El mar.
Beto escribía. En un despacho forrado de estanterías repletas escribía como si le fuera la vida en ello. No tenía más intención que acabar, pero el final se dilataba, escapaba de las redes que extendía como un pez escurridizo.
Sumido en su trabajo, pasaban las horas, los días; el tiempo que no se paraba a contar, como los relojes de Dalí, fundidos, irreales, habitantes de un mundo onírico, donde la realidad y la fantasía se funden. ¿Quién sabe, quién puede afirmar qué es real y qué no lo es? Las historias se componen de personajes y los personajes se nutren de historias. La lógica de este bucle infinito sucumbe hasta ser derribada por el azar. Su mordaz ironía se basa en mostrarnos constantemente un atlas de calles, esquinas, sonidos, voces, rostros propios y ajenos, ante la ventana de nuestra alma, de nuestro pueblo, de nuestra pequeña o gran ciudad. Creemos encerrarlos dentro del espejo de los sentidos pero en realidad se desvanecen en el olvido, se escapan de la frágil memoria del tiempo.
Beto escribía. Ignoraba a donde quería llegar. Perdido en el mar de palabras donde había sido arrojado no encontraba una tabla a la que asirse, ni siquiera una bolla que le indicara con esperanzas que se acercaba a la costa. Iba a la deriva, como si estuviera en medio de una pesadilla, daba brazadas sin dirección, con el único fin de no perecer, no, aún no, mientras le quedara un atisbo de energía no bajaría los brazos. No le quedaba otra que nadar hasta la extenuación, hasta la muerte, si la perseverancia es igual a victoria él perseveraría hasta morir. Puede que la victoria sea pobre, Itaca no te engañó, Itaca te dio el viaje soñado. ¿Pero de qué materia están hechos los sueños? ¿Era ese el problema? ¿Era eso lo que buscaba? Cumplir sus sueños, volver a ser el de antes, el de otros tiempos, absurdo deseo que le pesaba como un plomo hundiendo su línea de flotación, haciéndole tragar agua, conduciéndole sin remedio hasta las profundidades. Cansado, agotado, exhausto, no se resignaba. No supo de donde pero extrajo fuerzas cuando creían que se le habían acabado. No, el no quería ser el de antes. Él simplemente deseaba ser. Poder vivir, poder subsistir, poder sobrevivir.
Beto escribía, nadaba, soñaba. Una barca, el sonido de una barca llegó hasta él con claridad. ¿Le verían, recogerían su cuerpo arrugado, salvarían su vida, salvarían su voz? Los sentidos nos engañan, son traicioneros, según el terreno que pisemos se hace más evidente. Pero de repente la vio. La barca, pequeña, se acercaba. Quiso gritar de alegría, mover los brazos señalando su posición, pero de su garganta no brotó más que un quejido como el de un gato al que se pisa sin querer. Volvió a intentarlo. No podía dejar escapar esta oportunidad, porque era muy posible que fuera la única. Perseveranciam, alimento de campeones. Perseverancia incluso para saber pedir ayuda. No le parecía paradójico seguir vivo gracias a su orgullo de luchador y no poner ninguna objeción en pedir ayuda. Es estúpido no pedirla cuando la vida está en juego. Quizás ya no quedaban ideales por los que morir, quizás él nunca los tuvo. La igualdad, la justicia, la fraternidad ya no parecían revolucionarias, aunque quizás lo fueran. Resulta tan difícil hacer planes de futuro cuando no tienes perspectivas de futuro. El truco podía residir en mantener viva la ilusión, una ilusión que alimentara la imaginación, que se reencarnara en utopía. ¿Nada es imposible? En el mundo de los sueños no, nada es imposible.
Beto escribía cuando la barca llegó hasta su posición. Tenía frío, la mirada borrosa, no pudo distinguir a su salvador, sólo supo que alguien le agarró del pelo, después de los brazos y que su cuerpo era arrancado de la muerte y depositado sobre la sólida superficie de la barca. ¿Dentro o fuera de la ballena?,¿vida o muerte?,¿sueño o realidad...?
Beto escribía. Enajenado. Los relojes de Dalí goteaban lágrimas por el tiempo perdido, gemían los gatos en la calle, tan solitarios, tan independientes en su manada. En la barca sólo se escuchaba el runrun del motor, tan monótono como el tic-tac de un viejo carillón. Abrió los ojos, pero no vio a nadie, estaba abandonado a su suerte, pero al menos no moriría ahogado. Volvió a cerrar los ojos y soñó que la barca avanzaba, que alguien la conducía y deseó que esa persona fuera Almudena; deseó estar en sus brazos, protegido durante toda la eternidad, pero sabía que no era ella, él no había estado a la altura. ¿Pero quien está a la altura? Más allá de una medida física ¿cuál es la altura de un hombre? Abrió los ojos, vio a un hombre joven, un marinero. Supo que llegaba el fin de aquella pesadilla, le llevaban a puerto. El marinero mantenía la mirada fija en el horizonte, indiferente a la captura de aquel día, como si fuera una red de merluzas. Beto intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas; deseaba estar escribiendo, tomando un café en el Kampen, cocinando un plato original para sus amigos, riendo, viajando, respirando; entonces cayó en la cuenta que quizás estuviera haciendo eso, pero que no era capaz de disfrutarlo. Nada es imposible.
Abrió los ojos y miró al marinero que sigue mirando al frente como una estatua. Le habló, ¿cómo te llamas marinero? Consiguió balbucear. El marinero le observó en silencio. Es la primera vez que se miran a los ojos, ya no parece tan joven, tiene una mirada viva y profunda. Beto deseó ser él. Soy tú. Siempre he sido tú, dice el marinero. ¿Tú y yo somos el mismo? No, yo soy tú, porque tú no existes, sentencia el marinero. Beto se ofendió, quiso discutirle, sabía o creía saber que sí existía, que era algo más que una quimera; sus recuerdos, sus vivencias, sus ilusiones no le engañaban, aún siendo reduccionista podía considerarse un digno náufrago. Sé lo que estás pensando, continúa el marinero, pero te equivocas, tu vida me pertenece, siempre me ha pertenecido.
Beto escribía o creía escribir. Ha llegado a un punto muerto, al que se llega a veces en la literatura y en la vida; un punto a donde no llega la luz y las sombras se desparraman como un café volcado sobre una hoja en blanco. La duda, el tiempo, los errores, la muerte, el amor, parecían poca cosa cuando uno intentaba desvelar los enigmas clásicos: ¿quien soy? ¿de dónde vengo? ¿a donde voy? ¿Quien puede responder a estas preguntas? Cada persona, cada personaje es diferente y parecido, una vida sucede a otra, generación tras generación, la búsqueda de respuestas se parecía a la eterna escalada del pobre Sísifo. Beto tenía miedo, sabía o creía saber que había llegado su final. Le hubiera gustado saber como iba a ser. Sin premoniciones, a él, que la astrología siempre le pareció un engañabobos, una forma de condicionar voluntades, un timo que se lucraba de la inseguridad de la gente, no le hubiera importado pedir una hipoteca por saber como iba a ser su final. Mira al marinero, le pregunta su nombre, pero éste no responde, vuelve a parecer una estatua al que le importan un pimiento las dudas de Beto. No es así, le ha recogido del mar, le ha salvado la vida, no era mala persona, tenía una mirada limpia, concentrada, le recordó la mirada de alguien pero no supo de quién. Estamos llegando, dijo de repente el marinero. ¿Dónde? Preguntó Beto que seguía sin poder levantarse. El marinero bajó la velocidad de la barca hasta que ésta fue llevada por las olas hasta la costa. ¿Dónde estamos? Responde por favor, suplicó Beto. Pero la única respuesta que escuchó fue el chillido de las gaviotas.
En ese instante Beto supo que no obtendría respuestas, por lo que dejó de escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario