Amanecer de escarcha.
Eran las nueve de la noche de un 10 de febrero. El frío y la humedad arreciaban dejando una fina manta de escarcha en los adoquines. No se veía ni un alma en aquel callejón sombrío, nadie sospechoso, ni siquiera los gatos se asomaban, pues seguro estaban protegidos bajo el calor del motor de algún coche recién detenido.
Debía estar a menos de cero grados, pensó Román con fastidio desde su escondite improvisado detrás de una furgoneta aparcada de correos; Roman solía soñar, desde que se fracturó el menisco persiguiendo a un caco hacia algunos años, con ahorrar lo suficiente para poder comprar un apartamento en Benidorm y así huir del frío, ya que, siendo como era tan inquieto, una mala rehabilitación le había dejado secuelas -en forma de higrómetro biológico- en la rodilla para el resto de sus días. Por otro lado es por todos sabido que un sereno se debe a su trabajo, haga frío, calor, llueva o granice, así que como buen profesional soportaba las punzadas en el interior de su rótula con estoicismo y valor.
Lo cierto era que no estaba allí por casualidad. Hacía dos días que su rutina había dado un giro inesperado, cuando en medio de uno de sus paseos nocturnos escuchó un grito de mujer seguido de un fuerte estallido. Al llegar corriendo al lugar, de donde creía que provenía aquel escándalo, vio a una muchacha tendida en el suelo sobre un charco de sangre. Era la primera vez que veía a un cadáver y no le gustó la sensación. Petrificado de horror tardó unos instantes en reaccionar. Se acercó lentamente hacia el cuerpo inerte de la joven y le dio la vuelta para comprobar si aún estaba con vida. Un orificio de bala se abría en la frente de la hermosa mujer, junto al pelo castaño, los ojos verdes y almendrados -ahora sin brillo-, los labios entre-abiertos pintados de rosa carmín, como si hubieran sido congelados en el momento justo de dar un último beso a la muerte y la piel más blanca y delicada que Román había acariciado nunca. Porque nuestro protagonista, atrapado por una extraña fascinación ante lo desconocido, acariciaba el rostro de la víctima de aquel crimen como si aún estuviera viva, como si estudiara cada detalle, cada curva, cada línea de aquella cara, sin acabar de creerse que una persona tan joven y bella pudiera ser obligada a abandonar la vida de una manera tan repentina, tan inesperada, tan cruel.
Algún curioso, al que todo aquel ruido, entre gritos y disparos, debió interrumpir el sueño, subió una persiana, y su sonido pareció romper el encantamiento en el que había caído Román. En un instante recuperó la compostura y fue consciente de lo que debía hacer. Con algo de reparo por abandonar a aquella joven, como si necesitara que alguien la vigilara para no escapar de allí, se fue a llamar a la comandancia de la policía. Pasaron apenas veinte minutos antes de que se personaran en la escena del crimen dos patrullas de agentes y un coche de atestados. Durante ese tiempo, Román, custodió el cadáver como un perro guardián fiel y hasta cierto punto enamorado de su joven y efímera dueña. Una vez levantado el cadáver Román debía continuar la ronda, como si tal cosa. Pero algo se lo impedía. No podía quitarse de la cabeza la imagen de aquella joven.
Cuando acabó su turno, ya en su casa, fue incapaz de dormir, pues cada vez que cerraba los ojos la muchacha se le aparecía en su mente, viva aún, pues su imaginación le había devuelto la vida y la sonrisa más bella que jamás había soñado el bueno de Román, al cual todo aquello le estaba atormentando sobremanera. Decidió levantarse de la cama e ir a la sala de estar a leer un poco. Se sirvió una copa de Brandy, encendió un cigarro y sentado en su sillón de lectura -que era el único que había en aquella modesta sala- abrió una de sus novelas favoritas: “El halcón maltés” de Dashiell Hammett.
La lectura y el cine eran las únicas pasiones de Román. Soltero y sin esperanzas de dejar de serlo, pues hasta la fecha ninguna de las mujeres a las que había cortejado parecían haber visto en él a un buen partido, la fantasía de una buena novela o una buena película eran para él como el bálsamo de Fierabrás, ya que conseguían evadirle de su soledad, consiguiendo que olvidara desde el dolor de su rodilla hasta la melancólica sensación de vacío que en ocasiones se hacía presente en la boca de su estómago. De entre todas las historias que ávidamente había devorado las protagonizadas por Sam Spade eran sus favoritas. Al bueno y tímido de Román le fascinaba el coraje de aquel personaje que parecía mostrar más aprecio al dinero que a su propia vida, y que andaba por las calles de San Francisco abriéndose paso a codazos si era necesario, entre los más peligrosos delincuentes. A veces, durante aquellas mañanas en las que el inconsciente le reservaba una gran aventura, soñaba con que su habitual ronda de sereno se convertía en una investigación criminal, abandonando por unas horas su traje azul, su gorra de plato y su chuzo, que eran sustituidas por una gabardina, un sombrero Borsalino ladeado y un revólver Cold de 12 milímetros.
Román descubrió que algo que no iba bien cuando a pesar del brandy y aquella obra maestra de la novela negra con la que tanto solía disfrutar, era incapaz de sacarse la imagen del rostro de la muchacha asesinada de la cabeza. Pensó que se estaba volviendo loco cuando en el interior del libro las palabras que organizaban las frases de la narración parecieron ponerse a bailar unas con otras, moviéndose en una especie de remolino que se detenía al formar entre todas el dibujo de una pareja, para volver a bailar y dibujar el rostro de la joven, y, finalmente, después de un último baile, a un hombre disparando a bocajarro a una mujer. Román cerró el libro asustado, sudaba envuelto en una nube de náusea y vértigo. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué debía hacer para detener aquella sensación de ahogo que le oprimía el pecho como si cargara con una saco de 20 quintales? Por lo pronto se levantó en un arranque de arrojo y corrió hacia el lavabo para vomitar.
Seguidamente se lavó la cara y fue entonces, delante del espejo turbio del mueble de fórmica de su lavamanos, cuando intuyó como acabar con aquella pesadilla. Estaba seguro que todo aquello era una señal, la señal que había estado esperando durante tanto tiempo, la señal de que su vida anodina como sereno, tenía al fin un sentido más allá de encargarse de vigilar las calles del barrio y regular la iluminación de las mismas. Era su obligación recorrer continuamente las calles, anunciando la hora y la variación atmosférica, pero también guardarla de ladrones y malhechores. Era el momento en que Román, dejara paso a Román “Spada”, para poder devolver la dignidad a aquella muchacha capturando a los que la habían asesinado, fueran uno, dos o doscientos. De esta forma seguro que su alma podría al fin descansar.
Román salió de su casa vestido de paisano, sin su habitual uniforme, su primera parada era la comisaría, pensaba hablar con un inspector, antiguo amigo suyo. Éste al comprender lo que se proponía nuestro protagonista le dijo que no se metiera en berenjenales, que dejara este trabajo a los profesionales, pero algo en la mirada desencajada de Román le turbó y acabó contándole que todo aquello parecía un ajuste de cuentas. Todavía no habían identificado a la joven, pero los forenses habían descubierto algo en el cuerpo de la joven, un tatuaje en su espalda, en ella habían grabado la imagen de un dragón negro, una organización mafiosa y peligrosa que se dedicaba al tratado de blancas. La primera hipótesis de la policía era que aquella muchacha había huido o quería huir de las redes de la mafia y lo había pagado con su vida.
En la cabeza del sereno se fue trazando un plan de actuación, si la cosa iba de prostitutas y mafiosos, se recorrería todos los burdeles de la ciudad en busca de alguna pista, hasta dar con los malos de la historia y acabar con ellos. Agradeció a su amigo la información, que pensó, mientras le veía marcharse, que pronto tendrían que recoger otra víctima de algún callejón. Una vez fuera de comisaría se dirigió al primer prostíbulo. Después de pagar tres reales por una copa de brandy no encontró ninguna pista.
Aquel día lo pasó recorriendo uno a uno todos los lupanares de su barrio y de los colindantes, no es que fueran muchos, pero tampoco eran dos o tres. La mayoría estaban situados en el primer piso de algún edificio de varias plantas, disimulados bajo carteles tapadera como sastrería “Doña Paquita”, lechería “La Habitual” o casa de “Muñecas Famosa”, por poner algunos ejemplos. Cuando entraba en una de ellos siempre seguía la misma rutina: se pedía una copa de brandy y mientras bebía la dueña de la casa le preguntaba sus preferencias femeninas, antes de que las chicas de la casa posaran ofreciéndose ante él. En todo aquel día no se acostó con ninguna de las jóvenes, ni siquiera cuando la excitación al ver aquellos cuerpos semi-desnudos ante su pobre figura, le provocaron más de una erección involuntaria. Estaba de servicio, se consolaba para sus adentros. Su trabajo era buscar algo que le sugiriera un dragón negro.
Eran cerca de las seis de la tarde y ya anochecía. Román no había dormido en todo el día, tampoco había comido y estaba bastante borracho con tanta copa de brandy. En dos horas debía estar con su uniforme recorriendo las calles. Ya casi había perdido la esperanza cuando camino de casa, en la calle de una de las casa de citas de su barrio vio a una joven con un hombre que tiraba del brazo de ella forzándola a seguirle. Lo que le llamó la atención de aquella pareja, a parte del forcejeo, era que ella llevaba un vestido muy parecido al de la víctima, así que decidió seguirles aún a riesgo de no poder comenzar su ronda a la hora debida.
A unos 50 metros detrás de ellos el alcohol y el cansancio empezaban a hacer mella en Román, que empezaba a pensar que el trabajo de detective era realmente duro, y que debían estar hechos de una pasta especial para soportar todo aquel trajín de noches sin dormir y bourbon con soda, sin morir en el intento. La pareja entró en un edificio que parecía abandonado, cuya entrada se abría en la zona oscura de un callejón. Román quiso seguirles también hacia el interior, pero cuando llego al umbral comprobó como la puerta estaba cerrada con llave. Desilusionado y agotado, pensó que lo mejor era volver a casa, beberse una cafetera entera y salir a trabajar.
El café le despejó lo justo como para poder realizar su ronda, aunque fuera precariamente. Eso sí, de forma automática y sin querer evitarlo, su ronda se limitó a recorrer las calles adyacentes a aquel oscuro callejón. Estaba casi convencido que aquella joven que había entrado en el edificio iba a ser la próxima víctima del Dragón Negro.
A las seis de la mañana el sol invernal amaneció con un soplo de escarcha. Román, al que la rodilla le dolía hasta el punto de tener que contenerse las lágrimas, estaba deshecho y sólo deseaba tomar un poco de Cerebrino Mandri y dormir unas horas. En toda la noche no había habido ningún grito, ningún disparo, nada que hiciera sospechar que habían asesinado a una segunda joven. Es más, al caer en la cama el muerto parecía que fuese él.
Durante las primeras horas el agotamiento pareció darle una tregua. Pero después unos extraños sueños enturbiaron el descanso del guerrero. Román soñó, ante su asombro, que la primera víctima lo despertaba con un beso y que le indicaba doblando el dedo índice que la siguiera. Juntos salían de casa de Román y caminaban por las calles vacías, hasta llegar al misterioso y oscuro callejón. Al llegar a la puerta del edificio de marras ella, como buen fantasma, atravesaba la puerta, dejando solo a un Román aturdido, que no entendía nada. Acto seguido un grito desgarrado, le helaba la sangre despertándolo en la cama agitado y entre sudores.
Aquel edificio escondía algún misterio, resolvió Román, que había oído en ocasiones en la radio a médicos de la mente que afirmaban que en los sueños se esconden muchas verdades ocultas durante el día, y que por estar ocultas y ser importantes, se revelaban mientras dormíamos como si fueran unas inquietantes fotografías.
Eran las siete de la tarde, más o menos la hora en la que había visto entrar a aquella extraña pareja en el edificio y Román, escondido tras una furgoneta de correos vigilaba la escena de paisano. Pensaba quedarse allí vigilando toda la noche. Antes había enviado un telegrama a la central para avisar de que estaba enfermo y de que aquella noche no podría trabajar.
El tiempo se escurría viscoso y un minuto parecía una hora y una hora toda una eternidad. No había señales de vida ni de muerte en aquel callejón oscuro. Agazapado, armado con su porra y con fuertes dolores de rodilla, Román esperaba fumando de puro nerviosismo, al acecho de que en un momento u otro sus sospechas se materializaran en algo concreto y apareciera uno de los secuaces del Dragón Negro, al que pensaba abrirle la cabeza a porrazos como si ésta fuera una sandía.
Ya se había fumado todo un paquete de Celtas y allí no pasaba nada, ni nadie. Estaba a punto de abandonar aquella aventura -que lo único que le había traído eran dolores de cabeza y de menisco- cuando la puerta del edificio se abrió, saliendo de ella dos hombres bien vestidos, pero malcarados. Se encendieron un cigarro. Román apagó el suyo y se agazapó tras la furgona un poco más, prestando oído a la conversación de aquellos dos tipos con pinta de matones peligrosos.
-¡Joderrr! Que frío hace...
-Esto no puede seguir así. Tiene cojones que nos haga salir a la calle a fumar.
-Si.
-Esta vida es cada vez más dura.
-Si esto sigue así nos vamos a quedar sin trabajo. Eso si no nos pilla la pasma.
-De la pasma no te preocupes. Están todos untados y bien untados. Esto el abuelo siempre lo ha tenido muy en cuenta. Será un cabrón, pero es un cabrón con contactos en las altas esferas.
-Es mejor llevarse bien con él. Sino... Acabamos como el resto...
-Joder... que frío hace...
Román no se lo pensó demasiado. Aquellos dos tipos tenían que ser miembros del Dragón Negro y seguramente irían armados. Tampoco tenía demasiado tiempo. En cuanto se acabaran los cigarros entrarían al edificio y él se quedaría una vez más fuera. Tampoco podía llamar a la policía, ni siquiera a su amigo, quién sabía si él también cobraba de aquella mafia. Se decidió a salir y pelear. Dos pistolas contra una porra. Tenía las de perder. Pero no le importaba. Sólo quería sacarse aquella imagen de la cabeza. Con pasos silenciosos, como los de un gato, rodeo la furgoneta de correos y se acercó a aquellos dos bravucones que ignorando lo que les esperaba reían tranquilos, a punto ya de acabar sus cigarrillos. Dos fuertes porrazos en la nuca como dos aguijonazos. Dos golpes certeros y lesivos que tumbaron a aquellos dos armarios roperos, sin darles tiempo a reaccionar. Ya en el suelo los golpes se sucedieron como un torrente de furia rabiosa, ahora a uno y ahora al otro. La sangre de sus cráneos abiertos entre los adoquines reflejaba el logotipo de la furgoneta de correos.
Con aquellos dos fuera de combate, Román les quitó las pistolas y las llaves del edificio, antes de esconder sus cuerpos entre dos coches, tenía vía libre. A uno de ellos también le tomó prestado el sombrero que había caído en el pavimento. Se sentía fuerte, más fuerte y sereno de lo que se había sentido en toda su vida. Armado con dos pistolas, una en cada bolsillo y con la porra en el cinto, estaba preparado para matar y para morir.
Entró en el misterioso edificio. No parecía haber nadie. Después de escudriñar llegó a la conclusión de que era una antigua fábrica abandonada y vacía, y que en un rincón se distinguía luz tras el biselado de la puerta de una de las oficinas. Tomó aire mientras giraba el picaporte y empujó la puerta que se fue abriendo lentamente. En el interior, tras un escritorio iluminado tenuemente por un flexo, un anciano parecía estudiar unos libros de cuentas. Cuando el anciano se percató de la presencia de Román no pareció asustado, aunque éste le estuviera apuntando con una pistola.
-¿Qué quiere usted, joven? -Preguntó el anciano con serenidad.
-Soy Samuel Spada y quiero vengar la muerte de una mujer.
-¡Ah! Bien, bien. ¿Y por que cree he sido yo?
-Se lo escuché decir a los dos matones que usted había mandado a fumar a la calle. Esos ya están fuera de combate.
-¿Los ha matado?
-Creo que sí.
-Pobres... Tenían tanta vida por delante. Pero usted, no se quede ahí en la puerta pase y siéntese, por favor... Charlemos... Todo esto tiene que ser una tremenda confusión.
Román estaba desconcertado. Aquel anciano afable y tranquilo era el jefe de la cruel organización del Dragón Negro. Si lo era no lo parecía. No parecía capaz de matar ni a una mosca. Pero por todas las novelas que había leído sabía que los jefes de la mafia podían ser ancianos, y que a pesar de su apariencia, eran hombres sin escrúpulos. Le estaban intentando engañar y si le seguía el juego era seguro que la siguiente víctima se llamaría Román.
-No, no pienso sentarme. Usted...
-¿Yo qué?
-Usted es el líder del Dragón Negro. Usted debe morir.
-Mira hijo. Sólo soy un pobre empresario arruinado. Mira ¿acaso no te has fijado en que condiciones está mi fábrica? Durante muchos años y varias generaciones mi familia se ha dedicado a fabricar galletas. Ahora estamos en quiebra. Mi única hija ha muerto por no poder pagar sus medicamentos y una de mis nietas se ha visto obligada a alternar para poder subsistir. Ayer mismo nos dijo a mi y a sus hermanos, cuando la intentamos disuadir, que era lo único que podía hacer, que ella no se veía fregando suelos. Yo sólo soy un fracasado, un hombre al que la vida y la tremenda competencia le ha vencido. ¡Y claro que debo morir! Cuando Dios quiera me llevará con él, como ya se llevó a mi hi... -No acabó la frase. Aquel hombre presuntamente tan fiero se había derrumbado y lloraba como un niño delante de Román, que se estaba enterneciendo.
-Entonces... Aquellos dos hombres a los que he golpeado... ¿Quiénes eran?
-Eran mis nietos, imbécil. Y por tu bien, espero que sigan vivos. Si hay justicia en este mundo la policía te dará tu merecido.
-Pe...Pero... Esto no puede ser verdad. ¡Todos ustedes son miembros de Dragón Negro!
-No sé que es eso del Dragón Negro, pero te aconsejo que bajes esas armas y que hagas lo que un hombre de bien ha de hacer, entregarse cuando ha cometido un delito.
-Esto no puede ser verdad, es una pesadilla, una puta pesadilla. Usted me engaña. Yo estaba seguro, estaba seguro que...
-Todos nos equivocamos. Pero un hombre de verdad ha de reconocer cuando se equivoca y pagar por ello. Mira hijo -dijo levantándose- voy desarmado. No cometas otra estupidez.
-Yo... Yo...
-Dame esas pistolas.
Román estaba deshecho. Si todo aquello sólo había sido producto de su imaginación le esperaba cadena perpetua o el garrote. Dejó caer las pistolas al suelo y se puso a sollozar contra la pared. Lo único que era capaz de balbucear entre lágrimas era que lo sentía mucho, que lo sentía mucho...
Un chasquido lo sacó de repente de aquel estado. Aquel anciano había recogido las pistolas y ahora lo apuntaba con el martillo subido con la misma serenidad con que le había contado su historia. Con una leve presión de su dedo una bala saldría disparada directa a la cabeza de Román.
-Bien... Bien... Señor Spada. ¿Quiere decir unas últimas palabras?
Román negó con la cabeza.
-Así esta bien, que sepa que desde Dragón Negro le deseamos un feliz viaje al infierno. Adiós. -Sentenció el abuelo, justo en el momento en que apretó el gatillo.
El disparo iluminó la estancia como el flash de una cámara fotográfica. La bala había entrado y salido limpiamente de la cabeza de Román, dejando una mancha de sangre en la pared de la oficina y su cuerpo cayó a plomo levantando una nube de polvo. El anciano guardó las pistolas, se caló el abrigo y el sombrero y salió del edificio sin prestar atención a los cadáveres de sus nietos. Estaba amaneciendo y una luz pálida se proyectaba sobre los edificios como un telón de escarcha y acero.
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