Páginas

martes, 10 de enero de 2012

DE ESCRITOFRENIAS Y OTRAS METÁFORAS


Desde que la editorial del amigo Jesús Castro me publicara mi primer libro que pude considerarme escritor. Cosa que mola mucho, pero que pronto descubrí que es una categoría que pesa demasiado, pues cuando yo pienso en escritores pienso en los grandes (de Borges a Bolaño, pasando por Martín Gaite, Benedetti, Auster y un larguísimo etcétera), cuando el que suscribe de grande sólo tiene la talla 52 de pantalón. Poco después me devanaba los sesos en busca de aquella etiqueta de mi talla, que me viniera como anillo al dedo y que si escribidor, que si escribiente y que si la abuela fuma. No me gustaban estas nuevas categorías, sonaban mal, casi tan mal como esquizofrénico, que es una palabra que sólo su sonido sería capaz de hacerle chirriar los dientes al más pintado. No fue otro que el bueno de Jony y su magistral capacidad para jugar con las palabras y construir otras nuevas el que un día en una conversación medio en broma y medio en serio -como casi todas las conversaciones que mantenemos- me suelta que yo lo que soy es un escritofrénico. En ese momento algo se iluminó en mi interior y en mi rostro (rollo insight, epifanía o flash de cámara de foto) dibujando en ellos una enorme sonrisa. Por fin había encontrado ese traje a medida que tanto andaba buscando. Y encima gratis, que por algo tengo tarifa plana.

En un primer momento el concepto escritofrénico me enamoró por el humor que desprendía, pero sobre todo porque era capaz de unir dos mundos tan parecidos y tan lejanos socialmente como la literatura y la locura. Un escritor es aquel a quien se le permite inventar mundos, inventar vidas, jugar con el lenguaje (sus significados y sus significantes) con la libertad que aporta la metáfora y sus múltiples interpretaciones. A un escritor se le permite todo esto porque de esa enorme escisión entre realidad y fantasía que representa el acto literario el autor consigue trasladar a un lector predispuesto a vivir aventuras hacia mundos singulares (aunque los personajes no salgan de casa). Es lo maravilloso de la literatura y del acto literario que de lo singular uno es capaz de transcender hacia lo universal simplemente si existe la voluntad de dejarse llevar por un buen relato. De esta forma esas dos líneas presuntamente paralelas como son la realidad y la fantasía se acaban entrelazando. Esto es así porque la lectura que hacemos las personas de eso que llamamos realidad, que no es más que una especie de patchwork o collage de imagenes, caras, voces, palabras, calles, libros y esquinas con las que construimos nuestra particular visión de la realidad siempre puede ser superada, completada en su eterna inconclusión, depurada, matizada, tamizada, etc. Vamos que siempre nos queda algo que aprender de nosotros mismos y de esos otros que deambulan por nuestra vida, de los que más que saber quienes son, podemos llegar a saber su nombre y con suerte como están, en el instante en que se cruzan con nosotros. Los angloparlantes lo tienen mucho más sencillo que nosotros, porque ni ser, ni estar, ni parecer, para ellos todo es to be. En ese tránsito de vida en lo que nada permanece, salvo los nombres, pues ni la genética es suficientemente sólida como para perdurar ad eternum, las palabras flotan como bollas en ese mar bravío, como piedras que nos marcan el camino para que no nos perdamos de regreso a casa. Aunque bueno, a decir verdad, el lenguaje también cambia, evoluciona y se modifica. Francamente sino fuera por la RAE -y su limpia, fija y da esplendor- no se yo si seríamos capaces de entender a Cervantes, con la velocidad a la que cambia el mundo a día de hoy.

No me puedo imaginar un mundo sin Cervantes, del mismo modo que no me puedo imaginar un mundo sin El Quijote. Nos explicaba Foucault que fue el delirio ilustrado y su manía de explicar absolutamente todo por medio de la luz de la razón la que impuso el sustrato de una sociedad represora y sumamente positivista como la actual. Todo lo que quedara fuera de los estrechos márgenes de la normalidad ilustrada sería carne de presidio o de estudio psiquiátrico. En este tipo de sociedad no había lugar para Sancho Panza. Es más, la historia de la literatura demuestra como en el llamado siglo de las luces El Quijote fue ampliamente criticado o reducido a una simple crítica hacia las novelas de caballerías, quizás, sino hubiera sido por el empeño de los románticos del XIX y su afán por recobrar el valor de las pasiones y del individuo, la obra maestra de la literatura española nos hubiera llegado manchada de críticas y exabruptos pro-borbónicos. De todas formas el mal ya estaba hecho y la sociedad industrial había conseguido expulsar para siempre a los Sanchos Panzas. Los Sanchos Panzas son aquellos compañeros de viaje, que sostienen a los locos en los buenos y los malos momentos, que permanecen a su lado caigan los molinos que caigan y que aprenden de la sabiduría del loco extrayendo verdades como puños de sus andanzas. Alguien se imagina que en la actualidad un familiar o amigo le dijera a alguien diagnosticado que una vez “curado” se deje de monsergas y que vuelvan juntos a hacer camino, que no hay mayor desgracia que dejarse morir, sin más ni más, sin que otras manos las maten que la de la melancolía (farmaco-ilógica)... No, ya no hay lugar para Sancho Panza, ni para labrar otro campo que no se considere productivo, según las normas del capital.

En este siglo en el que vivimos seguramente habrá muchos más artistas que nunca en la historia. La educación y la cultura universales tienen estas consecuencias, que uno aprende lecciones quijotescas y le entran ganas de jugar a ser un héroe o un anti-héroe y lo que es aún peor, a fabricarlos. Porque todos llevamos a un pequeño poeta en nuestro interior y a un pequeño filósofo, que sólo surgen en el contexto adecuado.

Hace poco conocí a un gran pintor muy loco y muy pobre, que se droga con neurolépticos y alcohol para aplacar dios sabe que angustias. Hablé con él en el intermedio de dos conferencias y me contó que un sanador le enviaba gotas de luz a través del tiempo y que él las veía doradas y brillantes flotar en el espacio. Luego me preguntó si todo aquello me parecía una locura y yo le dije que no, que me parecía un hermoso e inquietante poema, que a mi -desconfiado por naturaleza contra todo lo que huela a misticismo- me recordaba que la verdad seguía siendo esa desconocida de la que todos hablamos de oídas, y que todos soñábamos con conocer algún día. Él sonrió. Creo que le gustó lo que dije. Seguramente lo que definió aquella conversación era que a mi, predispuesto por naturaleza a leer entre líneas, me daba igual que él fuera pobre o loco. El discurso de aquel hombre sólo se podía afrontar como si de un poema efímero y tremendamente vivo se tratase. Y estos tiempos tan líquidos que vivimos como decía el grupo Golpes Bajos: son malos tiempos para la lírica.

6 comentarios:

pere dijo...

Oye, a los que leemos escritofrenias y además nos gustan, ¿qué somos? ¿escritofrenólogos? ¿escritofrenofílicos?

¿cómo podría vivir sin la etiqueta adecuada?

abrazote!

Miguel dijo...

enhorabuena a jony por el parto de la palabra. (que usaré citando la fuente)
Pido la que se incluya en el DSM V en la categoria de "no estamos locos que sabemos lo que queremos"

Si para estar sano solo hace falta amigos, trabajo (con ilusiones y obligaciones), vivienda y una identidad....

Escritofrenias,... es buenísimo.....

Abrazos (sigo en aquella entrada que te debo que es compleja...).

Paula dijo...

Macanudo el escritofrénico de hoy. Queremos más, queremos más...!!
Un abrazo grande!!

Anónimo dijo...

Pues ya tenemos el prefacio, preludio o precapitulo de lo último de este escritofrénico.
Jesús.

La Otra Psiquiatría dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Jony Benitez dijo...

jajaja. miguel el derecho de autor ha pre-escrito. ahora es del personal. pere los que leemos estas cosas somos cripticos literarios (momento autorisa gozosa).
raul ni me cites. haz como los grandes Lacan Nietzsche y Bunbury, simplemente apropiate.