ARISTÓTELES decía que para obtener un conocimiento verdaderamente  profundo sobre algo es necesario conocer su historia. Para entender lo  que le sucedió al huérfano John Bell (el testimonio de Bell aparece en  otro capítulo de este e-book) es necesario saber cómo fue que surgió la  profesión que lo revictimó. Las siguientes ideas sobre cómo surgió la  profesión siquiátrica provienen de Historia de la locura de Michel Foucault, a quien seguiré de cerca en muchas de sus frases.
En Inglaterra, trescientos años antes de que naciera John Bell apareció el folleto Grievous groan of the poor (Atroces  gemidos de los pobres), en el que se proponía que a los indigentes “se  les destierre y traslade a las tierras recientemente descubiertas de las  Indias orientales”. Esto me recuerda que antes de idear la solución  final del Holocausto Hitler lucubraba con desterrar a los judíos a la  isla de Madagascar. Desde el siglo XIII existía el famoso Bedlam para  lunáticos en Londres, pero en el siglo XVI sólo albergaba a veinte  recluidos. En el siglo XVII, cuando apareció el folleto para desterrar a  los pobres, ya había más de cien prisioneros en el Bedlam. En 1630 el  rey Charles I convocó a una comisión para enfrentar el problema de la  pobreza y la comisión decretó la persecución policíaca de vagabundos,  mendigos “y de todos aquellos que vivan en la ociosidad y que no deseen  trabajar por salarios razonables”.[1] En el siglo XVIII muchos pobres e  indigentes fueron llevados a correccionales y a casas de confinamiento  en las ciudades donde la industrialización había marginado a parte de la  población.
También se fundaron cárceles para los pobres en la Europa  continental. El espíritu del siglo XVII era poner orden en el mundo y,  al erradicarse la lepra, las leproserías medievales que habían quedado  vacías fueron llenadas con los nuevos leprosos: los indigentes. Foucault  le llama a este período “El Gran Encierro” y hace hincapié en el hecho  de que el concepto de enfermedad mental aún no existía.
El aislar al leproso, un verdadero enfermo, había tenido un objetivo  higiénico en el medievo. Pero aislar a los indigentes no tenía tal  objetivo: era un fenómeno nuevo. 1656 fue un año axial en esta política  de limpieza de la basura humana en las calles. El 27 de abril Luis XIV  mandó a construir el Hospital General, un lugar que de hospital sólo  tenía el nombre: ningún médico lo presidía. El artículo 11 del edicto  del rey especificaba a quiénes se encarcelaría: “De todos los sexos,  lugares y edades, de cualquier ciudad y nacimiento y en cualquier estado  en que se encuentren, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes,  curables o incurables”.[2] Se nombraron a directores vitalicios para  dirigir el Hospital General. Su poder absolutista era una calca en  miniatura del poder del rey sol, como se lee en los artículos 12 y 13  del edicto:
Tienen todo poder de autoridad, de dirección, de administración, de comercio, de policía, de jurisdicción, de corrección y de sanción sobre todos los pobres de París, tanto dentro como fuera del Hôpital Général. Para ese efecto los directores tendrían estacas y argollas de suplicio, prisiones y mazmorras, en el dicho hospital y lugares que de él dependan, como ellos lo juzguen conveniente, sin que se puedan apelar las ordenanzas que serán redactadas por los directores para el interior de dicho hospital.[3]
El objetivo de estas medidas draconianas era suprimir a la mendicidad  por decreto. A pocos años de su fundación el Hospital General albergaba  al uno por ciento de la población de París. Había miles de mujeres y  niños en la Salpêtrière, en la Bicêtre y en los demás edificios de un  “Hospital” que no era hospital sino una entidad administrativa que,  paralelamente a los poderes reales y de la policía, reprimía y  custodiaba a los marginados.
El 16 de junio de 1676 otro edicto real establece la fundación de  hospitales generales en cada ciudad del reino. Por toda Francia se abren  este tipo de prisiones y, cien años después, en las vísperas de la  Revolución, existían en treinta y dos ciudades provincianas. El  archipiélago de cárceles para los pobres cubrió a Europa. En los Hôpitaux Généraux de Francia, las Workhouses de Inglaterra y las Zuchthaüsern  de Alemania se encarcelaba a muchachos jóvenes que tenían conflictos  con sus padres; a vagabundos, borrachos, impúdicos y a los “insensatos”.  Estas cárceles no se distinguían de las cárceles comunes. En el siglo  XVIII un inglés se extrañaba de una de las prisiones comunes “en que se  encierra a los idiotas y los insensatos porque no se sabe dónde  confinarlos aparte”.[4] Los llamados alienados se confundían con los  indigentes y a veces era imposible distinguir uno del otro.
En la Edad Media el pecado capital fue la soberbia. Al florecer la  banca durante el Renacimiento se decía que la avaricia era el mayor  pecado. Pero en el siglo XVII, cuando se impone la ética del trabajo no  sólo en los países protestantes sino en los católicos, la pereza —en  realidad: el desempleo— fue el más notorio de los pecados. Una ciudad  donde se proyectaba que cada individuo fuera un engranaje de la máquina  social era el gran sueño burgués. Dentro de este sueño los grupos que no  se integraran a la maquinaria estaban destinados a cargar un estigma.  Los hombres del siglo XVII habían sustituido a la lepra medieval por la  indigencia como el nuevo grupo de exclusión. Es en este marco ideológico  de la indigencia considerada vicio donde va a aparecer el gran concepto  de locura en los siglos XVIII y XIX. Por vez primera en la historia la  locura sería juzgada con la vara de la ética del trabajo. Un mundo donde  rige esta ética rechaza todas las formas de inutilidad. Quien no puede  ganarse el pan transgrede los límites del orden burgués. Aquél o aquélla  que no puede integrarse al grupo debe ser un enajenado o una enajenada.
El edicto de creación del Hospital General es muy claro a este  respecto: considera a “la mendicidad y la ociosidad como fuentes de  todos los desórdenes”.[5] Es muy significativo que “desorden” siga  siendo la palabra que usan los siquiatras. El mismo manual DSM se lee en  inglésDiagnostic and statistical manual of mental disorders y  hay siquiatras que traducen esta última palabra como “desorden” en lugar  de “trastorno”. Como el siglo XVII marca la línea en que se decidió  encerrar a un grupo de seres humanos, sería erróneo creer que la locura  esperó pacientemente por siglos hasta que algunos científicos la  descubrieron y se encargaron de ella. Asimismo, sería erróneo creer que  hubo una mutación espontánea en la que los pobres, inexplicable y  súbitamente, enloquecieron.
Encarcelar a las víctimas de la ciudad fue un fenómeno de dimensiones  europeas. Una vez consumado el Gran Encierro del que habla Foucault,  los censos de la época sobre los prisioneros que no habían roto la ley  dieron cuenta del tipo de gente que eran: ancianos que no podían  cuidarse por sí mismos, epilépticos repudiados por sus familias, gente  deforme, gente con enfermedades venéreas e incluso prisioneros por  cartas del rey. Este fue el procedimiento de encierro más difundido  desde los 1690, y los peticionarios de la lettre de cachet eran  los familiares o los parientes más próximos de quien se encarcelaba. El  caso más sonado de encarcelamiento en la Bastilla por lettre de cachet fue  el de Voltaire. Hubo casos de insensatas o “muchachas incorregibles”  que fueron internadas. “Insensato” era una etiqueta que correspondería  más o menos a lo que en el siglo XIX se llamaría “insanía moral” y que  actualmente equivale al oposicionismo adolescente o “negativismo  desafiante” del DSM. Quisiera ejemplificarlo con un solo caso del siglo  XVIII:
Una mujer de dieciséis años cuyo marido se llama Beaudoin publica abiertamente que jamás amará a su marido, que no hay ley que se lo ordene, que cada quien es libre de disponer de su corazón y de su cuerpo como le plazca, y que es una especie de crimen dar el uno sin el otro.[6]
Aunque la mujer de Beaudoin era considerada insensata o loca, las  etiquetas de entonces para encarcelar no tenían connotación médica  alguna. Las conductas se percibían bajo otro cielo, y el encierro era un  asunto arreglado entre las familias y la autoridad jurídica sin  injerencia médica. Se encerraba al “mendaz”, “ocioso”, “depravado”,  “hechicero”, “imbécil”, “pródigo”, “impedido”, “alquimista”,  “desequilibrado”, “venéreo”, “libertino”, “disipador”, “blasfemo”, “hijo  ingrato”, “padre disipado”, “prostituída” y al “insensato”. En los  registros puede leerse que las fórmulas de internamiento también decían  cosas como “hombre muy malvado y tramposo” o “alegador empedernido”.  Francia tuvo que esperar hasta 1785 para que una orden médica  interviniera en el encierro de toda esta gente: práctica que  posteriormente cobró forma con Pinel. Como dije, del apartarse de la  norma social surgiría el gran tema de la locura en el siglo XIX, como  veremos al hablar de Tocqueville y John Stuart Mill al final de este  libro. Es a partir de aquí de donde debemos entender la ulterior  clasificación de Kraepelin, Bleuler y del DSM de los siglos XX y XXI.
En nuestro siglo hay siquiatras que dicen abiertamente que “el  suicidio es un desorden cerebral”: un pronunciamiento descaradamente  seudocientífico. En el siglo XVII el “homicida de sí mismo” era un  criminal “lesa majestad divina” y en los registros de internamiento de  suicidas que fallaron en cumplir sus objetivos se lee: “ha querido  deshacerse”. Es a ellos a quienes se les aplicaron por vez primera los  instrumentos de tortura que luego usarían los siquiatras del siglo XIX:  jaulas con tapa abierta para la cabeza y armarios que encerraban al  sujeto hasta el cuello. La transformación de un juicio abiertamente  religioso (“crimen lesa majestad divina”) al reino de la medicina  (“desorden cerebral”) fue paulatina. Lo que ahora se considera  enfermedad biomédica en los siglos XVII y XVIII se entendía como  conducta extravagante, impía o que ponía en peligro el prestigio de una  familia.
En el siglo XVII por primera vez en la historia se obliga a vivir  bajo un mismo techo a personas muy distintas entre sí. Ninguna de las  culturas anteriores había hecho algo parecido ni habían visto  similitudes entre ese tipo de gente (venéreos, insensatos, blasfemos,  hijos ingratos, hechiceros, prostituídas, etcétera). Que detrás del  encierro había un juicio moralista se descubre en el hecho que se  encerraba a quienes padecían enfermedades venéreas, el gran mal de la  época, sólo si contrajeron la enfermedad fuera del matrimonio. Las  mujeres a quienes las infectaba el marido no corrían riesgo de ser  llevadas al Hospital General de París. Asimismo, los homosexuales,  llamados peyorativamente sodomitas, fueron encerrados en los hospitales o  casas de detención. De hecho, cualquier individuo que causara un  escándalo público era reo de detención y encierro. La familia, y más  específicamente la familia burguesa con sus exigencias de guardar las  apariencias, se convirtió en la regla que definió el encierro de algunos  de sus miembros. Este fue el momento en que se pactarían las oscuras  alianzas entre padres y siquiatras que darían luz a la profesión del  doctor Amara. La siquiatría tendría un fácil parto con la gestación del  par de siglos que transcurren desde el Gran Encierro del XVII. Los  orígenes de la siquiatría pueden rastrearse a ese siglo de intolerancia.
El encierro de la gente que no rompía la ley continuó a lo largo del  siglo XVIII, y a finales del siglo las casas de internamiento estaban  llenas de “blasfemos”. La Inquisición medieval había tenido fuerza en el  sur de Francia, pero una vez abolida la sociedad encontró una manera  legal de controlar a los individuos que se salían de línea. Es conocido  el caso de un hombre en Saint-Lazare que fue encerrado por no querer  arrodillarse en los momentos más solemnes de la misa. Esta estrategia  también fue practicada un siglo antes. En el siglo XVII los incrédulos  fueron considerados “libertinos”. Bonaventure Forcroy escribió una  biografía de Apolonio de Tiana, un contemporáneo de Jesús a quien se le  adjudicaron milagros, y mostró con este paradigma que las historias  evangélicas también podían haber sido ficticias. Forcroy fue acusado de  “libertinaje” y encerrado en Saint-Lazare.
El encarcelamiento de los parias e indeseables fue un acontecimiento  cultural que puede rastrearse a un momento específico en la larga  historia de intolerancia de la Europa posrenacentista y posreformista.  Los valores del hombre occidental fueron moldeados en los siglos XVII y  XVIII, los cuales continúan determinando la manera como vemos el mundo.
Hasta aquí he citado y parafraseado a Foucault.
A FINALES del siglo XVIII no existía la siquiatría como especialidad  médica. La palabra “siquiatría” la acuñó Johann Reil en 1808. La nueva  profesión dio por cierto un postulado que tenía raíces en la medicina de  la Grecia antigua. Un postulado es una proposición que se admite sin  pruebas. El postulado plataforma de la nueva profesión es suponer el  origen orgánico de las perturbaciones psíquicas. Este postulado elevado a  axioma e incluso a dogma evitó que se introdujera la subjetividad en el  estudio de las perturbaciones mentales.
Como vimos al hablar de John Modrow, la realidad es lo diametralmente  opuesto. Sólo introduciendo la subjetividad de un alma en pena, y  rechazando la hipótesis orgánica, es posible entender qué diablos sucede  en los adentros de quienes se trastornan. La objetividad en cuestiones del mundo interno de un sujeto es  tan imposible como el caso opuesto: abordar al mundo empírico a la  manera de filósofos como Platón, quien desde su Olimpo idealista  despreciaba el estudio práctico de la naturaleza. Este colosal error le  costó a la cultura griega su ascendencia, así como el error antípoda de  reducir las humanidades a la ciencia está extraviando a nuestra  civilización. Es simplemente un “error categorial” querer entender al  trauma psicológico en base a la neurociencia, como es un error  posmodernista querer entender al mundo empírico, digamos la astronomía,  en base al discurso social. Los filósofos posmodernistas y los  siquiatras representan dos intentos simétricos, aunque diametralmente  opuestos, de ideologías extremas. Unos quieren reducir la ciencia a las  humanidades; otros, las humanidades a la ciencia: y ninguno respeta al  otro como un campo separado e intrínsecamente legítimo. En otro lugar  profundizaré sobre estos dos errores antitéticos.
El nacimiento de la siquiatría moderna ocurre cuando el marginado  sale de jurisdicción de las casas de confinamiento de Francia y del  resto de Europa para quedar a cargo de la institución médica. En la  profesión del siglo XXI, con todo su armamento de genética, neurología y  taxonomía nosológica, es imposible ver qué es la siquiatría en su raíz.  Pero en el libro de Johann Christian Heinroth Lehrbuch der Störungen des Seelenlebens(Libro  de texto sobre las perturbaciones de la vida mental), publicado en  1818, pueden verse los fundamentos de la siquiatría sin cortina de humo  seudocientífica que los oculte. Siguiendo la tradición de los siglos  XVII y XVIII Heinroth usó la expresión “enfermedad mental” y la definió  como “egoísmo” o “pecado”: términos que usó indistintamente. Heinroth no  sólo equiparó el concepto cristiano de pecado con el de enfermedad  mental. Aunque consideraba a la enfermedad mental un defecto ético, la  gran innovación de Heinroth fue que la trató con procedimientos médicos.
¿Cómo dio Heinroth este salto conceptual? O preguntado de otro modo:  ¿por qué los encargados de reencauzar al rebaño a las ovejas  descarriadas habrían de ser los médicos? Este giro no estaba contemplado  en los planos de los arquitectos del Gran Encierro del siglo XVII. Una  vez que la Inquisición fue oficialmente abolida Heinroth mismo se  pregunta quién sería el nuevo controlador social: “¿Debe ser tarea del  doctor, o quizá de un clérigo, o de un filósofo, o de un educador?”[7]
La tarea recayó, finalmente, en el médico. Presumiblemente esto se  debió a que, como el médico trata directamente con el físico de los  seres humanos, era más fácil encubrir la violencia física en la  profesión médica que en las otras. En tiempos en que los ideales de la  Revolución francesa estaban aún en el aire la sociedad civil habría  sospechado del clérigo o del filósofo que tuviera jurisdicción sobre  cuerpos ajenos. Pero no del médico.
Para que la gente aceptara al nuevo inquisidor había, además, que  literalizar la metáfora central de la profesión. Originalmente  “enfermedad mental” era entendida como una mera metáfora de aquello que  en siglos anteriores se había llamado “sinrazón”, como el caso de los  “insensatos”. Al asumir el médico la responsabilidad de ocupar el papel  que ocupaban los funcionarios de las casas de confinamiento, Heinroth  dio por sentado que el egoísmo y el pecado que trataba eran entidades  médicas: algo como decir que los “virus” que infectan nuestras PCs no  son metáfora de programas subversivos, sino microorganismos.
La literalización de la metáfora “enfermedad mental” en una auténtica  enfermedad no habría sido posible si Heinroth y muchos otros siquiatras  no hubieran contado con la sanción social. El siglo XIX fue el más  burgués de los últimos siglos, y las fuerzas sociales que impulsaron a  los pudientes a encerrar a los indeseables aún estaban en auge, mayor  incluso, que en la época en que Heinroth nació. La única manera de  entender a Heinroth y a su filosofía del martillo es dejarlo hablar. He  tomado los siguientes párrafos de un estudio de Szasz. El primer párrafo  está sacado de Medicina Psychica Politica (Medicina psico-política): título que ilustra perfectamente cómo en sus orígenes los siquiatras no hablaban en nuevahabla,  sino en lengua franca. Heinroth escribió: “Compete al Estado cuidar de  las personas que están perturbadas mentalmente cuando son una carga para  la comunidad o representan un peligro público; el alojamiento, la cura y  el cuidado de tales individuos es un deber político”. ¿Y quiénes están  “perturbados mentalmente”?
Quienes menos merecen la libertad, es decir los manici [maníacos], son los que aman más la libertad; y mientras más se les deje libres para realizar sus actividades perversas, incluso dentro de una cámara de Autenreith, no puede pensarse en su recuperación.[8]
La cámara de Autenreith y la máscara del mismo nombre eran aparatos  de tortura sobre los que él mismo nos explica su funcionamiento.
La experiencia nos ha mostrado que dentro del saco el paciente corre el peligro de asfixiarse y ser víctima de convulsiones [...]. [En la silla de confinamiento] el paciente puede permanecer continuamente atado en la silla durante semanas, sin incurrir en el menor daño corporal. [La pera es un] pedazo de madera dura, con la forma y dimensiones de una pera de tamaño mediano; tiene una barra atravesada con tiras que pueden atarse a la nuca del paciente. Como la cavidad bucal del paciente queda más o menos llena por este instrumento, el paciente no puede articular sonido; pero sí puede gritar sordamente.[9]
Heinroth articuló algunos mandamientos que deben guiar al siquiatra:  “Primero, ser dueño de la situación. Segundo, ser dueño del  paciente”.[10] Szasz comenta que en estas frases la siquiatría aparece  al desnudo como lo que fue y continúa siendo hoy día: subyugación,  esclavización y control de un ser humano por otro; y comenta además que  los siquiatras contemporáneos, aunque hacen cosas similares, no hablan  con franqueza como solía hablarse en tiempos de Heinroth. No obstante,  Heinroth entendió desde el principio que en su profesión había que  disimular las cámaras de tortura y el control social como una acción  hospitalaria, por lo que recomendó: “Debe asegurarse una seguridad  perfecta, debe evitarse toda apariencia de prisión”, situación que  persiste en la actualidad. 
En España, por ejemplo, algunos siquiátricos modernos han cambiado  las rejas en las ventanas por unas persianas externas: unas láminas  cosméticas, aunque rígidas, que cumplen la función de barrotes  carcelarios. Análogamente, en México el Instituto Nacional de Neurología  es un hospital aparentemente decoroso. Jamás pude entrevistar a las  autoridades del Instituto Nacional de Neurología, llamado abreviadamente  Neurología en la Ciudad de México. Pero Carlos Díaz Jasso, de sesenta  años de edad, estuvo internado en el pabellón nuevo del instituto del 16  de marzo al 22 de abril de 2004, y me proporcionó alguna información.  Con síntomas de su muy visible temblorín de manos (disquinesia tardía)  debido a la droga Zyprexa que le administraron en Neurología, Díaz Jasso  me contó que le impresionó que dos internos adolescentes se rebelaran.  Fueron reprimidos por cuatro camilleros treintones de complexión robusta  y luego por otros tres más. Díaz Jasso sólo oyó los sonidos de una  golpiza pero, por precaución, no se asomó al aula. Posteriormente vio la  entrada del aula cubierta de manchas de sangre, y cuenta que los  adolescentes insurrectos fueron amarrados con correas por las cuatro  extremidades. Como otros hospitales, lo que sucede en los pabellones  contrasta fuertemente con la imagen que se le vende al público; por  ejemplo, con el jardín tan esmeradamente cuidado que Neurología ostenta a  las visitas.
La fachada de jardines siquiátricos de nuestro siglo sigue las  regulaciones decimonónicas. Sobre lo que sucede detrás de la fachada,  según Heinroth, el hospital—:
Debe tener una sección especial de baños, con toda clase de baños, duchas y tinas de inmersión. También debe tener una habitación especial correctiva y de castigo con todo el equipo necesario, incluyendo un resorte Cox (o aún mejor, una máquina de rotación), una rueda voladora de Reils, poleas, silla de castigo, celda de Langermann, etc. [...]. Pero el maestro y amo principal es el médico. Sus instrumentos alcanzan a todos.[11]
He aquí otras palabras de este médico que vivió un siglo antes de Orwell:
El médico de la psique se le aparece al paciente como su ayudante y salvador, como padre y benefactor, como amigo compasivo, como maestro amigable pero también como juez que sopesa evidencias, juzga y ejecuta la sentencia: al mismo tiempo parece ser el Dios visible para el paciente.[12]
Heinroth parece un híbrido entre el O’Brien orwelliano y un hombre de  la historia real del que fue contemporáneo: Sade. El que algunos  siquiatras vean en Heinroth a uno de los fundadores de la siquiatría  moderna y precursor de Bleuler, habla por sí solo y no necesita  comentarios.
GRACIAS A Heinroth y a otros apologistas de la violencia médica, a  mediados del siglo XIX la metáfora “enfermedad mental” fue reconocida  como una enfermedad auténtica. En Inglaterra el parlamento le dio a la  fraternidad médica el derecho exclusivo para tratar a la nueva  enfermedad descubierta. Las primeras revistas especializadas en  siquiatría comenzaron a aparecer. La American Journal of Psychiatry, que originalmente se llamaba American Journal of Insanity y  cuyo primer número apareció en 1844, desde sus inicios publicó datos  que ahora se sabe que son fraudulentos.[13] A lo largo del siglo XIX  incontables mujeres “insensatas” como Hersilie Rouy y Julie La Roche  fueron encarceladas por sus padres y esposos; y los siquiatras  resistieron los intentos de inspección de sus “asilos”, como se les  llamaba entonces, porque interfería con la autonomía médica. Muchos  médicos trataron de obtener importantes puestos en los asilos.
La profesión siquiátrica, en su versión moderna, había nacido.
En el siglo XX la profesión siquiátrica consolidó su poder y  prestigio en la sociedad. La terminología se refinó y para el ciudadano  común se hizo imposible ver a la siquiatría al desnudo. Algunos sádicos  como Heinroth se convirtieron en “psiquiatras”; sus torturas en  “tratamientos”; los marginados sociales en “pacientes”; los asilos en  “hospitales”, y la demencia precoz en “esquizofrenia”. Antes de la  creación de la nuevahabla a los asilos se les llamaba adecuadamente Poorhouses (Casas  para los pobres). Antes de que se diseñaran drogas para inducir estados  tortuosos, Kraepelin y Bleuler usaban otros métodos de subyugación. En  1911 este último experimentó con un medicamento particularmente  repugnante que provocaba vómito sangrante, pero al menos Bleuler confesó  con una franqueza que ya no se ve en la siquiatría de hoy día: “Su  conducta mejora. Desde el punto de vista ético, no puedo recomendar este  método”.[14] De manera similar, en 1913 Kraepelin solía inyectar  nucleinato de sodio para causar fiebre en sus pacientes, quienes “se  vuelven más dóciles y obedecen las órdenes de los médicos”.[15]
La gran revolución en siquiatría moderna ocurrió en la década de los  1930. Anteriormente, con sus instrumentos Heinroth y sus colegas habían  asaltado el cuerpo de los ciudadanos a controlar. Pero en los treinta el  asalto al cuerpo fue abandonado por un método más eficaz: asaltar  directamente al cerebro. Se introdujo el shock de Metrazol, el shock de  insulina y el electroshock a sabiendas de que mataba células cerebrales.
El pentilenetetrazol (de nombre comercial Metrazol en Norteamérica y  Cardiazol en Europa) causa una gran reacción en las víctimas. Éstas  sufrían convulsiones tan violentas que frecuentemente se rompían los  dientes, los huesos y la columna vertebral. El shock de Metrazol era tan  devastador para el cerebro que, una vez pasado su efecto, algunos  sufrían estados regresivos y actuaban como bebés; jugaban con sus heces,  se masturbaban y querían que las enfermeras los mimaran. Cuando  recuperaban sus cabales rogaban “en nombre de la humanidad” que no les  volvieran a inyectar Metrazol, droga que subyugaba incluso a los  militares duros. Pero para 1939 era común usar Metrazol en la mayoría de  los hospitales de Estados Unidos, lo que significó que en esos tiempos  un internado solía recibir varias inyecciones.
El New York Times, Harper’s, Time y hasta el Reader’s Digest se  unieron al coro de alabanzas sobre un tratamiento siquiátrico similar:  el shock de insulina, que también producía convulsiones espantosas. Un  articulista de Time escribió que mientras el paciente desciende  en el coma “grita, brama, le da rienda suelta a sus temores y  obsesiones ocultos y le abre de par en par su mente a los siquiatras”.  Increíblemente, los sicoanalistas interpretaron las quejas de las  víctimas a favor de sus colegas. En un encuentro de la Asociación  Psiquiátrica Americana Roy Grinker interpretó que “el paciente  experimenta el tratamiento como un ataque y castigo sádico que satisface  su sensación inconsciente de culpa”.[16] Robert Whitaker, autor de un  estudio sobre la siquiatría estadounidense, le llama a los primeros  cincuenta años del siglo XX “la época más oscura” en la historia de la  siquiatría. 1935 marcó el nacimiento de la lobotomía. Egas Moniz, un  siquiatra portugués, había iniciado sus experimentos usando alcohol para  destruir el tejido cerebral de los lóbulos frontales, pero cambió de  método al cercenarlos directamente con un escalpelo. Su primera  conejillo de indias fue una prostituta, y tres meses más tarde ya había  lobotomizado a veinte personas; cada vez atreviéndose a cercenar más  tejido cerebral de sus víctimas. Según Moniz “para curar a estos  pacientes debemos destruir la disposición más o menos establecida de las  conexiones celulares que existen en el cerebro”.[17] El trabajo de  Moniz condujo a una explosión de lobotomías en occidente, especialmente  en Estados Unidos, pero también en el Reino Unido, Italia, Rumania,  Brasil, Cuba y eventualmente en México.
En 1941 Walter Freeman, el neurocirujano a quien cité al hablar de Victor Frankl, le llamaba a esta práctica brain-damaging therapeutics(terapéutica lesionadora del cerebro).[18] Al menos debemos darle crédito a Freeman que no se expresó en nuevahabla,  sino en la lengua franca de Heinroth: reconoció que la lobotomía daña  al cerebro. Pero en esa década la academia sueca le otorgó a Moniz el  Premio Nobel en medicina y los medios se mostraron entusiastas con la  novedosa terapia, incluyendo New York Times, Time y Newsweek. Una editorial del New York Timescelebró  que los lobotomizados que habían querido suicidarse antes de la  operación “ahora encontrarían la vida aceptable”.[19] Con tal respaldo  social se practicaron decenas de miles de lobotomías en los años  cuarenta y cincuenta. Se creía que los jóvenes universitarios que tenían  problemas emocionales, e incluso los niños problema, eran candidatos  ideales para la lobotomía de Freeman.
En Mad in America Whitaker menciona cuáles eran los efectos  de esta operación radical. A una mujer lobotomizada se le describió como  “gorda, tonta y sonriente”. Aunque había sido de alcurnia, otra mujer  que sufrió la operación defecaba en un basurero. Los pacientes  lobotomizados agarraban la comida del plato del vecino, o vomitaban en  la sopa y seguían comiendo. Unos no se levantaban de la cama a menos que  un familiar se los ordenara, y era común que se orinaran allí. Otros se  quedaban viendo a la calle por la ventana. Quienes habían tenido  empleos con anterioridad a la operación, vivían como zánganos. Era  posible insultarlos y obtener como respuesta una sonrisa. Algunos se  refirieron a la lobotomía como “una infancia quirúrgicamente inducida”, y  ya podrá imaginarse la carga que representó para las familias  mantenerlos. Pero Freeman y su ayudante Watts tenían una visión más  positiva de las cosas. Escribieron que el paciente lobotomizado podría  considerarse “una mascota doméstica”.[20] Los reportes de las revistas  científicas también pintaron las cosas de manera favorable para la  profesión médica. El lenguaje de la ciencia pretende ser neutral,  apolítico y aemocional. No esgrime juicios de valor: lo diametralmente  opuesto a lo que hago en este libro. En la literatura donde abundan las  gráficas y las cifras es fácil escribir artículos donde la tragedia que  dejó este sendero de humanos semivegetales no fuera percibida como un  crimen.
La “terapéutica lesionadora del cerebro” de Moniz y Freeman perdió  auge en los 1960 y 70. En la actualidad es difícil saber cuántas  lobotomías se hacen en el mundo cada año. Según un artículo en defensa  de la psicocirugía que apareció en Psychology today en  marzo/abril de 1992, a principios de los noventa se hacían “cuando menos  de 200 a 300 psicocirugías abiertamente declaradas cada año”. De hecho,  en el nuevo siglo “unos cuantos médicos aún promueven la psicocirugía  para problemas emocionales severos y en algunos estados de Estados  Unidos se han formado consejos especiales para revisar todas las  propuestas de estas operaciones”.[21] No obstante, aunque la lobotomía  cayó en relativo desuso, el electroshock sigue siendo una práctica  siquiátrica estándar en la profesión del siglo XXI.
El electroshock fue desarrollado en 1938, inspirado en un rastro de  Roma donde los cerdos eran electrochocados para que fuera más fácil  rebanarles el pescuezo. Un siquiatra, Ugo Cerletti, había estado  experimentando con choques eléctricos en perros, poniéndole a un perro  electrodos en el hocico y en el ano. La mitad de los animales morían por  paro cardiaco. Después de ver a los puercos electrochocados Cerletti  decidió usarlo en seres humanos. El primer conejillo de indias de  Cerletti fue un indigente que vagaba en la estación de trenes en Roma.  Poco después, en 1940, el electroshock era admitido al otro lado del  Atlántico. Manfred Sakel, quien introdujo el shock insulínico en la  praxis médica, comparó su técnica con el electroshock y comentó sobre  este último: “mientras más fuerte sea la amnesia, más severo debió haber  sido el daño a las células cerebrales”.[22] Esta era otra forma de la  “terapéutica lesionadora del cerebro” de Moniz y Freeman. Aunque los  siquiatras reconocieron todo esto en sus revistas especializadas, en sus  pronunciamientos públicos fueron más cautos. Pintaron al electroshock  como una terapéutica inocua y dijeron que la pérdida de memorias era  pasajera. Los medios de información tomaron la propaganda como ciencia  honesta y para 1946 la mitad de las camas de los hospitales  estadounidenses eran ocupadas por pacientes siquiátricos, algunos de  estos electrochocados. Ese mismo año apareció el libro de Albert Deutsch  Shame of the States (La vergüenza de los Estados Unidos) y un artículo de la revista Life  con impresionantes fotografíassobre una realidad que el pueblo  norteamericano desconocía: los que sucedía en los campos de  concentración llamados hospitales siquiátricos. Aunque las imágenes  contribuyeron a la reforma de los siquiátricos públicos en Estados  Unidos, el siglo XX fue testigo de otras dos revoluciones en siquiatría.  Una fue el consorcio entre siquiatras y las multinacionales  farmacéuticas; otra, la invención de lobotomías químicas en los 1950. La  lobotomía quirúrgica cayó en relativo desuso en favor del uso de  neurolépticos: una forma más sutil de control.
Mayo de 1954 es una fecha memorable para los siquiatras. Por vez  primera se comercializó un neuroléptico, la clorpromacina (de nombre  comercial Thorazine en Estados Unidos y Largactil en México y algunos  países de Europa), que revolucionó el tratamiento en la profesión. La  primera generación de fenotiazinas de las que surgió la clorpromacina  había sido empleada con fines pesticidas en agricultura. Además, por  experimentos se sabía que inducía catalepsia en los animales. El  neuroléptico era un químico diseñado intencionalmente como  neurotoxina, pero millones de recetas de Thorazine fueron prescritas en  Estados Unidos. Bajo los efectos de la clorpromacina los pacientes ahora  “podían ser movidos como títeres”, y el primer siquiatra que  experimentó en Estados Unidos con este neuroléptico dijo que “podría ser  un sustituto farmacológico de la lobotomía”.[23] La campaña para  venderle Thorazine a la sociedad americana fue tan feroz que los mismos  profesionales llamaron “tropas de asalto Thorazine” a los propagandistas  de productos de la compañía que los manufacturó.[24]
Esta fue la primera incursión masiva en el mundo de las relaciones  públicas realizada por una empresa farmacéutica en un mercado que  anteriormente era muy reducido: la psiquiatría institucional. En su  primer año de mercado, Smith, Klein and French obtuvo 75 millones de  dólares con ese fármaco. El resto, como se dice, es historia.[25]
En 1955 la revista Time le llamó “críticos de torre de  marfil” a los profesionales que se oponían a la clorpromacina. Gregory  Zilboorg, el mismo siquiatra que tenía en alta estima a los autores del Malleus Maleficarum,  dijo que el público estaba siendo engañado y que la droga sólo servía  para controlar al paciente internado. Otro médico alzó su voz y dijo que  la clorpromacina era más peligrosa que la heroína y la cocaína. Pero la  publicidad terminó ahogando la disidencia interna. A mediados de los  1960 más de diez mil artículos médicos se habían escrito sobre la  clorpromacina. Hubo campañas en televisión donde se omitía toda mención  de los efectos parkinsonianos de la droga, y a las revistas se les pagó  sustanciosas sumas si publicaban sus artículos principales sobre el  milagroso químico. Time, Fortune y el New York Times fueron  algunas de estas prostitutas de las corporaciones farmacéuticas. El uso  de neurolépticos tomó la frontera de tratamientos siquiátricos ante los  comas de insulina, el electroshock y la lobotomía. En los sesenta la  revolución de esta alquimia publicitaria, de pesticidas a  antipsicóticos, estaba consumada y la mentalidad del público había sido  implantada con el mensaje que eran medicinas “antiesquizofrénicas”: una  idea que persiste en la actualidad. Para 1970 ya se habían prescrito 19  millones de recetas de neurolépticos, y no sólo a la gente perturbada.  Algunos delincuentes menores de edad y adolescentes rebeldes a quienes  se les administró el neuroléptico lo llamaron “jugo zombi”, pero los  profesionales contraatacaron introduciendo el eufemismo “tranquilizantes  mayores”.  A finales de marzo del 2001 en Francia, Alemania, Italia,  España, Reino Unido y Estados Unidos la cifra de prescripción de  neurolépticos fue de 43 millones. En el caso de niños y adolescentes, un  estudio mostró que entre 1987 y 1996 se había duplicado el número de  chicos a quienes se les daban. Entre 1996 y 2000 la cifra se multiplicó  hasta alcanzar la cifra de uno de cada cincuenta, aunque la franja más  importante se produjo en la edad entre los niños de 5 y 9 años.[26] La  propaganda con la que las multinacionales infectan a la sociedad civil  sobre la “necesidad” de estas neurotoxinas se hace a través de campañas  de “educación” a visitadores médicos y consejeros de las escuelas y de  padres.
Joe Sharkey, un periodista de temas financieros y autor de Bedlam: greed, profiteering and fraud in a mental health system gone crazy (Bedlam:  codicia, acaparamiento y fraude en un sistema de salud mental que se  volvió loco), ha denunciado que al final de los 1980 el 25 por ciento de  las ganancias pagadas por los seguros médicos fueron a parar a los  bolsillos de quienes trabajan en el área de salud mental, en buena  medida por el tratamiento siquiátrico de estos adolescentes  rebeldes.[27] Lo que es más, desde los 1970, la década en la que Amara y  mi madre me asaltaron con el químico, estos profesionales entraron en  franca asociación con las compañías de drogas. El consorcio entre los  siquiatras y la Big Pharma (las multinacionales farmacéuticas) es tan  descarado que todas las conferencias de siquiatría son financiadas por esas corporaciones, y  en algunos centros médicos toda la investigación de laboratorio también  es financiada por las multinacionales. Estas compañías también financian a las revistas de siquiatría.  Además, un estudio de ochocientos artículos de algunas de las más  prestigiosas revistas científicas que no se especializan en siquiatría (Science, Nature, Lancet, The New England Journal of Medicine y el Proceedings of the National Academy of Medicine)  descubrió que el 34 por ciento de los autores tenían intereses  financieros con la Big Pharma. La industria farmacéutica es el mayor  patrocinador de la investigación siquiátrica en Estados Unidos,  incluyendo la investigación en universidades y facultades de medicina.  Se calcula que sólo en 1994 gastó mil y medio millones de dólares en  investigación académica.[28] Hay quienes han usado la expresión “Is academic medicine for sale?” (¿Está a la venta la medicina académica?) para describir esta situación.
Esto es fundamental para entender por qué digo que los siquiatras, a  pesar de sus impecables credenciales médicas, promulgan una ciencia  tendenciosa. Es evidente que el patrocinio de estas compañías le da un  sesgo biologicista y pro drogas a la investigación. Los editores de las  revistas especializadas son muy cautos a la hora de publicar artículos  de aquellos profesionales que critican a la siquiatría biologicista,  especialmente si ponen en duda la efectividad de los psicofármacos o si  mencionan los terribles efectos de las drogas (como la disquinesia y la  distonía tardía que producen los neurolépticos, a las que los médicos  eufemísticamente llaman “síntomas extrapiramidales”). Las compañías de  drogas gastan enormes sumas en los anuncios que aparecen en las revistas  especializadas, y los editores no están dispuestos a ofender a sus  patrocinadores con ese tipo de artículos por la amenaza de que retiren  la publicidad. La dependencia económica de las revistas con estas  compañías da cabida no sólo a la discrecionalidad, sino a que muchos  contribuyentes se autocensuren: la peor de las censuras posibles. Como  dicen unos profesionales de salud mental:
La industria farmacéutica es la propietaria de los datos obtenidos en los ensayos clínicos que subvenciona, decide qué estudios deben publicarse, elige a los autores, escribe los artículos y los revisa para ofrecer la mejor interpretación posible de los datos.[29]
Por otra parte, es natural que los nuevos profesionales en  investigación médica escojan el área del futuro más prometedor, la que  financian generosamente las compañías de drogas: ahí es donde se  encuentran los fondos para sus carreras. Hay todo un libro sobre el  tema, How the pharmaceutical industry bankrolled the unholy marriage between science and business de  Linda Marsa (Cómo la industria farmacéutica financió el impío  matrimonio entre la ciencia y el negocio), y esta tendencia es mucho más  acusada en siquiatría. En una revista siquiátrica hay menor garantía de  cientificidad que en otras revistas especializadas. En la profesión ya  no se oye hablar, como solía hacerse en los 1950 y 60, de padres  abusivos que enloquecen a sus hijos. Los intereses para ocultar esta  realidad son enormes.
Por ejemplo, a mediados de los 1990 un analista del mercado  farmacéutico afirmó que el mercado norteamericano de neurolépticos, que  era de mil millones de dólares, podía crecer a 4.5 mil millones al año.  En mayo de 2001 un reporte del Wall Street Journal evaluó al  mercado de neurolépticos en 5 mil millones de dólares al año, un  crecimiento del quinientos por ciento en un lustro. El total de ventas  de neurolépticos en Estados Unidos en 2000 fue de 2.5 mil millones de  dólares, y las ventas internacionales llegaron a 6 mil millones ese  mismo año. Sólo el neuroléptico Zyprexa le dio utilidades de mil  millones de dólares a Eli Lilly en 1998. En 1999/2000 Estados Unidos  encabezó el consumo occidental de neurolépticos con el 65 por ciento,  Europa le siguió con el 22 por ciento y Latinoamérica con el 2.5 por  ciento (no cuento a Rusia, Asia ni a África). Dado que hay mucha gente  que quiere controlar a otros en cárceles, asilos, manicomios,  correccionales para menores y aun en el hogar, el mercado de estas  terribles drogas tiene previsto ventas que podrían aumentar.[30]
Estas cifras son clave para entender a la siquiatría de nuestros días: un Gulag químico. 
Enfrentados a un negocio multimillonario que sutilmente ha comprado a  los médicos, a las universidades y a los medios, es virtualmente  imposible que la sociedad civil vea lo que está sucediendo. Así como en  tiempos de Heinroth las acciones políticas se encubrieron con ropaje  médico cuando los ideales de la Revolución estaban en el aire, después  de la rebelión de los 1960 la siquiatría reaccionó cubriéndose cada vez  más con el ropaje de la ciencia dura, el paradigma de nuestros días. En  1999 el profesor Leonard Duhl de la Universidad de California definió a  la enfermedad mental y a la pobreza en el más perfecto sentido de los  ideólogos del Gran Encierro del siglo XVII: “la incapacidad de tener  dominio en los sucesos que afectan la propia vida”.[31]
La consolidación y el agrandamiento del poder siquiátrico continúa en  el siglo XXI. El incremento en diez veces del uso de neurolépticos en  menores de edad desde mediados de los noventa al primer lustro del nuevo  siglo, cosa que se hace con el ardid publicitario de que están “en  situación de riesgo”, muestra el cinismo con el que se ha realizado este  diseño. 
Heinroth fue un gran visionario. Previó que las drogas podrían ser  las prisiones del futuro. Aunque no se habían inventado los  neurolépticos Heinroth ya hablaba de “medios farmacéuticos de  restricción” y de “medios quirúrgicos restrictivos”, adelantándose a la  lobotomía que Moniz desarrollaría un siglo más tarde. Desde que en el  siglo XIX se dictaran las regulaciones que definirían las políticas que  rigen a los siquiátricos del mundo, la expansión del Gulag químico hizo  que la hospitalización involuntaria a largo plazo cambiara a la  drogadicción involuntaria a largo plazo, que es lo que actualmente está  de moda. Los siquiatras, naturalmente, dirían las cosas de otra manera.  Dirían que en el tratamiento de las enfermedades mentales el  acontecimiento más sobresaliente del siglo XX fue la síntesis de estos  medicamentos en los laboratorios. Pero este es uno de los alegatos de  avance científico que, analizado de cerca, se descubre falaz. En  psicofarmacología no existen las biografías de Juan, de Pedro o de María  ni cuando se recetan neurolépticos, ni cuando se recetan  antidepresivos, ni cuando se recetan estimulantes, ni cuando se recetan  tranquilizantes. No hay personas en psiquiatría biológica —o siquiatría  biologicista como prefiero llamarla—, sólo radicales bioquímicos que hay  que normalizar mediante otras sustancias químicas. En una época que  busca soluciones fáciles para los problemas del mundo no es necesario  hurgar en el pasado. Basta con calcular la dosis de las píldoras de la  felicidad, sea Prozac o cualquier otra. Esto sucede también con el abuso  de drogas ilegales y la única diferencia es que los psicofármacos son  legales. Aproximadamente treinta millones de personas han tomado Prozac  (fluoxetina), droga a la que revistas como Newsweek le ha hecho propaganda con artículos de portada. La situación apunta cada vez más a los escenarios de El mundo feliz de Aldous Huxley donde, a instancias del Estado, todo ciudadano tomaba la droga llamada soma.
En la profesión médica los factores ambientales que aguijonean  nuestras almas han desaparecido del mapa. Si la filosofía de los  siquiatras biologicistas estuviera en lo cierto, todas nuestras  pasiones, traumas y conflictos, amores y temores son resultado no de  nuestros deseos en pugna con el mundo externo, sino de los vaivenes de  pequeños polipéptidos en nuestros cuerpos que se transforman en  desesperación. En el prefacio de algunas ediciones del DSM se dice que  el futuro borrará completamente la “desafortunada” distinción entre el  concepto popular de perturbación mental y la enfermedad física. El 1 de  enero de 1990 California se convirtió en el primer estado norteamericano  en aceptar el principal dogma en siquiatría: que las perturbaciones  mentales son, en realidad, enfermedades originadas en disfunciones  cerebrales. Por ejemplo, se afirma que un alta de dopamina causa la  locura, y una baja de serotonina, la depresión. (Esto me recuerda que  para Benjamin Rush, el padre de la siquiatría norteamericana, la locura  era causada por una baja de circulación sanguínea en la cabeza.) Dato  curioso: a los animales en estado silvestre no les falla la serotonina  ni se deprimen. Pero por razones que los siquiatras biologicistas no se  explican, a millones de seres humanos nos falla constantemente. La  siquiatría biorreduccionista es cualquier cosa en que se hable de  supuestas anormalidades biológicas en el cuerpo más bien que en la  familia o medio social: como estudiar el trauma no como reacción ante un  acto que nos ultraja —digamos, la violación incestuosa a Dora—, sino al  lóbulo temporal de la ultrajada, hacia donde se dirige el tratamiento.  Las drogas, o el martillazo eléctrico del electroshock, son resultado  del axioma médico. El que sólo sabe usar el martillo trata todas las  cosas como si fueran clavos.
No caricaturizo a la profesión. En noviembre de 2002 sostuve una  larga discusión con el doctor Miguel Pérez de la Mora, un médico  experimental de fisiología celular del Departamento de Biofísica de la  Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y director de la Academia  Mexicana de Ciencias. En la discusión con Pérez de la Mora me llamó  enormemente la atención que, cuando mencioné el estado mental de los  judíos en el campo de concentración Auschwitz, mi disputador saltara  inmediatamente al tema de la amígdala y el ansia que él estudia en su  laboratorio: un ansia entendida de manera estrictamente biológica. En  nuestra discusión tardé un buen tiempo en hacerle ver lo obvio al  doctor: que la causa de las perturbaciones mentales de los judíos eran  las brutalidades del campo nazi. Pero aún concedido este punto Pérez de  la Mora añadió —sin pruebas de laboratorio— que sólo aquellos judíos que  tenían una predisposición genética podrían haber sido quienes se  trastornaron. ¡Para este neurólogo y sus colegas Auschwitz fue un mero  “mecanismo disparador” del trastorno de un prisionero cuya biología,  presuntamente, ya estaba defectuosa!
Debo aclarar que el concepto de “mecanismo disparador”, “detonador” o  “desencadenante” de un supuesto trastorno mental latente es uno de los  principales mantras del siquiatra, y ejemplifica lo que he llamado biorreduccionismo.  Para el biorreduccionista, la historia de la Alemania nazi, el  antisemitismo genocida, los derechos humanos y el trauma psicológico  pasan a segundo plano, y lo único que al hombre de ciencia le interesa  es el proyecto genoma y la búsqueda del “gen” responsable del trastorno  (u otra línea estrictamente biológica). Por ejemplo, la especialidad de  Pérez de la Mora es estudiar los trastornos de ansiedad en los  laboratorios de la UNAM, y durante nuestra discusión me confesó que la  firma que manufactura la droga siquiátrica Valium ha financiado su  investigación. Le llamé la atención a Pérez de la Mora que una  investigación financiada por las mismas compañías de drogas produce  resultados con un claro sesgo biologicista. El eminente científico  mexicano me respondió que muy pocas veces los investigadores se venden a  las compañías.
La realidad es que la manera como las multinacionales farmacéuticas  compran a los científicos es infinitamente más sutil que el soborno  directo. Roche, que manufactura Valium, simplemente financia a los  profesionales que postulan hipótesis biológicas, y a ningún otro. Jamás  Roche o la competencia nos daría un centavo a quienes investigamos el  trauma psicológico. Nuestra línea de investigación es una propuesta  libertaria que requiere de ingeniería social y cambios en la familia  nuclear para evitar el maltrato hacia los niños. Pero en un mundo  conservador nadie quiere financiar al investigador que pone en el  banquillo de los acusados a los padres. Por ejemplo, ninguna institución  financió la investigación para escribir este libro. En cambio, el  modelo médico droga al niño maltratado sin promover cambio social  alguno: sólo así goza del beneplácito de la sociedad. Si la ansiedad que  estudia Pérez de la Mora; o el pánico, la depresión, las adicciones,  las fobias, la manía, las obsesiones y las compulsiones son resultado de  una biología anormal, el contenido humano y existencial de estas  experiencias se vuelve irrelevante.
El pensamiento de nuestra época está siendo confinado a un mundo  unidimensional por lo que a salud mental respecta. El biorreduccionismo,  la ideología de los médicos con anteojeras que no quieren ver a los  lados sociales, es una doctrina cuyo marco conceptual es bastante  simple: determinismo y reduccionismo (“Tu biología es tu destino”). Pero  como los siquiatras y neurólogos nos presentan esa doctrina con toda su  sofisticación científica, el asunto aparentemente es complicado. La  siguiente analogía szasziana ilustra lo simple que, en el fondo, la  biosiquiatría es.
El médico-brujo primitivo, que intentaba comprender a la Naturaleza  en términos humanos, trataba a los objetos como agentes: postura que se  conoce como animismo. El médico-brujo moderno, que intenta comprender a  la subjetividad del hombre en términos de Naturaleza, trata a los  agentes como objetos: postura que se conoce como biorreduccionismo. El  hombre primitivo ha sido desmitificado en nuestra era científica. ¿Quien  desmitificará a los médicos siquiatras? Hay un reducido grupo de  pensadores que puede hacerlo: los que saben distinguir entre ciencia  verdadera y falsa.
Texto tomado de aquí.
 ¿Cómo pa no estar en contra, no? jejejejeje Abrazoooosss!!!!
 
 
 
3 comentarios:
Joer macho. Pues ya me has alegrado la vuelta.
Un abrazote.....
Bienvenido crack!!! Espero que cantes con alegría eso de arriverci roma...
Totalmente de acuerdo. Y, en vista de las sentencias de los jueces españoles cuando alguien decide denunciar hechos gravísimos ocurridos en nuestros hospitales y sanatorios psiquiátricos, cabría pensar que los psiquiatras son las únicas personas que tienen licencia para maltratar, torturar y hasta matar a los que tienen la desgracia de caer en sus redes. No hay más que comprobarlo buscando en el CENDOJ. Un abrazo, Raúl.
Publicar un comentario