Desperté. No sabía cuanto tiempo llevaba allí: una hora, una noche, dos semanas; una eternidad enterrado bajo las sábanas de aquella cama de hospital. Me levanté de la cama, aunque con cuidado, me dolían mucho las muñecas y los tobillos, como si los hubiera tenido esposados. Tenía mucho sueño, mi boca parecía forrada de esparto, necesitaba agua, ¿dónde había agua? No entendía nada, estaba aterrado. Al lado de la cama distinguí entre la bruma de mi mirada una botella. ¿Qué es lo que me pasaba, por qué no conseguía controlar el temblor de mis manos? Derramé la mitad del agua sobre la fina bata de algodón que cubría la parte delantera de mi cuerpo. Necesitaba respuestas, hablar con alguien. Quise gritar y romper el silencio de aquella habitación, pero más que proferir un ansioso alarido, me salió un chillido ahogado, como si algo me estrangulara. Eran los charcos de saliva. Babeaba como un recién nacido. Quise llorar en ese momento, pero no tenía lágrimas, sólo un enorme vacío ocupaba mi mente, mi corazón y mi alma.
Por fin, escuché unos pasos tras la puerta. Ésta se abrió y entró mi madre; pensé: mamá, querida mamá, que pena que me tengas que ver así. La acompañaba un doctor con aspecto serio. Ambos se sentaron y hablaron sin mirarme, como si fuera invisible. Él habló de no se que cadenas de proteínas, un tal hipocampo, al parecer tenía alterados los niveles de algo llamado dopamina, que pensé debía ser una droga, aunque yo no consumía. Hacía años que no probaba ni un triste porro. Mi madre asentía apesadumbrada ante todo lo que decía el hombre, no creía que mi madre fuera tan culta, ¿como podía saber de qué hablaba? Yo no entendía nada. ¿Sería por eso que el médico hablaba con mi madre y no conmigo? ¿Al menos tendría que haberme tenido que preguntar que tal me encontraba? Me hubiera cagado en su puta madre por haberme dejado así. Además por lo que escuché no hacía falta, ese tipo ya sabía lo que me pasaba “Trastorno esquizofreniforme” con rasgos de catatonia y disociación y tendencia por antecedentes a desembocar en una esquizofrenia paranoide.
La situación era aterradora, lo más parecido a la Metamorfosis de Kafka que se podía vivir. De la noche a la mañana, me había convertido en Gregor Samsa, estaba fuera de la sociedad, encerrado, como una sombra horrible con quien nadie habla y a quien le avergüenza hablar por no manchar aun más si cabe el pijama con sus babas.
¿Buenas noticias? No tan buenas. Salía al día siguiente de la clínica, pero tendría que tomar unas gotas y unas pastillas de por vida. Luego pensé, que pasaría cuando saliera de allí: con mi trabajo, con mis amigos, con mi entorno; seguro me dirían:
-Salva das miedo. Miedo y asco-, me rechazarían y tendría que vivir encerrado en mi habitación como si fuera un oso en un invierno inacabable.
-Raúl, ¿has escuchado? – me dijo mi madre con una sonrisa que intentaba camuflar el llanto que seguramente se acumulaba en sus lagrimales. –Mañana volveremos a estar juntos... en casa.
¿Raúl? Yo no me llamaba así, era nombre de protagonista de telenovela argentina, de todas formas no me apetecía discutir, asentí con la cabeza y esbocé una media sonrisa.
Al médico le sonó el busca, pidió disculpas a mi madre y salió de la habitación. Yo me acosté, me quedé dormido con la mano de mi madre estrechando la mía, como tantas veces durante mis primeros años de vida, cuando a causa de múltiples alergias y crisis asmáticas iba de hospital en hospital, durmiendo junto a la perenne compañía de mi madre.
Al médico le sonó el busca, pidió disculpas a mi madre y salió de la habitación. Yo me acosté, me quedé dormido con la mano de mi madre estrechando la mía, como tantas veces durante mis primeros años de vida, cuando a causa de múltiples alergias y crisis asmáticas iba de hospital en hospital, durmiendo junto a la perenne compañía de mi madre.
Al día siguiente me desperté con la misma sed. Miré por la ventana, hacía un día estupendo, agradable, soleado, un día como para pasear por la playa; pero algo llamó mi atención, algo inverosímil en medio de una gran ciudad: una vaca pastando en el jardín de la clínica. Me froté la cara pensando que tenía que ser producto de mi imaginación, pero al volver a mirar, la vaca seguía ahí. Me quedé contemplándola unos momentos y es cuando sucedió algo si cabe más insólito; la vaca se subió a un autobús urbano, no pude fijarme de que línea era, sólo lo vi alejarse a lo lejos.
Pensé que era una señal divina, que era uno de esos signos que la providencia envía a los hombres para que sigan la senda de la fe. Pensé que quizás yo fuera un ángel enviado del cielo para salvar las almas de los perdidos. Es entonces cuando recordé a don José, un sacerdote de hierro colado y como, en mas de una ocasión, me pegó siendo un niño, porque a pesar de lo que adoctrinaban en mi colegio, yo ponía en tela de juicio la existencia de dios. ¿Dios existía?, ¿era esa vaca un mensaje suyo?, ¿como podía permitir que la gente se muriera de hambre, de sed, a causa de las guerras, de enfermedades? No, dios no podía existir, sino no me hubiera enviado esta maldición de nombre tan perverso. Entonces vi la luz, ya lo entendía al fin. Esa vaca se iba al mercado a que la descuartizaran y sirviera de alimento para aquellos que pudieran permitirse un chuletón.
¿Respecto a mí? Quedaba la incógnita de mi identidad, ¿quien era yo? ¿Salvador? ¿Raúl? ¿César? ¿Un esquizonosequé con guarnición y tendencia a ser devorado por la sociedad?
Hacía menos de un día que me habían diagnosticado y ya sufría en mis carnes una despersonalización alarmante. Pensé en aquel cuadro de Francis Bacon “Cabeza rodeada de carne de vaca”. Tal vez yo era como esa vaca, camino del matadero, en esta clínica me habían etiquetado para después lanzarme al mundo, cruel, voraz, surrealista.
Entre imágenes de mi propia muerte pasando por mi cabeza fue pasando la mañana. Como el día anterior recibí la visita de mi madre y del doctor.
-Cariño- me dijo mi madre.- ¿aun estas así? Ya tengo el informe del médico podemos irnos a casa.
-Mama he visto una vaca, como las que ordeñabas de niña ¿sabes?
-¿Qué dices?¿Estás bien?
-Que he visto una vaca en el jardín del hospital y me ha hecho pensar- dije babeando como un sapo.
-¿Qué te ha hecho pensar mi cielo?- me preguntó con preocupación.
-Me ha hecho pensar- contesté lentamente.- Que no hay salida, ni escape, que no soy nadie ¡nadie¡ sólo la sombra del que un día fui, un globo que se eleva y se pierde en el firmamento, un copo de nieve en medio de un volcán en erupción, las cenizas de un alma hecha jirones que arde en el infierno sosteniendo el peso del mundo sobre sus hombros caídos. Soy un niño que se hizo mayor y un hombre que de un día para el otro fue abandonado por los pronombres. ¿tú? ¿yo? Nunca más seremos nosotros. Porque soy una esfera incandescente y soy la punta del iceberg. ¿Por qué nadie, ¡nadie!, se preocupó por lo que se escondía en mi interior, por lo que había bajo mis pies?
Mi madre miró asustada al médico y éste, con el rostro circunspecto, decidió que lo mejor sería que me quedara con ellos y que no recibiera visitas hasta nuevo aviso. Para mí no fue ni una victoria ni una derrota, había sido como todo lo demás. Desde la muerte de mi padre, mi vida había acelerado su paso hacia el silencio...
2 comentarios:
Hermoso por lo poético pero terrible por lo verosímil... La locura en su abismo, su desencuentro y su soledad... O qué sabré yo...
Un abrazo.
Si Jose, es muy veroosimil, realista...es lo que tiene vivir ciertas cosas en nuestras propias carnes.
ALMU
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