Una cita.
He pasado muchos años en los que deseaba acabar con mi vida, pero que, a la vez, algo que se podría definir como orgullo, me ataba a mi rutina, por mucho, que esta fuera vacía, insana y, me apuráis, psicótica. Cuando estás sumergido en tales circunstancias y te ves absorbido por un torrente incontrolable, es muy difícil luchar contra la corriente, porque hay algo más duro que enfrentarse a las desgracias de la vida y es enfrentarse contra tu propio sentimiento de culpa. Aunque se diga que la culpa es un sentimiento heredado de la tradición judeocristiana, una rémora del cristianismo, yo pienso que es algo natural en el ser humano e incluso en otros animales.
Una vez tuve un perro, al que llamé Joyce, y un día, quiero suponer que jugando, destrozó mis zapatillas nuevas. Cuando vi los restos esparcidos por la sala de estar le llamé, pero no acudió a mi llamada. Él sabía que había hecho algo malo y esperaba mi enfado y mi castigo, por lo que se escondió debajo de la cama. Me agaché y miré debajo del somier y su mirada traslucía terror y arrepentimiento, aunque no le había gritado y mucho menos pegado nunca. Siempre me han parecido lamentables aquellas personas que educan a sus mascotas como si fueran reclutas de las fuerzas especiales del ejército canino. Joyce no salió de su escondite en varias horas. Era, pensé, como si la culpa le hubiera hecho perder el hambre y la sed. Cuando por fin salió dimos un largo paseo y al volver a casa estuvimos hablando, yo con palabras y él con su mirada transparente. Le dije que aquello no podía volver a pasar, que tenía que controlar sus impulsos. Yo me comprometí a dar largos paseos con él si se portaba bien. Desde ese día no volvió a destrozarme nada. Esta vivencia me hizo pensar que sí, que la culpa era una idea construida por el cristianismo, pero que si había perdurado a lo largo de los siglos era porque se refería a una emoción vital, tan antigua y tan contemporánea como el resto de sentimientos.
Cuando sientes que todo va mal y que, además, no solamente no encuentras respuestas, sino que todas las soluciones que acometes se vuelven contra ti, consciente o inconscientemente, te sientes culpable, porque esta sociedad, en la que vivimos, ha sustituido la infalibilidad de dios por la del sistema y más allá la del individuo. Para un sistema presuntamente perfecto se necesitan ciudadanos más perfectos aún, por lo que si no te adaptas te conviertes casi en un fuera de la ley, en un loco, en un enfermo.
Con el paso del tiempo, el ser humano ha evolucionado tanto en los aspectos tecnológicos que, la humanidad tiende al pensamiento único. Buscamos robots que obedezcan, que no sufran, que no fallen, que no hablen, ni se quejen. Buscamos hombres que estén siempre a la altura de las expectativas mercantiles. Se rechaza lo diferente porque se considera peligroso y se considera peligroso porque se ignora su forma de pensar. El poder, los mecanismos de poder trabajan para institucionalizar el pensamiento. Articulan herramientas que promueven el control, disfrazándolo de seguridad, justifican la guerra, en nombre de la paz, y alimentan el odio, porque si hay un enemigo la masa se vuelve controlable. De esto ya avisó George Orwell hace ya mucho y lo bueno de los clásicos es que son atemporales.
Como a él se me puede acusar de depresivo, de loco, de influido por el trastorno subyacente a una grave enfermedad. Pero quien dijera esto se estaría auto-engañando. Yo no estoy viviendo un infierno, ya he salido de él.
Mis problemas empezaron una noche ya lejana en la que, una joven con una belleza sublime y destructiva (eso lo supe después) me propuso volar junto a ella, dejar atrás lo mundano, en un viaje sin escalas hacia lo prohibido. Esta joven, oscura y misteriosa, de la que me enamoré sólo verla aparecer y desaparecer, entre la gente, bajo la luz intermitente de los psicodélicos de una discoteca, fue mi pasaporte y billete hacia los abismos insondables de las adicciones.
Como si se tratase de un camello en la puerta de un colegio, ella me invitó a la primera dosis. Era cocaína, aunque hipnotizado como estaba, hubiera aceptado cianuro en vena. Después de probarla me sentí con suficiente energía como para hacer el amor con ella hasta el amanecer. La experiencia, ahora lo entiendo, de tan placentera, resultó irreal. Yo la viví, ella la vivió, pero lo que vivimos no fue más que una ilusión, como un sueño que acabas recordando toda tu vida. De este modo, no quise advertir en las señales que me intentaban avisar de lo resbaladizo del sendero en que avanzaba a toda velocidad. Engañado por la droga, engañado de amor y su necesidad, perdí mi pulso narrativo, empecé a convertirme en una persona anti-social, desconfiada y politoxicómana. Durante los siguientes dos años, tiempo en el que trabaje en El extraño caso de Oliveiro Oliva, abusé de todo tipo de substancias y este afán por experimentar, por darle una vuelta de tuerca imposible a mi vida, se ve reflejado en la novela.
En mi viaje literario, mi particular Odissea, no tripulaba más nave que la del sindrome de abstinencia. Los Lestrígones, las sirenas, los Cíclopes eran camellos a los que tenía que convencer para que me fiasen unos gramos, prometiéndoles que, cuando cobrara los derechos de autor, serían debidamente compensados por haberme ayudado a continuar mi viaje.
Con aquella joven, mi particular Calypso, todo fue de mal en peor, como cabía esperar. Durante un tiempo, poco, mis relaciones con ella continuaron siendo cosmorgásmicas. Pero llegado a un punto me vi arrastrado a orgías donde el amor se quedaba afuera, tras la puerta de la habitación. Llegados a otro punto, me volví impotente. Necesitaba algún tipo de droga para motivarme y poder realizar la más mínima acción, cuando la tomaba ya era tarde y estaba demasiado colocado como para poder realizarla. Cuando le dije a Calypso que se comprara su propia mierda me abandonó.
Pese a todo seguí consumiendo. Me sentía tan desdichado que sólo deseaba morir lentamente, aunque más rápido que los mortales no-adictos. Mi vida se había convertido en un viaje sin rumbo y sin retorno, un periplo sin fin por los arrabales del sufrimiento. Vendí el ático donde vivía y me mudé a un cuchitril de un barrio marginal. Cuando se me acabó el dinero obtenido con la venta, me vi obligado a dejar la mayoría de drogas. Me convertí en adicto del brandy de marca blanca y del tabaco de liar. Pero si las cosas van mal siempre pueden ir a peor. Abandonadas desde hacía mucho cualquier costumbre saludable, mi cerebro empezó a pasarme factura por mis excesos. Tenía alucinaciones en las que policías me perseguían e interrogaban, hablaba solo por las calles, ensarzándome en discusiones que eran observadas con hilaridad por los que se cruzaban conmigo. Esta etapa se alargó durante años en los que mi única medicina era tomar alcohol hasta caer inconsciente y mi único consuelo esperar que en uno de esos desmayos se acabaría para siempre mi sufrimiento. No fue así.
Los especialistas en adicciones basan sus teorías en dos pilares que son: uno, no se pueden dejar sólo con fuerza de voluntad, y dos, no se debe sustituir una adicción por otra. En la primera afirmación estoy totalmente de acuerdo. En la segunda también, pero con una excepción. Yo no pude dejar el alcohol hasta que mi amigo Manuel, en un acto temerario, me acogió en su casa y me brindó la posibilidad de volver a la única adicción que siempre, incluso en los peores momentos, me ha aportado un bienestar real, no imaginario, como es la literatura. Ahora vuelvo a estar enganchado a la palabra, me alimento de ella, vivo de ella, porque el poder de la palabra es tan grande que, después de miles de años, la humanidad sigue necesitándola para comprender y comprenderse, para ser y para superarse.
Dentro de unas horas me espera algo emocionante. Mi primera cita en más de 15 años. Marta invitó a una amiga suya a cenar hace unos días. Preparé una sopa de melón con jamón ibérico y un surtido de canapés con sucedáneo de caviar. Almudena, que así se llama la amiga de Marta, debió quedar encantada conmigo, porque me ha llamado hace un par de horas. Quiere invitarme a cenar.
Me siento como la primera vez que de niño entraba en un cine, expectante y temeroso por igual. La película que vi entonces fue Blancanieves y al acabar, cuando ésta despierta al caer el ataúd al suelo, me puse a aplaudir de pura alegría.
Yo también es como si hubiera despertado de un profundo sueño, una de esas pesadillas que dejan su marca a fuego en la piel de la memoria. Nunca dejaré de sentirme culpable por muchos de los errores que cometí; pero junto a la culpa, convive la esperanza, las certezas de que no estoy solo, que aunque el pasado no se pueda cambiar, puedo, ahora sí, moldear mi presente con perseverancia, para que el futuro me reserve lo mejor de mi mismo y de los que me rodean. Esta noche puede ser la primera noche del resto de mi vida; espero que sea así.
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