Capítulo 0.
El loco
Juan se despertó aquella mañana, como tantas otras, por el insistente pitido del semáforo para ciegos. Cada vez que el luminoso muñequito caminador se vestía de verde para los videntes, un altavoz piaba igual que un canario sabinero borracho de cazalla. Lo diferente a otras mañanas era que el maldito pajarraco electrónico no dejaba de piar. Juan, que solía combatir el calor sofocante de las noches de verano dejando la ventana abierta, ante la imposibilidad de cubrirse con una manta de hielo, maldijo al altavoz averiado, a los canarios y a todo el resto de especie aviar y se levantó como aquel que vuelve de entre los muertos, con una sombra acechando en su mirada, como si algo terrible estuviera a punto de sucederle.
Juan vivía solo. Sus padres habían perecido en un accidente múltiple al chocar frontalmente su bicicleta con un camión de correos. Y desde que había salido de la universidad con un lustroso título de ingeniero aero-náutico dedicaba su vida solitaria a diseñar aviones de papel. Tenía la extraña teoría de que alguna de sus obras, algún día, podrían cambiar el rumbo de la historia de la humanidad. Mientras esperaba a que llegara ese momento vivía como dicen que viven algunos locos, con la cabeza repleta de sueños por cumplir y los restos de una pizza pre-cocinada en la nevera.
Era un tipo afable, simpático, sin malicia, casi inocente, como un niño al que ante una agresión sólo se le ocurre responder: me rebota, me rebota y en tu culo explota. Esto le había granjeado muchos problemas con los típicos abusones colegiales que veían en él a una víctima fácil. Sin embargo a Juan nunca pareció importarle que le insultaran o agredieran, ni siquiera aquella tarde en la que lo desnudaron y metieron en un contenedor de basura orgánica él se enfadó. Es más, se alegró de encontrar allí dentro una microfauna tan extensa y al salir como dios lo había traído al mundo, arrastró el contenedor hasta su casa para examinarlo con detenimiento con el microscopio, impulsado por la ilusión de descubrir el ingrediente secreto de la albóndigas del comedor de su instituto. Después de horas y horas de análisis y estudio sólo pudo aseverar que aquellas albóndigas no estaban cocinadas con ningún ser vivo de la superficie terrestre.
Solitario y estudioso, las mujeres le rehuían como si estuviera apestado. El único contacto carnal que había tenido con una mujer que no fuera su difunta madre fue la vez que le dio la mano a la decana de su facultad en el momento de recoger su título de graduado. Acto seguido la decana se disculpó ante los presentes y fue a lavarse la mano con amoniaco.
Alguien podría decir que la historia de Juan es una historia triste, como suelen ser la de aquellas personas que han sido excluidas de la sociedad por sus diferencias. Pero es que Juan no se sentía así. Es más, con el simple hecho de poder jugar al solitario en red veía colmadas la mayoría de sus expectativas sociales. Lo único que faltaba en su vida era el reconocimiento ante el mayor y más veloz avión de papel de la historia que fuera capaz de volar. Un proyecto de vida que ocupaba la mayor parte de sus horas calculando y recalculando diseños para sus aviones en rollos de papel de váter. Como con la muerte de sus padres había cobrado una jugosa herencia no tenía que preocuparse de lo que se preocupa la gente común. Pagar las facturas o llegar con dificultades a fin de mes eran cosas que Juan no conocía. Se podría sentenciar que mientras el router inalámbrico no fallara su vida era un remanso de paz y armonía.
Pero volvamos al principio de esta historia. Cuando Juan se levantó, lo hizo con el corazón encogido, como si tuviera un nudo en la boca del estómago o se hubiera tragado una pinza de cangrejo sin masticar. No sabía el porqué de aquella nueva y extraña sensación de ahogo y vacío, pero intentó no alarmarse demasiado, podía recordar con precisión que el único cangrejo que había comido en su vida era el surimi rayado de una tortilla de chaca en el bar de la facultad. Intentó desayunar, pero fue un fracaso, todo le salía al revés, en vez de leche y cereales se preparó un vaso de leche de trigo y un bol de copos de vaca, que así cruda y sin especies resultó un tanto despreciable. Según pasaban los minutos aquella sensación iba a peor, no recordaba nada parecido desde aquella vez que intentó quitarse los pantalones por la cabeza.
El terror se estaba haciendo fuerte en su interior y a pesar de todos sus intentos por calmarse, parecía ser un okupa muy molesto y decidido a quedarse. Así que sólo podía acostumbrarse a aquella inesperada y gótica presencia, porque como decía su abuelo Pascual: la vida sigue igual. Dejó los copos de vaca sin terminar sobre la mesa y fue hasta su despacho haciendo el pino.
Encendió su ordenador y los tambores de presentación de Ubuntu le sonaron a música celestial. En breve, pensó, todo habría pasado, en el momento en que consiguiera ordenar numéricamente y por palos las 54 cartas de la baraja francesa, los fuegos artificiales en la pantalla quemarían cualquier rastro de angustia. Pero pronto descubrió que su pronóstico era errado. Hizo un solitario, dos, tres, cincuenta y nueve, sesenta, y no sólo aquella sensación continuaba en su interior, sino que además parecía aumentar a cada movimiento. Aquella era una situación desesperada que sólo se podía solucionar con medidas igualmente desesperadas. Cuando la sensación de ahogo se hizo del todo insoportable decidió que debía salir a la calle para no acabar ahogado entre píxeles de pólvora.
Hacía tres años y medio que Juan no salía a la calle y se la encontró donde la había dejado aunque un poco diferente. Los coches iban por las aceras, hasta el punto de que casi le atropella un autobús de línea al salir de su casa, y las personas caminaban por las calzadas en libertad, todas menos aquellas que eran paseadas por sus perros. Los únicos que no parecían haber cambiado demasiado eran los edificios, aunque no tardó en descubrir que esta apreciación no era del todo correcta, al ver como un bloque de 20 pisos se de-construía y entraba con prisa en la boca de varios transeúntes entendió que ahora los edificios y todas sus estructuras eran las que vivían dentro de las personas y no al revés.
Todo aquel cambio sobrecogió de tal manera a Juan que no daba crédito a lo que veía. El mundo se había vuelto loco, absolutamente loco y parecía que él era lo único que permanecía inalterado del mundo o la dimensión de donde provenía. Tenía que volver a casa. La calle había dejado de ser un lugar seguro. Pero cuando volvió sobre sus pasos esquivando a varios coches para llegar a su portal, todo el edificio se desmontó como un castillo de naipes y una nube de ladrillos, cemento en polvo y serrín de muebles se introdujo por su boca hasta depositarse en su estomago. Juan no digirió bien la experiencia y aullando con la estridencia de una sirena de ambulancia corrió hasta salir de su barrio primero y de su ciudad después.
Tomó la autopista A-69 hasta la capital. Por ella no circulaba ni un coche, ni moto, ni camión, ya que las personas caminaban por ella como el que pasea por unas ramblas, por lo que el único peligro que existía al andar entre tanta gente era que alguien se torciera un tobillo y se formara tras él un atasco de proporciones kilométricas. Por suerte, pudo caminar con fluidez y comenzar su viaje hacia lo desconocido. Se elaboró un pequeño hatillo, anudando su chaqueta al bastón que había arrojado un anciano justo antes de marcharse saltando como una gacela Thompson y se puso a caminar con la única esperanza de que algún día pudiera llegar a comprender como había llegado hasta aquel mundo tan extraño. Conocimiento que pensaba le daría la posibilidad de poder comprender o al menos aprender el camino de regreso hacia su vida tal y como la había conocido hasta aquel momento.
Muchas aventuras le esperaban al bueno de Juan y puedo aseguraros que ninguna de ellas serían en balde.
2 comentarios:
Apasionante la historia de los arcanos. Juan está dispuesto a saltar como el loco encerrando tantos sueños en su interior... que se cumplirán seguro. mua!!!
Juan sigue caminando por las callecitas que tienen ese..que se yo..viste?
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