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miércoles, 10 de junio de 2009

Los sueños de un psicoanalista

Freddy no era una criatura de este mundo. Él era el dueño de las pesadillas. En el mundo de los sueños, en ese terreno pantanoso donde nos movemos en ocasiones, a caballo entre la impotencia y el terror, Freddy manejaba los hilos de nuestro descanso.

Cuando le apetecía, era capaz de surgir entre las sombras que proyectaba nuestra in-conciencia y desgarrar la paz que debería reinar durante las horas de sueño, transformando, por ejemplo, un bucólico valle en un pasto de cenizas o la imagen de alguien que amamos en un rostro cadavérico y ensangrentado.

Pese a que él nunca había sentido nada parecido, se podía decir que dominaba con precisión relojera todos los registros del miedo, sabiendo dosificar las imágenes en nuestra mente dormida para provocarnos: ya una leve inquietud, ya un terror agitado, que nos hiciera despertar desencajados, presos del más puro pánico, en medio del silencioso y oscuro vacío de la noche.

Después de muchos siglos donde su reinado del terror nocturno no tuvo más trabas que su estado de ánimo, el ser humano consumió el siglo XX. Con el nuevo milenio Freddy se percató de que sus trucos no eran igual de efectivos. La gente, sin que él supiera porque, no se despertaba gritando, es más, seguía dormida, indiferente a sus artimañas. Freddy pensó que quizás estuviera perdiendo sus poderes y por primera vez en la historia de la humanidad sintió miedo. Se vio a si mismo como un ser caduco y viejo, alguien de otra época destinado únicamente a la desaparición.

Por suerte para esta historia, no se resignó a desaparecer. Redobló sus acometidas y sus horas de trabajo, dedicado como estaba a investigar porque de aquel súbito cambio.

Sin éxito y desesperado pensó en visitar a un médico, a uno de esos especialistas de la mente, pues, a estas alturas, Freddy sufría muchos de los síntomas de una depresión mayor, es decir: frustración, apatía, desgana, anedonia, ataques de ansiedad y pánico, etc. Así las cosas, entró en el sueño de un viejo psicoanalista y se desahogó. El especialista, cómo no, le preguntó por su infancia, por sus traumas, por sus sueños. Pero las respuestas de Freddy eran imprecisas. Era tan difícil remontarse más de 3000 años atrás y extraer algo en claro, como bucear en el mundo de los sueños de un ser que manejaba los sueños de los demás. El psicoanalista le encomió a que lo visitara tres veces por semana con el fin de realizar una terapia de shock. Freddy se comprometió a hacerle caso.

A la mañana siguiente Max, que así se llamaba el psicoanalista, interpretó el sueño como un reto auto-curativo, por lo que si conseguía curar a Freddy, conseguiría curarse a sí mismo.

Durante los meses siguientes en los sueños de Max, Freddy fue desnudando lentamente su pena, sus dudas, su miedo, ante la paciente mirada del profesional.

Un día Max le dijo algo revelador, le contó que en la actualidad el estudio de la mente humana se había reducido a unos parámetros puramente biológicos, lo que había generado el descubrimiento de muchos tipos de fármacos que empujaban a un sueño que definió como hueco. Eran pastillas que garantizaban 8 horas de sueño reparador y, aquí residía la revelación, libre de sueños y por tanto de pesadillas. A Freddy esta información le impactó. La culpa no era suya, no estaba perdiendo su poder, el problema eran los fármacos. Max continuó explicándole los nefastos efectos secundarios que comportaban dichas medicaciones, y como, en muchos casos ,dificultaban el estudio de los problemas, pues no solucionaban nada, sólo escondían bajo la alfombra las verdaderas causas del sufrimiento humano, que residía en la sociedad y en la adaptación del hombre a un entorno cada vez más hostil.

Durante las siguientes noches Freddy estuvo planeando su regreso. Si la gente había dejado de soñar, tenía que ir a por las consciencias de aquellos que habían provocado su fracaso. Decidió introducirse en el cerebro de aquellos bioquímicos que estudiaban y se lucraban anulando los sueños de las personas. Era mucho trabajo, pero Roma no se hizo en dos días. Fue de mente en mente, de habitación en habitación, haciendo tragar a los presuntos científicos su propia medicina, obligándoles a contemplar en el espejo la degradación, la desestructuración física y mental que los fármacos les producían. Freddy comprobó triunfal como el miedo atenazaba a aquellos dogmáticos que habían defendido hasta la extenuación la bioquímica cerebral. Algunos tan engañados por su prepotencia empezaron a medicarse, convencidos como estaban de que todo era un problema cerebral, y era entonces cuando la degradación se vivía con más fuerza, pues no desaparecía con el alba.

Desgraciadamente para Freddy el uso de psico-fármacos se continuó extendiendo. Las empresas sustituyeron a unos bioquímicos por otros, y a éstos últimos, cuando caían en la red de las pesadillas, por otros más nuevos.

Una noche Freddy volvió a visitar la casa de Max, le dijo: “¿sabes Max? Durante siglos, durante milenios, me había gustado mi trabajo, pero hoy en día no le encuentro sentido. Mi trabajo era dar un contrapunto de temor a la despreocupada vida humana, hacerles saber que no son dioses, que todo tiene un fin. El miedo que les provocaba les hacía sentir vulnerables y no hay nada más real en la vida que la finitud, ese límite, que os exhorta a disfrutar del presente, a vivir con más intensidad el tiempo que os ha tocado vivir, que os impulsa a crear soluciones a vuestros problemas en pro de que vuestras obras os perduren, sabiendo, como sabéis, que vosotros no vais a hacerlo. Un hombre, una mujer, no son nada más que la potencialidad de sus ilusiones, más que la posibilidad de hacer realidad sus sueños. Hoy en día la gente ha dejado de soñar. Hasta que el ser humano no abra los ojos y consiga enfrentarse a sus miedos más profundos, será mejor que me tome unas vacaciones. En el fondo, después de más de 3000 años de duro trabajo nocturno, creo que me las he ganado. ¿no crees Max?¿Max?

Pero Max no le respondió. De el paciente psicoanalista sólo quedaba una urna llena de cenizas.



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