Los golpes.
Beto se aburría. Sus amigos le habían dejado solo y no sabía que hacer en aquella casa. Le apetecía tomarse una copa de coñac, pero la licorera estaba vacía. Se sentó en un sofá y encendió el televisor. Solamente emitían programas del corazón y alguna vieja teleserie. Detuvo el barrido de canales al reconocer una muy antigua donde una escritora de novelas de misterio iba por el mundo resolviendo los más enredados crímenes. Como si la policía fuera tonta.
Desde la creación por Conan Doyle de su famoso detective habían proliferado personajes con el don de descubrir a los criminales, pese a las coartadas de éstos. El genero se convirtió en poco tiempo en una método bastante lucrativo de ganarse la vida para algunos escritores. En el fondo, a la gente les atraía la invitación a investigar y jugaban, leyendo, a los detectives. Ha sido el mayordomo, con el candelabro, en la biblioteca. Porque yo lo valgo.
Beto apagó el televisor antes de que acabara la serie. No le interesaba lo más mínimo saber quien era el asesino. Estaba más preocupado por saber como estarían sus amigos.
Fue a la cocina y buscó en la nevera algo que le refrescara. Hacía mucho calor y una cerveza hubiera sido ideal. Al no encontrar ninguna pensó que sus amigos no bebían. Se tomó un gran vaso de leche y se dirigió la despacho. Allí la CPU del ordenador zumbaba como una mosca. Al mover el ratón la pantalla cobró vida. Estuvo jugando a las cartas, a un solitario virtual y se le dio bastante bien. Logró seis plenos de siete partidas. Cuando cerró la ventana del juego dudó entre ponerse a leer, intentar escribir o ir a por otro vaso de leche. Se decidió por esto último. Con el vaso de leche en la mano ojeó las estanterías repletas de libros. Se sentó ante la pantalla y volvió a darle vida con un click. Inspeccionó con detenimiento todas las carpetas. Recordaba que Manuel le había contado que andaba escribiendo un libro. Al abrir el archivo titulado un extraño caso supo que había encontrado lo que buscaba. Devoró ávidamente las pocas páginas que lo formaban y se quedó paralizado al llegar a la descripción de su encuentro con el pepsicolo y su posterior accidente. No existía ninguna explicación lógica para que aquello estuviera allí. Era como si el relato se estuviera escribiendo solo, armándose mágicamente, por obra y gracia de una mano negra, oculta, que hacía y deshacía a su antojo. Aquello era inverosímil, una vuelta de tuerca que se giraba en torno al más retorcido de los presentes. Pensó en la posibilidad de que no fuera más que un macabro juego, una broma pesada de su amigo. Pero aquella narrativa era suya, era de Beto, no había otra posibilidad. Enajenado, confundido, se vio a sí mismo en peligro, reconoció el coche azul de la novela con el coche azul que les había seguido a ella y a Marta al salir del hospital. Entonces lo supo, él no estab en peligro, eran sus amigos, e intuyó que algo grave estaba a punto de suceder.
Decidido buscó en la casa un objeto contundente que blandir. Estaba dispuesto a bajar a la puerta y defender el castillo, Por algo se llamaba Beto Castillo, era su deber desde que había nacido. Encontró una madera para jugar al golf de Manuel. A falta de un bate de beisbol era lo mejor que tenía.
La adrenalina le rebotaba en las sienes como pistones de locomotora. Vació la botella de leche. Estaba dispuesto y decidido, como nunca lo había estado sobre ningún tema, a matar si era necesario.
Salió del apartamento y en el ascensor pensó que aquel descenso era el preludio de su última vista a los infiernos. En la calle anochecía. Los faroles proyectaban unas sombras alargadas sobre el pavimento. Sombras de árboles, sombras de peatones, sombras de sombras. Beto se agazapó detrás de un coche, en la esquina, como un ladrón que espera el momento preciso para actuar. Vio aparcar un coche, vio girar un taxi. Del coche descendió una cara oscura, reconocible para él. Era irónicamente triste, pensó, que su memoria recordara a aquel individuo tétrico y en cambio no pudiera recuperar la imagen de Almudena, la profesora del relato, que a estas alturas ya estaría cansada de esperar a su inexperto amante.
Beto vio que el pepsicolo doblaba la esquina en dirección al portal de sus amigos. Como si de un gato se tratase, le siguió sin hacer ruido, escondiéndose tras los coches, con el firme propósito de romperle el cráneo. Aún pudo escuchar la voz del pepsicolo una vez más.
-¿Marta Ferrer? -Preguntó el matón.
-¡Cuidado, lleva un arma! -Dijo Manuel, arrojándose sobre su mujer, cubriendo con su cuerpo la posible trayectoria de una bala y sin pensar que aquel asesino no estaba dispuesto a dejar con vida a ningún testigo.
El pepsicolo se acercó lentamente a sus víctimas, que lloraban en el suelo. Ya había hecho esto muchas veces y sentía, cada vez más, un placer indescifrable y oscuro, morboso y cruel al sentir como él, un hombre del que nunca se había esperado nada, ni bueno ni malo, se situaba en una posición invulnerable, como un ángel exterminador. El pepsicolo sonreía, levantó el arma y apuntó a Manuel, en un minuto todo habría acabado. Fue entonces cuando algo parecido a un fuerte agijonazo le sacudió la cabeza. Se llevó la mano a la nuca y aturdido por el golpe contemplo con ira la sangre en su mano derecha. Al girarse para ver quien lo había golpeado escucho la voz de Beto. Sí, nos hemos vuelto a ver. Justo antes de asestarle dos golpes más con la madera. El pepsicolo, con la cabeza abierta como una sandía, ni siquiera sintió dolor, se desplomó, moribundo sobre la acera.
Beto ayudó a levantarse a sus amigos, demasiado asustados para dejar de llorar. Habían mirado a la muerte cara a cara, y la muerte sonreía. Beto le quito el arma al asesino. Todo había acabado.
Pasados unos minutos llegó la policía y dos ambulancias. El inspector Ipoca también vino y reconoció al pepsicolo, que increíblemente seguía vivo. Los servicios de urgencia administraron unos ansiolíticos al matrimonio, mientras Ipoca tomaba declaración a Beto. Tras una eternidad de preguntas sin respuesta, las ambulancias se marcharon escoltadas por la policía.
El escritor, el editor y la periodista se quedaron solos en la casa. Manuel necesitaba algó más fuerte que el comprimido de clonazepam que le habían dado y, sin pensar en el alcoholismo de Beto y si lo hizo no le dio la importancia que se merecía, sirvió tres copas de whisky.
Beto tomó la suya. La hizo girar en círculos, haciendo tintinear los cubos de hielo. Sus amigos bebían en silencio.
Beto miraba el contenido del vaso y pensaba en todo el sufrimiento que le había causado el alcoholismo, le apetecía acabarse la copa, pero tenía miedo, no lo tuvo cuando casi mata al pepsicolo, pero sí lo tenía y ese miedo tintineaba como cubos de hielo dentro de su cabeza.
Finalmente dejó la copa sobre la mesa y le pidió a Marta la dirección de Almudena. Marta lo miró extrañada, como sino supiera de quien estaba hablando. Tras un trago largo que vació el vaso, se llenó la copa y se la dio.
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