La parroquia de San Justo se preparaba para celebrar otra semana santa decorando de flores el altar mayor, donde una imagen de la crucifixión de Cristo copaba las miradas de todos los arrepentidos feligreses. No es que hubiera muchos, en los últimos años la iglesia era un reducto de ancianos temerosos de la muerte, hijos de otra época en la que la Iglesia había extendido su poder e influencia de múltiples formas, sin obviar ni siquiera las violentas y que con el fin de la dictadura veía languidecer su hegemonía, por su testarudo afán de defender una tradición que muchos jóvenes entendían como anacrónica y contradictoria con la sociedad de finales del siglo XX. En las primeras filas, como casi cada mañana estaba Virtudes, de rodillas, con las manos aferradas entre sí y la cabeza gacha, pidiéndole a Dios que la ayudara en su particular camino de espinas. A su lado, su hijo en silla de ruedas, diagnosticado desde su nacimiento de esclerosis múltiple, miraba la escena con la cabeza tumbada sobre el hombro y la mirada perdida, como si no comprendiera o se negara a comprender, como si algo se hubiera corto-circuitado en su cerebro de niño privándole así de la posibilidad de entablar vínculos corrientes con su entorno. Para Virtudes, aunque no lo reconociera en público, su hijo había sido un castigo de Dios, un castigo por sus pecados inconfesables, una prueba o penitencia que le recordaba la existencia de un infierno que evitar. El párroco de San Justo, un exiliado del comunismo ruso, que había abrazado la fe con la rectitud y la dureza de todo un Stalin con sotana, le había aconsejado ya hace años siseando como una serpiente, que fuera cada día a rezar ante el señor, porque éste como era: infinitamente sssabio e infinitamente poderosssso, sssabrá reconossser a lossss sssuyoss en el día del juissssio. Desde aquel día, Virtudes no faltaba ni un sólo día a la cita.
Las crónicas del barrio, que se contaban en los patios de luces, llenas de chismes y habladurías, contaban que el párroco y Virtudes vivían un affaire a espaldas de Pío, el marido de Virtudes, un hombre tímido y callado, que salía poco de casa y que cuidaba en ocasiones de los hijos de sus vecinos, gozando junto a ellos del tiempo que le había sido arrebatado con la enfermedad de su hijo.
Aquella tarde Virtudes salió de la Iglesia empujando la silla de ruedas un poco antes de lo habitual. Giró mecánicamente por la calle Menéndez Pelayo y bajó por la calle Balmes en dirección a su casa, concentrada en recordar la receta de la tarta de manzana para prepararle una al párroco. Casi nunca hablaba con nadie, intentaba evitar toda conversación con sus vecinos y vecinas, sobre todo con sus vecinas, más dadas, según ella, a dejar volar la imaginación al desvelar las crónicas del barrio. Mientras recitaba de memoria los ingredientes de la tarta, Fátima y María, dos vecinas de su bloque que venían de tomar un café la sorprendieron:
-Virtudes, ¿cómo va la vida? Mira que tiene tela que viviendo en el mismo edificio nos veamos tan poco.
-Salgo poco, ya lo sabéis. Mi pequeño me roba mucho tiempo.
-Ay, si es que no somos nadie.
-La vida es así, si te toca te toca. Es Dios que nos pone a prueba.
-Pues menudo Dios y menudas pruebas... A mi me parece que nadie se merece algo así.
-Hay que tener fe, María, hay que tener fe. Sino fuera por la fe, mi vida no tendría sentido.
-Di que sí, Virtudes. Por cierto, a ver cuando te vienes con nosotras a tomar un café.
-A ver si puedo, sí. Ya os diré algo. Ahora no, que parece que va a llover.
-Sí, empieza a chispear. Venga guapa, cuidate. Y dale recuerdos a Pío.
-Se los daré. Id con Dios.
Virtudes aceleró el paso hasta llegar a su casa. Saludó al portero y comentó con él como cada año suele llover en Semana Santa. Subió al ascensor hasta el tercer piso y llegó a la puerta de su domicilio. Introdujo la llave y abrió la puerta. Todo parecía en calma. Ninguna voz, ningún ruido. Cerró la puerta con cuidado, pensando que su marido estaría durmiendo, y al entrar en el comedor vio a su marido con los pantalones bajados, acariciando la cabeza de Judith, la hija de siete años de sus vecinos, que tenía el pene de Pío en la boca. Virtudes no dijo nada, su hijo tampoco. Pío y ella se miraron horrorizados. Judith, que no sabía que la estaban viendo, porque si lo hubiera sabido habría pensado que ese juego que se le había ocurrido a su cuidador ya no tenía sentido (porque era un juego que se basaba en el más profundo secreto) quería llorar, como siempre que jugaban a eso. Para ella era un juego que no entendía, ni le gustaba, salvo por la atracción de lo prohibido, por el goce de hacer algo de lo que nadie se podía enterar jamás, este secretismo la hacía sentirse especial, única, poseedora de algo que nadie más tenía; era lo único que ella extraía de aquel juego, porque ni siquiera lo hacía por Pío, inductor y verdugo sexual, el cual gozaba como un animal abusando de aquella pequeña niña, vengándose a su manera del nacimiento de ese hijo que les había traído el destino. Virtudes empujó la silla de su hijo hasta la cocina y allí comenzó a preparar sigilosamente los ingredientes de la tarta de manzana. Preparó los huevos, la harina, el azúcar y los mezcló hasta conseguir una pasta homogénea; después peló las manzanas y las cortó en láminas; dispuso todo en una bandeja y la introdujo en el horno. Su marido, que acababa de acompañar a la niña hasta su casa, entró en la cocina con aspecto serio. Virtudes, que notó su presencia, ni se inmutó.
-¿Y bien? -Preguntó él. -¿No me vas a decir nada?
Ella guardaba silencio. Lo que había visto era algo horrible, de las peores cosas que podía hacer un ser humano, era un crimen ante dios y ante el hombre, en el que la víctima, como siempre suele suceder cuando los adultos deciden posicionarse en la crueldad, era una niña, cuyo único deseo era ser apreciada, ser valorada, sentirse como alguien especial. ¿Qué podía hacer ella? ¿Denunciaba a su marido? Era lo que tenía que hacer, denunciarlo y acabar de una vez por todas con aquel atropello a la inocencia. Pero si lo hacía, si le condenaban, se quedaría sola con su hijo enfermo, sola ante todas las obligaciones de una vida. Sola, y lo que era más importante, sin dinero...
Virtudes sacó la tarta del horno y la dejó enfriar, al día siguiente se la llevaría al párroco, a quien tampoco le comentaría nada de lo sucedido aquella tarde. Su marido se había encerrado en su despacho a revelar las fotografías que les había robado a unos niños en el parque. Dos horas más tarde, a las diez en punto, ambos se metían en la cama como cada noche. Ninguna palabra, ninguna caricia, ningún leve o fortuito contacto. Mientras ella rezaba sus últimas oraciones del día, Pío se quedó profundamente dormido. Él intuía que su mujer no le denunciaría. Su única preocupación era con quien jugaría cuando su pequeña vecina dijera un día: No. Pero esa duda, según creía, quedaba aún lejos. Quedaban juegos para años y el edificio estaba lleno de niños.
5 comentarios:
Pues que te digo muchachote. Es posible no sea muy objetivo dadas las circunstancias, pero este lo deberías de guardar a buen recaudo para próximas ocasiones (muchachoooo, guardate algo pa' dentro tuyo, jajajja). Buenísimo, buenísimo.
Abrazos.
Ciertamente, si tuviera que explicarle a alguien la responsabilidad de las víctimas, de sus razones y de porque actúan como actúan, les daría a leer este relato. Raramente se habla de las víctimas, y eso les acaba sumiendo aún mas en su papel. En los malos tratos por ejemplo, si no se habla de la víctima y sus motivaciones, como lo has hecho tu, es dificil que se pueda salir de ese papel y llegar a entender algo.
Lo que cuentas en este relato, es le pan nuestro de cada día, y conforma, teje muchos de los conflictos, de las miserias enterradas a doscientos metros de profundidad, que dan lugar luego y en ocasiones a "sintomas" psiquicos que luego descontextualizados se convierten en enfermedad mental.
Abrazos.
Estos abusos pasan mas de lo que nos pensamos y el silencio es la opción más requerida...Un buen relato querido.
ALMU.
la historia humana es un contnuo abuso, del silencio.
inquietante a la par que elegante
abzs
Caray, qué fuerte, y qué bueno. Felicidades!
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