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martes, 19 de octubre de 2010

LEVÁNTESE QUIEN PUEDA 5.

Dicen que cuando algo puede ir a peor es que casi seguro empeorará. Cuando Carlos recobró la consciencia tenía el cuerpo engarrotado, como si hubiera estado metido un par de horas en el congelador. En realidad lo que le hizo despertar fue la llamada de la jefa de recursos humanos de un hospital psiquiátrico donde había dejado su currículo. La conversación fue breve:

-¿Hola? -Contestó Carlos con la voz del que vuelve de entre los muertos.
-¿Carlos Jimeno? -Preguntó la voz metálica de la mujer.
-Sí, creo que sí ¿Quién habla? -Dijo el bueno de Carlos, con el mismo entusiasmo de un reo ante el patíbulo.
-Soy Tirana Molero, jefa de recursos humanos del hospital psiquiátrico Agua del Carmen. ¿Se encuentra usted bien?
-Ejem.-Tosió, tomó aire y tragó saliva, sabía muy bien que había en juego un posible contrato- Sí claro, nada que no se pueda solucionar con un par de analgésicos o una guillotina bien afilada. -Espetó Carlos, intentando recuperar la compostura.
-Ya... Bueno, le llamo por lo del puesto en la planta de agudos. Si le parece venga a mi despacho a las doce en punto y discutimos lo de la guillotina.
-Ahí estaré Tirana.
-Perfecto. No se retrase, por favor. Hasta luego.
-Hasta luego.

Y se acabó. Al colgar el teléfono Carlos se quedó durante unos instantes pensativo, como desazonado, como si para conseguir aquel suculento contrato tuviera que vender su alma al diablo. El rumor de su estómago vacío lo sacó de dichas tribulaciones y la ilusión por comerse un buen filete, a ser posible de ternera, poco hecho, bañado en salsa de pimienta verde y ya puestos todo regado con un buen vino de Valladolid le indicó que lo mejor sería acicalarse un poco para impresionar a aquella mujer.

A las doce en punto Carlos entraba en el despacho de Recursos humanos vistiendo sus prendas más elegantes: unos tejanos rajados, una americana con coderas y una camiseta que rezaba el lema muerte cerebral. Sin duda alguna la mujer quedó impresionada. A las doce y tres minutos Carlos salía del despacho junto a un enfermero. Había firmado su primer contrato. Esteban Cojuelo, que era el nombre del enfermero, un tipo simpático, con pinta de gozar infinitamente cada vez que tenía que practicar con alguna paciente la contención mecánica, le hizo de guía por el hospital.

-Ahí están los enfermos más graves, tenga cuidado con ellos, algunos muerden, le aconsejo que por si acaso se vacune contra la rabia, yo ya lo he hecho seis veces.
-¿Seis? ¿Cuanto tiempo lleva trabajando aquí?
-Un año y medio.
-¿Es que acaso le han mordido?
-No, pero más vale prevenir. También me he vacunado contra la malaria, contra el Dengue y contra la Fiebre Amarilla.
-Ahora entiendo cuando dice que estos locos no son de fiar.
-Por favor doctor. Debería saber que la expresión adecuada es enfermos mentales.
-Ah, claro, que despiste el mío.

Cuando Esteban dio por finalizada la visita por el hospital Carlos, que hasta ese momento se había concentrado en el filete con salsa y el vino, sólo tenía dos cosas claras: la primera es que sus futuros pacientes eran unos pobres locos en manos de auténticos depravados como Esteban y, segundo, que un filete no compensaba la experiencia con la que se había comprometido, así que no dudaría en pedirse un chuletón.