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martes, 17 de mayo de 2011

CAPÍTULO II.



Los sueños de la razón producen monstruos.


Y si protesta el corazón en la farmacia puedes preguntar, ¿tienes pastillas para no soñar?

Joaquín Sabina.



Abrí los ojos asustado, pero todo en la casa parecía en orden. Las persianas bajadas, los muebles polvorientos, papeles esparcidos por el suelo del comedor. Yo, en cambio, estaba confuso, tenía mucha sed, notaba la lengua hinchada y rasposa, como forrada con papel de lija; me costaba respirar. Me levanté pesadamente y fui hasta el lavabo. Todo parecía en su sitio, pero una sensación de irrealidad me acompañaba. Pensé que era posible que estuviera soñando, que el acto de abrir los ojos representara más bien una apertura hacia algo que guardaba en mi interior, en eso que llaman inconsciente. Incluso el agua del grifo del lavamanos se me antojaba distinta, más oscura a pesar de que el baño estaba iluminado por la luz que entraba por un ventanuco. Todo se me aparecía triste, mortecino, ceniciento. Me lavé la cara, frotando con fuerzas mis parpados llenos de legañas secas. Sólo entonces tuve valor de mirarme en el espejo. Mi rostro joven se había endurecido, como si lo hubieran cincelado sin pulir sus aristas; los ojos hundidos en las cuencas, los carrillos enjutos, la frente ancha y el pelo, o lo que quedaba de él, rebelándose contra la gravedad en varios remolinos. No os mentiría si os digo que no me reconocí. Aquel no era yo. Y si era yo sólo significaba una cosa, estaba gravemente enfermo.

¿Cómo era posible que me hubieran dejado salir del hospital de esta guisa? No me lo explicaba. Pero a esas alturas de mi vida ya me había acostumbrado sobradamente a no entender la mayoría de las cosas que sucedían a mi al rededor. Eran tantos los momentos en los que me había sentido zarandeado por mi historia, como si en ocasiones todo, lo conocido y lo desconocido, se confabulara en una especie de conspiración contra mi. Ésta era una sensación que no me acababa de creer, pero era curioso como si me ponía a pensar, a analizar las situaciones desde mi perspectiva de víctima todo parecía tener una explicación. Era como si en el momento en que buscas argumentos para justificar algo que está ocurriendo la mente encontrara aquellos que precisamente más le convienen para sostenerse a sí misma, para huir del miedo y su carcoma, de la duda y su corrosivo poder.

Apagué la luz del lavabo al salir y me dirigí nuevamente hacia el sofá. Pero algo me detuvo, un runrun en mis tripas me recordaron que hacía ya muchas horas, casi un día que no me llevaba nada a la boca. Fui a la cocina con la vaga esperanza de encontrar alguna lata de conservas, pero lo que encontré allí fue algo más que desalentador, algo terrorífico. Lo primero que noté fue el tremendo hedor que salía de allí. Fue entonces cuando distinguí encima de la encimera una cazuela de la que parecía salir todo aquel tufo. No recordaba haber cocinado nada y aunque sabía que lo que había allí no era apto para el consumo, la destapé empujado por la curiosidad. Dentro una cabeza de ternera llena de gusanos. Me aparté de ella dando un salto hacia atrás, el olor se volvía inaguantable por momentos, no entendía nada. Tenía que estar soñando, aquello tenía que ser un sueño, una pesadilla horrible sin aparente sentido. El sonido de una máquina de escribir me sacó del estado de estupor en el que estaba inmerso. No eran imaginaciones mías, no. Podía escuchar aquel sonido con una claridad meridiana. Era un sonido familiar, el de una Olivetti Lettera 54, como la que usaba mi padre cuando yo era niño. La simple idea de que mi padre estuviera allí conmigo me lleno de ilusión. Salí a toda prisa de la cocina y le busqué por todo el piso a oscuras. En el comedor no estaba, ni tampoco en su despacho, donde el siempre había escrito sus obras. Le busqué en mi antigua habitación y en la que compartió durante tantos años con mi madre. No encontré a nadie. Estaba solo y la certeza de mi estado fue como una puñalada en la boca de mi estómago vacío. Me apoyé en la puerta de la habitación de mis padres y quise llorar, pero no tenía lágrimas. Fue entonces, como por arte de un extraño sortilegio, cuando el sonido de la máquina de escribir se fue apagando y una luz tenue, como la que proyecta una lamparilla de noche, iluminó el perímetro de la puerta cerrada de mi antigua habitación. Me acerqué con sigilo, extrañado, hacía un momento que había estado allí y no había visto a nadie. Abrí la puerta unos centímetros y distinguí la silueta de una mujer de espaldas, sentada en la cama.

-Adrián, cariño,- Dijo la mujer que no era otra que mi madre.- Venga es hora de despertar. Que vas a llegar tarde al cole.

En ese momento quise abrir la puerta de par en par y entrar en la habitación y decirle mamá estoy aquí, estoy despierto, te he echado mucho de menos. Pero algo me detuvo. Fue otra voz familiar, la del niño que un día fui.

-No me encuentro bien mami. Creo que estoy enfermo.- Le contesté mohíno.

-¿Qué estás enfermo? Vamos a ver... Pues fiebre no tienes mi niño. ¿Tú que te notas? -Me preguntó mi madre.

-Es como si tuviera miedo de algo. No quiero ir al colegio.

-¿Es como si algo te estuviera haciendo cosquillitas en el estomago?

-Sí, eso mismo. -Afirmé con decisión.

-Eso no es miedo mi amor, -diagnosticó mi madre- lo que te pasa es que sientes ilusión y eso es bueno. ¿A que tienes muchas ganas de volver a jugar con tus amigos después de las vacaciones?

-Sí, muchas. -Afirmé.

-Pues venga, vístete y abrígate bien. Que hace mucho frío.

-¿Mamá? ¿Por qué no viene papá a despertarme?

-Cariño... -Me explicó mi madre con dulzura.- Ya lo hemos hablado muchas veces... Papá está trabajando. Tiene que presentar un libro la semana que viene y ya sabes que si papá se retrasa en la entrega no le van a contratar más.

El timbre del teléfono interrumpió la escena de repente. Durante unos instantes no supe que hacer, giré la cabeza hacia el comedor, pensando que debía contestar al teléfono, cuando lo que realmente deseaba era entrar de una vez en la habitación y abrazar después de tanto tiempo a mi madre. Pero el teléfono seguía graznando como un ave rabiosa y al volverme la vista hacia la habitación la luz se había apagado y la penumbra proyectaba sus sombras por la estancia vacía. Volví al sofá con una gran sensación de perdida y vacío en mi interior. Resignado dejé que aquel timbre irritante se me llevara. Lentamente abrí los ojos, todo en la casa parecía en orden. Las persianas bajadas, los muebles polvorientos, papeles esparcidos por el suelo del comedor. Yo, en cambio, estaba confuso, tenía mucha sed, notaba la lengua hinchada y rasposa, como forrada con papel de lija; me costaba respirar.

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