Josua permanecía inconsciente después de la operación. A su lado, su hermana Karen, se esforzaba en leer un libro de relatos de Patricia Highsmith, intentando en vano no pensar el porque estaba allí, el porque, después de todo aquello que la había hecho jurarse a sí misma tantas veces que nunca más haría algo por su hermano, había renunciado a todos sus juramentos y había acudido al hospital a acompañarlo en aquel trance. Porque Karen odiaba a su hermano profundamente. Desde que eran niños este sentimiento, mezcla de rabia, rencor e impotencia, había marcado su relación, distanciándoles de forma evidente. Al parecer, él había propinado durante su juventud brutales palizas a Karen, que habían acabado con ésta en el hospital hasta en dos ocasiones. Ella, a pesar del paso de los años, recordaba con precisión la cara de su hermano persiguiéndola de un lado a otro de la casa, como un animal a la caza de su presa. Los ojos inyectados en sangre coronando una sonrisa cruel, una mirada y una sonrisa que mostraban sin tapujos el goce supremo, casi sexual, de ver sufrir al otro, de comprobar como a pesar de lo poco o nada que siempre se había esperado de él (por su mal rendimiento escolar), sus manos eran capaces de hacerle sentir alguien importante, alguien poderoso, alguien capaz de destruir por el simple hecho de destruir. Estas torturas duraron dos largos años, con la connivencia y la complicidad de los padres, que a pesar de los consejos de los médicos eran incapaces de denunciar a su hijo mayor. Así las cosas, Karen creció soñando que escapaba de aquel infierno, que algún día, podría desprenderse de aquellos que la habían torturado, y que la seguían torturando en forma de recuerdos.
Pocos años después los padres de Karen y Josua murieron en un accidente de tráfico. Una noche después de cenar en un restaurante, el padre, que era el que conducía, achispado por el vino, se saltó un semáforo en rojo y su coche acabó siendo arrollado por una patrulla de policía que corría velozmente hacia el lugar de un crimen. Todos los ocupantes murieron antes de que llegaran los servicios de emergencias. El día del entierro Karen y Josua no se abrazaron, cada uno vivía su dolor de forma intransferible, como si ambos estuvieran encerrados en gruesas campanas de cristal o los separara un abismo o un telón de acero. De esto hacia ya treinta y cinco años y desde entonces los hermanos no se habían llamado ni habían mostrado el menor interés el uno por el otro. Al principio, Josua, que había acabado trabajando en la construcción, llamaba a su hermana periodista en Navidad, para invitarla a comer; pero Karen siempre rehusaba las invitaciones con alguna mala excusa, como si quisiera mostrar un rechazo pasivo, indirecto, o en el fondo de su corazón, donde había reprimido tanto odio y rabia acumulada, se negara a desprenderse del todo del único vínculo, por muy frágil que éste fuera, que la unía con sus raíces familiares.
Con los años y mucha terapia Karen creía haber superado todo los traumas generados durante su infancia y juventud. Sólo necesitaba en ocasiones tomarse algún somnífero para poder descansar. Se había casado y se había divorciado, se había vuelto a casar, no tenía hijos, había conseguido trabajo en un periódico y, gracias a sus dolorosas experiencias y a la sensibilidad hacia los más débiles que éstas le habían aportado, acabó especializándose en temáticas sociales: violencia de género, paro, discapacidades, racismo, abusos sexuales, vivienda, etc. En todos aquellos ámbitos en los que un colectivo era discriminado o maltratado por la sociedad o los mecanismos de opresión ella le ponía palabras denunciando, desde el poder que da la posibilidad de influir en sus lectores, todos aquellos atropellos. Pero ya se dice que una cosa es superar un trauma, perdonar a tu verdugo, y otra muy diferente es conseguir olvidar.
Una enfermera entró en la habitación de Josua y miró la bolsa del gota a gota, en la que aún quedaba suficiente solución gluco-salina para unos minutos.
-Hola. -Saludó la enfermera. -¿Es usted familiar del paciente?
-Sí, soy su hermana.-Respondió Karen.
-Mire, tengo que pedirle un favor. -Le dijo la enfermera algo nerviosa.
-Dígame. ¿En qué puedo ayudarla?
-Estoy sola, entre los recortes de personal y la ola de gripe soy la única enfermera para este turno. Tengo 45 pacientes a mi cargo, y no doy a basto. ¿Le importaría estar atenta al goteo y de aquí a unos minutos cerrar la entrada para que no le entre aire en el cuerpo a su hermano? Cuando pueda me pasaré a cambiarle la bolsa de suero y ya no la molestaré más.
-Sí, claro. No se preocupe. Esta crisis está haciendo estragos. He denunciado muchas veces en mis artículos como todo estos recortes en la sanidad pública están dirigidos a privatizar los servicios.
-Me hace un gran favor, y claro, a su hermano también. Muchas gracias señora. Hasta luego.
-Hasta luego.
La enfermera salió a toda prisa de la habitación y Karen volvió a retomar la lectura de las últimas páginas del libro. Patricia Highsmith siempre le había parecido una escritora brillante, capaz de crear con una frase la inquietud en el lector para sostener después el suspense hasta el final, que solía ser sorprendente. La violencia y la muerte estaban siempre presentes en sus libros, como lo estaban también de forma inevitable en la vida, creando un binomio indivisible como es el de vida y muerte, en el que todas las personas, todos los seres humanos podemos en algún momento dejarnos arrastrar por las más oscuras, terribles y violentas intenciones. Nadie está a salvo de la posibilidad de caer en la maldad, nadie puede aseverar un nunca lo haré. Ahí reside el misterio y su atractivo, en que hasta el mayor de los héroes tiene como alter ego a su némesis y que cualquier víctima puede en algún momento convertirse en verdugo.
Cuando Karen terminó de leer, se recostó sobre el sillón. Miró a su hermano que seguía inconsciente y miró la bolsa -a punto de vaciarse- goteando, conectada por un tubo al catéter que le habían inyectado en el anverso de la mano de Josua. Al fijarse en el goteo constante pensó que ese goteo seguía el mismo ritmo que un reloj, plip, plip, plip, plip, plip, plip... En cualquier momento esa bolsa se acabaría, un último plip, y el aire que quedaba en la bolsa entraría en forma de burbuja mortal en el riego sanguíneo de su hermano, primero lentamente, subiendo por el brazo, hasta llegar al corazón donde sería bombeada quizás hasta el cerebro. Aquello acabaría con la vida de aquel que la había torturado tantas veces y que en ese momento, así como dormido, parecía que nunca hubiera roto un plato. Sería una venganza en toda regla, servida en plato frío. Todas las veces que Karen se había despertado agitada en medio de la noche tras soñar que mataba con sus propias manos a Josua, parecían en ese momento sutiles premoniciones de aquel instante. Sólo que ella no tendría que ensuciarse las manos. Ella no tenía que hacer nada, ella no lo mataría, sería el sistema. Un sistema social depredador y homicida, donde los débiles no tenían lugar ni derechos más allá de aquellos supuestos teóricos que lucían en la Constitución y que eran pisoteados constantemente por oscuras ambiciones. Sólo tenía que volver a recostarse en el sillón, intentar relajarse, o al menos hacerse la dormida. Incluso podía forzar el sueño tomándose uno o dos somníferos. Nadie la podría acusar jamás de haberse dormido, eran las dos de la madrugada. Quizás antes de que fueran las dos y media su hermano ya estaría en el otro barrio, entrando en el infierno -si es que realmente existía un infierno- de cabeza y por la puerta grande. Quizás entonces se acabarían por fin sus pesadillas, ya ninguna noche más soñaría que mata a su hermano. Su hermano estaría muerto, muerto al fin, muerto y enterrado. Ella, en cambio, volvería a casa, esperaría que su marido llegara de trabajar, le propondría salir a un restaurante, ni una lágrima de dolor, ni un resquicio de arrepentimiento, pedirían una botella de Cava o dos o las que hicieran falta. Al llegar a casa le haría el amor con ternura y pasión las veces que hicieran falta. Hasta que él no quisiera más. Se abría acabado la vida de Karen, la desgraciada, la pobrecita, la eterna víctima, y empezaría la de una nueva Karen, que moldearía durante los años que le quedaran por vivir...
Karen se recostó en el sillón, buscó su pastillero y se tomó dos pastillas. Éstas no tardaron mucho en hacer efecto. Como si la hubieran desconectado de la máquina de la vida, cayó de repente en un sueño profundo. La última imagen que creó su imaginación antes de que se apagaran todas la luces de su consciencia, fue la de un atardecer en una playa blanca, con el sol cayendo allá en el horizonte sobre el mar. Sólo fue un instante, como un fogonazo o una diapositiva, antes de que la noche se los tragara a todos para siempre.
1 comentario:
brrrrr ... escalofrío
no estoy seguro de qué es peor, si recibir palos o darlos...
pere
Publicar un comentario