Corría
el año 1980 cuando se publicaba el DSM III. El conocido manual salía
a la venta con el firme propósito de cientifizar una disciplina como
la psiquiátrica, que en aquellos tiempos no andaba por el mejor de
sus momentos, pues experimentos como los realizados por David
Rosenhan ponían en evidencia la falta de objetividad y la invalidez
de las herramientas existentes hasta la fecha para la práctica
clínica. La clasificación estadística, la descripción de
síntomas, por tanto, surgió como un deliberado intento por parte
del los nietos de Kreppelin por hacerse valorar como el resto de
SABERES médicos. Durante las tres décadas siguientes el dominio de
dicho SABER fue absoluto. Se han destinado millones de euros a la
infructuosa búsqueda de esos genes tan traviesos y esquivos que
explicarían la tara, el fallo biológico aún desde antes de nacer.
Se han gastado lo equivalente al presupuesto entero en sanidad de un
país como Guatemala con afán de investigar al cerebro y a sus
conexiones. Hoy en día después de tanto dinero invertido sabemos
que los genes mutan, cambian, evolucionan con el poder de una
palabra, de una caricia. Que este cambio tiene una reacción en
nuestro cerebro y en todo nuestro organismo, que un acto de amor,
simple, sencillo, gratuito, como es todo acto amoroso, es una de las
herramientas más poderosas que tienen los profesionales de la Salud
Mental para aliviar el sufrimiento.
Fotografía: Asun Pie Balaguer.
Recuerdo
como durante el ingreso en psiquiatría de una de las personas más
importantes que hay en mi vida, me explicaba que los mejores momentos
– a parte de las visitas- eran aquellos en los que una enfermera,
Chus, amante de la literatura, reunía a los pacientes interesados en
una de las habitaciones y les leía al acabar su turno cuentos de
Jorge Bucay, de Alejandro Jodorowsky, etcétera. La implicación de
aquella mujer, que había vivido con resignación una reforma
psiquiátrica inconclusa y, según parecía, del todo estancada, era
porque distinguía en las miradas de sus oyentes, en los abrazos que
le daban en ocasiones al acabar, en las palabras que le dirigían, un
placer, un agradecimiento, una compresión más saludable que
cualquier protocolo que se realizara en aquella institución. Al
menos para esa persona tan importante en mi vida era así, y quizás
sólo por ella, aunque seguro que no era la única, ya valía la pena
hacer ese esfuerzo.
El
papel de un profesional de la salud, y más en un campo donde las
emociones están tan a flor de piel, de forma, a veces, tan
descarnada, cuando parece que la palabra no sirva porque se han
partido los significantes y el diálogo se atore y se estanque o se
eleve hacia universos improbables por una de las partes, dificultando
la comunicación hacia límites insólitos, debería ser el de aquel
que tiende puentes donde sólo había océanos insondables, aquel que
convierte a esa isla en una península, sin fracturar el débil
estado de alguien que seguramente lo que más necesita en su vida es
ese amor castrado, esa comprensión negada, hasta el punto de negar,
en ocasiones, aquellas señas de identidad que le han servido durante
años para sostener un sufrimiento no resuelto.
Después
de más de 30 años donde lo importante, lo relevante, lo único a
considerar era el hecho de aceptar un diagnóstico, promover la toma
del tratamiento, paliar los síntomas visibles como si fueran
causados por obra y gracia de un cerebro malfuncionante que por
causas biológicas desconocidas, pero aceptadas por casi toda la
comunidad científica, convertía la vida de un paciente y la de su
entorno en un infierno. El acompañamiento, la contención emocional,
esos actos de amor que humanizan el trato y acercan al profesional a
aquel que le necesita no estaban en la agenda. Así las cosas cuando
algún atrevido hablaba de la necesidad de un cambio de paradigma en
salud mental era tachado de loco o de anti-psiquiatra. Mientras tanto
las contenciones mecánicas, los tratamientos forzosos, los ingresos
involuntarios sustituían a la falta de implicación, a la ignorancia
y en ocasiones también a la desidia. Hoy en día por desgracia
siguen vigentes en toda institución con la más arcaica actualidad.
Y es que desde, que en en el 2006, la Convención de las Naciones
Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad nos
situara en el mismo plano legal que el resto de la ciudadanía,
dichas medidas coercitivas ponen en evidencia que aún persisten en
el imaginario colectivo -también en el sanitario- ideas que asocian
locura y incapacidad para decidir o comprender que es lo mejor para
uno mismo. Porque el problema no está en el paciente, está en su
cerebro, y nadie: ni afectado, ni entorno, ni sociedad, ni nada
relacionado con su biografía es responsable de que esos
neurotransmisores se hayan alterado. Así que hay que tratarle quiera
o no quiera, es por su bien. Sinceramente, esta idea tan extendida y
de un biologicismo extremo me parece tan simplista y reduccionista,
de un paternalismo tan abyecto, que sólo puede ser fruto de un
delirio.
En
la actualidad recientes estudios demuestran como en un 85% de los
casos un antidepresivo es igual de efectivo que un placebo (Whitaker,
2010), claro que el placebo no provoca disforia tardía; que los más
modernos y caros neurolépticos son igual de efectivos que un
antipsicótico de primera generación (Kendall,2011), pero que donde
realmente se cura a los pacientes es con modelos comunitarios o de
espíritu similar a las casas Soteria; que la Big Pharma manipula y
falsea resultados e investigaciones; que en el tercer mundo, donde
carecen de los recursos del todopoderoso occidente, dos tercios de
las personas afectadas por una psicosis logran superar el trastorno
frente al tercio que la supera en nuestra civilización (Read, 2006),
donde los problemas de salud mental se han convertido en la mayor
pandemia del siglo XXI. Ante este panorama quizás debamos hacer
todos una reflexión conjunta sobre la necesidad de un cambio de
paradigma. Y cuando digo todos, digo todos los agentes que estamos en
esta entelequia llamada salud mental, que poca gente sabe definir,
pero que a todos los afectados nos remite a un sistema que parece ser
más industrializador de enfermedad que generador de salud.
Por
mi parte, como escritor y periodista, experto en esto de la locura
como respuesta a un diagnóstico con el que nunca me llegué a
identificar del todo, pienso que ya va siendo hora de decir NO. NO a
prácticas inhumanas como la contención mecánica, que van en contra
de la legislación internacional que nuestro país ha refrendado. NO
a la falta de escucha, a la falta de interés, a la falta de
implicación, porque sin ellas, es imposible ayudar a nadie, sólo
desde un trato amable, horizontal y honesto es posible acercarse al
que sufre. NO a la desnaturalización de los padeceres cotidianos, a
la patologización de las conductas humanas, a la cronificación de
una etiqueta diagnóstica contra la propia voluntad. NO a los
tratamientos involuntarios y al resto de medidas coercitivas que se
realizan por el bien de un paciente que tiene todo el derecho del
mundo a no querer ser curado de aquello que sólo los demás
considerar una enfermedad. NO a una mirada exclusivamente
biologicista sobre los problemas que atañen a las personas y sus
comunidades. NO, en definitiva, a todo aquello que nos acerca cada
día más al Mundo féliz de Aldous Huxley, cuando la
felicidad
-como decía Mario Benedetti-
al menos en mayúsculas no existe, y si existiera en minúsculas
sería parecida a nuestra breve pre-soledad.
Podemos
decir NO, pienso que es nuestro deber como personas, como seres
humanos comprometidos con el alivio del sufrimiento, sin pretender
cambiar el mundo. Un poco como aquella enfermera, Chus, de la que
hablaba anteriormente. Alguien que no teme salirse del estrecho
sendero del protocolo establecido para regalar un poco de sabia
compañía, aderezada con tientos de cariño, a aquellos que más los
necesitan. Al final, el cambio de paradigma, si llega a suceder, será
por el conjunto de pequeñas acciones como esta. Porque son las
pequeñas acciones, las pequeñas cosas, las que mueven y dan sentido
al mundo.
6 comentarios:
Ha sido un placer leerte, un alivio, que se escuchen esos gritos de verdad y justicia y sentido común, que tanto desgraciadamente le falta a esa ciencia-religiosa psiquiátrica.
Un abrazo y salud.
Yo digo NO
Abrazos!
NO NO NO
Besos
Amaia
Pues va a ser que NO!
Un abrazo compi!!
Como decía el protagonista de "La fièvre monte à El Pao" al final de la película:
'la rebelión empieza cuando un hombre dice NO'
Pués eso!
Pasaros por http://yoamoaalguiencontdah.blogspot.com.es/2012/06/premio-liebster-blog.html os hemos concedido un premio.
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