Gritos en la noche.
Beto salió del despachó a toda prisa, salió del apartamento a toda prisa, bajó las escaleras a toda prisa y llegó a la calle resoplando como un caballo. Fue entonces cuando entendió que no sabía donde ir. Fastidiado, se dio la vuelta e introdujo la llave en el portal, cuando alguien, una voz de otros tiempos, ronca de cazalla o de tequila, pronunció su nombre imperiosamente. En ese instante Beto supo que habría problemas.
Al girarse e inspeccionar la calle vio en la acera contraria un hombre asomándose por la ventanilla de un coche azul. Era “el pepsicolo”, un delincuente sin escrúpulos. Beto lo conocía por casualidad, recordaba que en alguna ocasión le había vendido material de baja calidad al precio de coca peruana. Poco después dejó de saber de él. Por las calles se comentó que ya no pulía, que se había convertido en el matón de un pez gordo.
-¡Beto! -repitió- Que vengas aquí coño, no me hagas salir del coche.
El escritor tragó saliva y se acercó lentamente.
-¿Qué quieres tío? ¿que haces en este barrio?
-Lo mismo quería preguntarte yo a ti Beto el paleto, ¿ya no te juntas con la gente de tu clase?
-No me jodas vale pepsicolo, ¿qué quieres de mí?
-Ya que tienes tanta prisa te dire que tu amiga periodista se ha metido en problemas. A algunos amigos míos no les ha gustado nada lo que publicó en su periodicucho.
-Me cago en tu puta estampa ¡Cabronazo! Como te acerques a ella no descansaré hasta verte bajo tierra.
-No estás en disposición de amenazar Beto el paleto, no querrás hacer enfadar a mi amiga – Dijo apuntándole con una 38 milímetros.
-¡Baja eso gilipollas! -Gritó Beto sin ningún miedo. No era la primera vez que le apuntaban con una pistola, y sabía que no dispararía, le necesitaba como mensajero. -¡Que te he dicho que bajes la pistola, hijo de la gran puta!
Algunos vecinos, poco acostumbrados a este tipo de escándalos se asomaron por la ventana y al ver la escena amenazaron con llamar a la policía. El pepsicolo arrancó el coche y se despidió de Beto con un escueto nos volveremos a ver antes de acelerar quemando rueda y desaparecer a lo lejos en dirección a la autopista.
Sin pensarlo mucho Beto entró en el edificio y mientras esperaba el ascensor fue consciente del peligro que corrían Marta y Manuel. El miedo hizo presencia de una forma catastrófica, el ataque de pánico y la taquicardia lo fulminaron, haciendo que se desplomara como un saco, desmayado, dándose un fuerte golpe en la cabeza contra un escalón.
Manuel y Marta bajaron a toda prisa, avisados por una vecina que llegó poco después de que Beto se desmayara. Manuel lloraba, Marta, más acostumbrada a contemplar escenas desagradables intentaba calmarlo.
-Beto despierta por favor. ¡Beto despierta! -Suplicaba como si éste pudiera escucharlo desde su inconsciencia y fuera a levantarse.- ¿has llamado a la ambulancia?
-Si cariño estarán a punto de llegar.
Manuel, que la visión de la mancha de sangre le había dejado en estado de shock, sólo se tranquilizó cuando los servicios de urgencia, reanimado Beto, le dieron un comprimido de diazepam. El escritor se mostraba confuso, no reconocía a sus amigos, ni recordaba lo que había sucedido. Se lo llevaron al hospital para hacerle un tac y dejarlo en observación.
Los médicos dijeron que la herida había sido más espectacular que peligrosa. El T.A.C. salió limpio, ni hemorragía interna o una posible ambolia como causa del desmayo, también descartaron un tumor. Preguntaron a Beto si había sufrido alguna situación de fuerte stress en los últimos tiempos, él no supo contestar. Manuel se quedó más tranquilo al saber que no habían quedado ninguna secuela funcional, a escepción de un brote de amnesia enterógrada, la cual parecía haber borrado los últimos meses de su vida de forma indefinida.
Durante la semana que estuvo en observación, pese a los esfuerzos de sus amigos por estimular la memoria de Beto, no hubo ninguna evolución. Ante los envites por hacerle regresar al año 2009 éste les miraba con una expresión atónita, como esos niños que aprenden que una mesa es una mesa o una silla es una silla porque sus padres las llaman así.
La mayor preocupación de Manuel parecía ser que Beto volviera a la mala vida. Parecía que borrados los últimos recuerdos, éste recurriera en actitudes, donde el consumo era el eje sobre el que giraba la dialéctica de Beto. El alcohol y las drogas habían vuelto a escena aunque sólo fuera de forma artificial e impostada, puesto que no consumía.
Al cabo de una semana le dieron el alta médica. Durante el viaje desde el hospital, Marta, que era quien conducía estaba sumida en una inquietud que no pasó desapercibida por el copiloto.
-Qué te pasa Marta? No te encuentras bien?
-Si que me encuentro bien, bueno no, dejalo, es un poco complicado de explicar.
-Más jodida es mi situación y me esfuerzo por volver al presente. Va, anímate y cuéntame esta historia de la forma más sencilla posible.
-Sí, debe ser jodido no recordar nada. -Dijo Marta sonriendo por primera vez en todo el día.
-Sí lo es y será peor sino me lo cuentas.
-De acuerdo. Me resigno. ¿ves ese coche azul que está detrás nuestro en el carril de la derecha?
-Sí.
-Pues o me estoy volviendo paranoica o lleva siguiéndome desde hace varios días.
-Que fuerte... ¿Has ido a la policía?
-No, aún no.
-¿Y por que te persiguen?
-Temo que haya metido las narices donde no debía con mi último reportaje.
-Ah es verdad, eres periodista.
-Si, soy periodista...
Un silencio pegajoso dominó el resto del viaje. Marta demasiado asustada no dejaba de mirar por el retrovisor para encontrase cada vez con el coche azul a una distancia prudencial. Beto también miraba con curiosidad, girándose, intentado distinguir las facciones del conductor, pero estaba demasiado lejos, aunque para Marta seguramente estuviera demasiado cerca.
Marta aparcó su Volvo en la plaza de parking y ella y Beto subieron en ascensor hasta el apartamento. La visión de éste no provocó ninguna milagrosa curación en el escritor. Marta le tuvo que explicar donde estaba su habitación, el despacho, la cocina, los aseos, etc. El día de antes Manuel había guardado todas las bebidas alcohólicas en un armario de su habitación y escondido la llave bajo unas sábanas. Él también había notado que le seguían y sólo les faltaba que Beto se abandonara con la bebida.
Poco después de que estuvieran los tres nuevamente reunidos, se personaron, previa llamada de Marta, dos agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. Diligentemente tomaron nota de todo aquello que les relataba la pareja, a los que intentaron calmar, diciéndoles que habían tomado la decisión correcta de avisarles.
Al cabo de poco más de veinte o treinta minutos salieron el matrimonio y los agentes del edificio en dirección a jefatura. Si querían una escolta, les dijeron los agentes, debían ser barajadas las posibilidades reales de peligro, debidamente, por un superior especializado en casos similares.
El inspector Ipoca sería su hombre. Éste hijo de inmigrantes bosnios hablaba un español con poco acento. Era enjuto, cetrino y de mirada profunda. En su despacho, situado en la tercera planta de la comisaría, se habló largo y tendido sobre el miedo.
Según Ipoca lo peligroso del asunto era que con el reportaje no sólo se había molestado a traficantes, sino también a políticos y altos cargos de la policia. Cualquiera de la enorme lista de personas denunciadas podía estar detrás de aquella persecución. El peligro crecía por tanto y con el se multiplicaba el miedo. Pero de todos modos, sentenció para sorpresa del matrimonio, no podía poner una escolta sin que hubiera habido una amenaza directa. Se podía decir que la intimidación sin amenaza no era suficiente motivo para ordenar una protección especial.
Manuel y Marta salieron indignados del despacho, ofendidos hasta la médula de como parecía funcionar el sistema. ¿Hacía falta que hirieran a alguien? El editor enrabietado recriminó a su mujer por haberles metido en ese lío. Sino buscara en la basura de los demás nada de esto estaría sucediendo. Marta se puso a llorar. Manuel la abrazó y le pidió disculpas.
En la calle ya anochecía, pararon a un taxi y, ya dentro, se fueron girando para ver si les seguían. Un coche azul igual que el que había estado siguiendo a Marta a la salida del hospital parecía llevar su misma dirección. El matrimonio respiró aliviado cuando éste les adelantó.
Manuel pagó la carrera y descendieron del taxi. La calle estaba desierta. Sólo un hombre, de aspecto duro, caminaba hacia ellos. Era el pepsicolo.
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