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martes, 28 de septiembre de 2010

El increíble caso de la persona crónica.

Mike sufría de un malestar pocas veces visto en la historia de la psicopatología. Para él todo era personal. Hablaba siempre de una forma cercana e íntima. Contaba todo desde su perspectiva y se jugaba su identidad en cada movimiento y en cada conversación. Enriquecía además su anecdotario con defectos personales y con cuitas que se le escapaban a los otros. Realmente personificaba a un tipo de otro tiempo. Esta circunstancia le producía múltiples problemas. Había sido expulsado de diferentes trabajos por su incapacidad para hablar en performativo. Error suyo había sido quizás el hecho de que había siempre intentado trabajar de funcionario, de cura o incluso de policía. Profesiones condenadas para él por su incapacidad para hablar en general y repetir códigos. Había también intentado ser artista multimedia, monologuista y artesano maderero, pero su personalidad lo inundaba todo. Era además una personalidad poco reseñable. Su único talento era este exceso de lo personal.

Sus contados amigos lo llevaban lo mejor que podían. Evidentemente las citas con él no eran para estar con otros y menos para presentarlo en familia. Mike estaba acostumbrado a encontrarse con sus amigos en cafés clandestinos o en bares sucedáneos y arrabales sociales. Sus amigos eran, paradójicamente, individuos altamente jerarquizados y protocolizados. Una especie de retaguardia de la normalidad gausiana. Encontraban cierto placer en revolcarse puntualmente en el personalismo de Mike. Era como una droga de uso puntual y recreativo. Aún así intentaban ayudarle. Le explicaban que era una persona crónica. Que tenía que intentar no ser tan persona. Que no todo se puede ver con sus gafas personales. También le buscaban trabajos y actividades. Le hicieron visitar todos los sitios donde necesitaban personal. El, claro, llegaba y se lo tomaba todo de forma tan personal que no pasaba ninguna entrevista. Trabajó incluso de falta personal en un partido de baloncesto pero tampoco le dieron bola.

Con todo esto sobre su espalda, Mike era feliz. Eso sí, él no lo sabía, pero algo estaba a punto de cambiar su vida para siempre. Una noche plomiza como boca de lobo, una noche de soledad como tantas en su vida, decidió que tenía que hacer algo. No podía soportar vivir en una sociedad tan impersonal, máxime cuando ésta le había excluido desde siempre. Su decisión fue tajante. Pensaba acabar con aquello que creía que cimentaba aquella enorme farsa social. Salió a la calle armado con varios sprays de pintura y se dirigió a la calle más comercial con la firme intención de remover conciencias con sus mensajes. En cada vidrio escribió estas dos palabras: diferencias personales y hubiera vuelto a su casa con la algarabía del deber cumplido sino fuera porque el dueño de una farmacia de guardia alertó a la policía de sus andanzas.

El coche patrulla no tardó en personarse. Los agentes detuvieron a Mike y lo llevaron a comisaria donde, después de un infructuoso interrogatorio, decidieron que para alguien con tanta personalidad sólo había una solución: la psiquiátrica.

Una ambulancia le trasladó al antiguo manicomio, el cual ahora se llamaba Centro de higiene mental. Allí, después de una rápida exploración, decidieron de forma unilateral que Mike debía pasar una temporada con ellos. Así que le ataron de pies y manos, no fuera a ser que tuviera un brote de agresividad contra aquellos que custodiaban el SABER del SER. Acto seguido le inyectaron la primera de las muchas inyecciones psico-farmacológicas que recibiría nuestro protagonista.

Semanas después Mike no se reconocía en el espejo. Su capacidad para entablar relaciones no había mejorado, en realidad era un tema que cada vez iba peor. Lo que el ingreso y la medicación sí habían conseguido era una absoluta despersonalización. Mike ya no era Mike, no sabía quien era, lo había olvidado, cosa que también fue considerada un síntoma por los dueños del SABER.

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