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lunes, 7 de marzo de 2011

Psiquiatría: una falsa ciencia

ARISTÓTELES decía que para obtener un conocimiento verdaderamente profundo sobre algo es necesario conocer su historia. Para entender lo que le sucedió al huérfano John Bell (el testimonio de Bell aparece en otro capítulo de este e-book) es necesario saber cómo fue que surgió la profesión que lo revictimó. Las siguientes ideas sobre cómo surgió la profesión siquiátrica provienen de Historia de la locura de Michel Foucault, a quien seguiré de cerca en muchas de sus frases.
En Inglaterra, trescientos años antes de que naciera John Bell apareció el folleto Grievous groan of the poor (Atroces gemidos de los pobres), en el que se proponía que a los indigentes “se les destierre y traslade a las tierras recientemente descubiertas de las Indias orientales”. Esto me recuerda que antes de idear la solución final del Holocausto Hitler lucubraba con desterrar a los judíos a la isla de Madagascar. Desde el siglo XIII existía el famoso Bedlam para lunáticos en Londres, pero en el siglo XVI sólo albergaba a veinte recluidos. En el siglo XVII, cuando apareció el folleto para desterrar a los pobres, ya había más de cien prisioneros en el Bedlam. En 1630 el rey Charles I convocó a una comisión para enfrentar el problema de la pobreza y la comisión decretó la persecución policíaca de vagabundos, mendigos “y de todos aquellos que vivan en la ociosidad y que no deseen trabajar por salarios razonables”.[1] En el siglo XVIII muchos pobres e indigentes fueron llevados a correccionales y a casas de confinamiento en las ciudades donde la industrialización había marginado a parte de la población.
También se fundaron cárceles para los pobres en la Europa continental. El espíritu del siglo XVII era poner orden en el mundo y, al erradicarse la lepra, las leproserías medievales que habían quedado vacías fueron llenadas con los nuevos leprosos: los indigentes. Foucault le llama a este período “El Gran Encierro” y hace hincapié en el hecho de que el concepto de enfermedad mental aún no existía.
El aislar al leproso, un verdadero enfermo, había tenido un objetivo higiénico en el medievo. Pero aislar a los indigentes no tenía tal objetivo: era un fenómeno nuevo. 1656 fue un año axial en esta política de limpieza de la basura humana en las calles. El 27 de abril Luis XIV mandó a construir el Hospital General, un lugar que de hospital sólo tenía el nombre: ningún médico lo presidía. El artículo 11 del edicto del rey especificaba a quiénes se encarcelaría: “De todos los sexos, lugares y edades, de cualquier ciudad y nacimiento y en cualquier estado en que se encuentren, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes, curables o incurables”.[2] Se nombraron a directores vitalicios para dirigir el Hospital General. Su poder absolutista era una calca en miniatura del poder del rey sol, como se lee en los artículos 12 y 13 del edicto:
Tienen todo poder de autoridad, de dirección, de administración, de comercio, de policía, de jurisdicción, de corrección y de sanción sobre todos los pobres de París, tanto dentro como fuera del Hôpital Général. Para ese efecto los directores tendrían estacas y argollas de suplicio, prisiones y mazmorras, en el dicho hospital y lugares que de él dependan, como ellos lo juzguen conveniente, sin que se puedan apelar las ordenanzas que serán redactadas por los directores para el interior de dicho hospital.[3]
El objetivo de estas medidas draconianas era suprimir a la mendicidad por decreto. A pocos años de su fundación el Hospital General albergaba al uno por ciento de la población de París. Había miles de mujeres y niños en la Salpêtrière, en la Bicêtre y en los demás edificios de un “Hospital” que no era hospital sino una entidad administrativa que, paralelamente a los poderes reales y de la policía, reprimía y custodiaba a los marginados.
El 16 de junio de 1676 otro edicto real establece la fundación de hospitales generales en cada ciudad del reino. Por toda Francia se abren este tipo de prisiones y, cien años después, en las vísperas de la Revolución, existían en treinta y dos ciudades provincianas. El archipiélago de cárceles para los pobres cubrió a Europa. En los Hôpitaux Généraux de Francia, las Workhouses de Inglaterra y las Zuchthaüsern de Alemania se encarcelaba a muchachos jóvenes que tenían conflictos con sus padres; a vagabundos, borrachos, impúdicos y a los “insensatos”. Estas cárceles no se distinguían de las cárceles comunes. En el siglo XVIII un inglés se extrañaba de una de las prisiones comunes “en que se encierra a los idiotas y los insensatos porque no se sabe dónde confinarlos aparte”.[4] Los llamados alienados se confundían con los indigentes y a veces era imposible distinguir uno del otro.
En la Edad Media el pecado capital fue la soberbia. Al florecer la banca durante el Renacimiento se decía que la avaricia era el mayor pecado. Pero en el siglo XVII, cuando se impone la ética del trabajo no sólo en los países protestantes sino en los católicos, la pereza —en realidad: el desempleo— fue el más notorio de los pecados. Una ciudad donde se proyectaba que cada individuo fuera un engranaje de la máquina social era el gran sueño burgués. Dentro de este sueño los grupos que no se integraran a la maquinaria estaban destinados a cargar un estigma. Los hombres del siglo XVII habían sustituido a la lepra medieval por la indigencia como el nuevo grupo de exclusión. Es en este marco ideológico de la indigencia considerada vicio donde va a aparecer el gran concepto de locura en los siglos XVIII y XIX. Por vez primera en la historia la locura sería juzgada con la vara de la ética del trabajo. Un mundo donde rige esta ética rechaza todas las formas de inutilidad. Quien no puede ganarse el pan transgrede los límites del orden burgués. Aquél o aquélla que no puede integrarse al grupo debe ser un enajenado o una enajenada.
El edicto de creación del Hospital General es muy claro a este respecto: considera a “la mendicidad y la ociosidad como fuentes de todos los desórdenes”.[5] Es muy significativo que “desorden” siga siendo la palabra que usan los siquiatras. El mismo manual DSM se lee en inglésDiagnostic and statistical manual of mental disorders y hay siquiatras que traducen esta última palabra como “desorden” en lugar de “trastorno”. Como el siglo XVII marca la línea en que se decidió encerrar a un grupo de seres humanos, sería erróneo creer que la locura esperó pacientemente por siglos hasta que algunos científicos la descubrieron y se encargaron de ella. Asimismo, sería erróneo creer que hubo una mutación espontánea en la que los pobres, inexplicable y súbitamente, enloquecieron.
Encarcelar a las víctimas de la ciudad fue un fenómeno de dimensiones europeas. Una vez consumado el Gran Encierro del que habla Foucault, los censos de la época sobre los prisioneros que no habían roto la ley dieron cuenta del tipo de gente que eran: ancianos que no podían cuidarse por sí mismos, epilépticos repudiados por sus familias, gente deforme, gente con enfermedades venéreas e incluso prisioneros por cartas del rey. Este fue el procedimiento de encierro más difundido desde los 1690, y los peticionarios de la lettre de cachet eran los familiares o los parientes más próximos de quien se encarcelaba. El caso más sonado de encarcelamiento en la Bastilla por lettre de cachet fue el de Voltaire. Hubo casos de insensatas o “muchachas incorregibles” que fueron internadas. “Insensato” era una etiqueta que correspondería más o menos a lo que en el siglo XIX se llamaría “insanía moral” y que actualmente equivale al oposicionismo adolescente o “negativismo desafiante” del DSM. Quisiera ejemplificarlo con un solo caso del siglo XVIII:
Una mujer de dieciséis años cuyo marido se llama Beaudoin publica abiertamente que jamás amará a su marido, que no hay ley que se lo ordene, que cada quien es libre de disponer de su corazón y de su cuerpo como le plazca, y que es una especie de crimen dar el uno sin el otro.[6]
Aunque la mujer de Beaudoin era considerada insensata o loca, las etiquetas de entonces para encarcelar no tenían connotación médica alguna. Las conductas se percibían bajo otro cielo, y el encierro era un asunto arreglado entre las familias y la autoridad jurídica sin injerencia médica. Se encerraba al “mendaz”, “ocioso”, “depravado”, “hechicero”, “imbécil”, “pródigo”, “impedido”, “alquimista”, “desequilibrado”, “venéreo”, “libertino”, “disipador”, “blasfemo”, “hijo ingrato”, “padre disipado”, “prostituída” y al “insensato”. En los registros puede leerse que las fórmulas de internamiento también decían cosas como “hombre muy malvado y tramposo” o “alegador empedernido”. Francia tuvo que esperar hasta 1785 para que una orden médica interviniera en el encierro de toda esta gente: práctica que posteriormente cobró forma con Pinel. Como dije, del apartarse de la norma social surgiría el gran tema de la locura en el siglo XIX, como veremos al hablar de Tocqueville y John Stuart Mill al final de este libro. Es a partir de aquí de donde debemos entender la ulterior clasificación de Kraepelin, Bleuler y del DSM de los siglos XX y XXI.
En nuestro siglo hay siquiatras que dicen abiertamente que “el suicidio es un desorden cerebral”: un pronunciamiento descaradamente seudocientífico. En el siglo XVII el “homicida de sí mismo” era un criminal “lesa majestad divina” y en los registros de internamiento de suicidas que fallaron en cumplir sus objetivos se lee: “ha querido deshacerse”. Es a ellos a quienes se les aplicaron por vez primera los instrumentos de tortura que luego usarían los siquiatras del siglo XIX: jaulas con tapa abierta para la cabeza y armarios que encerraban al sujeto hasta el cuello. La transformación de un juicio abiertamente religioso (“crimen lesa majestad divina”) al reino de la medicina (“desorden cerebral”) fue paulatina. Lo que ahora se considera enfermedad biomédica en los siglos XVII y XVIII se entendía como conducta extravagante, impía o que ponía en peligro el prestigio de una familia.
En el siglo XVII por primera vez en la historia se obliga a vivir bajo un mismo techo a personas muy distintas entre sí. Ninguna de las culturas anteriores había hecho algo parecido ni habían visto similitudes entre ese tipo de gente (venéreos, insensatos, blasfemos, hijos ingratos, hechiceros, prostituídas, etcétera). Que detrás del encierro había un juicio moralista se descubre en el hecho que se encerraba a quienes padecían enfermedades venéreas, el gran mal de la época, sólo si contrajeron la enfermedad fuera del matrimonio. Las mujeres a quienes las infectaba el marido no corrían riesgo de ser llevadas al Hospital General de París. Asimismo, los homosexuales, llamados peyorativamente sodomitas, fueron encerrados en los hospitales o casas de detención. De hecho, cualquier individuo que causara un escándalo público era reo de detención y encierro. La familia, y más específicamente la familia burguesa con sus exigencias de guardar las apariencias, se convirtió en la regla que definió el encierro de algunos de sus miembros. Este fue el momento en que se pactarían las oscuras alianzas entre padres y siquiatras que darían luz a la profesión del doctor Amara. La siquiatría tendría un fácil parto con la gestación del par de siglos que transcurren desde el Gran Encierro del XVII. Los orígenes de la siquiatría pueden rastrearse a ese siglo de intolerancia.
El encierro de la gente que no rompía la ley continuó a lo largo del siglo XVIII, y a finales del siglo las casas de internamiento estaban llenas de “blasfemos”. La Inquisición medieval había tenido fuerza en el sur de Francia, pero una vez abolida la sociedad encontró una manera legal de controlar a los individuos que se salían de línea. Es conocido el caso de un hombre en Saint-Lazare que fue encerrado por no querer arrodillarse en los momentos más solemnes de la misa. Esta estrategia también fue practicada un siglo antes. En el siglo XVII los incrédulos fueron considerados “libertinos”. Bonaventure Forcroy escribió una biografía de Apolonio de Tiana, un contemporáneo de Jesús a quien se le adjudicaron milagros, y mostró con este paradigma que las historias evangélicas también podían haber sido ficticias. Forcroy fue acusado de “libertinaje” y encerrado en Saint-Lazare.
El encarcelamiento de los parias e indeseables fue un acontecimiento cultural que puede rastrearse a un momento específico en la larga historia de intolerancia de la Europa posrenacentista y posreformista. Los valores del hombre occidental fueron moldeados en los siglos XVII y XVIII, los cuales continúan determinando la manera como vemos el mundo.
Hasta aquí he citado y parafraseado a Foucault.
A FINALES del siglo XVIII no existía la siquiatría como especialidad médica. La palabra “siquiatría” la acuñó Johann Reil en 1808. La nueva profesión dio por cierto un postulado que tenía raíces en la medicina de la Grecia antigua. Un postulado es una proposición que se admite sin pruebas. El postulado plataforma de la nueva profesión es suponer el origen orgánico de las perturbaciones psíquicas. Este postulado elevado a axioma e incluso a dogma evitó que se introdujera la subjetividad en el estudio de las perturbaciones mentales.
Como vimos al hablar de John Modrow, la realidad es lo diametralmente opuesto. Sólo introduciendo la subjetividad de un alma en pena, y rechazando la hipótesis orgánica, es posible entender qué diablos sucede en los adentros de quienes se trastornan. La objetividad en cuestiones del mundo interno de un sujeto es tan imposible como el caso opuesto: abordar al mundo empírico a la manera de filósofos como Platón, quien desde su Olimpo idealista despreciaba el estudio práctico de la naturaleza. Este colosal error le costó a la cultura griega su ascendencia, así como el error antípoda de reducir las humanidades a la ciencia está extraviando a nuestra civilización. Es simplemente un “error categorial” querer entender al trauma psicológico en base a la neurociencia, como es un error posmodernista querer entender al mundo empírico, digamos la astronomía, en base al discurso social. Los filósofos posmodernistas y los siquiatras representan dos intentos simétricos, aunque diametralmente opuestos, de ideologías extremas. Unos quieren reducir la ciencia a las humanidades; otros, las humanidades a la ciencia: y ninguno respeta al otro como un campo separado e intrínsecamente legítimo. En otro lugar profundizaré sobre estos dos errores antitéticos.
El nacimiento de la siquiatría moderna ocurre cuando el marginado sale de jurisdicción de las casas de confinamiento de Francia y del resto de Europa para quedar a cargo de la institución médica. En la profesión del siglo XXI, con todo su armamento de genética, neurología y taxonomía nosológica, es imposible ver qué es la siquiatría en su raíz. Pero en el libro de Johann Christian Heinroth Lehrbuch der Störungen des Seelenlebens(Libro de texto sobre las perturbaciones de la vida mental), publicado en 1818, pueden verse los fundamentos de la siquiatría sin cortina de humo seudocientífica que los oculte. Siguiendo la tradición de los siglos XVII y XVIII Heinroth usó la expresión “enfermedad mental” y la definió como “egoísmo” o “pecado”: términos que usó indistintamente. Heinroth no sólo equiparó el concepto cristiano de pecado con el de enfermedad mental. Aunque consideraba a la enfermedad mental un defecto ético, la gran innovación de Heinroth fue que la trató con procedimientos médicos.
¿Cómo dio Heinroth este salto conceptual? O preguntado de otro modo: ¿por qué los encargados de reencauzar al rebaño a las ovejas descarriadas habrían de ser los médicos? Este giro no estaba contemplado en los planos de los arquitectos del Gran Encierro del siglo XVII. Una vez que la Inquisición fue oficialmente abolida Heinroth mismo se pregunta quién sería el nuevo controlador social: “¿Debe ser tarea del doctor, o quizá de un clérigo, o de un filósofo, o de un educador?”[7]
La tarea recayó, finalmente, en el médico. Presumiblemente esto se debió a que, como el médico trata directamente con el físico de los seres humanos, era más fácil encubrir la violencia física en la profesión médica que en las otras. En tiempos en que los ideales de la Revolución francesa estaban aún en el aire la sociedad civil habría sospechado del clérigo o del filósofo que tuviera jurisdicción sobre cuerpos ajenos. Pero no del médico.
Para que la gente aceptara al nuevo inquisidor había, además, que literalizar la metáfora central de la profesión. Originalmente “enfermedad mental” era entendida como una mera metáfora de aquello que en siglos anteriores se había llamado “sinrazón”, como el caso de los “insensatos”. Al asumir el médico la responsabilidad de ocupar el papel que ocupaban los funcionarios de las casas de confinamiento, Heinroth dio por sentado que el egoísmo y el pecado que trataba eran entidades médicas: algo como decir que los “virus” que infectan nuestras PCs no son metáfora de programas subversivos, sino microorganismos.
La literalización de la metáfora “enfermedad mental” en una auténtica enfermedad no habría sido posible si Heinroth y muchos otros siquiatras no hubieran contado con la sanción social. El siglo XIX fue el más burgués de los últimos siglos, y las fuerzas sociales que impulsaron a los pudientes a encerrar a los indeseables aún estaban en auge, mayor incluso, que en la época en que Heinroth nació. La única manera de entender a Heinroth y a su filosofía del martillo es dejarlo hablar. He tomado los siguientes párrafos de un estudio de Szasz. El primer párrafo está sacado de Medicina Psychica Politica (Medicina psico-política): título que ilustra perfectamente cómo en sus orígenes los siquiatras no hablaban en nuevahabla, sino en lengua franca. Heinroth escribió: “Compete al Estado cuidar de las personas que están perturbadas mentalmente cuando son una carga para la comunidad o representan un peligro público; el alojamiento, la cura y el cuidado de tales individuos es un deber político”. ¿Y quiénes están “perturbados mentalmente”?
Quienes menos merecen la libertad, es decir los manici [maníacos], son los que aman más la libertad; y mientras más se les deje libres para realizar sus actividades perversas, incluso dentro de una cámara de Autenreith, no puede pensarse en su recuperación.[8]
La cámara de Autenreith y la máscara del mismo nombre eran aparatos de tortura sobre los que él mismo nos explica su funcionamiento.
La experiencia nos ha mostrado que dentro del saco el paciente corre el peligro de asfixiarse y ser víctima de convulsiones [...]. [En la silla de confinamiento] el paciente puede permanecer continuamente atado en la silla durante semanas, sin incurrir en el menor daño corporal. [La pera es un] pedazo de madera dura, con la forma y dimensiones de una pera de tamaño mediano; tiene una barra atravesada con tiras que pueden atarse a la nuca del paciente. Como la cavidad bucal del paciente queda más o menos llena por este instrumento, el paciente no puede articular sonido; pero sí puede gritar sordamente.[9]
Heinroth articuló algunos mandamientos que deben guiar al siquiatra: “Primero, ser dueño de la situación. Segundo, ser dueño del paciente”.[10] Szasz comenta que en estas frases la siquiatría aparece al desnudo como lo que fue y continúa siendo hoy día: subyugación, esclavización y control de un ser humano por otro; y comenta además que los siquiatras contemporáneos, aunque hacen cosas similares, no hablan con franqueza como solía hablarse en tiempos de Heinroth. No obstante, Heinroth entendió desde el principio que en su profesión había que disimular las cámaras de tortura y el control social como una acción hospitalaria, por lo que recomendó: “Debe asegurarse una seguridad perfecta, debe evitarse toda apariencia de prisión”, situación que persiste en la actualidad.
En España, por ejemplo, algunos siquiátricos modernos han cambiado las rejas en las ventanas por unas persianas externas: unas láminas cosméticas, aunque rígidas, que cumplen la función de barrotes carcelarios. Análogamente, en México el Instituto Nacional de Neurología es un hospital aparentemente decoroso. Jamás pude entrevistar a las autoridades del Instituto Nacional de Neurología, llamado abreviadamente Neurología en la Ciudad de México. Pero Carlos Díaz Jasso, de sesenta años de edad, estuvo internado en el pabellón nuevo del instituto del 16 de marzo al 22 de abril de 2004, y me proporcionó alguna información. Con síntomas de su muy visible temblorín de manos (disquinesia tardía) debido a la droga Zyprexa que le administraron en Neurología, Díaz Jasso me contó que le impresionó que dos internos adolescentes se rebelaran. Fueron reprimidos por cuatro camilleros treintones de complexión robusta y luego por otros tres más. Díaz Jasso sólo oyó los sonidos de una golpiza pero, por precaución, no se asomó al aula. Posteriormente vio la entrada del aula cubierta de manchas de sangre, y cuenta que los adolescentes insurrectos fueron amarrados con correas por las cuatro extremidades. Como otros hospitales, lo que sucede en los pabellones contrasta fuertemente con la imagen que se le vende al público; por ejemplo, con el jardín tan esmeradamente cuidado que Neurología ostenta a las visitas.
La fachada de jardines siquiátricos de nuestro siglo sigue las regulaciones decimonónicas. Sobre lo que sucede detrás de la fachada, según Heinroth, el hospital—:
Debe tener una sección especial de baños, con toda clase de baños, duchas y tinas de inmersión. También debe tener una habitación especial correctiva y de castigo con todo el equipo necesario, incluyendo un resorte Cox (o aún mejor, una máquina de rotación), una rueda voladora de Reils, poleas, silla de castigo, celda de Langermann, etc. [...]. Pero el maestro y amo principal es el médico. Sus instrumentos alcanzan a todos.[11]
He aquí otras palabras de este médico que vivió un siglo antes de Orwell:
El médico de la psique se le aparece al paciente como su ayudante y salvador, como padre y benefactor, como amigo compasivo, como maestro amigable pero también como juez que sopesa evidencias, juzga y ejecuta la sentencia: al mismo tiempo parece ser el Dios visible para el paciente.[12]
Heinroth parece un híbrido entre el O’Brien orwelliano y un hombre de la historia real del que fue contemporáneo: Sade. El que algunos siquiatras vean en Heinroth a uno de los fundadores de la siquiatría moderna y precursor de Bleuler, habla por sí solo y no necesita comentarios.
GRACIAS A Heinroth y a otros apologistas de la violencia médica, a mediados del siglo XIX la metáfora “enfermedad mental” fue reconocida como una enfermedad auténtica. En Inglaterra el parlamento le dio a la fraternidad médica el derecho exclusivo para tratar a la nueva enfermedad descubierta. Las primeras revistas especializadas en siquiatría comenzaron a aparecer. La American Journal of Psychiatry, que originalmente se llamaba American Journal of Insanity y cuyo primer número apareció en 1844, desde sus inicios publicó datos que ahora se sabe que son fraudulentos.[13] A lo largo del siglo XIX incontables mujeres “insensatas” como Hersilie Rouy y Julie La Roche fueron encarceladas por sus padres y esposos; y los siquiatras resistieron los intentos de inspección de sus “asilos”, como se les llamaba entonces, porque interfería con la autonomía médica. Muchos médicos trataron de obtener importantes puestos en los asilos.
La profesión siquiátrica, en su versión moderna, había nacido.
En el siglo XX la profesión siquiátrica consolidó su poder y prestigio en la sociedad. La terminología se refinó y para el ciudadano común se hizo imposible ver a la siquiatría al desnudo. Algunos sádicos como Heinroth se convirtieron en “psiquiatras”; sus torturas en “tratamientos”; los marginados sociales en “pacientes”; los asilos en “hospitales”, y la demencia precoz en “esquizofrenia”. Antes de la creación de la nuevahabla a los asilos se les llamaba adecuadamente Poorhouses (Casas para los pobres). Antes de que se diseñaran drogas para inducir estados tortuosos, Kraepelin y Bleuler usaban otros métodos de subyugación. En 1911 este último experimentó con un medicamento particularmente repugnante que provocaba vómito sangrante, pero al menos Bleuler confesó con una franqueza que ya no se ve en la siquiatría de hoy día: “Su conducta mejora. Desde el punto de vista ético, no puedo recomendar este método”.[14] De manera similar, en 1913 Kraepelin solía inyectar nucleinato de sodio para causar fiebre en sus pacientes, quienes “se vuelven más dóciles y obedecen las órdenes de los médicos”.[15]
La gran revolución en siquiatría moderna ocurrió en la década de los 1930. Anteriormente, con sus instrumentos Heinroth y sus colegas habían asaltado el cuerpo de los ciudadanos a controlar. Pero en los treinta el asalto al cuerpo fue abandonado por un método más eficaz: asaltar directamente al cerebro. Se introdujo el shock de Metrazol, el shock de insulina y el electroshock a sabiendas de que mataba células cerebrales.
El pentilenetetrazol (de nombre comercial Metrazol en Norteamérica y Cardiazol en Europa) causa una gran reacción en las víctimas. Éstas sufrían convulsiones tan violentas que frecuentemente se rompían los dientes, los huesos y la columna vertebral. El shock de Metrazol era tan devastador para el cerebro que, una vez pasado su efecto, algunos sufrían estados regresivos y actuaban como bebés; jugaban con sus heces, se masturbaban y querían que las enfermeras los mimaran. Cuando recuperaban sus cabales rogaban “en nombre de la humanidad” que no les volvieran a inyectar Metrazol, droga que subyugaba incluso a los militares duros. Pero para 1939 era común usar Metrazol en la mayoría de los hospitales de Estados Unidos, lo que significó que en esos tiempos un internado solía recibir varias inyecciones.
El New York Times, Harper’s, Time y hasta el Reader’s Digest se unieron al coro de alabanzas sobre un tratamiento siquiátrico similar: el shock de insulina, que también producía convulsiones espantosas. Un articulista de Time escribió que mientras el paciente desciende en el coma “grita, brama, le da rienda suelta a sus temores y obsesiones ocultos y le abre de par en par su mente a los siquiatras”. Increíblemente, los sicoanalistas interpretaron las quejas de las víctimas a favor de sus colegas. En un encuentro de la Asociación Psiquiátrica Americana Roy Grinker interpretó que “el paciente experimenta el tratamiento como un ataque y castigo sádico que satisface su sensación inconsciente de culpa”.[16] Robert Whitaker, autor de un estudio sobre la siquiatría estadounidense, le llama a los primeros cincuenta años del siglo XX “la época más oscura” en la historia de la siquiatría. 1935 marcó el nacimiento de la lobotomía. Egas Moniz, un siquiatra portugués, había iniciado sus experimentos usando alcohol para destruir el tejido cerebral de los lóbulos frontales, pero cambió de método al cercenarlos directamente con un escalpelo. Su primera conejillo de indias fue una prostituta, y tres meses más tarde ya había lobotomizado a veinte personas; cada vez atreviéndose a cercenar más tejido cerebral de sus víctimas. Según Moniz “para curar a estos pacientes debemos destruir la disposición más o menos establecida de las conexiones celulares que existen en el cerebro”.[17] El trabajo de Moniz condujo a una explosión de lobotomías en occidente, especialmente en Estados Unidos, pero también en el Reino Unido, Italia, Rumania, Brasil, Cuba y eventualmente en México.
En 1941 Walter Freeman, el neurocirujano a quien cité al hablar de Victor Frankl, le llamaba a esta práctica brain-damaging therapeutics(terapéutica lesionadora del cerebro).[18] Al menos debemos darle crédito a Freeman que no se expresó en nuevahabla, sino en la lengua franca de Heinroth: reconoció que la lobotomía daña al cerebro. Pero en esa década la academia sueca le otorgó a Moniz el Premio Nobel en medicina y los medios se mostraron entusiastas con la novedosa terapia, incluyendo New York Times, Time y Newsweek. Una editorial del New York Timescelebró que los lobotomizados que habían querido suicidarse antes de la operación “ahora encontrarían la vida aceptable”.[19] Con tal respaldo social se practicaron decenas de miles de lobotomías en los años cuarenta y cincuenta. Se creía que los jóvenes universitarios que tenían problemas emocionales, e incluso los niños problema, eran candidatos ideales para la lobotomía de Freeman.
En Mad in America Whitaker menciona cuáles eran los efectos de esta operación radical. A una mujer lobotomizada se le describió como “gorda, tonta y sonriente”. Aunque había sido de alcurnia, otra mujer que sufrió la operación defecaba en un basurero. Los pacientes lobotomizados agarraban la comida del plato del vecino, o vomitaban en la sopa y seguían comiendo. Unos no se levantaban de la cama a menos que un familiar se los ordenara, y era común que se orinaran allí. Otros se quedaban viendo a la calle por la ventana. Quienes habían tenido empleos con anterioridad a la operación, vivían como zánganos. Era posible insultarlos y obtener como respuesta una sonrisa. Algunos se refirieron a la lobotomía como “una infancia quirúrgicamente inducida”, y ya podrá imaginarse la carga que representó para las familias mantenerlos. Pero Freeman y su ayudante Watts tenían una visión más positiva de las cosas. Escribieron que el paciente lobotomizado podría considerarse “una mascota doméstica”.[20] Los reportes de las revistas científicas también pintaron las cosas de manera favorable para la profesión médica. El lenguaje de la ciencia pretende ser neutral, apolítico y aemocional. No esgrime juicios de valor: lo diametralmente opuesto a lo que hago en este libro. En la literatura donde abundan las gráficas y las cifras es fácil escribir artículos donde la tragedia que dejó este sendero de humanos semivegetales no fuera percibida como un crimen.
La “terapéutica lesionadora del cerebro” de Moniz y Freeman perdió auge en los 1960 y 70. En la actualidad es difícil saber cuántas lobotomías se hacen en el mundo cada año. Según un artículo en defensa de la psicocirugía que apareció en Psychology today en marzo/abril de 1992, a principios de los noventa se hacían “cuando menos de 200 a 300 psicocirugías abiertamente declaradas cada año”. De hecho, en el nuevo siglo “unos cuantos médicos aún promueven la psicocirugía para problemas emocionales severos y en algunos estados de Estados Unidos se han formado consejos especiales para revisar todas las propuestas de estas operaciones”.[21] No obstante, aunque la lobotomía cayó en relativo desuso, el electroshock sigue siendo una práctica siquiátrica estándar en la profesión del siglo XXI.
El electroshock fue desarrollado en 1938, inspirado en un rastro de Roma donde los cerdos eran electrochocados para que fuera más fácil rebanarles el pescuezo. Un siquiatra, Ugo Cerletti, había estado experimentando con choques eléctricos en perros, poniéndole a un perro electrodos en el hocico y en el ano. La mitad de los animales morían por paro cardiaco. Después de ver a los puercos electrochocados Cerletti decidió usarlo en seres humanos. El primer conejillo de indias de Cerletti fue un indigente que vagaba en la estación de trenes en Roma. Poco después, en 1940, el electroshock era admitido al otro lado del Atlántico. Manfred Sakel, quien introdujo el shock insulínico en la praxis médica, comparó su técnica con el electroshock y comentó sobre este último: “mientras más fuerte sea la amnesia, más severo debió haber sido el daño a las células cerebrales”.[22] Esta era otra forma de la “terapéutica lesionadora del cerebro” de Moniz y Freeman. Aunque los siquiatras reconocieron todo esto en sus revistas especializadas, en sus pronunciamientos públicos fueron más cautos. Pintaron al electroshock como una terapéutica inocua y dijeron que la pérdida de memorias era pasajera. Los medios de información tomaron la propaganda como ciencia honesta y para 1946 la mitad de las camas de los hospitales estadounidenses eran ocupadas por pacientes siquiátricos, algunos de estos electrochocados. Ese mismo año apareció el libro de Albert Deutsch Shame of the States (La vergüenza de los Estados Unidos) y un artículo de la revista Life con impresionantes fotografíassobre una realidad que el pueblo norteamericano desconocía: los que sucedía en los campos de concentración llamados hospitales siquiátricos. Aunque las imágenes contribuyeron a la reforma de los siquiátricos públicos en Estados Unidos, el siglo XX fue testigo de otras dos revoluciones en siquiatría. Una fue el consorcio entre siquiatras y las multinacionales farmacéuticas; otra, la invención de lobotomías químicas en los 1950. La lobotomía quirúrgica cayó en relativo desuso en favor del uso de neurolépticos: una forma más sutil de control.
Mayo de 1954 es una fecha memorable para los siquiatras. Por vez primera se comercializó un neuroléptico, la clorpromacina (de nombre comercial Thorazine en Estados Unidos y Largactil en México y algunos países de Europa), que revolucionó el tratamiento en la profesión. La primera generación de fenotiazinas de las que surgió la clorpromacina había sido empleada con fines pesticidas en agricultura. Además, por experimentos se sabía que inducía catalepsia en los animales. El neuroléptico era un químico diseñado intencionalmente como neurotoxina, pero millones de recetas de Thorazine fueron prescritas en Estados Unidos. Bajo los efectos de la clorpromacina los pacientes ahora “podían ser movidos como títeres”, y el primer siquiatra que experimentó en Estados Unidos con este neuroléptico dijo que “podría ser un sustituto farmacológico de la lobotomía”.[23] La campaña para venderle Thorazine a la sociedad americana fue tan feroz que los mismos profesionales llamaron “tropas de asalto Thorazine” a los propagandistas de productos de la compañía que los manufacturó.[24]
Esta fue la primera incursión masiva en el mundo de las relaciones públicas realizada por una empresa farmacéutica en un mercado que anteriormente era muy reducido: la psiquiatría institucional. En su primer año de mercado, Smith, Klein and French obtuvo 75 millones de dólares con ese fármaco. El resto, como se dice, es historia.[25]
En 1955 la revista Time le llamó “críticos de torre de marfil” a los profesionales que se oponían a la clorpromacina. Gregory Zilboorg, el mismo siquiatra que tenía en alta estima a los autores del Malleus Maleficarum, dijo que el público estaba siendo engañado y que la droga sólo servía para controlar al paciente internado. Otro médico alzó su voz y dijo que la clorpromacina era más peligrosa que la heroína y la cocaína. Pero la publicidad terminó ahogando la disidencia interna. A mediados de los 1960 más de diez mil artículos médicos se habían escrito sobre la clorpromacina. Hubo campañas en televisión donde se omitía toda mención de los efectos parkinsonianos de la droga, y a las revistas se les pagó sustanciosas sumas si publicaban sus artículos principales sobre el milagroso químico. Time, Fortune y el New York Times fueron algunas de estas prostitutas de las corporaciones farmacéuticas. El uso de neurolépticos tomó la frontera de tratamientos siquiátricos ante los comas de insulina, el electroshock y la lobotomía. En los sesenta la revolución de esta alquimia publicitaria, de pesticidas a antipsicóticos, estaba consumada y la mentalidad del público había sido implantada con el mensaje que eran medicinas “antiesquizofrénicas”: una idea que persiste en la actualidad. Para 1970 ya se habían prescrito 19 millones de recetas de neurolépticos, y no sólo a la gente perturbada. Algunos delincuentes menores de edad y adolescentes rebeldes a quienes se les administró el neuroléptico lo llamaron “jugo zombi”, pero los profesionales contraatacaron introduciendo el eufemismo “tranquilizantes mayores”. A finales de marzo del 2001 en Francia, Alemania, Italia, España, Reino Unido y Estados Unidos la cifra de prescripción de neurolépticos fue de 43 millones. En el caso de niños y adolescentes, un estudio mostró que entre 1987 y 1996 se había duplicado el número de chicos a quienes se les daban. Entre 1996 y 2000 la cifra se multiplicó hasta alcanzar la cifra de uno de cada cincuenta, aunque la franja más importante se produjo en la edad entre los niños de 5 y 9 años.[26] La propaganda con la que las multinacionales infectan a la sociedad civil sobre la “necesidad” de estas neurotoxinas se hace a través de campañas de “educación” a visitadores médicos y consejeros de las escuelas y de padres.
Joe Sharkey, un periodista de temas financieros y autor de Bedlam: greed, profiteering and fraud in a mental health system gone crazy (Bedlam: codicia, acaparamiento y fraude en un sistema de salud mental que se volvió loco), ha denunciado que al final de los 1980 el 25 por ciento de las ganancias pagadas por los seguros médicos fueron a parar a los bolsillos de quienes trabajan en el área de salud mental, en buena medida por el tratamiento siquiátrico de estos adolescentes rebeldes.[27] Lo que es más, desde los 1970, la década en la que Amara y mi madre me asaltaron con el químico, estos profesionales entraron en franca asociación con las compañías de drogas. El consorcio entre los siquiatras y la Big Pharma (las multinacionales farmacéuticas) es tan descarado que todas las conferencias de siquiatría son financiadas por esas corporaciones, y en algunos centros médicos toda la investigación de laboratorio también es financiada por las multinacionales. Estas compañías también financian a las revistas de siquiatría. Además, un estudio de ochocientos artículos de algunas de las más prestigiosas revistas científicas que no se especializan en siquiatría (Science, Nature, Lancet, The New England Journal of Medicine y el Proceedings of the National Academy of Medicine) descubrió que el 34 por ciento de los autores tenían intereses financieros con la Big Pharma. La industria farmacéutica es el mayor patrocinador de la investigación siquiátrica en Estados Unidos, incluyendo la investigación en universidades y facultades de medicina. Se calcula que sólo en 1994 gastó mil y medio millones de dólares en investigación académica.[28] Hay quienes han usado la expresión “Is academic medicine for sale?” (¿Está a la venta la medicina académica?) para describir esta situación.
Esto es fundamental para entender por qué digo que los siquiatras, a pesar de sus impecables credenciales médicas, promulgan una ciencia tendenciosa. Es evidente que el patrocinio de estas compañías le da un sesgo biologicista y pro drogas a la investigación. Los editores de las revistas especializadas son muy cautos a la hora de publicar artículos de aquellos profesionales que critican a la siquiatría biologicista, especialmente si ponen en duda la efectividad de los psicofármacos o si mencionan los terribles efectos de las drogas (como la disquinesia y la distonía tardía que producen los neurolépticos, a las que los médicos eufemísticamente llaman “síntomas extrapiramidales”). Las compañías de drogas gastan enormes sumas en los anuncios que aparecen en las revistas especializadas, y los editores no están dispuestos a ofender a sus patrocinadores con ese tipo de artículos por la amenaza de que retiren la publicidad. La dependencia económica de las revistas con estas compañías da cabida no sólo a la discrecionalidad, sino a que muchos contribuyentes se autocensuren: la peor de las censuras posibles. Como dicen unos profesionales de salud mental:
La industria farmacéutica es la propietaria de los datos obtenidos en los ensayos clínicos que subvenciona, decide qué estudios deben publicarse, elige a los autores, escribe los artículos y los revisa para ofrecer la mejor interpretación posible de los datos.[29]
Por otra parte, es natural que los nuevos profesionales en investigación médica escojan el área del futuro más prometedor, la que financian generosamente las compañías de drogas: ahí es donde se encuentran los fondos para sus carreras. Hay todo un libro sobre el tema, How the pharmaceutical industry bankrolled the unholy marriage between science and business de Linda Marsa (Cómo la industria farmacéutica financió el impío matrimonio entre la ciencia y el negocio), y esta tendencia es mucho más acusada en siquiatría. En una revista siquiátrica hay menor garantía de cientificidad que en otras revistas especializadas. En la profesión ya no se oye hablar, como solía hacerse en los 1950 y 60, de padres abusivos que enloquecen a sus hijos. Los intereses para ocultar esta realidad son enormes.
Por ejemplo, a mediados de los 1990 un analista del mercado farmacéutico afirmó que el mercado norteamericano de neurolépticos, que era de mil millones de dólares, podía crecer a 4.5 mil millones al año. En mayo de 2001 un reporte del Wall Street Journal evaluó al mercado de neurolépticos en 5 mil millones de dólares al año, un crecimiento del quinientos por ciento en un lustro. El total de ventas de neurolépticos en Estados Unidos en 2000 fue de 2.5 mil millones de dólares, y las ventas internacionales llegaron a 6 mil millones ese mismo año. Sólo el neuroléptico Zyprexa le dio utilidades de mil millones de dólares a Eli Lilly en 1998. En 1999/2000 Estados Unidos encabezó el consumo occidental de neurolépticos con el 65 por ciento, Europa le siguió con el 22 por ciento y Latinoamérica con el 2.5 por ciento (no cuento a Rusia, Asia ni a África). Dado que hay mucha gente que quiere controlar a otros en cárceles, asilos, manicomios, correccionales para menores y aun en el hogar, el mercado de estas terribles drogas tiene previsto ventas que podrían aumentar.[30]
Estas cifras son clave para entender a la siquiatría de nuestros días: un Gulag químico.
Enfrentados a un negocio multimillonario que sutilmente ha comprado a los médicos, a las universidades y a los medios, es virtualmente imposible que la sociedad civil vea lo que está sucediendo. Así como en tiempos de Heinroth las acciones políticas se encubrieron con ropaje médico cuando los ideales de la Revolución estaban en el aire, después de la rebelión de los 1960 la siquiatría reaccionó cubriéndose cada vez más con el ropaje de la ciencia dura, el paradigma de nuestros días. En 1999 el profesor Leonard Duhl de la Universidad de California definió a la enfermedad mental y a la pobreza en el más perfecto sentido de los ideólogos del Gran Encierro del siglo XVII: “la incapacidad de tener dominio en los sucesos que afectan la propia vida”.[31]
La consolidación y el agrandamiento del poder siquiátrico continúa en el siglo XXI. El incremento en diez veces del uso de neurolépticos en menores de edad desde mediados de los noventa al primer lustro del nuevo siglo, cosa que se hace con el ardid publicitario de que están “en situación de riesgo”, muestra el cinismo con el que se ha realizado este diseño.
Heinroth fue un gran visionario. Previó que las drogas podrían ser las prisiones del futuro. Aunque no se habían inventado los neurolépticos Heinroth ya hablaba de “medios farmacéuticos de restricción” y de “medios quirúrgicos restrictivos”, adelantándose a la lobotomía que Moniz desarrollaría un siglo más tarde. Desde que en el siglo XIX se dictaran las regulaciones que definirían las políticas que rigen a los siquiátricos del mundo, la expansión del Gulag químico hizo que la hospitalización involuntaria a largo plazo cambiara a la drogadicción involuntaria a largo plazo, que es lo que actualmente está de moda. Los siquiatras, naturalmente, dirían las cosas de otra manera. Dirían que en el tratamiento de las enfermedades mentales el acontecimiento más sobresaliente del siglo XX fue la síntesis de estos medicamentos en los laboratorios. Pero este es uno de los alegatos de avance científico que, analizado de cerca, se descubre falaz. En psicofarmacología no existen las biografías de Juan, de Pedro o de María ni cuando se recetan neurolépticos, ni cuando se recetan antidepresivos, ni cuando se recetan estimulantes, ni cuando se recetan tranquilizantes. No hay personas en psiquiatría biológica —o siquiatría biologicista como prefiero llamarla—, sólo radicales bioquímicos que hay que normalizar mediante otras sustancias químicas. En una época que busca soluciones fáciles para los problemas del mundo no es necesario hurgar en el pasado. Basta con calcular la dosis de las píldoras de la felicidad, sea Prozac o cualquier otra. Esto sucede también con el abuso de drogas ilegales y la única diferencia es que los psicofármacos son legales. Aproximadamente treinta millones de personas han tomado Prozac (fluoxetina), droga a la que revistas como Newsweek le ha hecho propaganda con artículos de portada. La situación apunta cada vez más a los escenarios de El mundo feliz de Aldous Huxley donde, a instancias del Estado, todo ciudadano tomaba la droga llamada soma.
En la profesión médica los factores ambientales que aguijonean nuestras almas han desaparecido del mapa. Si la filosofía de los siquiatras biologicistas estuviera en lo cierto, todas nuestras pasiones, traumas y conflictos, amores y temores son resultado no de nuestros deseos en pugna con el mundo externo, sino de los vaivenes de pequeños polipéptidos en nuestros cuerpos que se transforman en desesperación. En el prefacio de algunas ediciones del DSM se dice que el futuro borrará completamente la “desafortunada” distinción entre el concepto popular de perturbación mental y la enfermedad física. El 1 de enero de 1990 California se convirtió en el primer estado norteamericano en aceptar el principal dogma en siquiatría: que las perturbaciones mentales son, en realidad, enfermedades originadas en disfunciones cerebrales. Por ejemplo, se afirma que un alta de dopamina causa la locura, y una baja de serotonina, la depresión. (Esto me recuerda que para Benjamin Rush, el padre de la siquiatría norteamericana, la locura era causada por una baja de circulación sanguínea en la cabeza.) Dato curioso: a los animales en estado silvestre no les falla la serotonina ni se deprimen. Pero por razones que los siquiatras biologicistas no se explican, a millones de seres humanos nos falla constantemente. La siquiatría biorreduccionista es cualquier cosa en que se hable de supuestas anormalidades biológicas en el cuerpo más bien que en la familia o medio social: como estudiar el trauma no como reacción ante un acto que nos ultraja —digamos, la violación incestuosa a Dora—, sino al lóbulo temporal de la ultrajada, hacia donde se dirige el tratamiento. Las drogas, o el martillazo eléctrico del electroshock, son resultado del axioma médico. El que sólo sabe usar el martillo trata todas las cosas como si fueran clavos.
No caricaturizo a la profesión. En noviembre de 2002 sostuve una larga discusión con el doctor Miguel Pérez de la Mora, un médico experimental de fisiología celular del Departamento de Biofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y director de la Academia Mexicana de Ciencias. En la discusión con Pérez de la Mora me llamó enormemente la atención que, cuando mencioné el estado mental de los judíos en el campo de concentración Auschwitz, mi disputador saltara inmediatamente al tema de la amígdala y el ansia que él estudia en su laboratorio: un ansia entendida de manera estrictamente biológica. En nuestra discusión tardé un buen tiempo en hacerle ver lo obvio al doctor: que la causa de las perturbaciones mentales de los judíos eran las brutalidades del campo nazi. Pero aún concedido este punto Pérez de la Mora añadió —sin pruebas de laboratorio— que sólo aquellos judíos que tenían una predisposición genética podrían haber sido quienes se trastornaron. ¡Para este neurólogo y sus colegas Auschwitz fue un mero “mecanismo disparador” del trastorno de un prisionero cuya biología, presuntamente, ya estaba defectuosa!
Debo aclarar que el concepto de “mecanismo disparador”, “detonador” o “desencadenante” de un supuesto trastorno mental latente es uno de los principales mantras del siquiatra, y ejemplifica lo que he llamado biorreduccionismo. Para el biorreduccionista, la historia de la Alemania nazi, el antisemitismo genocida, los derechos humanos y el trauma psicológico pasan a segundo plano, y lo único que al hombre de ciencia le interesa es el proyecto genoma y la búsqueda del “gen” responsable del trastorno (u otra línea estrictamente biológica). Por ejemplo, la especialidad de Pérez de la Mora es estudiar los trastornos de ansiedad en los laboratorios de la UNAM, y durante nuestra discusión me confesó que la firma que manufactura la droga siquiátrica Valium ha financiado su investigación. Le llamé la atención a Pérez de la Mora que una investigación financiada por las mismas compañías de drogas produce resultados con un claro sesgo biologicista. El eminente científico mexicano me respondió que muy pocas veces los investigadores se venden a las compañías.
La realidad es que la manera como las multinacionales farmacéuticas compran a los científicos es infinitamente más sutil que el soborno directo. Roche, que manufactura Valium, simplemente financia a los profesionales que postulan hipótesis biológicas, y a ningún otro. Jamás Roche o la competencia nos daría un centavo a quienes investigamos el trauma psicológico. Nuestra línea de investigación es una propuesta libertaria que requiere de ingeniería social y cambios en la familia nuclear para evitar el maltrato hacia los niños. Pero en un mundo conservador nadie quiere financiar al investigador que pone en el banquillo de los acusados a los padres. Por ejemplo, ninguna institución financió la investigación para escribir este libro. En cambio, el modelo médico droga al niño maltratado sin promover cambio social alguno: sólo así goza del beneplácito de la sociedad. Si la ansiedad que estudia Pérez de la Mora; o el pánico, la depresión, las adicciones, las fobias, la manía, las obsesiones y las compulsiones son resultado de una biología anormal, el contenido humano y existencial de estas experiencias se vuelve irrelevante.
El pensamiento de nuestra época está siendo confinado a un mundo unidimensional por lo que a salud mental respecta. El biorreduccionismo, la ideología de los médicos con anteojeras que no quieren ver a los lados sociales, es una doctrina cuyo marco conceptual es bastante simple: determinismo y reduccionismo (“Tu biología es tu destino”). Pero como los siquiatras y neurólogos nos presentan esa doctrina con toda su sofisticación científica, el asunto aparentemente es complicado. La siguiente analogía szasziana ilustra lo simple que, en el fondo, la biosiquiatría es.
El médico-brujo primitivo, que intentaba comprender a la Naturaleza en términos humanos, trataba a los objetos como agentes: postura que se conoce como animismo. El médico-brujo moderno, que intenta comprender a la subjetividad del hombre en términos de Naturaleza, trata a los agentes como objetos: postura que se conoce como biorreduccionismo. El hombre primitivo ha sido desmitificado en nuestra era científica. ¿Quien desmitificará a los médicos siquiatras? Hay un reducido grupo de pensadores que puede hacerlo: los que saben distinguir entre ciencia verdadera y falsa.


Texto tomado de aquí.
¿Cómo pa no estar en contra, no? jejejejeje Abrazoooosss!!!!

3 comentarios:

todopsicologia dijo...

Joer macho. Pues ya me has alegrado la vuelta.
Un abrazote.....

Raúl Velasco Sánchez dijo...

Bienvenido crack!!! Espero que cantes con alegría eso de arriverci roma...

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo. Y, en vista de las sentencias de los jueces españoles cuando alguien decide denunciar hechos gravísimos ocurridos en nuestros hospitales y sanatorios psiquiátricos, cabría pensar que los psiquiatras son las únicas personas que tienen licencia para maltratar, torturar y hasta matar a los que tienen la desgracia de caer en sus redes. No hay más que comprobarlo buscando en el CENDOJ. Un abrazo, Raúl.