30
AÑOS DE ATENCIÓN A LA SALUD MENTAL: DESDE EL MANICOMIO A LA
ACTUALIDAD
Dr.
Germán Pacheco Borrella
Doctor
en Enfermería por la Universidad de Alicante
Enfermero
especialista en Enfermería de Salud Mental. Antropólogo.
Director
de PRESENCIA, Revista de Enfermería de Salud Mental.
Ex
Presidente de la Asociación Nacional de Enfermería de Salud Mental
(ANESM)
Adscrito
a la Unidad de Salud Mental Comunitaria de Jerez de la Frontera,
Servicio Andaluz de Salud.
1.-
Evolución de la asistencia psiquiátrica
Cuando
se me propuso que les hablara sobre el tema que nos ocupa, en un
primer momento, pensé que era preciso superar el relato historicista
y centrarme en dar una perspectiva de la evolución de la atención a
la salud mental desde mi perspectiva enfermera, desde las vivencias
profesionales, en tanto que he sido actor en ese largo proceso que
hemos llamado reforma psiquiátrica (RP).
Seguidamente
pensé que, lo mismo que una persona sin memoria no tiene futuro, un
grupo social tampoco lo tiene. Hoy, soy el que soy por mi historia
personal, por mi psicobiografía y por mi identidad, que he
construido a partir de mi relación con los otros. Así, provengo de
un pasado, que me condiciona el presente, aunque no lo determina, y
me proyecta hacia el futuro. Igualmente, como pueblo, como grupo
social, tenemos una historia que forma parte de nuestra cultura y de
nuestra identidad.
Por
esta razón y dadas las circunstancias sociales, políticas y
económicas que vivimos en la actualidad, consideré que era
necesario, en primer lugar, recordar y poner en valor los esfuerzos y
los compromisos de tantos actores sociales, que hicieron posible
transformar la asistencia psiquiátrica en España y, especialmente,
en Andalucía; y en segundo lugar, ubicándome en el contexto de la
atención a la salud mental, que mi intervención, necesariamente,
debía contener algunas referencias acerca de dónde venimos, para
que nos ayude a comprender el presente y, tal vez, nos permita
ponernos en acción para el futuro; un futuro que ya está aquí y
que deseo esperanzador, porque confío en las personas.
Aun
no siendo momento para perderme en el intento de hacer un análisis
minucioso de la evolución de la asistencia psiquiátrica, permítanme
que les diga que, hasta la segunda mitad del siglo XVII, el loco
estaba obligado a adaptarse –bien o mal- en el grupo social que le
tocaba vivir o ser expulsado del mismo. Esta expulsión implicaba el
repudio y alejamiento de la sociedad y, en el peor de los casos, la
muerte por herejía, a manos de la Inquisición. Luego de esto, como
sostiene Foucault, en 1656, con la creación del Hospital General de
París, se produjo el comienzo de lo que él denomina como el gran
encierro (1). A partir de aquí, la locura fue aislada en las
instituciones manicomiales. Sin embargo, para este autor, el
confinamiento del alienado no tuvo su origen en un propósito
sanitario sino que obedecía a criterios economicistas (la
condenación de la ociosidad), sociales (impedir la mendicidad y la
ociosidad, como fuentes de todos los desórdenes) y religiosos y
morales (castigar la inmoralidad). Así, el encierro, como medida
económica y precaución social, es un invento. Pero en la historia
de la sinrazón, señala un acontecimiento decisivo: el momento en
que la locura es percibida en el horizonte social de la pobreza, de
la incapacidad de trabajar, de la imposibilidad de integrarse al
grupo; el momento en que comienza a asimilarse a los problemas de la
ciudad (Foucault, 1964: 124) (1). De aquí se deriva la noción de
“tratamiento moral” de la locura -que incluía castigo,
reeducación moral, disciplina y trabajo-, emanado de una concepción
de la misma como “sinrazón”.
Hay
autores como Espinosa (2), que sostienen que la asistencia
psiquiátrica institucionalizada surgió en España, tal vez, antes
del siglo XVII. Se ha dicho que los primeros manicomios del mundo
aparecieron en España en el siglo XV (Valencia, 1409; Zaragoza,
1425; Sevilla, 1436; Toledo, 1483, etc.) y en el Reino Unido en el
siglo XVI (Londres, 1547). En un primer momento, tales reductos eran
regidos por la burguesía local, pero posteriormente pasaron a estar
bajo el paraguas de la Iglesia.
Durante
el siglo XVIII se fueron creando por toda Europa instituciones
manicomiales en las que se internaron a los locos, los delincuentes,
los vagabundos, las prostitutas y todo individuo que incordiara o
perturbara de algún modo el orden social establecido. Tales
instituciones eran una herramienta para el control social. Pero poco
a poco se irían focalizando en exclusiva para contener la locura; y
fue en este contexto donde surgieron las figuras de los alienistas,
que eran médicos dedicados al estudio y curación de las
enfermedades mentales (3). Por consiguiente, la asistencia tenía un
carácter médico mucho antes de la aparición de la psiquiatría
como especialidad.
Sea
como fuere, en el Siglo de las Luces, con la Ilustración, que todo
lo discutió y analizó, se inauguró el discurso científico sobre
la locura. El pensamiento ilustrado europeo trajo consigo el
surgimiento del positivismo, a partir del cual se fue forjando una
visión médica-científica de la locura, generada en un contexto
social condicionado por el progreso emanado de las revoluciones de la
época (Revolución Industrial, Revolución Francesa, entre otras).
Pero
fue el positivismo científico del siglo XIX el que favoreció el
nacimiento de la psiquiatría como especialidad médica, a partir del
intento de definir su objeto de estudio dentro del modelo médico de
enfermedad. Era una psiquiatría esencialmente clínica y
terapéutica. Consideraba la locura como una enfermedad mental,
definiéndola como una alteración funcional del sistema nervioso, es
decir, la pérdida de la razón sobre la base de una alteración
somática, y rigiéndola por las mismas leyes que el resto de las
enfermedades, dentro de una concepción naturalista del enfermar.
Todos los esfuerzos terapéuticos iban encaminados a que el nombrado
enfermo mental recuperase el control racional de su conducta.
El
siglo XIX supuso la consolidación definitiva de la psiquiatría como
disciplina médica. De hecho, en la segunda mitad de éste siglo, se
apreció un auge extraordinario de la psiquiatría alemana, que
comenzó con Griesinger y Kahlbaun. Pero fue Kraepelin (1856-1928)
quien desarrolló un sistema de clasificación descriptiva de los
trastornos mentales, que fue ampliamente aceptado. El pensamiento de
Kraepelin constituye, aún hoy, uno de los pilares sobre los que se
basa la psicopatología; y junto a él, otros autores como Bleuler,
Jaspers, Kleist, Freud, Kretschmer, Bönhoffer, Mayer Gross,
Scheneider, etc., hicieron grandes aportaciones al conocimiento de
los trastornos mentales, pero no sobre sus orígenes, acerca de los
cuales seguimos a ciegas.
Aún
así, durante el siglo XIX la asistencia psiquiátrica en España
evolucionó hacia una progresiva degradación. Esto estuvo motivado,
entre otras cuestiones, porque aquí no se produjo un desarrollo
industrial y, por lo tanto, no emergió una burguesía ilustrada ni
una clase proletaria que presionaran para reformar la asistencia
psiquiátrica; y, por otra parte, las desamortizaciones (que
provocaron la venta del patrimonio de los asilos psiquiátricos), las
guerras napoleónicas (durante las que se destruyeron otros) y la
crisis económica, dejaron un Estado debilitado, que además no tuvo
coherencia política, no definió jurídicamente la asistencia ni
pasó por un proceso de secularización; y los sucesivos regímenes
veían mal a una psiquiatría moderna excesivamente ligada a la
Ilustración, tal como sostiene Comelles
(4).
Por
consiguiente, la institución manicomial se consolidó como primera
opción asistencial, lo que hizo que paulatinamente se fuera
incrementando el número de internados. Y mientras tanto, la
psiquiatría parecía estar más centrada en establecer una nosología
psiquiátrica que en los argumentos terapéuticos. El paradigma
imperante en aquellos momentos era el biologismo, derivado de la
metodología experimental y del positivismo.
2.-
De lo custodial a lo terapéutico
Lógicamente,
he de obviar muchas otras cuestiones relativas a la evolución
histórica de la asistencia psiquiátrica; y como quiero hablarles
desde mis vivencias profesionales y desde mis propias observaciones,
tampoco voy a realizar un análisis exhaustivo de la atención a la
salud mental en Andalucía, ni de política sanitaria; ni siquiera
les voy a hablar de las bondades de los actuales procesos
asistenciales impulsados desde la Consejería de Salud y/o desde el
Servicio Andaluz de Salud. Pero no renuncio, como luego apreciarán,
a darles mi perspectiva acerca de los logros alcanzados, cómo
percibo el proceso reformador y plantearles algunas cuestiones que
sirva de reflexión para el futuro inmediato.
Cuando
llegué, allá por septiembre de 1984, al Hospital Psiquiátrico
Provincial de El Puerto de Santa María, que estaba ubicado en un
pinar a las afueras de la población, me encontré con una
institucional manicomial en pleno apogeo. Con esto quiero decirles
que, a pesar de los avances científicos y tecnológicos producidos
en el recién pasado siglo XX, las condiciones en las que vivían los
pacientes distaban mucho de lo que hoy podemos entender como
“humanización de la asistencia”. Así, a los pocos días de mi
aterrizaje en aquel manicomio, pude observar que los pacientes vivían
en condiciones muy penosas, como en la mayoría de los denominados
“hospitales psiquiátricos” españoles de la época. El
hacinamiento era bien visible: ocho personas compartiendo la misma
habitación; la pestilencia matutina en los pabellones que albergaban
tales habitaciones era insoportable. En unos casos, las celdas de
aislamiento eran empleadas para castigar “la mala conducta”, es
decir, la no adaptación a las normas de la institución; en otros,
la contención con correas de cuero y soga de pita de 20 mm., eran la
respuesta para castigar la efervescencia de la psicosis, además de
la “camisa de fuerza psicofarmacológica”.
No
deseo ahondar en las condiciones de vida de aquellos internados, pero
sí quiero aportarles una cita de Núñez Pérez (5), en la que
describe lo observado durante la visita que realizó al manicomio de
Gremsdorf, en la Sajonia oriental alemana, en enero de 1973:
“Querían
que conociéramos el “horror” de estos lazaretos en donde vivían
los enfermos mentales... y allí se encontraban: recluidos en un
inmenso salón, confinados como en cualquier centro penitenciario,
hacinados como animales salvajes, maniatados como fieras peligrosas;
deambulaban sin rumbo, juntos los sexos, las patologías, las edades,
las torturas y las vejaciones... Regido según el viejo orden
manicomial estaba concebido para asilar y reeducar al loco. Por
vestido llevaban un enorme babero de cuero que les colgaba del cuello
que apenas cubría su parte delantera dejándoles desnudo el resto
del cuerpo. Atuendo grotesco y vergonzoso, lo nunca visto. Tal vez el
modo de facilitarles el acto de defecar en aquella hilera de
retretes, agujeros sobre una plancha de madera dispuestos para que
pudieran ser utilizados por varios a la vez y a la hora establecida.
Un olor nauseabundo inundaba la estancia en la que estaban obligados
a permanecer día y noche, pues ése era su hábitat, allí no había
dormitorios. Del extremo del babero pendía un cinta de la que
colgaba una cuchara que utilizaban para comer y para agredirse o
agredir a los demás. Cuando esto ocurría, volvían a ser recluidos
en celdas de castigo por su bien, tal y como se defiende en el mal
llamado “tratamiento moral de la locura” que ve lo demoníaco
como fruto del error del hombre al separase éste de las vías de la
razón. Y considera la violencia y la tortura como elementos que le
pueden redimir de sus deseos irracionales”. (Pág. 17-18)
Este
relato, que describe el mal-vivir de las personas en una institución
manicomial, aun siendo una situación extrema, nos da cuenta de una
realidad no tan lejana ni tan ajena como pudiera parecer. Pero
sigamos.
Diversos
autores como Goffman (6), Barton (7) y Pacheco (8) nos dan cuenta de
los efectos que genera la institución total, como la denomina el
propio Goffman, sobre los internados. Éste sostuvo en sus análisis
que toda institución tiene tendencias absorbentes, que están
simbolizadas por los obstáculos (puertas cerradas, altos muros,
alambre de púa, acantilados, ríos, bosques o pantanos), que se
oponen a la interacción social con el exterior y al éxodo de los
miembros (6). Barton nos habló de lo que denominaba “neurosis
institucional” (7), que sería un síndrome añadido caracterizado
por apatía, desinterés, falta de iniciativas, sumisión, deterioro
de los hábitos y las costumbres, así como la pérdida de la
individualidad y la aceptación resignada de que las cosas seguirían
como estaban, sin cambios, inevitable e indefinidamente.
Los
manicomios, denominados eufemísticamente “hospitales
psiquiátricos”, son instituciones que, desde mi punto de vista,
surgieron como reacción de defensa fóbica de la sociedad ante la
conducta de determinados actores sociales, cuyo comportamiento no era
comprendido ni admitido socialmente. La ausencia de conocimientos
acerca del trastorno mental y la falta de instrumentos terapéuticos,
fue generando una respuesta social ante la locura –vinculada a la
psicosis- que implicaba marginación social, aislamiento o reclusión
y una atención paternalista, favorecedora de la regresión. Así, el
manicomio, se construía -y tal vez se siga construyendo- como un
microcosmos que cobijaba, quizás, al sufrimiento humano más
desgarrador y albergaba a aquellos cuyos discursos no eran
comprendidos ni aceptados por el grupo social de referencia. En
definitiva, era un espacio para el almacenamiento y control social de
los diferentes, de quienes se dislocaban y no tenían control sobre
sí mismos, ni sobre sus cuerpos, ni sobre sus acciones.
También,
la construcción social del espacio manicomial hacía que los roles
sociales que ejercían los internados tuviesen unas características
diferenciadoras del resto de miembros de la sociedad. Como ya sostuve
en su día (8), debo decirles que esa absorción, a la que aludía
Goffman (6), se constataba al ver al interno convertido en un ser
gregario, despersonalizado, descapacitado y desocializado.
La
despersonalización se ponía en evidencia cuando al paciente mental
se le despojaba de toda seña de identidad, se le privaba de
intimidad y autonomía; y, por ejemplo, se le asignaba un mote para
ser nombrado, con lo que se le despojaba de una seña de identidad
fundamental como es el nombre de la persona. Piensen ustedes que
nadie se llama Juan, Vicente, Antonia o Manuela por casualidad, sino
que nuestro nombre forma parte de nuestra psicobiografía. “El
zapatones”, “el cuco”, “el niño de oro”, “el niño de
Algar”, “el orejones”, etc., son algunos ejemplos de motes con
los que se identificaba a algunos pacientes. En cierta ocasión, se
dio la circunstancia de que nos costó averiguar el nombre exacto de
un paciente, cuando hubo que trasladarlo al Hospital Clínico Moreno
de Mora –ya desaparecido- para ser atendido en el Servicio de
Medicina Interna, por presentar una úlcera de estómago, como luego
supimos.
La
descapacitación se mostraba en la permanente ociosidad del paciente,
lo que hacía que perdiesen destrezas y habilidades elementales para
la vida diaria, hasta el punto que algunos, tras 15 o 20 años de
internamiento, eran incapaces de vestirse por sí solos o anudarse
los cordones de los zapatos. Viene a mi mente la imagen desoladora de
muchos internos tendidos por el suelo del patio, mal vestidos y
sucios, tumbados al sol, fumando, a solas; rara vez veía a tres o
cuatro hablar entre ellos.
La
desocialización se revelaba con la ausencia de contactos e
interacciones con el mundo exterior, con el resto de la sociedad. En
aquellos años, conocí a don Alfonso, de 68 años de edad, quien
llevaba internado desde los 20 años, tras presentar un brote
psicótico durante el servicio militar. Cuando empezamos a poner en
práctica actividades socializadoras, un día le invitamos a salir
con un pequeño grupo de pacientes para visitar El Puerto de Santa
María. La visita no tenía más objetivo que tomar contacto con el
exterior y valorar luego, entre el grupo y el personal de enfermería,
qué emociones y sentimientos les había deparado la salida. En
conjunto, valoraron muy positiva la experiencia, salvo don Alfonso,
quien me dijo: “Yo no vuelvo a salir”. Le pregunté el por qué;
pero se dio media vuelta y no me contestó. Percibí que algo no
había ido bien, se mostró inquieto. Al organizar la siguiente
salida, volví a invitar a don Alfonso a que nos acompañara y de
nuevo se negó argumentando que “no quiero salir, porque me dan
miedo esas luces de colores que hay en la calle y los coches van muy
rápido”. Tras hablar con él, descubrí que don Alfonso no había
visto nunca los semáforos y le daba miedo cruzar las calles “porque
yo no entiendo eso, yo me quedo aquí”.
Por
lo que respecta al personal asistencial, percibí que gran parte del
mismo también estaba institucionalizado, igual o más que
determinados internados. Cualquier cambio que se proponía para
modificar determinadas prácticas y mejorar con ello la atención,
hacía aflorar resistencias que se expresaban de muy diversas
maneras: “esto siempre se ha hecho así”, “este paciente no
puede hacer eso que dices, nunca ha hecho nada parecido”; y a esto
se le unía el hacer caso omiso de determinadas indicaciones para
aplicar adecuadamente técnicas y procedimientos de enfermería como,
por ejemplo, las relativas a la higiene de los pacientes, la
alimentación o la administración de los tratamientos
psicofarmacológicos. Imperaba la imposición de las normas
institucionales en cualquier acción con los internados.
Recuerdo
que las categorías profesionales existentes en aquel momento eran
varias: cuidadores especialistas, cuidadores, ayudantes de
cuidadores, camareras, ayudantes de camareras, etc., para, en
definitiva, prestar atención y cuidados. Todos ellas encuadrables en
lo que hoy conocemos como auxiliares de enfermería. La formación
era muy heterogénea: desde personas que apenas sabían leer y
escribir hasta alguno que estaba cursando estudios universitarios y
trabaja “para pagarme la carrera de derecho”, como me dijo
Julián. En cierta ocasión, uno de los cuidadores me dijo: “a mí,
cuando llegué aquí el primer día, me dijeron: tu vete a vigilar el
patio y procura que no se maten entre ellos”. O aquel otro que me
dijo: “Germán, ¿para lavar culos hay que estudiar? Lógicamente,
le contesté que sí. Al poco tiempo, tras una larga conversación
posterior, en la que traté de hacerle entender las ventajas del
conocimiento, este compañero se matriculó en la Escuela de Adultos
de El Puerto de Santa María y consiguió el Graduado Escolar y
posteriormente estudió y obtuvo el título de Auxiliar de
Enfermería.
Como
pueden imaginar, el rol de las enfermeras, en el sentido más
sociológico del término, era inexistente. La acción terapéutica
se limitaba a la aplicación de tratamientos biológicos y de algunas
técnicas cuando la alteración de la salud física así lo requería;
los horarios de trabajo eran tan dispares (turnos de 24 horas unos,
otros de 12 y otros de 8 horas) que imposibilitaban el seguimiento de
casos o el trabajo en equipo. Más adelante haré hincapié en la
transformación del rol profesional de la enfermera de salud mental.
Pero
quiero acabar este apartado diciéndoles que, al día de hoy, sigo
sosteniendo la ineficacia del manicomio para atender el sufrimiento
mental de los ciudadanos. Y reafirmo aquí que, por cuanto les he
expuesto hasta el momento, estaba más que justificada la necesidad
de transformar la asistencia psiquiátrica e iniciar los programas de
rehabilitación y desinstitucionalización, que hicieran posible la
reinserción social del paciente mental, como así hicimos.
No
voy a extenderme con el relato de las acciones terapéuticas que
llevamos a cabo, tan solo les diré que tiramos muros, que suprimimos
la división por géneros de los internados, que individualizamos la
ropa o que externamos a pacientes en pisos protegidos.
Tampoco
quiero pasar por alto el decirles que los procesos de transformación
de la asistencia psiquiátrica comenzaron con las luchas de los
profesionales, que se produjeron en la década de los años 1970, que
recogieron el testigo de los cambios sociopolíticos acaecidos en la
convulsa década de los años 1960, que fue cuando irrumpieron en el
ámbito psiquiátrico la sociología y la psicología dinámica, que
centrarían sus críticas en las instituciones manicomiales, así
como el llamado movimiento antipsiquiátrico, que realzó el papel de
control social de la institución y del diagnóstico psiquiátrico.
Otro factor importante fue el hecho de que, en 1952, Delay y Deniker
habían descubierto la clorpromacina, a la que le seguirían otros
neurolépticos, que insuflarían un nuevo optimismo terapéutico,
posibilitando altas hospitalarias y la asistencia extrahospitalaria.
Por tanto, coincido con Mayoral (9) en que estos tres factores, es
decir, el desarrollo de la psicofarmacología, el auge de las
corrientes sociales dentro de la psiquiatría y la influencia de los
cambios sociopolíticos, propiciaron los procesos de reforma en la
asistencia psiquiátrica.
Como
también dije en su día (10), la atención a la locura siempre ha
estado cuestionada. Y por tanto, se puede aseverar que la historia de
la asistencia psiquiátrica es la historia de las reformas
psiquiátricas. Y si ahondamos en el recorrido histórico que, como
les decía, podría abarcar desde el siglo XV hasta nuestros días,
podremos darnos cuenta que existen algunas constantes que se repiten
a lo largo de cada época. Así, por ejemplo, se puede observar que
las distintas reformas de atención a la locura han coincidido con
momentos de la Historia en los que han tenido lugar cambios sociales
que, de una forma u otra, han sido motivadores o favorecedores de
reformas psiquiátricas. Sólo nos cabe esperar que esto no sea una
premonición y que la actual crisis social, económica y política no
provoque un retroceso en el tiempo de más de 30 años.
3.-
Del manicomio a la comunidad
A
lo largo de seis años, desde 1984 hasta 1990, tuve la oportunidad de
vivir la experiencia de transformación de una institución
manicomial. Sin duda, fueron unos años que me enriquecieron en lo
profesional y en lo personal. Pero lo cierto es que anhelaba un
cambio que propiciara mi crecimiento profesional con una nueva
práctica enfermera. Así, en mayo de 1990 fui destinado a la Unidad
de Salud Mental Comunitaria (USMC) de Jerez de la Frontera. Dejé
atrás el espacio manicomial y me situé en otros espacios: la
consulta de enfermería, el domicilio del paciente y familia y la
propia comunidad. Casi de inmediato afloraron las ansiedades al
enfrentarme a un quehacer que era novedoso y, hasta cierto punto,
desconocido para mí. Sin embargo, persistía un elemento común que
me hizo ver Alejandro, uno de los primeros pacientes que atendí en
la consulta de Enfermería, cuando un día me espetó a bocajarro:
“Germán, tengo un sufrimiento psíquico que no puedo más…”
El
nuevo modelo de atención a la salud mental trascendía el ámbito
manicomial y situaba a la USMC como eje de la atención a la salud
mental, y además se apostó por la integración de la atención a la
salud mental dentro de las actividades generales del Sistema
Sanitario Público (SSP). Es decir, se trataba de garantizar la
atención a las personas que padecían trastornos mentales dentro de
la red general de atención a la salud, con lo cual se terminaba con
la separación de la asistencia psiquiátrica del SSP.
No
obstante, el acto enfermero se produce allí donde se da una
interrelación entre la enfermera y el usuario de cualquier servicio;
bien es cierto que el ámbito manicomial condicionaba la
interrelación enfermera-paciente y le confería unas características
diferenciales de las que se producen en el ámbito comunitario.
Entonces,
¿cuáles son los espacios donde se hace efectiva esa interrelación?
¿Qué les caracteriza? ¿Qué elementos se ponen en juego? ¿Cuál
es el tiempo de la atención a la demanda?
3.1.-
Consulta de Enfermería
El
SSP derivado del llamado Estado del Bienestar, se basa en los
principios de universalidad, accesibilidad, equidad y solidaridad. Y
si entendemos que esa accesibilidad ha de ser a todos y cada uno de
los servicios ofertados y coincidimos en que uno de esos servicios es
el servicio enfermero, podemos concebir la consulta de Enfermería
como un espacio transaccional entre el servicio de salud mental, en
este caso, y el usuario del servicio; es decir, entre la enfermera de
salud mental y el paciente y la familia. La consulta de Enfermería
es un acto enfermero en el que se da un proceso dinámico de
interrelación entre la enfermera y el usuario del servicio
enfermero, que se produce en un tiempo y en un espacio concreto, con
la finalidad de proveer cuidados, apoyo y asesoramiento.
A
partir de la experiencia proporcionada por el quehacer cotidiano,
creo haber identificado algunas de las características de los
elementos que están presentes al ejercer esta actividad enfermera:
el servicio de salud mental, el usuario, la enfermera de salud
mental, la familia, el tiempo y el espacio (11).
--El
servicio de salud mental, como espacio donde se produce la consulta
de Enfermería, es el primer elemento que entra en juego. En función
de cómo se organice y administre, va a incidir considerablemente en
el servicio enfermero y, por consiguiente, sobre la consulta de
enfermería que es uno de ellos. En definitiva, ambos servicios han
de garantizar la provisión y la continuidad de cuidados.
--El
paciente es el elemento principal, en tanto que es el sujeto/objeto
receptor del cuidado enfermero. Este se ve “obligado” a aceptar
la enfermera de salud mental que le toque en suerte, y además, ha de
adaptarse a unas reglas de juego (o encuadre). Toda persona tiene que
encajar las fantasías de curación que le subyacen, y máxime a
partir del hecho de no tener enfrente al supuesto curador
(médico/psiquiatra), sino que tiene que compartir su experiencia
vital con un supuesta cuidadora que, presumiblemente, ha de ayudarle
a hacer un afrontamiento eficaz de los hechos de su vida cotidiana a
partir de su situación de salud. Esto, sin duda, va a condicionar la
interrelación enfermera-paciente.
--La
otra protagonista es la enfermera de salud mental, quien debe ser
consciente de las expectativas de curación del paciente; de aquí
que la honestidad es una prioridad. Así por ejemplo, hay que
decirle: “No le voy a curar, pero sí puedo cuidarle y enseñarle a
que se cuide usted así mismo, para que consiga el mayor nivel de
autonomía posible y que el trastorno mental y sus efectos no impidan
su vida de relación”. Aquí también entran en juego las fantasías
de curación y de resolución de problemas de la enfermera de salud
mental, así como las ansiedades que se generan en ella al no poder
dar respuesta a muchas demandas de pacientes y familias; y esto, qué
duda cabe, puede condicionar las interrelaciones y el servicio de
ayuda.
--La
familia es actor social co-protagonista, en tanto que está implicada
en la búsqueda de soluciones, y puede ser un buen “aliado
terapéutico” de la enfermera, para incidir en los cuidados del
paciente. Su “papel” es muy relevante, toda vez que el paciente
que tenga una familia implicada en el proceso terapéutico va a tener
mejor evolución y mayores niveles de integración social que aquel
que no posea familia. No obstante, cuidar a un paciente mental en el
seno familiar, supone una carga física y emocional considerable,
sobre todo para la cuidadora principal. También es cierto que,
cuando la familia es incapaz de dar respuestas por sí sola a las
demandas de cuidados de uno de sus miembros, afloran la ansiedad, los
problemas de comunicación, los reproches, las culpabilizaciones, la
incomprensión, la impotencia, etc.; y en tales casos, la enfermera
de salud mental debe prestar cuidados a la familia, pero desechando
cualquier actitud que pudiera ser vivida de forma persecutoria,
dependiente, paternalista, etc.
--También
he podido observar que el tiempo del equipo interdisciplinar no
siempre coincide con el tiempo de los pacientes y las familias. Es
decir, el tiempo de la organización de la asistencia o el de la
aplicación de un programa concreto, la mayoría de las veces no
coincide con el tiempo de la demanda; y aunque en todo momento se
trata de aproximarlos, lo deseable sería que ambos tiempos
coincidieran.
--El
espacio también juega un papel importante. La consulta de Enfermería
no es el espacio habitual del paciente y familia. El espacio natural
de estos es su domicilio y la comunidad en la que está ubicado. Por
tanto, acudir a la consulta de Enfermería supone para el paciente ir
a un lugar ajeno, donde se va a poner en juego su identidad, porque
es donde se acude a depositar ansiedades y a buscar respuestas a sus
problemas de salud. Por el contrario, la consulta de Enfermería es
el espacio de la enfermera, donde está amparada por el servicio de
salud mental, lo cual le genera seguridad y apoyo; y además, tiene
la posibilidad de ventilar sus ansiedades en el seno del equipo
interdisciplinar. En la consulta de Enfermería el paciente es el
"invitado"; sin embargo, la enfermera cuando acude al
domicilio del paciente está en un espacio ajeno y se convierte en la
"invitada" del paciente y/o familia.
3.2.-
La atención domiciliaria
La
atención domiciliaria comprende diversas actividades, mediante las
cuales la enfermera de salud mental presta atención y cuidados a los
pacientes y las familias. Esta intervención, que posibilita el
acceso a los servicios de salud, está muy ligada a la evolución
histórica de la profesión enfermera; sin embargo, no era propia de
la enfermera de salud mental hasta que se produjo la transformación
de la asistencia psiquiátrica. Aunque bien es cierto, que el resto
de miembros del equipo interdisciplinar también realizan este tipo
de actuación; lo que diferencia unas de otras son los objetivos y
los contenidos de las actividades.
La
atención domiciliaria se caracteriza por ser un servicio que
requiere una continuidad, por cuanto que no consta de una sola
actividad puntual o episódica sino que requiere de un conjunto de
actividades y tareas que se desarrollan en el tiempo; por tanto,
precisa ser programada y planificada previamente. No obstante,
también surgen demandas espontáneas de atención, hecho que va
íntimamente ligado al carácter dinámico de la salud y al que hay
que dar respuesta. Por ejemplo, tal sería el caso de una
intervención en crisis y/o de urgencia en nuestro ámbito. También
la atención domiciliaria permite observar al paciente y familia en
su espacio vital, lo que tal vez permita hallar elementos
explicativos a las conductas y las interrelaciones que mantengan.
Además,
este tipo de intervención permite ofrecer servicios cuando al
paciente y familia tengan dificultades para el acceso al dispositivo
de atención a la salud mental, bien por la dispersión geográfica y
carencia de transporte público, bien porque el paciente no sea
consciente del trastorno mental que padezca y se niegue a acudir, o
bien porque se considere más terapéutico asistir al domicilio. En
definitiva, el domicilio del paciente y familia es un espacio donde
se propicia la mutua corresponsabilidad entre estos y el equipo
interdisciplinar
(12).
También,
la atención domiciliaria se caracteriza por los “protagonistas”,
que intervienen en ella, en los que aparecen elementos subjetivos e
interrelacionales, y por el contexto donde tiene lugar esta
actividad: la comunidad (11).
--Cuando
el paciente tiene dificultades para acceder al servicio de salud
mental, puede incrementar su ansiedad frente a la pérdida de la
salud y por la crisis de identidad que la falta de ésta origina, ya
que en todo sujeto existe una fantasía de integridad física y
psíquica. A esto se le añade la movilización de los vínculos
relacionales con sus familiares, vividos éstos, en principio, como
incapaces de dar respuestas adecuadas a sus demandas,
independientemente del grado de sufrimiento que genere un trastorno
mental determinado.
--Lo
que caracteriza a la familia es su incapacidad de dar respuesta a la
demanda de alteración de la salud que presenta el paciente.
(Recuerden: nadie nace sabiendo de todo). Como consecuencia de esta
situación, aparecen ansiedades, que pueden ponerse de manifiesto de
diversas formas (impotencia, culpa, ocultamiento, desbordamiento,
etc.). Estas ansiedades también afloran como resultado de los
conflictos vinculares existentes a nivel intrafamiliar y en especial
con el paciente, por un lado; y por otro, de los derivados de
enfrentarse, por identificación, a la probable pérdida de la salud
de uno de sus miembros.
--Al
enfrentarse a una situación que desconoce, en la enfermera de salud
mental puede aflorar la ansiedad por una posible crisis de identidad
profesional y personal, que amenaza con frustrar la fantasía de
curación que en todo profesional de la salud subyace. En la visita
de atención domiciliaria, esta ansiedad puede verse incrementada al
tener que actuar fuera de la institución sanitaria, ya que ésta por
regla general es vivida por los profesionales como protectora,
actuando como depositaria de sus ansiedades.
--La
comunidad, precisamente por ser el contexto donde se realizan muchas
actividades, es un elemento que siempre está presente en toda
atención comunitaria y, por tanto, también lo está en la atención
domiciliaria. Y hemos de tenerla en cuenta, por las interrelaciones
que mantiene con los anteriores elementos señalados (paciente,
familia y profesionales), ya que las situaciones que demandan
intervención domiciliaria movilizan también ansiedades colectivas
en el seno de la comunidad; valgan como ejemplos más gráficos las
situaciones de catástrofe, accidentes o determinadas urgencias
psiquiátricas.
Obviamente,
entre estos elementos existe una interacción, que siempre está
presente, y en función de las características de ésta, la atención
domiciliaria puede verse dificultada o facilitada. En éste sentido,
la enfermera de salud mental (u otro profesional del equipo
interdisciplinar) puede ser investido por el paciente, familia o
comunidad como "conocedor todopoderoso" que acude a
solucionar sus demandas o, por el contrario, rechazarlo. Y por otro
lado, el propio profesional ha de estar atento a los vínculos que
establece con el paciente, la familia o la comunidad a la hora de
desarrollar esta actividad.
4.-
Evolución de los cuidados de salud mental
Ubicada
la atención a la salud mental en el SSP, y siendo éste el medio
donde ejercita su actividad la enfermera de salud mental, voy a
tratar de aproximarme a algunos de los elementos que dan cuenta de la
evolución de los cuidados de salud mental.
Es
un hecho establecido, que se han producido avances significativos en
el desarrollo del conocimiento enfermero, fundamentalmente a partir
de la entrada de la enfermería en la universidad en 1977. Esto,
unido al proceso de RP y a la actitud de los profesionales de
enfermería de salud mental, ha hecho posible que cambiara
cualitativamente la atención enfermera y que se haya transformado
considerablemente nuestro rol profesional. Así, frente a una vieja
Enfermería Psiquiátrica, que se me antoja caduca, que ha estado
anclada en el manicomio, funcionando sólo para la contención, la
custodia y el direccionismo con los internados (8), que ha velado por
las normas de la institución y que se ha dedicado tan sólo a
aplicación de tratamientos biológicos; ha surgido una nueva
Enfermería de Salud Mental. Esta se caracteriza por ser un servicio
humano, al que le guía la filosofía humanística, cuyo cometido
principal es la provisión de cuidados -mediante una relación
interpersonal- destinados a satisfacer las necesidades de salud y
bienestar del individuo, familia y grupo social, en las áreas de
promoción, asistencia y rehabilitación de la salud mental.
Hoy
la enfermera de salud mental, en su quehacer cotidiano, con los
nuevos conocimientos enfermeros aprehendidos y habiendo modificado
sus actitudes, afronta las necesidades de cuidados que presentan los
ciudadanos a los que atiende. Y en su intervención potencia la
promoción y prevención de la salud mental, practica abordajes
individuales, familiares y grupales, diversifica sus actividades y
usa técnicas y métodos de enfermería para potenciar las
capacidades del paciente mental, que le permitan un afrontamiento
eficaz para mantener la vida, la salud y el bienestar, y conseguir
así una autonomía que le lleve a la independencia y a la mayor
calidad de vida posible; y asume el incremento de responsabilidades
derivadas del ejercicio autónomo de su profesión (13). En
definitiva, se nombra y desea ser nombrada “enfermera”, en tanto
que prestadora de cuidados integrales a personas sanas y a las que
padecen trastornos mentales.
Los
profesionales que hoy ejercemos esa Enfermería de Salud Mental,
tenemos conocimientos, capacidades, habilidades y actitudes para dar
respuestas a las necesidades de cuidados que plantea la comunidad a
la cual servimos. Y debemos seguir profundizando en el conocimiento
enfermero para satisfacer las demandas de cuidado terapéutico que
nos son requeridas. Y de no ser así, estaríamos anclados
definitivamente en la vieja Enfermería Psiquiátrica y, por tanto,
reproduciendo viejos esquemas, que hoy se pueden estar disfrazando de
tendencias “hospitalocéntricas”, en menoscabo del modelo de
intervención comunitario.
Por
otra parte, la enfermera de salud mental, al estar subsumida en el
espacio comunitario, donde surgen nuevas demandas derivadas del
dinamismo social, debe conocer al ser humano en el medio en el que se
desenvuelve, para comprender sus conductas y atender las demandas
derivadas de las alteraciones de las respuestas humanas frente a su
situación de salud.
Ni
que decir tiene, que la enfermera de salud mental debe conocer las
claves culturales que hacen que los actores sociales se comporten de
una manera determinada. Y no sólo eso, sino que, además, debe
conocer las claves de su propia cultura, de sus propios valores y
creencias para hacer efectivo que su actitud profesional debe ser
abierta, tolerante y receptiva hacia los diferentes posicionamientos
éticos y morales que profese cada una de las personas a las que
atiende. Deberá entonces, conocerse a sí misma para poder conocer y
reconocer al “otro”, sin depositar en éste aspectos de su propia
identidad o volcar en él prejuicios de tipo de alguno. Por tanto,
para alcanzar la excelencia de los cuidados que prestamos, es
imprescindible que el proceso de enfermería individualizado
contemple los aspectos culturales del “otro” (14).
Desde
hace tiempo, se identifica la noción de cuidar como esencial y
básica de la profesión enfermera. El acto de cuidar es lo que
define la práctica enfermera. Como sostuvo Peplau (15), cuidar es
ayudar a otro a crecer y madurar, es una forma de relación que
incluye el desarrollo personal de quien es cuidado y de quien cuida.
Y
según Bonafont, citada por Alberdi y Cuxart (16), cuidar incluye
aquellas acciones que garantizan la satisfacción de las necesidades
básicas para la vida y aquellas actividades que permiten mantener
relaciones significativas y gratificantes, comunicarse con los demás,
gozar de las propias realizaciones y adecuar los deseos y las
expectativas con su realidad. También, cuidar es un acto relacional
que tiene como requisito previo conocer y comprender la situación de
salud tal como la otra persona la percibe y la vive; lo que nos lleva
a la perspectiva fenomenológica de los cuidados.
4.1.-
Perspectiva fenomenológica de los cuidados
Desde
mi punto de vista, tras la experiencia investigadora que he podido
acumular, la perspectiva fenomenológica de los cuidados puede llegar
a promover un cambio significativo en la comprensión del cuidado,
muy especialmente en el ámbito de la Enfermería de Salud Mental.
A
la luz de la Fenomenología, al pensar en Enfermería, la enfermera
puede cuestionarse sus acciones e interpretar al mundo del cuidado
desde otra óptica, dado por nuestro modo de ser y el modo de ser de
las personas a las que cuidamos. Además, esta corriente de las
ciencias sociales nos aproxima a la metodología cualitativa, que
enfatiza la importancia de conocer, entender e interpretar las
significaciones de los hechos para los actores sociales subsidiarios
del cuidado enfermero (17).
Por
tanto, la Fenomenología prima la descripción de los fenómenos que
son vividos por los actores sociales, sin teorías sobre la
explicación causal y libre de perjuicios. Y postula una actitud, un
modo de comprender el mundo. Así, la actitud fenomenológica nos
invita a dejar que las cosas aparezcan con sus características
propias, tal como son. En nuestro caso, existe la necesidad de que la
enfermera de salud mental, al cuidar, contemple a la persona en su
totalidad existencial, examinando la salud o el trastorno mental tal
como es vivido por el ser que adolece, contextualizando sus
condiciones históricas, culturales y sociales en la que se inserta.
Y
dado que el acto enfermero implica a personas que cuidan a otras
personas, se resalta la importancia de la intersubjetividad en las
relaciones humanas, lo que nos aproxima de nuevo a la Fenomenología.
Esta conlleva, como paradigma metodológico la investigación
cualitativa, que, asumiendo la postura fenomenológica, se centra en
la subjetividad del actor social y está comprometido con la
interpretación del mundo social según los propios actores sociales.
Con
las técnicas de investigación cualitativa, que pueden sacar a la
luz cómo los pacientes mentales, por ejemplo, construyen sus
experiencias a partir del trastorno mental que padecen y en relación
a sus interacciones. Por el contacto permanente con el paciente, las
enfermeras de salud mental estamos muy cerca de la experiencia
humana; estamos en una posición privilegiada para explicar a otros
el mundo del paciente, el de su familia y el de los procesos que
acontecen en su interior, quizás, como ninguna otra disciplina. Y
mostrar la realidad es un hecho tan científico como mostrar las
causas que la producen (18). De tal manera que el investigador
cualitativo se pregunta “cómo algo sucede”, y no “por qué
sucede” (19). O lo que es lo mismo: la investigación cualitativa
pone énfasis en la comprensión y no en la explicación causal –más
propia del positivismo.
Tal
vez, si nos sacudimos el complejo positivista y evitamos parafrasear
a otras disciplinas de las ciencias de la salud, hacemos un correcto
uso de la metodología científica –que es quizá el elemento que
da mayor rigor a la práctica profesional- y nos aproximamos a la
Fenomenología, podamos encontrar respuestas para la construcción de
nuestra disciplina.
5.-
Actitudes de la población respecto al paciente mental
La
historia de la asistencia psiquiátrica es también la historia de la
desconfianza hacia los pacientes mentales, puesta de manifiesto a
través de su evitación, exclusión y marginación. Al igual que
sucediera con los pacientes diagnosticados de lepra o de
tuberculosis, y más recientemente con los diagnosticados de sida,
los pacientes mentales vienen sufriendo en diverso grado las
consecuencias de las atribuciones estereotipadas lanzadas desde las
representaciones colectivas, que cada cultura asocia a la “enfermedad
mental”.
Qué
duda cabe, que el éxito de las estrategias de integración del
paciente mental en su entorno referencial depende en gran medida de
las actitudes de la población. La actitud, en tanto que disposición
de ánimo, se encuentra situada entre los valores y las opiniones.
Valores, prejuicios y racionalizaciones que se transmiten
culturalmente a cada miembro del grupo social de referencia.
5.1.-
Discriminación, exclusión y marginación social
La
discriminación social se entiende como el trato diferenciado hacia
determinadas personas o grupos sociales en función de una o varias
características que les son adjudicadas por el resto de la sociedad
(20). En este sentido, el trato puede resultar tanto favorable como
desfavorable, estableciéndose así la distinción entre la
discriminación positiva y la negativa. No obstante, el empleo más
común de la voz “discriminación” alude a su connotación
negativa.
La
discriminación social negativa es el fenómeno más frecuentemente
vinculado al estigma social, en todas sus manifestaciones. Por
consiguiente, no escasean las nociones referidas a concebir un grupo
estigmatizado como una categoría de personas a quienes la sociedad
se refiere peyorativamente y que son devaluadas, excluidas o
inhibidas en cuanto a sus posibilidades de autorrealización. Desde
la desconfianza a la crítica, desde el ostracismo a la
discriminación, desde el rechazo al abandono, y desde la
estigmatización a la expropiación de derechos, las actitudes
hostiles hacia los pacientes mentales, parecen reforzadas por las
asociaciones negativas de la denominada “enfermedad mental”. A
muchas de las personas afectadas por un trastorno mental y a quienes
les rodean, a menudo, les resulta más difícil soportar esta especie
de “enfermedad social” que las manifestaciones propias del
trastorno mental.
Por
otra parte, la exclusión social se pone de manifiesto con la falta
de participación social, es decir, la dificultad para el ejercicio
activo de roles sociales, o con la dificultad para acceder al mercado
de trabajo o con la privación de derechos del actor social
etiquetado como “enfermo mental”.
Nadie
está libre de padecer un trastorno mental y, sin embargo, los
pacientes mentales sufren muchas veces la exclusión y el rechazo
social, que en ocasiones les lleva al aislamiento o a ser recluidos y
olvidados. Todavía los prejuicios que rodean al trastorno mental
suscitan sentimientos de vergüenza y explican la exclusión y
marginación del paciente mental. Ésta va muy unida al desarraigo;
entendido éste como la desvinculación de la sociedad que se produce
cuando un actor social es etiquetado como “enfermo mental”, y con
esto se debilitan o se rompen los lazos que le ligaban al grupo
social de su entorno más inmediato. La situación de desarraigo, por
tanto, comporta pérdidas como el sentimiento de pertenencia y de
identidad grupal, amén del más que probable distanciamiento
familiar y la consiguiente vivencia de soledad.
5.2.-
Estigmatización
Entre
las actitudes negativas que están socialmente asignadas a los
pacientes mentales y a sus familias, se hallan aquellas que conforman
la estigmatización. Efectivamente, a pesar del conocimiento
acumulado en esta materia en los últimos 30 años, nos encontramos
ante un fenómeno social complejo (que se refleja en la variada
terminología utilizada al analizarlo: estigma, actitudes sociales,
estereotipos, prejuicios, discriminación, exclusión, etc.) y
resistente al cambio (21), que afecta tanto a quienes están
etiquetados como “enfermos mentales” como a sus familiares y a
los profesionales que les atienden (22). La estigmatización es un
constructo heterogéneo que incluye actitudes negativas (23),
sentimientos, creencias y comportamientos influenciados por la
cultura, los valores y las normas sociales (24).
Para
González Álvarez (25) el estigma es la marca o señal infamante que
identifica y distingue a quienes la tienen, diferenciándose de los
demás, que los excluye socialmente y, en muchos casos, deteriora su
ciudadanía hasta llegar a negarla. Esta noción da pie para
introducir la perspectiva de Goffman (26: 13), quien ha sido pionero
en el estudio sociológico del estigma y que lo define como un
“atributo profundamente desacreditador” dentro de una interacción
social particular, que estigmatiza y que confirma la normalidad del
otro. Según este autor, el estigma aparece durante las interacciones
sociales, cuando la identidad social actual de un individuo –es
decir, los atributos que posee– deja de satisfacer las expectativas
sociales. A partir de este atributo, el individuo que lo posee es
reducido en nuestra mente desde una persona completa y “normal” a
una cuestionada y “disminuida”.
Probablemente,
por la complejidad que conlleva, son pocos los intentos que se han
realizado para identificar y analizar las dimensiones psicológicas y
socioculturales en las cuales está fundamentado el estigma. En
muchas ocasiones, el uso del término está sujeto a la suposición
de que todos entienden lo mismo al referirse al fenómeno del
estigma. Pero lo cierto es que difícilmente puede hablarse de la
existencia de un eje conceptual sólido, que sirva de base para la
sistematización y la explicación de tales dimensiones.
En
cualquier caso, el estigma es una construcción social, que se
realiza al asignar atributos que disminuyen la reputación del
estigmatizado; que no dejan de ser concepciones erróneas, sesgadas
por el desconocimiento y la desinformación, que se tienen sobre el
paciente mental, y que oscilan entre el autoritarismo, la
benevolencia o la posición miedosa y excluyente. Además, el estigma
constituye un mecanismo de defensa fóbica y paranoide, ante las
posibles amenazas sentidas; es decir, un mecanismo para la
supervivencia y protección del grupo social de referencia (22).
Con
el paso del tiempo y con las dinámicas asistenciales, están
derrumbándose las barreras físicas -los muros- que tenían aislados
a los pacientes mentales; y, paralelamente, se van construyendo
barreras mentales para que sigan al margen, dado que generan temor y
exclusión, miedo, desconfianza, etc. (27). Y desmantelar el estigma
de la conciencia colectiva parece una tarea mucho más difícil que
derrumbar un muro. Las barreras de los antiguos manicomios han dejado
paso a otros muros, invisibles, que mantienen el aislamiento e
impiden la total recuperación de los pacientes mentales, mediante
prejuicios y tópicos que los encierran en su “enfermedad mental”
6.-
¿Qué logros se han alcanzado con la RP?
Cualquiera
que haya tenido la oportunidad de participar activamente en el
proceso de transformación de las estructuras de atención a la salud
mental, podrá afirmar que la RP de la década de 1980 ha supuesto
importantes avances cualitativos (en la calidad de la atención y de
los cuidados) y cuantitativos (en número de dispositivos de atención
a la salud mental y de profesionales). Junto a ello, uno de los
logros más importantes que se ha conseguido ha sido la integración
de la atención a la salud mental en el SSP. Su efecto principal es
el reconocimiento del derecho de los pacientes, en tanto que
ciudadanos, a acceder a los servicios de salud mental de carácter
público, universal y gratuito. Todo esto ha contribuido a la
emergencia de una nueva cultura asistencial (quiero creerlo así),
caracterizada por el desplazamiento del centro de la atención desde
el manicomio a la comunidad; en la que se inserta una red amplia y
accesible, cuyo eje es el centro de salud mental comunitario.
Otro
de los logros alcanzados han sido los cambios legislativos,
fundamentalmente los encaminados a garantizar y proteger los derechos
civiles de los pacientes. Así como el aumento de la participación
de las familias a través del asociacionismo, aún cuando queda mucho
camino por recorrer.
En
buena parte, también se ha conseguido disminuir la estigmatización
del paciente con trastorno mental. Esto ha hecho posible, entre otras
cuestiones, que se haya conseguido una reinserción social (en
términos de residencia, calidad de vida y autonomía de los
pacientes mentales) razonablemente aceptable.
Además,
ya no se observan tantas reticencias como las de antaño a la hora de
acudir a un servicio de salud mental; lo que ha hecho que aparezcan
nuevas demandas de atención, con notables diferencias en las
características socio-demográficas de quienes contactan con los
servicios de salud mental.
La
experiencia acumulada en las tres últimas décadas, nos demuestra
que allí donde se han desarrollado redes asistenciales –que
incluyen desde los programas de atención a la salud mental en los
centros de salud mental, hasta programas de hospitalización parcial
o programas de rehabilitación, por citar sólo algunos de los más
significativos-, la evolución clínica de los pacientes mentales y
la calidad de vida propia y de los familiares, es muchísimo mejor
que cuando eran atendidos en las antiguas instituciones. Y en la
actualidad, se ofrece una atención a la salud mental con más
prestaciones, más personas atendidas en la red y un mejor
conocimiento de lo que se hace. Está mucho mejor organizada que en
la época manicomial y de las consultas de neuropsiquiatría.
Por
otra parte, el recurso asistencial más novedoso de la RP como es el
centro de salud mental comunitario, se ha consolidado a los ojos de
la población. Podrán cambiarle el nombre, desvirtuar algunos de sus
contenidos o reducir su papel asistencial, pero supondría un serio
conflicto con los usuarios cualquier intento de eliminación por
parte de la administración sanitaria. Ya nadie tiene argumentos para
defender el modelo manicomial (aunque sigan existiendo manicomios en
España). Y junto a esto podemos añadir que se está en vías de
consolidar la relación entre los centros de atención primaria de
salud y los centros de salud mental (es decir, nivel básico y nivel
especializado), al encontrar los profesionales del nivel primario,
por primera vez, un apoyo real a su trabajo en la red de salud mental
(lo que no es habitual con otras especialidades médico-quirúrgicas).
Con la experiencia clínico-asistencial de los profesionales de la
red de salud mental, éstos se han consolidado como un colectivo
competente y con un nivel de formación muy elevado, aún cuando el
número todavía es insuficiente.
7.-
Situación actual del proceso reformador
Deseo
plantearles a continuación algunas cuestiones que pueden ser de
interés para la reflexión y para la comprensión del momento en que
se encuentra el proceso reformador, que nos dan cuenta del por qué
del estancamiento actual de las reformas.
En
primer lugar, tenemos la cuestión económica. Estamos situados en un
contexto económico y político restrictivo para la sanidad pública
en general y para la salud mental en particular, dado que las
políticas económicas actuales de corte liberal cuestionan los
criterios que hicieron posible la Europa del Bienestar; y, por su
parte, la Unión Europea se está replanteando también sus políticas
sociales en el marco de los llamados procesos de globalización
económica. Estas políticas priorizan la reducción del gasto social
y la contención del gasto público mediante la restricción
presupuestaria y la privatización de servicios dependientes del
Estado. Todo esto, junto con la participación creciente del sector
privado en el conjunto del gasto sanitario, está conduciendo a una
progresiva descapitalización del SSP (28).
Con
estos mimbres, es previsible el cesto que se está construyendo:
restricción y empeoramiento progresivo de las prestaciones
sanitarias públicas y participación creciente del usuario en el
pago de las mismas (al menos de aquellos que se lo puedan costear).
De ahí que muchos nos preguntemos si acaso ¿volverá a hacer falta
en poco tiempo un nuevo sistema de beneficencia para los españoles
con menos recursos?
En
segundo lugar, también se puede apreciar un menor compromiso de los
gobiernos con las políticas sociales; y, a la vez, se está
produciendo un discurso de deslegitimación de lo público y una
desincentivación (más que evidente y no sólo de tipo remunerativo)
de sus trabajadores desde las propias administraciones sanitarias.
Por
otro lado, al no aparecer la salud mental en las encuestas de opinión
como un asunto prioritario para la población (al contrario que el
paro, el terrorismo o las drogas), no “interesa” ni a los
políticos ni a los medios de comunicación más allá de incidentes
puntuales de gran impacto social; habitualmente tratados con bastante
superficialidad, dicho sea de paso (29). Esto, unido a la poca
capacidad de presión real sobre los gobiernos y sus políticas que
tiene el colectivo de pacientes mentales (y sus familias) (30), hace
que estemos subsumidos en un penoso letargo. Sin embargo, y sin
pretender falsas dialécticas, digamos que las resistencias que
encuentran estas asociaciones para sacar adelante sus
reivindicaciones junto a sus propias dificultades internas
(insuficiente autonomía organizativa y financiera) puede llevarles a
revolverse contra los propios profesionales de la red pública,
haciéndonos responsables de problemas asistenciales, que no está en
nuestras manos el poder resolver.
La
tercera, es la cuestión tecnológica, sobre la que cabe señalar que
la continuada aparición de nuevos fármacos está desplazando otros
desarrollos igualmente necesarios para la atención a la salud
mental. La primacía del fármaco lleva consigo, además, una cierta
devaluación del resto de técnicas terapéuticas y del valor de las
intervenciones de los profesionales en los resultados del proceso
terapéutico (31). A veces uno tiene la sensación, en tanto que
profesional de la enfermería, de que con sus actuaciones no alivia o
suprime el sufrimiento humano, que esto sólo lo hace el “fármaco
milagroso”. Y también me pregunto a menudo: ¿es cierto que la
gente nos necesita menos al disponer de un buen fármaco? No
obstante, los expertos se empeñan en afirmar que la nómina de los
profesionales, año tras año, le sale más barato al sistema
sanitario en términos porcentuales, mientras se disparan los precios
de los medicamentos y las estancias hospitalarias (32).
8.-
Cuestiones para la reflexión
Sabiendo
que no todos los objetivos ni en todos los sitios se han cumplido,
cabe preguntarse: ¿en qué medida siguen siendo válidas las
directrices de la RP en el momento actual?, ¿se están
resquebrajando los principios de equidad, accesibilidad y
universalidad en el SSP? Si esto fuese así, ¿cómo va a afectar a
los servicios de salud mental públicos?, ¿qué camino van a tomar
las iniciativas privadas? Todavía hoy, hablar de salud mental
comunitaria es hacer referencia al trabajo inter y multidisciplinario
en la comunidad, es hablar de continuidad de los cuidados. ¿Hasta
cuándo?, ¿peligra el modelo biopsicosocial por el empuje del
“hospitalocentrismo”, del modelo biomédico y de la industria
farmacéutica? Es cierto que la RP española no ha alcanzado su
máximo desarrollo y que las críticas que se le hacen tienen que ver
más con posicionamientos ideológicos que con sus bases
conceptuales, que, desde mi punto de vista, siguen siendo válidas.
Si se mantuviesen los compromisos políticos, técnicos y sociales,
probablemente se culminaría el proceso de RP. Dependerá de todos
los actores sociales implicados ir en una u otra dirección: exigir
su pleno desarrollo o la búsqueda de alternativas que, tras un
análisis minucioso, hagan posible proponer un nuevo modelo que dé
respuestas a las necesidades actuales.
La
próxima RP está por venir y para que se promueva, tienen que
reproducirse las constantes que se han podido observar a lo largo de
la historia de la asistencia psiquiátrica y de atención a la salud
mental: cambios en los modelos de comprensión del fenómeno mental,
cambios sociales de calado y cambios en las respuestas asistenciales
que se den a quienes padecen un trastorno mental. La cuestión es:
¿es posible dar un nombre a la presente situación que de algún
modo nos permita vislumbrar el futuro de la atención a la salud
mental en España? ¿Existe hoy un modelo alternativo a los
principios y objetivos de la RP de los años 1980? ¿Existe alguna
alternativa para el modelo de intervención comunitario? ¿Qué papel
debemos interpretar los actores sociales que estamos implicados?
¿Cuáles deben ser nuestros compromisos? Ustedes tienen la palabra.
Como dice Raúl Velasco en su relato "Comunidad" sé que la soledad es una de las peores cosas que hay en esta vida. Que parece mentira que rodeados como estamos de tanta gente en realidad nos sintamos tan desamparados. Hoy en día todo el mundo va a la suya, nos creímos eso de que el individualismo nos daría la felicidad y en realidad nos ha hecho más desgraciados. Todos necesitamos de esas personas que nos escuchen, nos acompañen en el tránsito de la vida, que nos acojan en su rutina. Muchas gracias por su atención.
4 comentarios:
Enhorabuena hermano, creo que lo dices todo clarito, como siempre. Un abrazo
Miguel´ angel Rubio
Síntesis completa y muy bien expuesta, ¡Chapeau!
¿se puede añadir algo más?. German, en éste articulo ha hecho un repaso extraordinario y bastante acertado de lo que ha sido la historia de la psiquiatría y que con seguridad (lo hemos vivido en nuestro hospital) ha ocurrido en cualquier hospital psiquíatrico de nuestro país. Decir, que estoy totalmente de acuerdo en sus propuestas y planteamientos futuros en lo que a la enfermería de salud mental se refiere.
Los enfermeros tenemos que creer en el cambio y en nuestra capacidad para conseguirlo, formándonos y adquiriendo las actitudes necesarias que faciliten una relación de respeto hacia el "otro" sin ánimo de poder o dominación (poder de experto), como punto de partida para que en algún momento se pueda materializar este cambio.¡Estamos en ello!. Un abrazo
El Dr. Pacheco Borrella es todo un referente para la Enfermería especializada de Salud Mental de nuestro país y esta ponencia es imprescindible para conocer la evolución de la atención en Salud Mental y de la profesión enfermera en este ámbito.
Gracias a Raul y Almu por compartir y difundir, y felicidades al Dr. Pacheco.
César M.
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