocionales. En soledad construimos nuestra personalidad, aprendemos de lo vivido en sociedad. De esta reflexión nace un amor que ama, porque quiere amar, porque amando personalizamos nuestros deseos, porque siendo amado, realmente amado, mejoramos o nos completamos como personas. La convivencia descorre las cortinas para que entre la luz en las estancias del corazón. Más allá del enamoramiento, más allá del interés, las relaciones se fortalecen o se derrumban con el día a día, que nunca deja de poner a prueba nuestros sentimientos.

-Sí, se aprende. -Continuó él.- Pero hay momentos en los que no encontramos sentido a nuestros pensamientos. Ahora mismo, por ejemplo, si te soy sincero, no sé que hago aquí. No sé porque he venido. No me arrepiento de verdad. Pero lo que necesito en estos momentos es hablar con alguien. Contarle las cosas horribles que me han sucedido, porque hay actos que no tienen nombre, porque si los nombramos se desmoronaría como un castillo de arena, nuestra valentía, nuestra entereza, ante el envite de las olas de nuestra conciencia. Y sé muy bien que esto puede representar una huida absurda, porque te podría mentir, pero la mentira sólo tiene un camino y es un camino sin retorno.

-¿Por que no te has quedado con Marta y con Manuel? Son tus amigos, ¿no puedes hablar de esto con ellos?

-Marta y Manuel a estas alturas deben estar demasiado borrachos como para poder hablar algo con ellos.

-¿Pero qué ha pasado Betito, de qué huyes?

-De la muerte.

-Sabes que nadie puede huir de ella, tiene los brazos demasiado largos.

-Lo sé, pero lo que quiero decir y no me atrevo, porque a saber que pensarás de mí cuando te lo cuente, es que casi mato a un hombre.

-¿Casi lo matas?

-Premeditadamente, brutalmente, con alevosía y nocturnidad.

-Cuéntame... Te prometo que no te juzgaré.

Beto comenzó a relatarle todo lo sucedido durante aquel día. La salida del hospital, la persecución, su confusión, el descubrimiento del relato que (según sus propias palabras) se escribe mágicamente, su decisión de proteger a sus amigos, el ataque del matón y su posterior caída.

Almudena se tomó dos segundos o dos minutos para contestar. Escrutaba, buscando en aquellos ojos enrojecidos, un hilo del que tirar. Le creía, pero sabía que aquello no sería suficiente. Un silencio viscoso, como el incienso de los confesionarios, se adueño de la sala de estar. Beto creyó que había metido la pata, que ella nunca más volvería a mirarlo como antes. Beto, según Beto, era un asesino, la ralea más baja de la humanidad. Lo mejor que podía hacer era irse para que lo encerraran en un centro de salud mental.

-Tal y como yo lo veo cielo, tú no has matado a nadie, y tú única víctima real se llama Beto y no Cocacolo o Pepsicolo o Perico eldelospalotes.

-No estoy de acuerdo. Perdí el control. Quería matarlo, borrarlo del mapa. Yo no soy la victima soy el verdugo, el verdugo no se ha podido convertir en victima. ¿O sí? Mierda, creo que me estoy volviendo loco.

-Claro que puede ser. Sino hubieras actuado así, ahora, tus dos mejores amigos estarían muertos y no emborrachándose. Por lo que sé la violencia no es un acto de locura y menos si es premeditado, por muy irracional que parezca. No soy psicóloga pero sólo un valiente hubiese actuado como lo has hecho tú.

-¿Tu crees?

-Sí, estoy segura. Tan segura como que lo que me parece una locura es todo eso de la novela que se escribe sola. No tiene sentido.

-Lo sé, en el fondo lo sé. Pero es la única explicación que le encuentro, a no ser que la vida imite al arte o algún tópico por el estilo.

-Intenta encontrar algo más original. Es un buen enigma, sí. Vosotros los escritores jugais a ser dioses, pero no lo sois. Ni siquiera planteándolo desde la posibilidad de que seamos personajes en el teatro de la vida tendría sentido. Aquí parece que estemos buscando a un autor como en aquella obra de Pirandello. No sé tú, pero yo no busco un autor sino es para compartir una noche, varias noches o los años que me quedan por vivir. A parte de cualquier relativismo potencial, los autores de nuestra vida somos nosotros mismos, es lo única deuda que tenemos con nuestros progenitores.

-No sé, estoy tan confundido.

-Mira te propongo una cosa, vamos a dejarlo por el momento. ¿qué te apetece hacer ahora?-Le preguntó con un guiño.

-Sólo tengo ganas de que me abracen. ¿Lo harías?

-Claro, ¿qué te crees? ¿que me acuesto con un hombre en la primera cita? Vamos ven aquí.

Se abrazaron y ella pensó que aquella era la velada más extraña que había tenido en su vida. Pero se sentía bien. Estaba ayudando a un buen hombre. Un poco loco, pero un buen hombre. Llegó a la conclusión de que dadas las circunstancias no se podía haber desarrollado ni mejor ni peor. Las cosas hay que aceptarlas como vienen, uno se tiene que adaptar, sino quiere convertirse en la víctima de sus propios actos.

Beto cayó dormido en los brazos de Almudena. Ella deshizo el abrazo, se levantó del sofá y tumbó a Beto sobre éste. Era muy tarde, pero estaba totalmente despejada. Tomó el libró del reposapiés y se aplicó a la lectura hasta el amanecer. En algún momento, al notar una agitación en Beto, se preguntó que debería estar soñando. Como es lógico, no le desperto para resolver el misterio.

No hay comentarios: