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viernes, 27 de junio de 2008

El laberinto del tiempo


Esto pasó en un domingo sin nada de especial. Como en muchas otros, la ciudad despertó perezosa, y las gentes salían para caminar al sol, los turistas a llenar las Ramblas y sacar un sin fin de fotografías, los aficionados al deporte a correr en la Barceloneta y los más capacitados en Montjuïc; los niños a jugar en el parque de la Ciudadela bajo la mirada soñolienta de padres y madres, o sea, el ordinario día donde gran parte de las personas intentan descansar con una tregua a la rutina de la semana. Pero este sería distinto, al menos para mí. Era un domingo que aparentemente no prometía grandes sucesos, nada más que un buen paseo por las tiendas de libros del mercado de Sant Antoni. Hoy cuando escribo estas líneas me acuerdo que pensaba: quizás consiguiera comprar alguna obra interesante, ojalá la primera edición de Ficciones de Borges que desde hacía tantos años buscaba. Una vez más no la encontré, es más la sigo buscando todavía. Pero encontré un laberinto, o mejor dicho, la puerta de un laberinto que me arrepiento de haber adentrado. Años han pasado desde aquella mañana y creo que sólo ahora logro exitosamente salir de estos estrechos pasillos donde el asombro, la duda y la perplejidad me perseguían como un furioso minotauro.
El inicio de esta aventura fue cuando hojeaba una edición castellana un tanto rota de El libro del desasosiego. Mientras decidía entre llevarme este o El trabajo de las pasajes de Benjamín, que había encontrado por un buen precio dos tiendas atrás, siento una mano tocar cariñosamente mi espalda. Era Luís Elías, un gran y viejo amigo, que no veía desde hacía muchos años. La última vez habría sido en un congreso de literatura en Alejandría.
Elías, si no me equivoco, es un brasileño de padres libaneses. Sé que por motivos económicos su familia tuvo que mudarse una vez más de país. Así que desde los ocho años Elías es ciudadano de Montevideo. Allí completó sus estudios en letras, pero pocas semanas después de licenciarse ya había puesto el pie en la carretera. No se quedaba más que dos años en un mismo lugar. Se ganaba la vida escribiendo unos textos sueltos y traduciendo principalmente obras del castellano, que adoptó como lengua madre, en vez del idioma de sus padres. Es suya una de las mejores traducciones del Quijote para el árabe. Me acuerdo que cuando lo conocí ya era bastante respetado como un gran estudioso de Cervantes. Yo, por mi parte, conociendo su entusiasmo y afición por el tema, siempre lo tuve como un punto de referencia.
Al principio, cuando me giré, no lo reconocí. Sólo después de unos cuantos segundos me di cuenta que aquella figura cansada era mi amigo. Estaba vestido de negro y eso ya me causó extrañeza. En mis recuerdos siempre lo veo de blanco y azul en una tarde de luz amarilla en Alejandría. Luego percibí que también su espíritu estaba inundado de oscuridad. Su voz triste y su pesada mirada, que por instantes parecía alcanzar el infinito para dirigirse al instante a la carpeta roja que cargaba bajo el brazo. En ese momento me acordé que la última noticia que tenía de Elías era que habría pasado un largo tiempo en Israel, haciendo labores de campaña en unas excavaciones arqueológicas, descubiertas a las orillas del Mediterráneo. En esta época recibí una llamada telefónica suya, breve y confusa en la cual me hablaba sobre un fabuloso hallazgo en las primeras camadas de las excavaciones, me habló de lámparas y papeles del final de la edad media. Y que tal hallazgo no solo cambiaba la historia y la literatura, sino también la noción de tiempo en la cual está edificada la cultura occidental. Yo no le di credibilidad a lo que me había dicho, pensé que era una más de sus borracheras. Después de esta llamada simplemente desapareció.
En este efímero encuentro en el mercado de libros él sólo me abrazó, me dijo que me extrañaba mucho y me pidió perdón por lo que estaba a punto de hacer. Le rogué que tomásemos juntos un café y charlásemos un rato, pero Elías únicamente sonrió y con una expresión de alivio me entregó la carpeta que protegía y con una voz más fresca me dice:
- Che, perdoname vos... pero estoy seguro que saldrás con más tranquilidad que yo de esta armadilla de la cual me libro dejándola en tus manos.
Después, sin decir nada más, se marchó a pasos felices por la Ronda Sant Pau.
En la carpeta, un par de papeles antiguos y el resultado de una prueba con carbono 14, ¿los papeles?, unas cartas escritas con caligrafía primorosa. Estas cartas son justamente la entrada al laberinto:

Mi bien amada Dulcinea:

No puedo mas que recurrir a vos ante la tribulación que sobrecoge mi pecho. Amada mía, que siempre has inspirado mis sueños de un mundo mejor, me veo necesitado de tu clemencia y tu piedad, por este viejo hidalgo, al que han desmembrado y malherido su razón los demonios del médico y del malvado bachiller, como bien podrá juzgar gracias a vuestra elevada sabiduría y caridad cristiana. Se excusan esos dos seres tan malvados cual furibundos dragones o gigantes malcarados, que necesitaba un tratamiento de choque para abandonar mi diminuta afición por los libros de caballería y, o bien me hacían tragar píldoras de alquimista, o me encerraban en un hospicio para alienados, donde se me aplicarían sangrías y sanguijuelas en mi nevada cabeza. Pero los muy truhanes, los hijos de cien padres, pensaron en un plan más venenoso si cabe. Ahora cada noche me atan con fuertes correas a mi lecho y me recitan fragmentos de un libro que consiguió, con sus influencias en la biblioteca de Babel, el infame bachiller. El autor es un portugués, un tal Bernardo Soares; siempre pensé que no se podía esperar nada bueno de ese nido de jesuitas y comerciantes, que con tanto viaje han perdido la influencia de la única iglesia cristiana como es la católica, apostólica y romana.
Tal y como os relataba en ese libro se habla de un tiempo futuro, ojalá la providencia divina me libre de vivir un tiempo parecido, en que: los jóvenes han perdido la fe en Dios, y osa a decir que por el mismo motivo que sus padres creían en él. Sin saber por qué. ¿Cómo si no estuviéramos seguros de la existencia del Santo Padre? Me enfurece y me apena y denunciaría el caso a la Santa Inquisición, sino fuera porque han levantado un muro de 10 pies de altura alrededor de mi hogar y no me dejan salir ni a inspeccionar los terrenos que heredé junto a mi hidalguía. Hasta el pobre Rocinante parece apático y deprimido, al no poder salir a pasear conmigo.
Os pido ayuda o al menos comprensión.

Siempre suyo
Don quijote de la Mancha





Estimado Don Alonso Quijano.

Le contesto yo, Aldonza Lorenzo, sólo porque la carta me fue entregada ayer por la noche cuando volvía de labrar la tierra. No conozco a ninguna Dulcinea y por supuesto mi santa madre jamás me hubiera puesto un nombre mas propio de una pastelería que de una mujer hecha y derecha. Si en sus delirios, ya famosos en toda la Mancha, me quiere llamar de ese modo, yo natural y fresca le envió a freír espárragos trigueros, que en esta estación crecen en todas partes y se hace una tortilla de dos huevos.
Así que las cosas claras me llamo Aldonza, AL-DON-ZA.
Pero por caridad le respondo que me parece lamentable que le aten a la cama y que no le dejen salir de sus estancias. Me imagino a vuestra honorable persona abatida y cansada, como un toro al que le falte su vaca, y que vaga por el prado, castrado y deshecho.
Por otro lado ¿no le gustaba tanto leer? Pues desde pequeña me decía mi madre que en la variedad está el gusto. Así como a mí me gustan tanto el vino como el vinagre, tanto las acelgas como los tomates.
De denunciar el caso a la Santa Inquisición, conmigo no cuente. Yo no me acerco a esos curas, ni que el demonio me empuje. Además… ¿Usted está seguro que Dios existe? ¿Lo ha visto siquiera en sueños? ¿Le ha respondido aunque sea a una oración? Yo sólo sé que los curas trabajan una hora al día y tienen la alacena llena. En mi caso, ni con las doce horas que trabajamos mi marido y yo, no nos da para comer mas que unas verduras de nuestro huerto, pues la mayoría de lo que recaudamos se lo llevan los impuestos.
Ah! Se me olvidaban dos pequeños detalles: una, tengo marido, así que olvídese de frases como siempre suyo o amada mía, que mi hombre es muy celoso. Y dos, le adjunto a esta misiva el recibo del escribano, un moro llamado Benengeli, converso y de fiar, pues yo no tengo la suerte de saber leer ni escribir. Por cierto dice el moro que si no le paga le pasará factura.


Cordialmente
Doña Aldonza Lorenzo


Un engaño, tenía que ser eso, una broma pesada de mi amigo Elías. ¿Pero y si no lo era? ¿Y si las escalas del espacio tiempo se habían invertido de forma hipercúbica? Mis conocimientos de física cuántica siguen siendo limitados, pero lo que si sabía era que uno no puede adelantarse al futuro, no puede vivir un futuro en un pasado como si fuera un presente normal. Recordé los libros de Julio Verne, La maquina del tiempo de H.C. Wells. Yo había sido empujado a una espiral donde me precipitaba, por obra y gracia de mi oscuro colega, a una dimensión donde todo era posible, y que rompía los esquemas de todo dogmatismo ortodoxo.
El problema no era sólo la vigencia de las cartas, el verdadero problema era su existencia. Miles de preguntas se acumulaban en mi mente, me mareaban aturdiéndome. Tuve que sentarme en una cafetería y pedirme una copa de brandy que bebí de un trago.
Menuda faena, mi amigo sabía lo que hacía al deshacerse de la carpeta. Mire la prueba del carbono 14 y la fecha del papel y de la tinta se remontaban a finales del s. XV
Siempre me había parecido de un ingenio sorprendente el juego de autores ficticios de El quijote, como le cede la autoría de la primera novela moderna de la historia a Benengeli, lo que implica un acto metaliterario brillante y la aparición de Cervantes en un segundo plano. Pero si estas cartas son lo que parecen, o son lo que dicen la encrucijada es mayor. Por un lado estaba la existencia real de don Alonso Quijano, por otro el anacronismo histórico con la aparición de Bernardo Soares, un heteronónimo más de Fernando Pessoa, además la existencia de la biblioteca de Babel, la tortura manicomial a la que es sometido don Alonso y por ultimo la figura del escribano, que no es otro que Benengeli. Aquello era inverosímil, pero las cartas estaban ahí, y esa realidad, que cualquiera diría que era fruto de una mente maquiavélica, han supuesto para mí, como supongo que supuso para Elías, un largo y verdadero paseo por el infierno.
Mi subida al paraíso nunca llegó, ahora vivo en un constante purgatorio de preguntas sin respuesta, sólo me consuela pensar en que la realidad supera a la fantasía. Quizás haya enloquecido pero pienso que los personajes de las novelas que tanto han enriquecido mi vida desde bien pequeño, son, o mejor dicho eran personas, cuyas vidas fueron elevadas a la clase de mitos o arquetipos que perviven y enriquecen a los hombres a lo largo de la historia. Que el arte de escribir no tendría sentido sin ese reto de jugar a ser dios, manipulando, por parte del recreador, situaciones que intentan imitar a la realidad pero sin conseguirlo; pero que a su vez, desde el poder que da ser el dueño del discurso, dan una perspectiva nueva a la realidad, la focalizan hacia nuevos terrenos por conquistar, una tierra antes baldía, como el olvido o un folio en blanco, y que acaba siendo campo de cultivo. Al final lo que importa no es si don Alonso existió, y quisiera pensar que ese Bernardo Soares no era mas que un jesuita que había colgado la sotana ante la iluminación mística de un futuro sin dios, adelantándose premonitoriamente, como la versión masculina de una Casandra medieval, a un futuro que ni él mismo se imaginaba que llegaría a existir.
Lo que realmente me importa o le da sentido a todo este vericueto retorcido como tronco de olivo, es que el azar nos sitúa en situaciones límite, obstáculos que debemos intentar superar, un horizonte relativo donde todo es posible y ninguna afirmación es exacta. Si realmente existiera la maquina del tiempo dentro de esa biblioteca infinita de Babel, si realmente todo estuviera escrito, y no quedara nada por hacer. El hombre, en tanto que es hombre, estaría perdido.

2 comentarios:

bettyylavida dijo...

Que maravilla de texto

Para quitarse el sombrero, en serio

Anónimo dijo...

ya lo creo!