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viernes, 29 de octubre de 2010

UN POCO DE AMBIENTADOR POR FAVOR.

Algo tendría que haberme olido cuando ya subidos en el tren A. me enseñó que había traído, por si le apetecía leer un poquito durante el larguísimo trayecto, la maravillosa obra de Albert Camus “La peste” (maravillosa sobre todo si lo que quieres es perder toda esperanza en el ser humano y ya de paso cortarte un poquito las venas) . Lo cierto es que no hizo falta. A. y yo nos pusimos al día sobre muchísimos temas, así que esa gran obra del existencialismo sólo se usó para guardar los billetes de tren. Entre otras cosas me contó lo bien que le estaba yendo con su nueva psicoanalista, una lacaniana de tomo y lomo, y lo feliz que era al descubrir como las palabras definen nuestra realidad y como estas tienen un lado oscuro, o más que oscuro, oscuramente relativo. Ni que decir tiene que durante el viaje de ida no teníamos la más mínima sospecha de lo que nos esperaba allá. Cargados con la misma ilusión que en cada viaje precedente estábamos dispuestos a dinamitar los cimientos sobre los que se establece la salud mental a día de hoy.

Eso sí, fue bajar del tren, muchas horas después de haber salido de BCN cuando el primer hálito de sospecha ensombreció mi mirada. El hedor en cuestión era el propio de una pocilga, o lo que intuyo que puede oler en una pocilga, ya que siendo yo un urbanita, lo más cercano que tenido una es cuando un camión cargado hasta arriba de gorrinos y gorrinas adelanta al Mercedes de mi padre por la autopista, como si tuvieran prisa por llegar al matadero. Como hace tiempo que no le suelo a hacer caso a mi intuición no dije nada, entre otras cosas porque nos esperaba una mujer de la organización y no suele quedar de recibo decir: Hola, aquí siempre huele así o esto forma parte del recibimiento. Al entrar en el coche el hedor se hizo insoportable, era como si solieran emplear aquel utilitario para el transporte y reciclaje de pañales de críos y que los dueños creyeran que el KH-7 no era más que un satélite de Saturno.

Llegamos al hotel deseando comentar la jugada, la primera impresión fugaz, de aquella ciudad y aquellas gentes era que olían mal, muy mal, como a viejo, apuntó A., como a rancio, sentencié yo y a todos nos pareció bien el adjetivo. Esto se confirmó poco después cuando al pedir en un bar una pinta de cerveza el dueño, que tenía cara de sufrir en silencio, me encomió a hablar en Castellano y bien clarito, que estamos en España ¡ostia!. Por mucho que le explicara que en el bar de en frente había una pizarra donde se leía pintas a 1 euro y medio, el hombre no entraba en razón, así que en vez de decirle que se metiera el surtidor por el culo a ver si se le desinflaban las almorranas le pedí la cerveza más grande que tuviera, la llamara como la llamara él, en su España con Derecho de Admisión. Lo cierto es que no fue el único. En las 24 horas que pasamos en aquel lugar tuvimos la impresión de no ver a nadie sonreir, era como si todo el mundo estuviera cabreado con alguien o, si más no, las sonrisas que veíamos era tan naturales como un bodegón de Murillo.

Al menos nosotros, entre tanto costumbrismo, como profesionales hicimos nuestro trabajo con la precisión que nos acostumbra. La única nota positiva con la que me quedo de toda la gente que conocimos fue Diego y su familia. Un soplo de sinceridad entre tanto descalabro. Ojalá les vaya genial en el futuro. Tras conversar con ellos descubrimos las entrañas de la organización o más bien de la falta de ésta. Nos dejaron más colgados que a una morcilla en una ciudad que no conocíamos de nada y en la cual no nos perdimos, porque parece que en mi cerebro venga un GPS de serie que cariñosamente le llamo el Ton-To.

Encontramos un lugar para cenar y después de un par de copas de vino se nos pasó la sensación de abandono y desatención. Fue curioso como A. y yo rememoramos tiempos mejores, viajes en los que hicimos amigos, que con el tiempo han llegado a ser muy buenos amigos. Fue como si al ritmo del anecdotario de otros viajes pudiéramos por fin deshacernos de aquella sensación de ambigua presión y doble lenguaje que nos atenazaba cuando estábamos con C. , la iluminada que nos había invitado. Ésta tipa, más que psicóloga es una psicoloca, en el peor sentido de la palabra. A mi me pareció una mezcla de Darth Vader y Carmen de Mairena, una posible Jedi que se había pasado con todo su equipo al lado oscuro de la Fuerza, o también, como un personaje de 1984 de George Orwell, una funcionaria del ministerio del AMOR, amante de la VERDAD, cuando ésta significa MENTIRA.

La noche fue tranquila y no demasiado fría. Nos fuimos a dormir entre risas, después de una animada charla no exenta de confesiones entre amigos. Vamos, lo mismo que podríamos haber hecho sin necesidad de cruzar más de media España.

Del día siguiente sólo decir que pudimos hacer un poco de turismo, poco  porque la cosa no daba para más. Durante la comida, que estaba exquisita, apareció C. más feliz que una perdiz, según creía lo único malo de la experiencia de conocer a los nikosianos era no haber alargado un poco la conferencia. Así que ni cortos ni perezosos le comentamos como nos habíamos sentido. La mujer nos dio mil excusas y huelga decir que no nos sirvió ninguna.

Camino de la estación se hizo un silencio más denso que el mercurio. Agotados como estábamos, deseábamos subir al tren y largarnos de allí cuanto antes.

Ya en la estación y antes de que llegaran los refuerzos el aroma a pocilga volvió a invadirnos con inusitada virulencia. C. me pidió que mandara recuerdos a J. que según ella era un amigo común. Lo interesante fue que yo había hablado aquella misma mañana con J., mi lacaniano favorito, y no se acordaba de ella. ¿C.?, ¿Qué C.? Ni idea chico. No dudé ni un instante en decírselo a la tal C., apuntando además que según J. Lo que deberíamos haber hecho es seguir en el tren hasta Vigo o visitar a su hermano en Pucela que seguro nos trataba a cuerpo de rey. Una mueca se delineó en la cara de C. como quien acaba de recibir una puñalada o como aquel que siente un enorme e inesperado retortijón. Te jodes, pensé.

Llegaron los refuerzos en forma de dos mujeres de la organización. La opinión era unánime, la conferencia había sido un éxito. Nunca un piropo recibió tan fría acogida. Fue entonces cuando la más joven se excuso: os quiero pedir disculpas, en serio, sé que no hemos sido los mejores anfitriones, yo lo sé... No lo hemos sido, pero que cada palo aguante su vela, yo sólo soy una mandada.

Por suerte llegó el tren y aún a pesar de nuestro agotamiento corrimos hasta el vagón. Al sentarnos sentimos un absoluto alivio, en seis horas estaríamos en casa. A. buscó los billetes, que esperaban en el interior del libro. Al cerrarlo caímos en la cuenta, Ché, fijate en el título, guardé los billetes en La peste; Nos miramos, sonreímos y dijimos a la vez Lacaaaan... Lacaaaaan...; Entre risas nos acomodamos en nuestros asientos con un  par de certezas, que lo peor de un viaje es no haber aprendido nada en él y que algo olía a podrido en aquella comarca.

6 comentarios:

Jony Benitez dijo...

joder vaya ambiente....
que imaginación no sé tio de donde coño te sacas estas historias!!

Raúl Velasco Nikosia dijo...

No sé, jony, será que la morcilla de Burgos que cené anoche ha alimentado mi imaginación mientras dormía. Otra es que la realidad siempre supera a la ficción.

Jose Valdecasas dijo...

Verdad o ficción, ficción o verdad, escribís de puta madre.
Un saludo.

Raúl Velasco Nikosia dijo...

Gracias Jose se hace lo que se puede.

Un saludo!!

Raúl Velasco Nikosia dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Small Blue Thing dijo...

¡Lacaaaaan, Lacaaaaan! :D