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martes, 15 de mayo de 2012

Conferencia de un nuevo amigo, Germán, todo un crack!!


30 AÑOS DE ATENCIÓN A LA SALUD MENTAL: DESDE EL MANICOMIO A LA ACTUALIDAD

Dr. Germán Pacheco Borrella

Doctor en Enfermería por la Universidad de Alicante
Enfermero especialista en Enfermería de Salud Mental. Antropólogo.
Director de PRESENCIA, Revista de Enfermería de Salud Mental.
Ex Presidente de la Asociación Nacional de Enfermería de Salud Mental (ANESM)
Adscrito a la Unidad de Salud Mental Comunitaria de Jerez de la Frontera, Servicio Andaluz de Salud.

1.- Evolución de la asistencia psiquiátrica

Cuando se me propuso que les hablara sobre el tema que nos ocupa, en un primer momento, pensé que era preciso superar el relato historicista y centrarme en dar una perspectiva de la evolución de la atención a la salud mental desde mi perspectiva enfermera, desde las vivencias profesionales, en tanto que he sido actor en ese largo proceso que hemos llamado reforma psiquiátrica (RP).

Seguidamente pensé que, lo mismo que una persona sin memoria no tiene futuro, un grupo social tampoco lo tiene. Hoy, soy el que soy por mi historia personal, por mi psicobiografía y por mi identidad, que he construido a partir de mi relación con los otros. Así, provengo de un pasado, que me condiciona el presente, aunque no lo determina, y me proyecta hacia el futuro. Igualmente, como pueblo, como grupo social, tenemos una historia que forma parte de nuestra cultura y de nuestra identidad.

Por esta razón y dadas las circunstancias sociales, políticas y económicas que vivimos en la actualidad, consideré que era necesario, en primer lugar, recordar y poner en valor los esfuerzos y los compromisos de tantos actores sociales, que hicieron posible transformar la asistencia psiquiátrica en España y, especialmente, en Andalucía; y en segundo lugar, ubicándome en el contexto de la atención a la salud mental, que mi intervención, necesariamente, debía contener algunas referencias acerca de dónde venimos, para que nos ayude a comprender el presente y, tal vez, nos permita ponernos en acción para el futuro; un futuro que ya está aquí y que deseo esperanzador, porque confío en las personas.

Aun no siendo momento para perderme en el intento de hacer un análisis minucioso de la evolución de la asistencia psiquiátrica, permítanme que les diga que, hasta la segunda mitad del siglo XVII, el loco estaba obligado a adaptarse –bien o mal- en el grupo social que le tocaba vivir o ser expulsado del mismo. Esta expulsión implicaba el repudio y alejamiento de la sociedad y, en el peor de los casos, la muerte por herejía, a manos de la Inquisición. Luego de esto, como sostiene Foucault, en 1656, con la creación del Hospital General de París, se produjo el comienzo de lo que él denomina como el gran encierro (1). A partir de aquí, la locura fue aislada en las instituciones manicomiales. Sin embargo, para este autor, el confinamiento del alienado no tuvo su origen en un propósito sanitario sino que obedecía a criterios economicistas (la condenación de la ociosidad), sociales (impedir la mendicidad y la ociosidad, como fuentes de todos los desórdenes) y religiosos y morales (castigar la inmoralidad). Así, el encierro, como medida económica y precaución social, es un invento. Pero en la historia de la sinrazón, señala un acontecimiento decisivo: el momento en que la locura es percibida en el horizonte social de la pobreza, de la incapacidad de trabajar, de la imposibilidad de integrarse al grupo; el momento en que comienza a asimilarse a los problemas de la ciudad (Foucault, 1964: 124) (1). De aquí se deriva la noción de “tratamiento moral” de la locura -que incluía castigo, reeducación moral, disciplina y trabajo-, emanado de una concepción de la misma como “sinrazón”.

Hay autores como Espinosa (2), que sostienen que la asistencia psiquiátrica institucionalizada surgió en España, tal vez, antes del siglo XVII. Se ha dicho que los primeros manicomios del mundo aparecieron en España en el siglo XV (Valencia, 1409; Zaragoza, 1425; Sevilla, 1436; Toledo, 1483, etc.) y en el Reino Unido en el siglo XVI (Londres, 1547). En un primer momento, tales reductos eran regidos por la burguesía local, pero posteriormente pasaron a estar bajo el paraguas de la Iglesia.

Durante el siglo XVIII se fueron creando por toda Europa instituciones manicomiales en las que se internaron a los locos, los delincuentes, los vagabundos, las prostitutas y todo individuo que incordiara o perturbara de algún modo el orden social establecido. Tales instituciones eran una herramienta para el control social. Pero poco a poco se irían focalizando en exclusiva para contener la locura; y fue en este contexto donde surgieron las figuras de los alienistas, que eran médicos dedicados al estudio y curación de las enfermedades mentales (3). Por consiguiente, la asistencia tenía un carácter médico mucho antes de la aparición de la psiquiatría como especialidad.

Sea como fuere, en el Siglo de las Luces, con la Ilustración, que todo lo discutió y analizó, se inauguró el discurso científico sobre la locura. El pensamiento ilustrado europeo trajo consigo el surgimiento del positivismo, a partir del cual se fue forjando una visión médica-científica de la locura, generada en un contexto social condicionado por el progreso emanado de las revoluciones de la época (Revolución Industrial, Revolución Francesa, entre otras).

Pero fue el positivismo científico del siglo XIX el que favoreció el nacimiento de la psiquiatría como especialidad médica, a partir del intento de definir su objeto de estudio dentro del modelo médico de enfermedad. Era una psiquiatría esencialmente clínica y terapéutica. Consideraba la locura como una enfermedad mental, definiéndola como una alteración funcional del sistema nervioso, es decir, la pérdida de la razón sobre la base de una alteración somática, y rigiéndola por las mismas leyes que el resto de las enfermedades, dentro de una concepción naturalista del enfermar. Todos los esfuerzos terapéuticos iban encaminados a que el nombrado enfermo mental recuperase el control racional de su conducta.

El siglo XIX supuso la consolidación definitiva de la psiquiatría como disciplina médica. De hecho, en la segunda mitad de éste siglo, se apreció un auge extraordinario de la psiquiatría alemana, que comenzó con Griesinger y Kahlbaun. Pero fue Kraepelin (1856-1928) quien desarrolló un sistema de clasificación descriptiva de los trastornos mentales, que fue ampliamente aceptado. El pensamiento de Kraepelin constituye, aún hoy, uno de los pilares sobre los que se basa la psicopatología; y junto a él, otros autores como Bleuler, Jaspers, Kleist, Freud, Kretschmer, Bönhoffer, Mayer Gross, Scheneider, etc., hicieron grandes aportaciones al conocimiento de los trastornos mentales, pero no sobre sus orígenes, acerca de los cuales seguimos a ciegas.

Aún así, durante el siglo XIX la asistencia psiquiátrica en España evolucionó hacia una progresiva degradación. Esto estuvo motivado, entre otras cuestiones, porque aquí no se produjo un desarrollo industrial y, por lo tanto, no emergió una burguesía ilustrada ni una clase proletaria que presionaran para reformar la asistencia psiquiátrica; y, por otra parte, las desamortizaciones (que provocaron la venta del patrimonio de los asilos psiquiátricos), las guerras napoleónicas (durante las que se destruyeron otros) y la crisis económica, dejaron un Estado debilitado, que además no tuvo coherencia política, no definió jurídicamente la asistencia ni pasó por un proceso de secularización; y los sucesivos regímenes veían mal a una psiquiatría moderna excesivamente ligada a la Ilustración, tal como sostiene Comelles
(4).

Por consiguiente, la institución manicomial se consolidó como primera opción asistencial, lo que hizo que paulatinamente se fuera incrementando el número de internados. Y mientras tanto, la psiquiatría parecía estar más centrada en establecer una nosología psiquiátrica que en los argumentos terapéuticos. El paradigma imperante en aquellos momentos era el biologismo, derivado de la metodología experimental y del positivismo.

2.- De lo custodial a lo terapéutico

Lógicamente, he de obviar muchas otras cuestiones relativas a la evolución histórica de la asistencia psiquiátrica; y como quiero hablarles desde mis vivencias profesionales y desde mis propias observaciones, tampoco voy a realizar un análisis exhaustivo de la atención a la salud mental en Andalucía, ni de política sanitaria; ni siquiera les voy a hablar de las bondades de los actuales procesos asistenciales impulsados desde la Consejería de Salud y/o desde el Servicio Andaluz de Salud. Pero no renuncio, como luego apreciarán, a darles mi perspectiva acerca de los logros alcanzados, cómo percibo el proceso reformador y plantearles algunas cuestiones que sirva de reflexión para el futuro inmediato.

Cuando llegué, allá por septiembre de 1984, al Hospital Psiquiátrico Provincial de El Puerto de Santa María, que estaba ubicado en un pinar a las afueras de la población, me encontré con una institucional manicomial en pleno apogeo. Con esto quiero decirles que, a pesar de los avances científicos y tecnológicos producidos en el recién pasado siglo XX, las condiciones en las que vivían los pacientes distaban mucho de lo que hoy podemos entender como “humanización de la asistencia”. Así, a los pocos días de mi aterrizaje en aquel manicomio, pude observar que los pacientes vivían en condiciones muy penosas, como en la mayoría de los denominados “hospitales psiquiátricos” españoles de la época. El hacinamiento era bien visible: ocho personas compartiendo la misma habitación; la pestilencia matutina en los pabellones que albergaban tales habitaciones era insoportable. En unos casos, las celdas de aislamiento eran empleadas para castigar “la mala conducta”, es decir, la no adaptación a las normas de la institución; en otros, la contención con correas de cuero y soga de pita de 20 mm., eran la respuesta para castigar la efervescencia de la psicosis, además de la “camisa de fuerza psicofarmacológica”.

No deseo ahondar en las condiciones de vida de aquellos internados, pero sí quiero aportarles una cita de Núñez Pérez (5), en la que describe lo observado durante la visita que realizó al manicomio de Gremsdorf, en la Sajonia oriental alemana, en enero de 1973:

Querían que conociéramos el “horror” de estos lazaretos en donde vivían los enfermos mentales... y allí se encontraban: recluidos en un inmenso salón, confinados como en cualquier centro penitenciario, hacinados como animales salvajes, maniatados como fieras peligrosas; deambulaban sin rumbo, juntos los sexos, las patologías, las edades, las torturas y las vejaciones... Regido según el viejo orden manicomial estaba concebido para asilar y reeducar al loco. Por vestido llevaban un enorme babero de cuero que les colgaba del cuello que apenas cubría su parte delantera dejándoles desnudo el resto del cuerpo. Atuendo grotesco y vergonzoso, lo nunca visto. Tal vez el modo de facilitarles el acto de defecar en aquella hilera de retretes, agujeros sobre una plancha de madera dispuestos para que pudieran ser utilizados por varios a la vez y a la hora establecida. Un olor nauseabundo inundaba la estancia en la que estaban obligados a permanecer día y noche, pues ése era su hábitat, allí no había dormitorios. Del extremo del babero pendía un cinta de la que colgaba una cuchara que utilizaban para comer y para agredirse o agredir a los demás. Cuando esto ocurría, volvían a ser recluidos en celdas de castigo por su bien, tal y como se defiende en el mal llamado “tratamiento moral de la locura” que ve lo demoníaco como fruto del error del hombre al separase éste de las vías de la razón. Y considera la violencia y la tortura como elementos que le pueden redimir de sus deseos irracionales”. (Pág. 17-18)

Este relato, que describe el mal-vivir de las personas en una institución manicomial, aun siendo una situación extrema, nos da cuenta de una realidad no tan lejana ni tan ajena como pudiera parecer. Pero sigamos.

Diversos autores como Goffman (6), Barton (7) y Pacheco (8) nos dan cuenta de los efectos que genera la institución total, como la denomina el propio Goffman, sobre los internados. Éste sostuvo en sus análisis que toda institución tiene tendencias absorbentes, que están simbolizadas por los obstáculos (puertas cerradas, altos muros, alambre de púa, acantilados, ríos, bosques o pantanos), que se oponen a la interacción social con el exterior y al éxodo de los miembros (6). Barton nos habló de lo que denominaba “neurosis institucional” (7), que sería un síndrome añadido caracterizado por apatía, desinterés, falta de iniciativas, sumisión, deterioro de los hábitos y las costumbres, así como la pérdida de la individualidad y la aceptación resignada de que las cosas seguirían como estaban, sin cambios, inevitable e indefinidamente.

Los manicomios, denominados eufemísticamente “hospitales psiquiátricos”, son instituciones que, desde mi punto de vista, surgieron como reacción de defensa fóbica de la sociedad ante la conducta de determinados actores sociales, cuyo comportamiento no era comprendido ni admitido socialmente. La ausencia de conocimientos acerca del trastorno mental y la falta de instrumentos terapéuticos, fue generando una respuesta social ante la locura –vinculada a la psicosis- que implicaba marginación social, aislamiento o reclusión y una atención paternalista, favorecedora de la regresión. Así, el manicomio, se construía -y tal vez se siga construyendo- como un microcosmos que cobijaba, quizás, al sufrimiento humano más desgarrador y albergaba a aquellos cuyos discursos no eran comprendidos ni aceptados por el grupo social de referencia. En definitiva, era un espacio para el almacenamiento y control social de los diferentes, de quienes se dislocaban y no tenían control sobre sí mismos, ni sobre sus cuerpos, ni sobre sus acciones.

También, la construcción social del espacio manicomial hacía que los roles sociales que ejercían los internados tuviesen unas características diferenciadoras del resto de miembros de la sociedad. Como ya sostuve en su día (8), debo decirles que esa absorción, a la que aludía Goffman (6), se constataba al ver al interno convertido en un ser gregario, despersonalizado, descapacitado y desocializado.

La despersonalización se ponía en evidencia cuando al paciente mental se le despojaba de toda seña de identidad, se le privaba de intimidad y autonomía; y, por ejemplo, se le asignaba un mote para ser nombrado, con lo que se le despojaba de una seña de identidad fundamental como es el nombre de la persona. Piensen ustedes que nadie se llama Juan, Vicente, Antonia o Manuela por casualidad, sino que nuestro nombre forma parte de nuestra psicobiografía. “El zapatones”, “el cuco”, “el niño de oro”, “el niño de Algar”, “el orejones”, etc., son algunos ejemplos de motes con los que se identificaba a algunos pacientes. En cierta ocasión, se dio la circunstancia de que nos costó averiguar el nombre exacto de un paciente, cuando hubo que trasladarlo al Hospital Clínico Moreno de Mora –ya desaparecido- para ser atendido en el Servicio de Medicina Interna, por presentar una úlcera de estómago, como luego supimos.

La descapacitación se mostraba en la permanente ociosidad del paciente, lo que hacía que perdiesen destrezas y habilidades elementales para la vida diaria, hasta el punto que algunos, tras 15 o 20 años de internamiento, eran incapaces de vestirse por sí solos o anudarse los cordones de los zapatos. Viene a mi mente la imagen desoladora de muchos internos tendidos por el suelo del patio, mal vestidos y sucios, tumbados al sol, fumando, a solas; rara vez veía a tres o cuatro hablar entre ellos.

La desocialización se revelaba con la ausencia de contactos e interacciones con el mundo exterior, con el resto de la sociedad. En aquellos años, conocí a don Alfonso, de 68 años de edad, quien llevaba internado desde los 20 años, tras presentar un brote psicótico durante el servicio militar. Cuando empezamos a poner en práctica actividades socializadoras, un día le invitamos a salir con un pequeño grupo de pacientes para visitar El Puerto de Santa María. La visita no tenía más objetivo que tomar contacto con el exterior y valorar luego, entre el grupo y el personal de enfermería, qué emociones y sentimientos les había deparado la salida. En conjunto, valoraron muy positiva la experiencia, salvo don Alfonso, quien me dijo: “Yo no vuelvo a salir”. Le pregunté el por qué; pero se dio media vuelta y no me contestó. Percibí que algo no había ido bien, se mostró inquieto. Al organizar la siguiente salida, volví a invitar a don Alfonso a que nos acompañara y de nuevo se negó argumentando que “no quiero salir, porque me dan miedo esas luces de colores que hay en la calle y los coches van muy rápido”. Tras hablar con él, descubrí que don Alfonso no había visto nunca los semáforos y le daba miedo cruzar las calles “porque yo no entiendo eso, yo me quedo aquí”.

Por lo que respecta al personal asistencial, percibí que gran parte del mismo también estaba institucionalizado, igual o más que determinados internados. Cualquier cambio que se proponía para modificar determinadas prácticas y mejorar con ello la atención, hacía aflorar resistencias que se expresaban de muy diversas maneras: “esto siempre se ha hecho así”, “este paciente no puede hacer eso que dices, nunca ha hecho nada parecido”; y a esto se le unía el hacer caso omiso de determinadas indicaciones para aplicar adecuadamente técnicas y procedimientos de enfermería como, por ejemplo, las relativas a la higiene de los pacientes, la alimentación o la administración de los tratamientos psicofarmacológicos. Imperaba la imposición de las normas institucionales en cualquier acción con los internados.

Recuerdo que las categorías profesionales existentes en aquel momento eran varias: cuidadores especialistas, cuidadores, ayudantes de cuidadores, camareras, ayudantes de camareras, etc., para, en definitiva, prestar atención y cuidados. Todos ellas encuadrables en lo que hoy conocemos como auxiliares de enfermería. La formación era muy heterogénea: desde personas que apenas sabían leer y escribir hasta alguno que estaba cursando estudios universitarios y trabaja “para pagarme la carrera de derecho”, como me dijo Julián. En cierta ocasión, uno de los cuidadores me dijo: “a mí, cuando llegué aquí el primer día, me dijeron: tu vete a vigilar el patio y procura que no se maten entre ellos”. O aquel otro que me dijo: “Germán, ¿para lavar culos hay que estudiar? Lógicamente, le contesté que sí. Al poco tiempo, tras una larga conversación posterior, en la que traté de hacerle entender las ventajas del conocimiento, este compañero se matriculó en la Escuela de Adultos de El Puerto de Santa María y consiguió el Graduado Escolar y posteriormente estudió y obtuvo el título de Auxiliar de Enfermería.

Como pueden imaginar, el rol de las enfermeras, en el sentido más sociológico del término, era inexistente. La acción terapéutica se limitaba a la aplicación de tratamientos biológicos y de algunas técnicas cuando la alteración de la salud física así lo requería; los horarios de trabajo eran tan dispares (turnos de 24 horas unos, otros de 12 y otros de 8 horas) que imposibilitaban el seguimiento de casos o el trabajo en equipo. Más adelante haré hincapié en la transformación del rol profesional de la enfermera de salud mental.

Pero quiero acabar este apartado diciéndoles que, al día de hoy, sigo sosteniendo la ineficacia del manicomio para atender el sufrimiento mental de los ciudadanos. Y reafirmo aquí que, por cuanto les he expuesto hasta el momento, estaba más que justificada la necesidad de transformar la asistencia psiquiátrica e iniciar los programas de rehabilitación y desinstitucionalización, que hicieran posible la reinserción social del paciente mental, como así hicimos.

No voy a extenderme con el relato de las acciones terapéuticas que llevamos a cabo, tan solo les diré que tiramos muros, que suprimimos la división por géneros de los internados, que individualizamos la ropa o que externamos a pacientes en pisos protegidos.

Tampoco quiero pasar por alto el decirles que los procesos de transformación de la asistencia psiquiátrica comenzaron con las luchas de los profesionales, que se produjeron en la década de los años 1970, que recogieron el testigo de los cambios sociopolíticos acaecidos en la convulsa década de los años 1960, que fue cuando irrumpieron en el ámbito psiquiátrico la sociología y la psicología dinámica, que centrarían sus críticas en las instituciones manicomiales, así como el llamado movimiento antipsiquiátrico, que realzó el papel de control social de la institución y del diagnóstico psiquiátrico. Otro factor importante fue el hecho de que, en 1952, Delay y Deniker habían descubierto la clorpromacina, a la que le seguirían otros neurolépticos, que insuflarían un nuevo optimismo terapéutico, posibilitando altas hospitalarias y la asistencia extrahospitalaria. Por tanto, coincido con Mayoral (9) en que estos tres factores, es decir, el desarrollo de la psicofarmacología, el auge de las corrientes sociales dentro de la psiquiatría y la influencia de los cambios sociopolíticos, propiciaron los procesos de reforma en la asistencia psiquiátrica.

Como también dije en su día (10), la atención a la locura siempre ha estado cuestionada. Y por tanto, se puede aseverar que la historia de la asistencia psiquiátrica es la historia de las reformas psiquiátricas. Y si ahondamos en el recorrido histórico que, como les decía, podría abarcar desde el siglo XV hasta nuestros días, podremos darnos cuenta que existen algunas constantes que se repiten a lo largo de cada época. Así, por ejemplo, se puede observar que las distintas reformas de atención a la locura han coincidido con momentos de la Historia en los que han tenido lugar cambios sociales que, de una forma u otra, han sido motivadores o favorecedores de reformas psiquiátricas. Sólo nos cabe esperar que esto no sea una premonición y que la actual crisis social, económica y política no provoque un retroceso en el tiempo de más de 30 años.

3.- Del manicomio a la comunidad

A lo largo de seis años, desde 1984 hasta 1990, tuve la oportunidad de vivir la experiencia de transformación de una institución manicomial. Sin duda, fueron unos años que me enriquecieron en lo profesional y en lo personal. Pero lo cierto es que anhelaba un cambio que propiciara mi crecimiento profesional con una nueva práctica enfermera. Así, en mayo de 1990 fui destinado a la Unidad de Salud Mental Comunitaria (USMC) de Jerez de la Frontera. Dejé atrás el espacio manicomial y me situé en otros espacios: la consulta de enfermería, el domicilio del paciente y familia y la propia comunidad. Casi de inmediato afloraron las ansiedades al enfrentarme a un quehacer que era novedoso y, hasta cierto punto, desconocido para mí. Sin embargo, persistía un elemento común que me hizo ver Alejandro, uno de los primeros pacientes que atendí en la consulta de Enfermería, cuando un día me espetó a bocajarro: “Germán, tengo un sufrimiento psíquico que no puedo más…”

El nuevo modelo de atención a la salud mental trascendía el ámbito manicomial y situaba a la USMC como eje de la atención a la salud mental, y además se apostó por la integración de la atención a la salud mental dentro de las actividades generales del Sistema Sanitario Público (SSP). Es decir, se trataba de garantizar la atención a las personas que padecían trastornos mentales dentro de la red general de atención a la salud, con lo cual se terminaba con la separación de la asistencia psiquiátrica del SSP.

No obstante, el acto enfermero se produce allí donde se da una interrelación entre la enfermera y el usuario de cualquier servicio; bien es cierto que el ámbito manicomial condicionaba la interrelación enfermera-paciente y le confería unas características diferenciales de las que se producen en el ámbito comunitario.

Entonces, ¿cuáles son los espacios donde se hace efectiva esa interrelación? ¿Qué les caracteriza? ¿Qué elementos se ponen en juego? ¿Cuál es el tiempo de la atención a la demanda?

3.1.- Consulta de Enfermería

El SSP derivado del llamado Estado del Bienestar, se basa en los principios de universalidad, accesibilidad, equidad y solidaridad. Y si entendemos que esa accesibilidad ha de ser a todos y cada uno de los servicios ofertados y coincidimos en que uno de esos servicios es el servicio enfermero, podemos concebir la consulta de Enfermería como un espacio transaccional entre el servicio de salud mental, en este caso, y el usuario del servicio; es decir, entre la enfermera de salud mental y el paciente y la familia. La consulta de Enfermería es un acto enfermero en el que se da un proceso dinámico de interrelación entre la enfermera y el usuario del servicio enfermero, que se produce en un tiempo y en un espacio concreto, con la finalidad de proveer cuidados, apoyo y asesoramiento.

A partir de la experiencia proporcionada por el quehacer cotidiano, creo haber identificado algunas de las características de los elementos que están presentes al ejercer esta actividad enfermera: el servicio de salud mental, el usuario, la enfermera de salud mental, la familia, el tiempo y el espacio (11).

--El servicio de salud mental, como espacio donde se produce la consulta de Enfermería, es el primer elemento que entra en juego. En función de cómo se organice y administre, va a incidir considerablemente en el servicio enfermero y, por consiguiente, sobre la consulta de enfermería que es uno de ellos. En definitiva, ambos servicios han de garantizar la provisión y la continuidad de cuidados.

--El paciente es el elemento principal, en tanto que es el sujeto/objeto receptor del cuidado enfermero. Este se ve “obligado” a aceptar la enfermera de salud mental que le toque en suerte, y además, ha de adaptarse a unas reglas de juego (o encuadre). Toda persona tiene que encajar las fantasías de curación que le subyacen, y máxime a partir del hecho de no tener enfrente al supuesto curador (médico/psiquiatra), sino que tiene que compartir su experiencia vital con un supuesta cuidadora que, presumiblemente, ha de ayudarle a hacer un afrontamiento eficaz de los hechos de su vida cotidiana a partir de su situación de salud. Esto, sin duda, va a condicionar la interrelación enfermera-paciente.

--La otra protagonista es la enfermera de salud mental, quien debe ser consciente de las expectativas de curación del paciente; de aquí que la honestidad es una prioridad. Así por ejemplo, hay que decirle: “No le voy a curar, pero sí puedo cuidarle y enseñarle a que se cuide usted así mismo, para que consiga el mayor nivel de autonomía posible y que el trastorno mental y sus efectos no impidan su vida de relación”. Aquí también entran en juego las fantasías de curación y de resolución de problemas de la enfermera de salud mental, así como las ansiedades que se generan en ella al no poder dar respuesta a muchas demandas de pacientes y familias; y esto, qué duda cabe, puede condicionar las interrelaciones y el servicio de ayuda.

--La familia es actor social co-protagonista, en tanto que está implicada en la búsqueda de soluciones, y puede ser un buen “aliado terapéutico” de la enfermera, para incidir en los cuidados del paciente. Su “papel” es muy relevante, toda vez que el paciente que tenga una familia implicada en el proceso terapéutico va a tener mejor evolución y mayores niveles de integración social que aquel que no posea familia. No obstante, cuidar a un paciente mental en el seno familiar, supone una carga física y emocional considerable, sobre todo para la cuidadora principal. También es cierto que, cuando la familia es incapaz de dar respuestas por sí sola a las demandas de cuidados de uno de sus miembros, afloran la ansiedad, los problemas de comunicación, los reproches, las culpabilizaciones, la incomprensión, la impotencia, etc.; y en tales casos, la enfermera de salud mental debe prestar cuidados a la familia, pero desechando cualquier actitud que pudiera ser vivida de forma persecutoria, dependiente, paternalista, etc.

--También he podido observar que el tiempo del equipo interdisciplinar no siempre coincide con el tiempo de los pacientes y las familias. Es decir, el tiempo de la organización de la asistencia o el de la aplicación de un programa concreto, la mayoría de las veces no coincide con el tiempo de la demanda; y aunque en todo momento se trata de aproximarlos, lo deseable sería que ambos tiempos coincidieran.

--El espacio también juega un papel importante. La consulta de Enfermería no es el espacio habitual del paciente y familia. El espacio natural de estos es su domicilio y la comunidad en la que está ubicado. Por tanto, acudir a la consulta de Enfermería supone para el paciente ir a un lugar ajeno, donde se va a poner en juego su identidad, porque es donde se acude a depositar ansiedades y a buscar respuestas a sus problemas de salud. Por el contrario, la consulta de Enfermería es el espacio de la enfermera, donde está amparada por el servicio de salud mental, lo cual le genera seguridad y apoyo; y además, tiene la posibilidad de ventilar sus ansiedades en el seno del equipo interdisciplinar. En la consulta de Enfermería el paciente es el "invitado"; sin embargo, la enfermera cuando acude al domicilio del paciente está en un espacio ajeno y se convierte en la "invitada" del paciente y/o familia.

3.2.- La atención domiciliaria

La atención domiciliaria comprende diversas actividades, mediante las cuales la enfermera de salud mental presta atención y cuidados a los pacientes y las familias. Esta intervención, que posibilita el acceso a los servicios de salud, está muy ligada a la evolución histórica de la profesión enfermera; sin embargo, no era propia de la enfermera de salud mental hasta que se produjo la transformación de la asistencia psiquiátrica. Aunque bien es cierto, que el resto de miembros del equipo interdisciplinar también realizan este tipo de actuación; lo que diferencia unas de otras son los objetivos y los contenidos de las actividades.

La atención domiciliaria se caracteriza por ser un servicio que requiere una continuidad, por cuanto que no consta de una sola actividad puntual o episódica sino que requiere de un conjunto de actividades y tareas que se desarrollan en el tiempo; por tanto, precisa ser programada y planificada previamente. No obstante, también surgen demandas espontáneas de atención, hecho que va íntimamente ligado al carácter dinámico de la salud y al que hay que dar respuesta. Por ejemplo, tal sería el caso de una intervención en crisis y/o de urgencia en nuestro ámbito. También la atención domiciliaria permite observar al paciente y familia en su espacio vital, lo que tal vez permita hallar elementos explicativos a las conductas y las interrelaciones que mantengan.

Además, este tipo de intervención permite ofrecer servicios cuando al paciente y familia tengan dificultades para el acceso al dispositivo de atención a la salud mental, bien por la dispersión geográfica y carencia de transporte público, bien porque el paciente no sea consciente del trastorno mental que padezca y se niegue a acudir, o bien porque se considere más terapéutico asistir al domicilio. En definitiva, el domicilio del paciente y familia es un espacio donde se propicia la mutua corresponsabilidad entre estos y el equipo interdisciplinar
(12).

También, la atención domiciliaria se caracteriza por los “protagonistas”, que intervienen en ella, en los que aparecen elementos subjetivos e interrelacionales, y por el contexto donde tiene lugar esta actividad: la comunidad (11).

--Cuando el paciente tiene dificultades para acceder al servicio de salud mental, puede incrementar su ansiedad frente a la pérdida de la salud y por la crisis de identidad que la falta de ésta origina, ya que en todo sujeto existe una fantasía de integridad física y psíquica. A esto se le añade la movilización de los vínculos relacionales con sus familiares, vividos éstos, en principio, como incapaces de dar respuestas adecuadas a sus demandas, independientemente del grado de sufrimiento que genere un trastorno mental determinado.

--Lo que caracteriza a la familia es su incapacidad de dar respuesta a la demanda de alteración de la salud que presenta el paciente. (Recuerden: nadie nace sabiendo de todo). Como consecuencia de esta situación, aparecen ansiedades, que pueden ponerse de manifiesto de diversas formas (impotencia, culpa, ocultamiento, desbordamiento, etc.). Estas ansiedades también afloran como resultado de los conflictos vinculares existentes a nivel intrafamiliar y en especial con el paciente, por un lado; y por otro, de los derivados de enfrentarse, por identificación, a la probable pérdida de la salud de uno de sus miembros.

--Al enfrentarse a una situación que desconoce, en la enfermera de salud mental puede aflorar la ansiedad por una posible crisis de identidad profesional y personal, que amenaza con frustrar la fantasía de curación que en todo profesional de la salud subyace. En la visita de atención domiciliaria, esta ansiedad puede verse incrementada al tener que actuar fuera de la institución sanitaria, ya que ésta por regla general es vivida por los profesionales como protectora, actuando como depositaria de sus ansiedades.

--La comunidad, precisamente por ser el contexto donde se realizan muchas actividades, es un elemento que siempre está presente en toda atención comunitaria y, por tanto, también lo está en la atención domiciliaria. Y hemos de tenerla en cuenta, por las interrelaciones que mantiene con los anteriores elementos señalados (paciente, familia y profesionales), ya que las situaciones que demandan intervención domiciliaria movilizan también ansiedades colectivas en el seno de la comunidad; valgan como ejemplos más gráficos las situaciones de catástrofe, accidentes o determinadas urgencias psiquiátricas.

Obviamente, entre estos elementos existe una interacción, que siempre está presente, y en función de las características de ésta, la atención domiciliaria puede verse dificultada o facilitada. En éste sentido, la enfermera de salud mental (u otro profesional del equipo interdisciplinar) puede ser investido por el paciente, familia o comunidad como "conocedor todopoderoso" que acude a solucionar sus demandas o, por el contrario, rechazarlo. Y por otro lado, el propio profesional ha de estar atento a los vínculos que establece con el paciente, la familia o la comunidad a la hora de desarrollar esta actividad.

4.- Evolución de los cuidados de salud mental

Ubicada la atención a la salud mental en el SSP, y siendo éste el medio donde ejercita su actividad la enfermera de salud mental, voy a tratar de aproximarme a algunos de los elementos que dan cuenta de la evolución de los cuidados de salud mental.

Es un hecho establecido, que se han producido avances significativos en el desarrollo del conocimiento enfermero, fundamentalmente a partir de la entrada de la enfermería en la universidad en 1977. Esto, unido al proceso de RP y a la actitud de los profesionales de enfermería de salud mental, ha hecho posible que cambiara cualitativamente la atención enfermera y que se haya transformado considerablemente nuestro rol profesional. Así, frente a una vieja Enfermería Psiquiátrica, que se me antoja caduca, que ha estado anclada en el manicomio, funcionando sólo para la contención, la custodia y el direccionismo con los internados (8), que ha velado por las normas de la institución y que se ha dedicado tan sólo a aplicación de tratamientos biológicos; ha surgido una nueva Enfermería de Salud Mental. Esta se caracteriza por ser un servicio humano, al que le guía la filosofía humanística, cuyo cometido principal es la provisión de cuidados -mediante una relación interpersonal- destinados a satisfacer las necesidades de salud y bienestar del individuo, familia y grupo social, en las áreas de promoción, asistencia y rehabilitación de la salud mental.

Hoy la enfermera de salud mental, en su quehacer cotidiano, con los nuevos conocimientos enfermeros aprehendidos y habiendo modificado sus actitudes, afronta las necesidades de cuidados que presentan los ciudadanos a los que atiende. Y en su intervención potencia la promoción y prevención de la salud mental, practica abordajes individuales, familiares y grupales, diversifica sus actividades y usa técnicas y métodos de enfermería para potenciar las capacidades del paciente mental, que le permitan un afrontamiento eficaz para mantener la vida, la salud y el bienestar, y conseguir así una autonomía que le lleve a la independencia y a la mayor calidad de vida posible; y asume el incremento de responsabilidades derivadas del ejercicio autónomo de su profesión (13). En definitiva, se nombra y desea ser nombrada “enfermera”, en tanto que prestadora de cuidados integrales a personas sanas y a las que padecen trastornos mentales.

Los profesionales que hoy ejercemos esa Enfermería de Salud Mental, tenemos conocimientos, capacidades, habilidades y actitudes para dar respuestas a las necesidades de cuidados que plantea la comunidad a la cual servimos. Y debemos seguir profundizando en el conocimiento enfermero para satisfacer las demandas de cuidado terapéutico que nos son requeridas. Y de no ser así, estaríamos anclados definitivamente en la vieja Enfermería Psiquiátrica y, por tanto, reproduciendo viejos esquemas, que hoy se pueden estar disfrazando de tendencias “hospitalocéntricas”, en menoscabo del modelo de intervención comunitario.

Por otra parte, la enfermera de salud mental, al estar subsumida en el espacio comunitario, donde surgen nuevas demandas derivadas del dinamismo social, debe conocer al ser humano en el medio en el que se desenvuelve, para comprender sus conductas y atender las demandas derivadas de las alteraciones de las respuestas humanas frente a su situación de salud.

Ni que decir tiene, que la enfermera de salud mental debe conocer las claves culturales que hacen que los actores sociales se comporten de una manera determinada. Y no sólo eso, sino que, además, debe conocer las claves de su propia cultura, de sus propios valores y creencias para hacer efectivo que su actitud profesional debe ser abierta, tolerante y receptiva hacia los diferentes posicionamientos éticos y morales que profese cada una de las personas a las que atiende. Deberá entonces, conocerse a sí misma para poder conocer y reconocer al “otro”, sin depositar en éste aspectos de su propia identidad o volcar en él prejuicios de tipo de alguno. Por tanto, para alcanzar la excelencia de los cuidados que prestamos, es imprescindible que el proceso de enfermería individualizado contemple los aspectos culturales del “otro” (14).

Desde hace tiempo, se identifica la noción de cuidar como esencial y básica de la profesión enfermera. El acto de cuidar es lo que define la práctica enfermera. Como sostuvo Peplau (15), cuidar es ayudar a otro a crecer y madurar, es una forma de relación que incluye el desarrollo personal de quien es cuidado y de quien cuida.

Y según Bonafont, citada por Alberdi y Cuxart (16), cuidar incluye aquellas acciones que garantizan la satisfacción de las necesidades básicas para la vida y aquellas actividades que permiten mantener relaciones significativas y gratificantes, comunicarse con los demás, gozar de las propias realizaciones y adecuar los deseos y las expectativas con su realidad. También, cuidar es un acto relacional que tiene como requisito previo conocer y comprender la situación de salud tal como la otra persona la percibe y la vive; lo que nos lleva a la perspectiva fenomenológica de los cuidados.


4.1.- Perspectiva fenomenológica de los cuidados

Desde mi punto de vista, tras la experiencia investigadora que he podido acumular, la perspectiva fenomenológica de los cuidados puede llegar a promover un cambio significativo en la comprensión del cuidado, muy especialmente en el ámbito de la Enfermería de Salud Mental.

A la luz de la Fenomenología, al pensar en Enfermería, la enfermera puede cuestionarse sus acciones e interpretar al mundo del cuidado desde otra óptica, dado por nuestro modo de ser y el modo de ser de las personas a las que cuidamos. Además, esta corriente de las ciencias sociales nos aproxima a la metodología cualitativa, que enfatiza la importancia de conocer, entender e interpretar las significaciones de los hechos para los actores sociales subsidiarios del cuidado enfermero (17).

Por tanto, la Fenomenología prima la descripción de los fenómenos que son vividos por los actores sociales, sin teorías sobre la explicación causal y libre de perjuicios. Y postula una actitud, un modo de comprender el mundo. Así, la actitud fenomenológica nos invita a dejar que las cosas aparezcan con sus características propias, tal como son. En nuestro caso, existe la necesidad de que la enfermera de salud mental, al cuidar, contemple a la persona en su totalidad existencial, examinando la salud o el trastorno mental tal como es vivido por el ser que adolece, contextualizando sus condiciones históricas, culturales y sociales en la que se inserta.

Y dado que el acto enfermero implica a personas que cuidan a otras personas, se resalta la importancia de la intersubjetividad en las relaciones humanas, lo que nos aproxima de nuevo a la Fenomenología. Esta conlleva, como paradigma metodológico la investigación cualitativa, que, asumiendo la postura fenomenológica, se centra en la subjetividad del actor social y está comprometido con la interpretación del mundo social según los propios actores sociales.

Con las técnicas de investigación cualitativa, que pueden sacar a la luz cómo los pacientes mentales, por ejemplo, construyen sus experiencias a partir del trastorno mental que padecen y en relación a sus interacciones. Por el contacto permanente con el paciente, las enfermeras de salud mental estamos muy cerca de la experiencia humana; estamos en una posición privilegiada para explicar a otros el mundo del paciente, el de su familia y el de los procesos que acontecen en su interior, quizás, como ninguna otra disciplina. Y mostrar la realidad es un hecho tan científico como mostrar las causas que la producen (18). De tal manera que el investigador cualitativo se pregunta “cómo algo sucede”, y no “por qué sucede” (19). O lo que es lo mismo: la investigación cualitativa pone énfasis en la comprensión y no en la explicación causal –más propia del positivismo.

Tal vez, si nos sacudimos el complejo positivista y evitamos parafrasear a otras disciplinas de las ciencias de la salud, hacemos un correcto uso de la metodología científica –que es quizá el elemento que da mayor rigor a la práctica profesional- y nos aproximamos a la Fenomenología, podamos encontrar respuestas para la construcción de nuestra disciplina.


5.- Actitudes de la población respecto al paciente mental

La historia de la asistencia psiquiátrica es también la historia de la desconfianza hacia los pacientes mentales, puesta de manifiesto a través de su evitación, exclusión y marginación. Al igual que sucediera con los pacientes diagnosticados de lepra o de tuberculosis, y más recientemente con los diagnosticados de sida, los pacientes mentales vienen sufriendo en diverso grado las consecuencias de las atribuciones estereotipadas lanzadas desde las representaciones colectivas, que cada cultura asocia a la “enfermedad mental”.

Qué duda cabe, que el éxito de las estrategias de integración del paciente mental en su entorno referencial depende en gran medida de las actitudes de la población. La actitud, en tanto que disposición de ánimo, se encuentra situada entre los valores y las opiniones. Valores, prejuicios y racionalizaciones que se transmiten culturalmente a cada miembro del grupo social de referencia.

5.1.- Discriminación, exclusión y marginación social

La discriminación social se entiende como el trato diferenciado hacia determinadas personas o grupos sociales en función de una o varias características que les son adjudicadas por el resto de la sociedad (20). En este sentido, el trato puede resultar tanto favorable como desfavorable, estableciéndose así la distinción entre la discriminación positiva y la negativa. No obstante, el empleo más común de la voz “discriminación” alude a su connotación negativa.

La discriminación social negativa es el fenómeno más frecuentemente vinculado al estigma social, en todas sus manifestaciones. Por consiguiente, no escasean las nociones referidas a concebir un grupo estigmatizado como una categoría de personas a quienes la sociedad se refiere peyorativamente y que son devaluadas, excluidas o inhibidas en cuanto a sus posibilidades de autorrealización. Desde la desconfianza a la crítica, desde el ostracismo a la discriminación, desde el rechazo al abandono, y desde la estigmatización a la expropiación de derechos, las actitudes hostiles hacia los pacientes mentales, parecen reforzadas por las asociaciones negativas de la denominada “enfermedad mental”. A muchas de las personas afectadas por un trastorno mental y a quienes les rodean, a menudo, les resulta más difícil soportar esta especie de “enfermedad social” que las manifestaciones propias del trastorno mental.

Por otra parte, la exclusión social se pone de manifiesto con la falta de participación social, es decir, la dificultad para el ejercicio activo de roles sociales, o con la dificultad para acceder al mercado de trabajo o con la privación de derechos del actor social etiquetado como “enfermo mental”.

Nadie está libre de padecer un trastorno mental y, sin embargo, los pacientes mentales sufren muchas veces la exclusión y el rechazo social, que en ocasiones les lleva al aislamiento o a ser recluidos y olvidados. Todavía los prejuicios que rodean al trastorno mental suscitan sentimientos de vergüenza y explican la exclusión y marginación del paciente mental. Ésta va muy unida al desarraigo; entendido éste como la desvinculación de la sociedad que se produce cuando un actor social es etiquetado como “enfermo mental”, y con esto se debilitan o se rompen los lazos que le ligaban al grupo social de su entorno más inmediato. La situación de desarraigo, por tanto, comporta pérdidas como el sentimiento de pertenencia y de identidad grupal, amén del más que probable distanciamiento familiar y la consiguiente vivencia de soledad.

5.2.- Estigmatización

Entre las actitudes negativas que están socialmente asignadas a los pacientes mentales y a sus familias, se hallan aquellas que conforman la estigmatización. Efectivamente, a pesar del conocimiento acumulado en esta materia en los últimos 30 años, nos encontramos ante un fenómeno social complejo (que se refleja en la variada terminología utilizada al analizarlo: estigma, actitudes sociales, estereotipos, prejuicios, discriminación, exclusión, etc.) y resistente al cambio (21), que afecta tanto a quienes están etiquetados como “enfermos mentales” como a sus familiares y a los profesionales que les atienden (22). La estigmatización es un constructo heterogéneo que incluye actitudes negativas (23), sentimientos, creencias y comportamientos influenciados por la cultura, los valores y las normas sociales (24).

Para González Álvarez (25) el estigma es la marca o señal infamante que identifica y distingue a quienes la tienen, diferenciándose de los demás, que los excluye socialmente y, en muchos casos, deteriora su ciudadanía hasta llegar a negarla. Esta noción da pie para introducir la perspectiva de Goffman (26: 13), quien ha sido pionero en el estudio sociológico del estigma y que lo define como un “atributo profundamente desacreditador” dentro de una interacción social particular, que estigmatiza y que confirma la normalidad del otro. Según este autor, el estigma aparece durante las interacciones sociales, cuando la identidad social actual de un individuo –es decir, los atributos que posee– deja de satisfacer las expectativas sociales. A partir de este atributo, el individuo que lo posee es reducido en nuestra mente desde una persona completa y “normal” a una cuestionada y “disminuida”.

Probablemente, por la complejidad que conlleva, son pocos los intentos que se han realizado para identificar y analizar las dimensiones psicológicas y socioculturales en las cuales está fundamentado el estigma. En muchas ocasiones, el uso del término está sujeto a la suposición de que todos entienden lo mismo al referirse al fenómeno del estigma. Pero lo cierto es que difícilmente puede hablarse de la existencia de un eje conceptual sólido, que sirva de base para la sistematización y la explicación de tales dimensiones.

En cualquier caso, el estigma es una construcción social, que se realiza al asignar atributos que disminuyen la reputación del estigmatizado; que no dejan de ser concepciones erróneas, sesgadas por el desconocimiento y la desinformación, que se tienen sobre el paciente mental, y que oscilan entre el autoritarismo, la benevolencia o la posición miedosa y excluyente. Además, el estigma constituye un mecanismo de defensa fóbica y paranoide, ante las posibles amenazas sentidas; es decir, un mecanismo para la supervivencia y protección del grupo social de referencia (22).

Con el paso del tiempo y con las dinámicas asistenciales, están derrumbándose las barreras físicas -los muros- que tenían aislados a los pacientes mentales; y, paralelamente, se van construyendo barreras mentales para que sigan al margen, dado que generan temor y exclusión, miedo, desconfianza, etc. (27). Y desmantelar el estigma de la conciencia colectiva parece una tarea mucho más difícil que derrumbar un muro. Las barreras de los antiguos manicomios han dejado paso a otros muros, invisibles, que mantienen el aislamiento e impiden la total recuperación de los pacientes mentales, mediante prejuicios y tópicos que los encierran en su “enfermedad mental”

6.- ¿Qué logros se han alcanzado con la RP?

Cualquiera que haya tenido la oportunidad de participar activamente en el proceso de transformación de las estructuras de atención a la salud mental, podrá afirmar que la RP de la década de 1980 ha supuesto importantes avances cualitativos (en la calidad de la atención y de los cuidados) y cuantitativos (en número de dispositivos de atención a la salud mental y de profesionales). Junto a ello, uno de los logros más importantes que se ha conseguido ha sido la integración de la atención a la salud mental en el SSP. Su efecto principal es el reconocimiento del derecho de los pacientes, en tanto que ciudadanos, a acceder a los servicios de salud mental de carácter público, universal y gratuito. Todo esto ha contribuido a la emergencia de una nueva cultura asistencial (quiero creerlo así), caracterizada por el desplazamiento del centro de la atención desde el manicomio a la comunidad; en la que se inserta una red amplia y accesible, cuyo eje es el centro de salud mental comunitario.

Otro de los logros alcanzados han sido los cambios legislativos, fundamentalmente los encaminados a garantizar y proteger los derechos civiles de los pacientes. Así como el aumento de la participación de las familias a través del asociacionismo, aún cuando queda mucho camino por recorrer.

En buena parte, también se ha conseguido disminuir la estigmatización del paciente con trastorno mental. Esto ha hecho posible, entre otras cuestiones, que se haya conseguido una reinserción social (en términos de residencia, calidad de vida y autonomía de los pacientes mentales) razonablemente aceptable.

Además, ya no se observan tantas reticencias como las de antaño a la hora de acudir a un servicio de salud mental; lo que ha hecho que aparezcan nuevas demandas de atención, con notables diferencias en las características socio-demográficas de quienes contactan con los servicios de salud mental.

La experiencia acumulada en las tres últimas décadas, nos demuestra que allí donde se han desarrollado redes asistenciales –que incluyen desde los programas de atención a la salud mental en los centros de salud mental, hasta programas de hospitalización parcial o programas de rehabilitación, por citar sólo algunos de los más significativos-, la evolución clínica de los pacientes mentales y la calidad de vida propia y de los familiares, es muchísimo mejor que cuando eran atendidos en las antiguas instituciones. Y en la actualidad, se ofrece una atención a la salud mental con más prestaciones, más personas atendidas en la red y un mejor conocimiento de lo que se hace. Está mucho mejor organizada que en la época manicomial y de las consultas de neuropsiquiatría.

Por otra parte, el recurso asistencial más novedoso de la RP como es el centro de salud mental comunitario, se ha consolidado a los ojos de la población. Podrán cambiarle el nombre, desvirtuar algunos de sus contenidos o reducir su papel asistencial, pero supondría un serio conflicto con los usuarios cualquier intento de eliminación por parte de la administración sanitaria. Ya nadie tiene argumentos para defender el modelo manicomial (aunque sigan existiendo manicomios en España). Y junto a esto podemos añadir que se está en vías de consolidar la relación entre los centros de atención primaria de salud y los centros de salud mental (es decir, nivel básico y nivel especializado), al encontrar los profesionales del nivel primario, por primera vez, un apoyo real a su trabajo en la red de salud mental (lo que no es habitual con otras especialidades médico-quirúrgicas). Con la experiencia clínico-asistencial de los profesionales de la red de salud mental, éstos se han consolidado como un colectivo competente y con un nivel de formación muy elevado, aún cuando el número todavía es insuficiente.

7.- Situación actual del proceso reformador

Deseo plantearles a continuación algunas cuestiones que pueden ser de interés para la reflexión y para la comprensión del momento en que se encuentra el proceso reformador, que nos dan cuenta del por qué del estancamiento actual de las reformas.

En primer lugar, tenemos la cuestión económica. Estamos situados en un contexto económico y político restrictivo para la sanidad pública en general y para la salud mental en particular, dado que las políticas económicas actuales de corte liberal cuestionan los criterios que hicieron posible la Europa del Bienestar; y, por su parte, la Unión Europea se está replanteando también sus políticas sociales en el marco de los llamados procesos de globalización económica. Estas políticas priorizan la reducción del gasto social y la contención del gasto público mediante la restricción presupuestaria y la privatización de servicios dependientes del Estado. Todo esto, junto con la participación creciente del sector privado en el conjunto del gasto sanitario, está conduciendo a una progresiva descapitalización del SSP (28).

Con estos mimbres, es previsible el cesto que se está construyendo: restricción y empeoramiento progresivo de las prestaciones sanitarias públicas y participación creciente del usuario en el pago de las mismas (al menos de aquellos que se lo puedan costear). De ahí que muchos nos preguntemos si acaso ¿volverá a hacer falta en poco tiempo un nuevo sistema de beneficencia para los españoles con menos recursos?

En segundo lugar, también se puede apreciar un menor compromiso de los gobiernos con las políticas sociales; y, a la vez, se está produciendo un discurso de deslegitimación de lo público y una desincentivación (más que evidente y no sólo de tipo remunerativo) de sus trabajadores desde las propias administraciones sanitarias.

Por otro lado, al no aparecer la salud mental en las encuestas de opinión como un asunto prioritario para la población (al contrario que el paro, el terrorismo o las drogas), no “interesa” ni a los políticos ni a los medios de comunicación más allá de incidentes puntuales de gran impacto social; habitualmente tratados con bastante superficialidad, dicho sea de paso (29). Esto, unido a la poca capacidad de presión real sobre los gobiernos y sus políticas que tiene el colectivo de pacientes mentales (y sus familias) (30), hace que estemos subsumidos en un penoso letargo. Sin embargo, y sin pretender falsas dialécticas, digamos que las resistencias que encuentran estas asociaciones para sacar adelante sus reivindicaciones junto a sus propias dificultades internas (insuficiente autonomía organizativa y financiera) puede llevarles a revolverse contra los propios profesionales de la red pública, haciéndonos responsables de problemas asistenciales, que no está en nuestras manos el poder resolver.

La tercera, es la cuestión tecnológica, sobre la que cabe señalar que la continuada aparición de nuevos fármacos está desplazando otros desarrollos igualmente necesarios para la atención a la salud mental. La primacía del fármaco lleva consigo, además, una cierta devaluación del resto de técnicas terapéuticas y del valor de las intervenciones de los profesionales en los resultados del proceso terapéutico (31). A veces uno tiene la sensación, en tanto que profesional de la enfermería, de que con sus actuaciones no alivia o suprime el sufrimiento humano, que esto sólo lo hace el “fármaco milagroso”. Y también me pregunto a menudo: ¿es cierto que la gente nos necesita menos al disponer de un buen fármaco? No obstante, los expertos se empeñan en afirmar que la nómina de los profesionales, año tras año, le sale más barato al sistema sanitario en términos porcentuales, mientras se disparan los precios de los medicamentos y las estancias hospitalarias (32).

8.- Cuestiones para la reflexión

Sabiendo que no todos los objetivos ni en todos los sitios se han cumplido, cabe preguntarse: ¿en qué medida siguen siendo válidas las directrices de la RP en el momento actual?, ¿se están resquebrajando los principios de equidad, accesibilidad y universalidad en el SSP? Si esto fuese así, ¿cómo va a afectar a los servicios de salud mental públicos?, ¿qué camino van a tomar las iniciativas privadas? Todavía hoy, hablar de salud mental comunitaria es hacer referencia al trabajo inter y multidisciplinario en la comunidad, es hablar de continuidad de los cuidados. ¿Hasta cuándo?, ¿peligra el modelo biopsicosocial por el empuje del “hospitalocentrismo”, del modelo biomédico y de la industria farmacéutica? Es cierto que la RP española no ha alcanzado su máximo desarrollo y que las críticas que se le hacen tienen que ver más con posicionamientos ideológicos que con sus bases conceptuales, que, desde mi punto de vista, siguen siendo válidas. Si se mantuviesen los compromisos políticos, técnicos y sociales, probablemente se culminaría el proceso de RP. Dependerá de todos los actores sociales implicados ir en una u otra dirección: exigir su pleno desarrollo o la búsqueda de alternativas que, tras un análisis minucioso, hagan posible proponer un nuevo modelo que dé respuestas a las necesidades actuales.

La próxima RP está por venir y para que se promueva, tienen que reproducirse las constantes que se han podido observar a lo largo de la historia de la asistencia psiquiátrica y de atención a la salud mental: cambios en los modelos de comprensión del fenómeno mental, cambios sociales de calado y cambios en las respuestas asistenciales que se den a quienes padecen un trastorno mental. La cuestión es: ¿es posible dar un nombre a la presente situación que de algún modo nos permita vislumbrar el futuro de la atención a la salud mental en España? ¿Existe hoy un modelo alternativo a los principios y objetivos de la RP de los años 1980? ¿Existe alguna alternativa para el modelo de intervención comunitario? ¿Qué papel debemos interpretar los actores sociales que estamos implicados? ¿Cuáles deben ser nuestros compromisos? Ustedes tienen la palabra. Como dice Raúl Velasco en su relato "Comunidad" sé que la soledad es una de las peores cosas que hay en esta vida. Que parece mentira que rodeados como estamos de tanta gente en realidad nos sintamos tan desamparados. Hoy en día todo el mundo va a la suya, nos creímos eso de que el individualismo nos daría la felicidad y en realidad nos ha hecho más desgraciados. Todos necesitamos de esas personas que nos escuchen, nos acompañen en el tránsito de la vida, que nos acojan en su rutina. Muchas gracias por su atención.


4 comentarios:

oiburam dijo...

Enhorabuena hermano, creo que lo dices todo clarito, como siempre. Un abrazo
Miguel´ angel Rubio

pere dijo...

Síntesis completa y muy bien expuesta, ¡Chapeau!

SUSO dijo...

¿se puede añadir algo más?. German, en éste articulo ha hecho un repaso extraordinario y bastante acertado de lo que ha sido la historia de la psiquiatría y que con seguridad (lo hemos vivido en nuestro hospital) ha ocurrido en cualquier hospital psiquíatrico de nuestro país. Decir, que estoy totalmente de acuerdo en sus propuestas y planteamientos futuros en lo que a la enfermería de salud mental se refiere.
Los enfermeros tenemos que creer en el cambio y en nuestra capacidad para conseguirlo, formándonos y adquiriendo las actitudes necesarias que faciliten una relación de respeto hacia el "otro" sin ánimo de poder o dominación (poder de experto), como punto de partida para que en algún momento se pueda materializar este cambio.¡Estamos en ello!. Un abrazo

Blog salud mental dijo...

El Dr. Pacheco Borrella es todo un referente para la Enfermería especializada de Salud Mental de nuestro país y esta ponencia es imprescindible para conocer la evolución de la atención en Salud Mental y de la profesión enfermera en este ámbito.
Gracias a Raul y Almu por compartir y difundir, y felicidades al Dr. Pacheco.

César M.